CAPÍTULO TREINTA

EL VIENTO IRRUMPE EN EL AULA DE ECONOMÍA doméstica por la ventana abierta, y la nevera que hay enfrente no basta para parar el aire frío. El instituto ya está helado por la falta de electricidad. Seis sólo lleva puesto ahora el traje de goma, que es totalmente negro a excepción de una tira gris que lo cruza en diagonal por la parte delantera. Está situada en el centro del grupo, con tal aplomo y confianza que me dan ganas de tener un traje lórico yo también. Abre la boca para hablar, pero le interrumpe una fuerte explosión procedente de fuera. Corremos hacia las ventanas, pero no podemos ver nada de lo que está ocurriendo. Tras el estallido se oyen una serie de golpes fuertes, así como chirridos y desgarros, como si estuvieran destrozando algo.

—¿Qué está pasando? —pregunto.

—Tus luces —me indica Henri, haciéndose oír por encima de los sonidos de destrucción.

Las enciendo y hago un barrido por el patio que tenemos delante. No alcanzan más de tres metros antes de quedar engullidas por la oscuridad. Henri da un paso atrás e inclina la cabeza, escuchando los sonidos con extrema concentración, y finalmente asiente con expresión resignada.

—Están destrozando todos los vehículos de fuera, incluida mi camioneta —anuncia—. Si sobrevivimos a esto y escapamos del instituto, tendrá que ser a pie.

Una sombra de terror cruza los rostros de Mark y Sarah.

—No hay más tiempo que perder. Con estrategia o sin estrategia, tenemos que irnos antes de que lleguen los soldados y las bestias. Ella ha dicho que podemos salir a través del gimnasio —dice Seis, señalando a Sarah con la cabeza—. Es nuestra única posibilidad.

—Se llama Sarah —le digo.

Me siento en una silla cercana, molesto por la urgencia de la voz de Seis. Parece hallarse en posesión de la calma, conservando la sangre fría bajo el peso de todos los horrores que hemos visto hasta ahora. Bernie Kosar vuelve a estar frente a la puerta, arañando las neveras que la bloquean, gruñendo y gimiendo con impaciencia. Aprovechando que tengo las luces encendidas, Seis le examina por primera vez. Le observa con detenimiento, y después entorna los ojos y acerca más la cara a él. Finalmente, se agacha y le acaricia. Me vuelvo hacia ella para mirarla, extrañado por su amplia sonrisa.

—¿Qué? —le pregunto.

—¿No lo sabes? —me dice, levantando la vista hacia mí.

—¿Qué es lo que tengo que saber?

Su sonrisa se agranda mientras vuelve a mirar a Bernie Kosar, que se separa corriendo de ella y vuelve a arremeter contra la ventana, arañándola, gruñendo, emitiendo algún ladrido de impotencia. El instituto está asediado, la muerte parece inminente, casi segura, y Seis está sonriendo. Me parece irritante.

—Tu perro —prosigue—. ¿De verdad no lo sabéis?

—No —contesta Henri. Le lanzo una mirada y veo que niega con la cabeza.

—¿Qué pasa, si se puede saber? —pregunto—. ¿Qué?

Seis nos mira consecutivamente a mí y a Henri. Suelta una risilla y abre la boca para hablar. Pero justo antes de que pueda pronunciar palabra, algo le llama la atención y se dirige a toda prisa a la ventana. Los demás la seguimos y, al igual que antes, el resplandor muy sutil de un par de faros recorre la curva de la carretera, en dirección al aparcamiento. Otro coche, puede que de un profesor o un entrenador. Cierro los ojos y hago una profunda inspiración.

—Podría no ser nada —digo.

—Apaga tus luces —me indica Henri.

Las apago y cierro los puños. El coche de fuera tiene algo que despierta mi ira. A la porra el agotamiento, los temblores que siento desde el momento en que he saltado por la ventana del director. Ya no soporto más estar encerrado en esta sala, sabiendo que los mogadorianos están ahí fuera, esperando, tramando nuestra destrucción. Ese coche puede ser del primero de los soldados que llegan a la escena. Pero justo cuando me asalta ese pensamiento, vemos que las luces se retiran rápidamente del aparcamiento y se alejan a toda velocidad por la misma carretera por la que han llegado.

—Tenemos que irnos de este condenado instituto —dice Henri.

Henri está sentado en una silla, a tres metros de la puerta, apuntando la escopeta directamente hacia ella. Respira lentamente a pesar de su tensión, y veo que tiene los músculos de la mandíbula apretados.

Ninguno de nosotros dice palabra. Seis se ha hecho invisible y se ha ido a hurtadillas para hacer un reconocimiento. Los demás esperamos hasta que vuelve. Tres toquecitos en la puerta, que es su forma de llamar para que sepamos que es ella y no un rastreador intentando entrar. Henri baja la escopeta y le abre, y cuando ella entra vuelvo a dejar una de las neveras obstruyendo la puerta. Seis ha pasado fuera diez minutos enteros.

—Tenías razón —le dice a Henri—. Han destrozado todos los coches del aparcamiento, y de alguna manera han desplazado la chatarra para obstruir todas las puertas. Y Sarah ha acertado; la trampilla del escenario se les ha pasado por alto. He contado siete rastreadores fuera y cinco dentro, patrullando los pasillos. Había uno detrás de esta puerta, pero ya me he encargado de él. Creo que están empezando a ponerse nerviosos. Eso podría deberse a que los otros deberían haber llegado ya, lo que significa que no pueden andar lejos.

Henri se levanta, coge el Cofre y me hace una señal con la cabeza. Le ayudo a abrirlo, y él mete la mano y saca unas piedrecillas redondas que se mete en el bolsillo. No tengo ni idea de qué son. Después, cierra el Cofre, lo mete en uno de los hornos y cierra la puerta. Acerco una nevera al horno y la coloco delante para que no puedan abrirlo. No queda más remedio que hacer eso. El Cofre pesa demasiado para transportarlo y combatir a la vez, y necesitamos todas las manos disponibles para salir de este embrollo.

—Me da rabia separarme de él —dice Henri, meneando la cabeza. Seis asiente, intranquila. La idea de que los mogadorianos se apoderen del Cofre los aterra a ambos.

—Aquí estará a salvo —les digo.

Henri levanta la escopeta y da un tirón al cargador, mirando a Sarah y a Mark.

—Esta no es vuestra guerra —les dice—. No sé lo que pasará ahí fuera, pero si esto se pone feo, tenéis que volver al edificio y esconderos aquí. No es a vosotros a quienes quieren, y no creo que se molesten en venir a buscaros si ya nos tienen a nosotros.

Sarah y Mark parecen atenazados por el terror, y ambos aprietan con fuerza el cuchillo que tiene cada uno en la mano. Mark se ha abarrotado el cinturón con todo lo que ha encontrado de utilidad en los cajones: más cuchillos, el ablandador de carne, un rallador de queso, unas tijeras.

—Tenemos que salir de la cocina hacia la izquierda y, cuando lleguemos al final del pasillo, el gimnasio está a unos cinco metros a la derecha, detrás de una puerta doble —indico a Henri.

—La trampilla está justo en medio del escenario —añade Seis—. Está tapada por una alfombrilla azul. No había rastreadores en el gimnasio, pero eso no significa que no puedan estar allí ahora.

—Entonces, ¿tenemos que salir al pasillo y correr más que ellos? —pregunta Sarah, con una voz rebosante de pánico. Su respiración es pesada.

—No nos queda más remedio —afirma Henri.

Cojo a Sarah de la mano. Está temblando con fuerza.

—Todo irá bien —le aseguro.

—Y eso ¿cómo lo sabes? —dice, en un tono más de exigencia que de pregunta.

—No lo sé —confieso.

Seis aparta la nevera de la puerta, y Bernie Kosar se lanza enseguida a arañarla y a gruñir, deseando salir.

—No puedo haceros invisibles a todos —dice Seis—. Pero, si desaparezco, estaré cerca de todos modos.

Seis agarra el pomo de la puerta y, a mi lado, Sarah hace una profunda y temblorosa inspiración, apretándome la mano con todas sus fuerzas. Veo que le tiembla el cuchillo en la mano derecha.

—No te separes de mí —le digo.

—No voy a apartarme de tu lado.

La puerta se abre y Seis sale de un salto al pasillo, con Henri detrás. Yo les sigo, y Bernie Kosar sale disparado delante de nosotros, como una furiosa bola de cañón. Henri apunta la escopeta en una dirección y después en la otra. El pasillo está vacío. Bernie Kosar ya ha llegado a la esquina, y desaparece tras ella. Seis le sigue inmediatamente, haciéndose invisible mientras los demás corremos hacia el gimnasio, con Henri a la cabeza. Hago que Mark y Sarah vayan delante de mí. Ninguno de nosotros ve nada a su alrededor, y sólo oímos los pasos de los demás. Enciendo mis luces para iluminar el camino, lo que se convierte en el primer error que cometo.

A mi derecha, la puerta de un aula se abre de golpe. Todo ocurre en una fracción de segundo y, antes de que pueda reaccionar, algo pesado me golpea el hombro. Se me apagan las luces, y me precipito contra una vitrina de cristal. Me he hecho un corte en la parte alta de la cabeza, y casi inmediatamente empieza a caerme sangre por un lado de la cara. Sarah grita. Lo que me ha golpeado antes vuelve a aporrearme: un golpe seco en las costillas que me corta el aire.

—¡Enciende tus luces! —grita Henri.

Le obedezco. Tengo un rastreador encima de mí, sujetando un madero de dos metros que debe de haber encontrado en el aula de tecnología. Lo levanta en el aire para volver a golpearme, pero Henri, que está a unos seis metros, dispara antes la escopeta. La cabeza del rastreador desaparece al estallar en pedazos, y el resto de su cuerpo se reduce a cenizas antes incluso de caer al suelo. Henri baja el arma.

—Mierda —exclama al ver la sangre.

Cuando da un paso hacia mí, veo con el rabillo del ojo a otro rastreador, en la misma puerta, con un mazo levantado encima de su cabeza. En el momento en que se lanza al ataque, recurro a mi telequinesia para arrojarle lo que encuentro más cerca, sin saber siquiera qué es. Un objeto dorado y reluciente atraviesa el aire con violencia y golpea al rastreador con tanta fuerza que su cráneo se rompe con el impacto, y entonces cae al suelo, donde se queda inmóvil. Henri, Mark y Sarah acuden corriendo. El rastreador sigue con vida, pero Henri coge el cuchillo de Sarah y, cuando se lo clava en el pecho, lo reduce a un montón de cenizas. Después, le devuelve el cuchillo a Sarah, que lo sostiene delante de ella con el índice y el pulgar, como si le hubiesen dado una prenda de ropa interior sucia. Mark se agacha y levanta el objeto que he lanzado, que ahora está roto en tres pedazos.

—Es mi trofeo de la liga de fútbol —dice, y no puede evitar reírse para sí—. Me lo dieron el mes pasado.

Me pongo en pie. La vitrina contra la que he chocado era la de los trofeos.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta Henri, mirando el corte.

—Sí, estoy bien. No nos paremos.

Recorremos el pasillo a toda prisa, nos metemos en el gimnasio, lo atravesamos corriendo y saltamos al escenario. Enciendo mis luces, que me permiten ver la alfombrilla azul corriéndose como por voluntad propia. Acto seguido, la trampilla se abre, y sólo entonces Seis se hace visible de nuevo.

—¿Qué ha pasado ahí atrás? —pregunta.

—Nos hemos topado con algún problemilla por el camino —responde Henri, bajando en primer lugar por la escala para asegurarse de que hay vía libre. Le siguen Sarah y Mark.

—¿Sabes dónde está el perro? —pregunto.

Seis menea la cabeza, indicándome que no lo sabe.

—Vayamos —digo.

Ella baja antes, y sólo quedo yo en el escenario. Silbo tan fuerte como puedo, aun sabiendo perfectamente que al hacerlo estoy delatando mi posición. Espero un instante.

—Venga, John —me apremia Henri desde abajo.

Me deslizo por la trampilla y apoyo los pies en la escala, pero de cintura para arriba sigo asomado al escenario, vigilante.

—¡Vamos! —digo entre dientes—. ¿Dónde estás?

Y en la fracción de segundo en que me doy cuenta de que no me queda más remedio que rendirme, pero antes de empezar a bajar, Bernie Kosar se materializa en la otra punta del gimnasio y se dirige a todo correr hacia mí, con las orejas pegadas a los lados de la cabeza. Sonrío.

—¡Venga! —repite Henri, gritando esta vez.

—¡Ya va! —respondo también en un grito.

Bernie Kosar salta al escenario y a mis brazos.

—¡Toma! —grito, y paso el perro a Seis. Me dejo caer, cierro la trampilla y enciendo mis luces tanto como puedo.

Las paredes y el suelo son de hormigón, y apestan a moho. Tenemos que caminar muy agachados para no golpearnos la cabeza. Seis va delante. El túnel tiene unos treinta metros de largo, y no tengo ni idea de cuál era su finalidad cuando lo hicieron. Llegamos al final: unos pocos escalones que suben hasta un par de puertas metálicas. Seis espera a que hayamos llegado todos.

—¿Adónde da esto? —pregunto.

—A la parte trasera del aparcamiento del personal docente —contesta Sarah—. Cerca del campo de fútbol.

Seis pega la oreja a la pequeña rendija que hay entre las puertas cerradas, pero no oye más que el viento. Todos tenemos las caras empañadas de sudor, polvo y miedo. Seis mira a Henri y asiente. Apago mis luces.

—Allá voy —dice, antes de hacerse invisible.

Abre la puerta los centímetros justos para asomar la cabeza y echar un vistazo en derredor. Los demás observamos conteniendo la respiración, escuchando, esperando, con los nervios a flor de piel. Seis mira a un lado y luego al otro para cerciorarse de que hemos llegado sin ser vistos, y entonces abre la puerta del todo y salimos uno por uno.

Todo está oscuro y silencioso, sin viento, y los árboles se yerguen inmóviles a nuestra derecha. Miro a mi alrededor y veo las maltrechas siluetas de los coches retorcidos que se amontonan frente a la entrada del instituto. No hay estrellas ni luna. No se percibe el cielo, casi como si estuviéramos debajo de una burbuja de oscuridad, de alguna especie de bóveda donde no quedan más que sombras. Bernie Kosar empieza a gruñir, primero con un tono tan leve que me hace pensar que sólo se debe a su ansiedad; sin embargo, el gruñido aumenta hasta hacerse más feroz, más amenazador, y comprendo que está percibiendo algo ahí fuera. Todos volvemos la cabeza para ver a qué está gruñendo, pero no hay ningún movimiento. Avanzo un paso para colocar a Sarah detrás de mí. Se me pasa por la cabeza encender mis luces, pero sé que eso nos delatará aún más que el gruñido del perro.

De pronto, Bernie Kosar sale disparado y corre treinta metros antes de saltar en el aire e hincar los dientes a un rastreador al que no hemos visto y que se materializa de la nada, como si se hubiese roto algún hechizo de invisibilidad. Al instante siguiente, podemos verlos a todos, rodeándonos. No son menos de veinte, y empiezan a acercarse.

—¡Era una trampa! —grita Henri, que dispara dos veces e inmediatamente abate dos rastreadores.

—¡Volved al túnel! —grito a Mark y a Sarah.

Uno de los rastreadores se abalanza hacia mí. Lo levanto en el aire y lo arrojo con todas mis fuerzas hacia un roble que hay veinte metros más allá. El mogadoriano cae al suelo con un golpe seco, se pone de pie enseguida y lanza un puñal hacia mí. Lo desvío y vuelvo a levantar al rastreador. Lo empujo con más fuerza, y se convierte en cenizas tras golpear el pie del árbol. Henri dispara la escopeta una y otra vez con estallidos que resuenan con fuerza. Dos manos me sujetan por detrás. Estoy a punto de quitármelas de encima cuando me doy cuenta de que es Sarah. Seis parece haberse esfumado. Bernie Kosar ha derribado a un mogadoriano y le está clavando los dientes con fuerza en la garganta, con los ojos como poseídos por mil demonios.

—¡Métete en el instituto! —grito, pero Sarah no me suelta.

Un trueno repentino rompe el silencio, anunciando la tormenta que está a punto de caer, y sobre nosotros se acumulan unos nubarrones negros acompañados de destellos de relámpagos. Los truenos desgarran el cielo nocturno y sobresaltan a Sarah con cada fuerte estampido. Seis ha vuelto a aparecer diez metros más allá, con los ojos apuntando al cielo y el rostro tenso de concentración mientras alza ambos brazos. Es ella la que está creando la tormenta con su legado de control del tiempo. Empiezan a caer rayos del cielo que fulminan a los rastreadores en el acto con pequeñas explosiones, y las nubes de ceniza que se forman flotan lánguidamente por el patio. Henri permanece a un lado de la escena, cargando más cartuchos en la escopeta. El rastreador al que estaba asfixiando Bernie Kosar termina sucumbiendo a la muerte, y sus cenizas revientan sobre la cara del perro. Este suelta un estornudo, se sacude las cenizas del pelaje y entonces corre a otro lado a dar caza al rastreador más cercano hasta que ambos desaparecen en el denso bosque, quince metros más allá. Me asalta la angustiosa sensación de que no volveré a verle nunca más.

—Tienes que ir al instituto —digo a Sarah—. Ve ahora mismo y escóndete allí. ¡Mark! —grito, pero no alcanzo a verle.

Miro en derredor, y le diviso corriendo hacia Henri, que sigue cargando la escopeta. Al principio no comprendo por qué, pero luego veo lo que está ocurriendo: un rastreador mogadoriano se ha acercado a Henri a hurtadillas sin que él se dé cuenta.

—¡Henri! —grito para llamar su atención.

Levanto la mano para detener al rastreador, que ya ha levantado su cuchillo en el aire, pero Mark se lanza antes sobre él, y ambos entablan un combate cuerpo a cuerpo. Henri cierra la escopeta con un movimiento seco mientras Mark aparta el cuchillo del rastreador de una patada. Henri dispara, y acto seguido el mogadoriano explota. Henri dice algo a Mark.

Vuelvo a llamar a Mark, que acude corriendo, con la respiración entrecortada.

—Tienes que llevar a Sarah al instituto.

—Puedo ayudaros aquí —contesta.

—Esta no es tu lucha. ¡Tenéis que esconderos! ¡Ve al instituto y escóndete con Sarah!

—Está bien.

—¡Tenéis que manteneros escondidos, pase lo que pase! —grito para hacerme oír sobre el estruendo de la tormenta—. No irán a por vosotros. Es a mí a quien quieren. ¡Prométemelo, Mark! ¡Prométeme que te quedarás escondido con Sarah!

Mark asiente rápidamente.

—¡Lo prometo!

Sarah está llorando, y no hay tiempo para reconfortarla. Otro trueno, otro disparo de escopeta. Ella me da un beso en los labios, sujetándome fuerte la cara con las manos, y yo sé que se quedaría siempre así. Mark tira de ella y empieza a llevársela lejos.

—Te quiero —dice Sarah, y en sus ojos veo la misma mirada que le dirigí antes, cuando salí de la clase de economía doméstica. Me mira como si estuviera viéndome por última vez, como si quisiera grabar esa última imagen en su memoria para toda la vida.

—Yo también te quiero —susurro justo cuando los dos llegan a los escalones donde empieza el túnel, y en el momento en que pronuncio esas palabras, Henri suelta una exclamación de dolor.

Me doy la vuelta. Uno de los rastreadores le ha clavado un cuchillo en la barriga. Me invade una oleada de terror. El rastreador retira el cuchillo del cuerpo de Henri, y su sangre resplandece en la hoja. El mogadoriano se inclina para acuchillar a Henri por segunda vez, pero levanto la mano hacia él y le arranco el arma de las manos en el último segundo, de forma que sólo alcanza a Henri con el puño. Este gruñe y se recompone, y entonces encañona la barbilla del rastreador y dispara la escopeta. El mogadoriano se desploma sin cabeza.

Empieza a caer una lluvia fría y plomiza. En cuestión de segundos, estoy calado hasta los huesos. La sangre se escapa de la barriga de Henri. Dirige la escopeta hacia la oscuridad, pero todos los rastreadores se han replegado a las sombras, lejos de nosotros, y Henri no puede apuntar bien. Ya no están interesados en atacar, sabiendo que dos de nosotros se han retirado y un tercero está herido. Seis sigue con los brazos alzados al cielo. La tormenta ha arreciado; ya se oye el viento ulular. Parece que le cuesta controlarlo. Una tormenta invernal, truenos en enero. Sin embargo, tan rápido como ha empezado, todo parece cesar: el trueno, el rayo, la lluvia. El viento se extingue, y entonces un hondo aullido empieza a crecer a lo lejos. Seis baja los brazos, y todos aplicamos el oído. Incluso los mogadorianos se vuelven hacia el sonido: una especie de aullido mecánico que sigue aumentando y que decididamente se dirige hacia nosotros. Los rastreadores salen de entre las sombras y se echan a reír. A pesar de que hayamos matado a diez como mínimo, ahora hay muchos más que antes. Desde lo lejos, una nube de humo se eleva sobre las copas de los árboles, como si una locomotora de vapor se dirigiera hacia el instituto. Los rastreadores se dirigen unos a otros gestos de asentimiento, mostrando sus malévolas sonrisas, y vuelven a formar un cerco alrededor de nosotros en lo que parece ser un intento de hacernos regresar al edificio. Y está claro que es la única opción que tenemos. Seis se acerca a nosotros.

—¿Qué es? —le pregunto.

Henri se incorpora con dificultad, con la escopeta colgando a un lado. Le cuesta respirar y tiene un corte en la mejilla, debajo del ojo derecho, además de un círculo de sangre en el jersey gris, producido por la herida de cuchillo.

—Son los demás, ¿verdad? —pregunta a Seis.

Ella le mira, conmocionada, con la melena húmeda pegada a ambos lados de la cara.

—Las bestias —responde—. Y los soldados. Están aquí.

Henri recarga la escopeta y respira profundamente.

—Y ahora es cuando empieza la verdadera guerra —dice—. No sé qué pensáis vosotros, pero si ha llegado la hora, ha llegado la hora. Por lo que a mí respecta… —añade, y su voz se apaga—. Bueno, no pienso irme sin pelear.

Seis asiente con un movimiento de cabeza.

—Nuestra gente se defendió hasta el final. Y yo también lo haré —dice.

Una columna de humo sigue alzándose a un kilómetro de distancia. «Transporte de tropas —pienso—. Es así cómo viajan, con semirremolques enormes». Seis y yo seguimos a Henri por los escalones. Llamo a Bernie Kosar, pero no se le ve por ningún lado.

—No podemos esperarle otra vez —dice Henri—. No hay tiempo.

Miro alrededor una última vez y cierro las puertas de golpe. Sin perder tiempo, recorremos el túnel, subimos al escenario y atravesamos el gimnasio. No vemos ni un solo rastreador, y tampoco a Mark y Sarah, cosa que me alivia. Espero que estén bien escondidos, y que Mark mantenga su promesa y se queden donde están. Cuando llegamos de vuelta al aula de economía doméstica, aparto la nevera y cojo el Cofre. Henri y yo lo abrimos. Seis coge la piedra sanadora y la aprieta contra la barriga de Henri. Él se queda en silencio, con los ojos cerrados, aguantando la respiración. Tiene la cara roja por la tensión, pero no emite ni un solo sonido. Al cabo de un minuto, Seis retira la piedra. El corte se ha curado. Henri exhala, con la frente llena de sudor. Entonces llega mi turno. Seis presiona la piedra contra el corte de mi cabeza, y siento que me desgarra un dolor mayor que cualquiera que haya sentido antes. Suelto quejidos y gruñidos, tensando todos los músculos de mi cuerpo. No puedo respirar hasta que todo ha pasado, y cuando ese momento llega al fin, me doblo por la cintura y pasa un minuto hasta que recupero el aliento.

El aullido metálico de fuera ha cesado. El semirremolque está fuera de nuestra vista. Mientras Henri cierra el Cofre y vuelve a dejarlo en el mismo horno de antes, miro por la ventana esperando divisar a Bernie Kosar, pero no le veo. Otro par de faros llega al instituto. Al igual que antes, no veo si es un coche o un camión. Aminora al pasar junto a la entrada, y luego acelera y se aleja de pronto. Henri se abotona la camisa y recoge la escopeta. Cuando nos dirigimos hacia la puerta, un sonido nos deja helados.

Suena un rugido fuera, estruendoso, bestial, un bramido siniestro diferente a cualquier cosa que haya oído antes, seguido por el clic de un cierre abriéndose y el sonido metálico de una puerta que desciende y se abre. Se oye un fuerte golpe que nos saca de nuestro ensimismamiento. Tomo una profunda inspiración. Henri menea la cabeza y suspira con un gesto casi desesperanzado, un gesto que indica que está dando la batalla por perdida.

—Siempre hay esperanza, Henri —le digo, y él se vuelve para mirarme—. Todavía puede haber sorpresas. No lo sabemos todo todavía. No renuncies a la esperanza aún.

Él asiente, y la más leve de las sonrisas se insinúa en su cara. Mira a Seis, una sorpresa que no creo que ninguno de los dos habría podido imaginar. ¿Quién dice que no haya más esperándonos? Y entonces es él quien sigue el discurso, repitiendo las mismas palabras que me dirigió cuando era yo el que estaba desanimado, el día que le pregunté cómo podíamos esperar ganar esta batalla, solos, en inferioridad numérica y lejos de casa, contra los mogadorianos, que parecen regodearse en la guerra y en la muerte.

—Es lo último a lo que hay que renunciar —dice—. Cuando pierdes la esperanza, ya no te queda nada más. Y aunque pienses que se han agotado las posibilidades, en el momento más duro y sombrío de todos, sigue habiendo esperanza.

—Así se habla —digo.