CAPÍTULO VEINTINUEVE

¿CÓMO HAS SABIDO QUE ERA YO? —Pregunto.

Número Seis mira hacia la puerta.

—He estado buscándote desde que mataron a Tres —dice—. Pero ya te explicaré luego todo esto. Primero, tenemos que salir de aquí.

—¿Cómo has entrado sin que te vean?

—Puedo volverme invisible.

Sonrío. Es el mismo legado que tenía mi abuelo: la invisibilidad y la capacidad de hacer invisible todo lo que toca, como hizo con nuestra casa el segundo día de trabajo de Henri.

—¿A qué distancia vives de aquí? —quiere saber Seis.

—A cinco kilómetros.

Noto que asiente en la oscuridad.

—¿Tienes un cêpan? —me pregunta.

—Sí, claro. ¿Tú no?

Ella desplaza el peso de una pierna a otra y hace una pausa antes de hablar, como si necesitara sacar fuerzas de una entidad invisible.

—Antes tenía una cêpan —contesta—, pero murió hace tres años. Desde entonces, estoy sola.

—Lo siento —digo.

—Es una guerra, y en las guerras muere gente. Pero ahora mismo tenemos que irnos de aquí, o nosotros moriremos también. Si merodean por aquí, es que ya saben dónde vives, lo que significa que ya están allí. Por eso, no hace falta andarse con disimulos cuando salgamos de aquí. Estos son sólo rastreadores. Los soldados están en camino, y ellos tienen espadas. Y las bestias nunca andan muy lejos de ellos. No tenemos mucho tiempo. En el mejor de los casos, un día; en el peor, ya están aquí.

Mi primer pensamiento es: «Ya saben dónde vivo». Siento pánico. Henri está en casa, con Bernie Kosar, y puede que los soldados y las bestias ya estén allí. Mi segundo pensamiento es: su cêpan murió hace tres años. Seis lleva todo ese tiempo sola, en un planeta extraño ¿desde qué edad? ¿Los trece? ¿Los catorce?

—Está en casa —digo.

—¿Quién?

—Henri, mi cêpan.

—Estoy segura de que está bien. No le tocarán mientras tú estés vivo. Es a ti a quien quieren, y le usarán a él para atraerte —dice Seis, y entonces alza la vista hacia una de las ventanas enrejadas. Nosotros volvemos la cabeza para mirar con ella. Doblando a gran velocidad la curva que conduce al instituto, se acercan un par de faros, tan tenues que no dejan ver nada más. Después, aminoran, dejan atrás la salida, giran hacia la entrada y desaparecen en un instante. Seis se vuelve hacia nosotros—. Todas las puertas están bloqueadas. ¿Hay alguna otra salida?

Reflexiono un momento, pensando que nuestra mejor opción es una de las ventanas sin rejas de las otras aulas.

—Podemos salir a través del gimnasio —sugiere Sarah—. Debajo del escenario hay una trampilla con un pasadizo que sale a la parte de atrás del instituto.

—¿De verdad? —pregunto.

Ella asiente, y me siento orgulloso.

—Cogedme una mano cada uno —dice Seis. Yo le cojo la derecha, y Sarah la izquierda—. Sed tan silenciosos como podáis. Mientras me cojáis de la mano, seréis invisibles. No podrán vernos, pero podrán oírnos. Cuando estemos fuera, echaremos a correr a toda pastilla. Ya no podremos huir de ellos, ahora que nos han encontrado. La única forma de escapar es matarlos, hasta que no quede ni uno, antes de que lleguen los demás.

—Vale —digo.

—¿Sabes lo que eso significa?

Niego con la cabeza. No estoy seguro de lo que me está pidiendo.

—Ahora ya no hay posibilidad de huir —repite—. Eso significa que tendrás que luchar.

Hago ademán de contestarle, pero el rumor sordo, como de pasos, que he oído antes se detiene detrás de la puerta. Silencio. El pomo se agita. Número Seis hace una profunda inspiración y me suelta la mano.

—Ya no vale la pena salir a escondidas —dice—. La guerra empieza ahora.

Poniéndose en movimiento, Seis da un empujón con las manos y arranca la puerta de sus goznes, que cae estrepitosamente al suelo del pasillo. Madera astillada. Cristal hecho añicos.

—¡Enciende tus luces! —me grita.

Las enciendo en un abrir y cerrar de ojos. Hay un mogadoriano entre los restos de la puerta rota. Sonríe, y de las comisuras de su boca cae un hilo de sangre, producido por el golpe con la puerta. Ojos rojos, tez pálida como si el sol nunca la hubiera tocado. Una criatura cavernícola alzada de entre los muertos. Nos arroja algo que no veo y que arranca un quejido a Seis, a mi lado. Miro a los ojos del mogadoriano, y un dolor me desgarra y me paraliza, dejándome clavado donde estoy. Cae sobre mí la oscuridad. La tristeza. Mi cuerpo se pone rígido. Brumosas imágenes del día de la invasión se suceden en mi mente: la muerte de mujeres y niños, mis abuelos; lágrimas, gritos, sangre, montones de cuerpos carbonizados. Seis me saca de mi estupor levantando al mogadoriano en el aire y arrojándolo contra una pared. Cuando este intenta ponerse en pie, Seis vuelve a levantarlo, y esta vez lo lanza con todas sus fuerzas contra una pared y luego otra. El rastreador cae el suelo con el cuerpo roto y retorcido, hincha el pecho una vez y después se queda inmóvil. Transcurridos uno o dos segundos, todo su cuerpo queda reducido a un montón de cenizas, con un sonido parecido al de un saco de arena al caer al suelo.

—¿Qué diablos? —exclamo, preguntándome cómo es posible que aquel cuerpo se haya desintegrado por completo de aquel modo.

—¡No le mires a los ojos! —me grita Seis, haciendo caso omiso de mi mirada interrogativa.

Me acuerdo del periodista de Están entre nosotros, y ahora entiendo lo que experimentó cuando miró a los ojos de los mogadorianos. Me pregunto si agradeció la llegada de la muerte, con tal de librarse de las imágenes que se reproducían sin cesar en su mente. No me atrevo a imaginar lo intensas que habrían llegado a ser si Seis no hubiese roto el hechizo.

Otros dos rastreadores se deslizan hacia nosotros desde el final del pasillo. Un manto de oscuridad los envuelve, como si consumieran todo lo que hay a su alrededor y lo convirtieran en negrura. Seis se planta frente a mí, firme, con la barbilla bien alta. Mide cinco centímetros menos que yo, pero su presencia la hace parecer cinco centímetros más alta. Sarah está detrás de mí. Los dos mogadorianos se detienen donde el pasillo se cruza con otro, mostrando los dientes en una mueca de desdén. Mi cuerpo está tenso, con los músculos ardiendo de agotamiento. Sus respiraciones son profundas, roncas. Eso es lo que hemos oído detrás de la puerta: su respiración, no sus pasos. Observándonos. Y, entonces, el pasillo se llena de un ruido diferente, que atrae la atención de los dos mogadorianos. Unas sacudidas en una puerta, como si alguien intentara abrirla por la fuerza. De repente se oye la detonación de un arma de fuego, seguida por el ruido de la puerta principal del instituto al abrirse de una patada. Los rastreadores se muestran sorprendidos, y en el momento en que dan media vuelta para huir, suenan otros dos disparos por el pasillo, y los dos caen de espaldas. Oímos acercarse un par de zapatos y las uñas de un perro. Seis se tensa a mi lado, preparándose para lo que está aproximándose hacia nosotros. ¡Henri! Eran las luces de su camioneta lo que hemos visto entrar en el terreno del instituto. Tiene una escopeta de dos cañones que nunca había visto antes. Bernie Kosar viene con él, y echa a correr hacia mí. Me agacho y lo levanto del suelo. Me lame frenéticamente la cara, y estoy tan contento de verle que casi me olvido de decirle a Seis quién es el hombre de la escopeta.

—Es Henri. Mi cêpan.

Henri se acerca por el pasillo, vigilante, mirando las puertas de las aulas al pasar delante de cada una de ellas. Detrás de él, con el cofre lórico en las manos, está Mark. No tengo ni idea de por qué Henri se lo ha traído. En los ojos de este hay una mirada enloquecida, de agotamiento, llena de miedo y preocupación. Espero lo peor teniendo en cuenta la forma en que me he ido de casa, alguna bronca, tal vez una bofetada, pero en lugar de eso cambia de mano la escopeta para tener la derecha libre y me abraza con todas sus fuerzas. Yo respondo a su abrazo de la misma manera.

—Lo siento, Henri. No sabía que pasaría esto.

—Ya sé que no. Lo importante ahora es que estás bien —me dice—. Venga, tenemos que irnos de aquí. El instituto entero está rodeado.

Sarah nos guía hasta el lugar del instituto más seguro que se le ocurre, que es la cocina donde damos las clases de economía doméstica, al final del pasillo. Cerramos la puerta por dentro al llegar. Seis la apuntala con tres neveras para evitar que nadie entre, mientras Henri corre hacia las ventanas y baja las persianas. Sarah se va directamente a la unidad de cocina que utilizamos normalmente, abre el cajón y saca el cuchillo carnicero más grande que encuentra. Mark la observa, y cuando entiende lo que está haciendo, deja el Cofre en el suelo y coge otro cuchillo para él. Después revuelve otros cajones y, tras sacar un martillo ablandador de carne, se lo mete en la cintura de los pantalones.

—¿Estáis bien? —pregunta Henri.

—Sí —contesto.

—Yo, aparte del puñal del brazo, estoy bien —dice Seis.

Enciendo levemente mis luces y le miro el brazo. No es una broma. Entre el bíceps y el hombro tiene clavado un pequeño puñal. Por eso le oí soltar un quejido antes de matar al rastreador: le había arrojado un puñal. Henri se acerca a ella y le arranca la hoja del brazo. Ella deja escapar un gruñido.

—Menos mal que es sólo un puñal —dice Seis, mirándome—. Los soldados tendrán espadas luminosas con poderes diversos.

Me gustaría preguntarle qué clase de poderes, pero Henri interviene.

—Coge esto —dice.

Acerca la escopeta a Mark para que la coja y este la acepta con su mano libre sin protestar, mirando con asombro todo lo que está presenciando a su alrededor. Me pregunto cuánto le habrá contado Henri, y por qué se lo habrá traído, para empezar. Me vuelvo hacia Seis. Henri le ha colocado un trapo en el brazo, y ahora ella lo mantiene sujeto sobre la herida. Henri se acerca al Cofre, lo levanta y lo deja en la mesa más cercana.

—Ven, John —me dice.

Sin necesidad de más explicaciones, le ayudo a abrirlo. Henri levanta la tapa, mete la mano dentro y saca una piedra plana, tan oscura como el aura que envuelve a los mogadorianos. Seis parece saber para qué sirve la piedra. Se quita la camisa. Debajo lleva un traje de goma negro y gris muy parecido al traje plateado y azul que he visto llevar a mi padre en mis visiones. Respira profundamente y ofrece a Henri su brazo. Él apoya la piedra sobre el corte, mientras Seis, con los dientes muy apretados, gruñe y se retuerce de dolor. Le corren goterones de sudor por la frente, su cara adopta un tono rojo intenso por la tensión, los tendones se le marcan en el cuello. Henri mantiene la piedra allí sujeta durante casi un minuto entero. Después, la retira y Seis se dobla por la cintura, tomando aire para recomponerse. Le miro el brazo. Aparte de un resto de sangre todavía reluciente, el corte está completamente curado, sin cicatriz siquiera, nada excepto el pequeño desgarrón en el traje.

—¿Qué es eso? —pregunto, señalando la piedra con el mentón.

—Es una piedra sanadora —dice Henri.

—¿De verdad existen cosas así?

—En Lorien sí, pero el dolor de la curación es el doble del que produce lo que lo ha causado, y la piedra sólo funciona cuando la lesión es resultado de la intención de dañar o matar. Y tiene que utilizarse en el momento.

—¿Sólo cuando hay intención? —pregunto—. Entonces, ¿la piedra no curaría si tropezara y me hiriera la cabeza por accidente?

—No —contesta Henri—. En eso se basan los legados: defensa y pureza.

—¿Curaría a Mark o a Sarah?

—No tengo ni idea. Y espero que no tengamos que averiguarlo nunca.

Seis recupera el aliento y se incorpora, palpándose el brazo. El tono rojo de su cara empieza a desvanecerse. Detrás de ella, Bernie Kosar corre sin parar de la puerta bloqueada a las ventanas, que están demasiado elevadas para que vea nada a través de ellas, pero de todos modos lo intenta levantándose sobre las patas de atrás, gruñendo a lo que siente que hay fuera. «Espero que no sea nada», pienso. De vez en cuando da dentelladas al aire.

—¿Has cogido mi móvil cuando has venido antes al instituto? —pregunto a Henri.

—No, no he cogido nada.

—Pues cuando he vuelto ya no estaba.

—Bueno, de todos modos tampoco funcionaría aquí. Han hecho algo con nuestra casa y con el instituto. No hay electricidad, y ninguna señal puede atravesar esta especie de escudo que han levantado. Todos los relojes se han parado. Incluso el aire parece muerto.

—No tenemos mucho tiempo —le interrumpe Seis.

Henri asiente. Una leve sonrisa aparece en su cara al mirarla, una expresión de orgullo, o incluso puede que de alivio.

—Te recuerdo —le dice.

—Yo también te recuerdo.

Henri extiende la mano hacia ella, y Seis se la estrecha.

—Me has dado una alegría de la mierda.

—De la hostia —le corrijo, pero él no me hace caso.

—Llevo bastante tiempo buscándoos —dice Seis.

—¿Dónde está Katarina? —pregunta Henri.

Seis menea la cabeza, consternada. Una expresión lúgubre ensombrece su cara.

—No está aquí. Murió hace tres años. Desde entonces he estado buscando a los demás, incluidos vosotros.

—Lo siento —dice Henri.

Seis asiente, y entonces dirige la vista hacia la otra punta de la cocina. Allí está Bernie Kosar, que se ha puesto a gruñir con ferocidad. Parece haber crecido lo justo para que su cabeza pueda asomarse por el pie de la ventana. Henri recoge la escopeta del suelo y camina hacia él hasta quedar a un metro y medio de la ventana.

—John, apaga tus luces —dice, y le obedezco—. Cuando yo te avise, sube la persiana.

Me sitúo a un lado de la ventana y doy dos vueltas a la correa alrededor de mi mano. Hago una señal a Henri con un movimiento de cabeza, y detrás de él veo que Sarah se está tapando las orejas con las palmas de las manos para prepararse para el disparo. Henri recarga la escopeta y apunta con ella.

—Es hora de devolver el golpe —dice, y entonces da el aviso—: ¡Ahora!

Tiro de la correa, y la persiana sube de golpe. Henri dispara la escopeta. El estallido es ensordecedor, y resuena en mis oídos durante varios segundos. Henri vuelve a recargarla y la mantiene apuntada. Estiro el cuello para mirar. Hay dos rastreadores caídos sobre la hierba, inmóviles. Uno de ellos ha quedado reducido a cenizas con el mismo sonido hueco que ha producido el del pasillo. Henri dispara un segundo tiro al otro, con el mismo resultado. Unas sombras parecen revolotear alrededor del mogadoriano.

—Seis, trae una nevera —le dice Henri.

Ante la mirada de asombro de Mark y Sarah, la nevera flota en el aire hacia nosotros y se sitúa delante de la ventana para impedir que los mogadorianos entren o vean la estancia.

—Algo es algo —comenta Henri, y se vuelve hacia Seis—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Muy poco —responde ella—. Tienen un puesto a tres horas de aquí, en una montaña hueca de Virginia Occidental.

Henri abre la escopeta, desliza dentro dos cartuchos nuevos y vuelve a cerrarla con un solo movimiento.

—¿Cuántas balas hay ahí? —pregunto.

—Diez —contesta.

Sarah y Mark intercambian un susurro. Me acerco a ellos y les pregunto:

—¿Estáis bien?

Sarah asiente y Mark se encoge de hombros, sin que ninguno de los dos sepa realmente qué decir ante el horror de la situación. Doy un beso a Sarah en la mejilla y le aprieto la mano.

—No te preocupes, saldremos de esta —le digo, y, volviéndome hacia Seis y Henri, pregunto—: ¿Qué hacen esperando ahí fuera? ¿Por qué no rompen una ventana y nos atacan? Saben que nos superan en número.

—Sólo quieren mantenernos aquí dentro —dice Seis—. Nos tienen exactamente donde nos quieren, todos juntos, confinados en un solo sitio. Ahora están esperando a que lleguen los demás, los soldados armados, los expertos en asesinar. Están desesperados porque saben que estamos desarrollando nuestras habilidades, y no pueden permitirse el lujo de fallar y permitir que seamos más fuertes. Saben que algunos de nosotros ya podemos combatir.

—Entonces, tenemos que escapar de aquí —suplica Sarah, con voz débil y temblorosa.

Seis asiente para reconfortarla. Entonces, recuerdo algo que había olvidado con el ajetreo.

—Espera, si estás aquí, si estamos juntos, el hechizo se rompe. Ahora se ha abierto la veda para los demás —digo—. Nos pueden matar a su antojo.

Por la expresión horrorizada de Henri, veo que también lo había pasado por alto.

—Tenía que arriesgarme —dice Seis, asintiendo—. No podemos seguir huyendo, y estoy cansada de esperar. Todos nos estamos desarrollando, estamos listos para contraatacar. Recordemos lo que nos hicieron aquel día. Yo, desde luego, no voy a olvidar lo que le han hecho a Katarina. Todos los nuestros están muertos: nuestras familias, nuestros amigos. Creo que planean hacer con la Tierra lo mismo que hicieron con Lorien, y ya casi están preparados. Quedarnos sentados sin hacer nada es permitir la misma muerte y aniquilación. ¿Por qué escondernos y dejar que ocurra? Si este planeta muere, nosotros moriremos con él.

Bernie Kosar sigue ladrando a la ventana. Casi me entran ganas de dejarle salir, de ver lo que es capaz de hacer. Tiene la boca llena de espumarajos, los dientes descubiertos y el pelo erizado en mitad del lomo. «El perro está preparado —pienso—. La cuestión es: ¿lo estamos los demás?».

—Bueno, eso ya no tiene arreglo —dice Henri—. Confiemos en que los demás estén a salvo, que puedan defenderse por sí solos. Si no pueden, los dos lo sabréis inmediatamente. En cuanto a nosotros, la guerra ha llegado a nuestras puertas. No la hemos pedido, pero ahora que la tenemos aquí, no nos queda más remedio que responder, de frente, y con todas nuestras fuerzas —añade. Levanta la cabeza y nos mira, y el blanco de sus ojos destella en la oscuridad de la estancia—. Pienso lo mismo que tú, Seis —afirma—. Ha llegado el momento.