CAPÍTULO VEINTIOCHO

¿SE ENCUENTRA BIEN, SEÑOR SMITH? —me pregunta el director.

Alzo la vista para mirarle. Él ensaya su mejor mirada de preocupación, una mirada que dura tan sólo un segundo antes de que la sonrisa dentada regrese a su rostro.

—No, señor Harris —respondo—. No me encuentro bien.

Recojo la hoja del suelo y vuelvo a leerla. ¿Quién la ha mandado? ¿Se dedican ahora a jugar con nosotros? No hay teléfono, ni dirección ni nombre. Nada aparte de esas cuatro palabras entre signos de interrogación. Levanto la vista hacia la ventana. La camioneta de Henri está ya aparcada, con el tubo de escape todavía humeante. Ha venido a sacarme de aquí lo más rápido posible. Vuelvo a mirar la pantalla del ordenador. El artículo salió a las 11.59, hace casi dos horas. Me sorprende que Henri haya tardado tanto en llegar. Una sensación de vértigo me envuelve por completo. Me siento como a punto de desvanecerme.

—¿Quieres ir a la enfermería? —pregunta el señor Harris.

«¿La enfermería? —pienso—. No, no quiero ir a la enfermería». La sala de enfermería está al lado de la cocina de economía doméstica. «Lo que quiero, señor Harris, es volver a estar ahí, hace quince minutos, antes de que llegara el vigilante de pasillo». Sarah debe de haber puesto el pudín en el fuego. Me pregunto si estará ya hirviendo al baño María. ¿Estará mirando a la puerta, esperando a que vuelva?

El leve eco de las puertas de la entrada principal cerrándose llega hasta el despacho del director. Quince segundos y Henri estará aquí. Y después, a la camioneta. Y después, a casa. Y después, ¿adónde? ¿A Maine? ¿Missouri? ¿Canadá? Otro instituto, otro nombre, otro nuevo comienzo.

Llevo casi treinta horas sin dormir, y sólo ahora siento el agotamiento. Pero con él llega otra cosa, y en la fracción de segundo que media entre el instinto y la acción, la realidad de que voy a irme para siempre, sin poder despedirme siquiera, me resulta de repente demasiado insoportable. Mis ojos se entornan, mi cara se crispa por la agonía y sin pensarlo, sin saber verdaderamente lo que estoy haciendo, salto sobre la mesa del señor Harris y atravieso la ventana de cristal pulido, que se rompe en un millón de pedazos detrás de mí. Se alza un grito escandalizado.

Mis pies se posan en la hierba de fuera. Giro a la derecha y atravieso el patio como una flecha, viendo pasar a mi derecha las aulas desdibujadas. Dejo atrás el aparcamiento y me meto en el bosque que queda más allá del campo de béisbol. El cristal me ha dejado cortes en la frente y el codo izquierdo. Me arden los pulmones. A la porra el dolor. Sigo adelante, con la hoja todavía en la mano derecha. Me la meto en el bolsillo. ¿Para qué mandarían un fax los mogadorianos? ¿Por qué no se presentan sin más? Esa es su mayor ventaja, llegar de repente, sin previo aviso. Para cogernos por sorpresa.

Giro bruscamente a la izquierda en medio del bosque y corro en zigzag, entrando y saliendo de las zonas más frondosas, hasta que terminan los árboles y empiezan los campos. Unas vacas rumian y me observan con mirada vacía mientras paso a su lado como una bala. Llego a casa antes que Henri. No veo a Bernie Kosar por ningún lado. Atravieso la puerta como una exhalación y freno en seco. Se me corta la respiración en la garganta. Sentado a la mesa de la cocina, delante del portátil de Henri, hay una figura que tomo inmediatamente por uno de ellos. Han sido más rápidos que yo, y han conseguido encontrarme a solas, sin Henri. La figura se gira hacia mí, y aprieto los puños, listo para luchar.

Es Mark James.

—¿Qué haces tú aquí? —le pregunto.

—Estoy intentando entender de qué va todo esto —me dice, con una palpable mirada de espanto en los ojos—. ¿Quién demonios eres tú?

—¿Dé qué estás hablando?

—Mira —dice, señalando la pantalla del ordenador.

Me acerco a él, pero en lugar de mirar la pantalla, mis ojos se centran en la hoja blanca que hay al lado del portátil. Es una copia exacta de la que tengo en el bolsillo, salvo por la calidad del papel, que es más grueso que el del fax. Y entonces me fijo en otra cosa más. Al pie de la hoja de la mesa, en una letra muy pequeña, hay un número de teléfono. ¿Ahora quieren que les llamemos? «Sí, soy yo, el Número Cuatro. Estoy aquí, esperándoos. Llevamos diez años huyendo, pero venid a matarnos ahora, faltaría más; no nos resistiremos». No tiene ningún sentido.

—¿Esto es tuyo? —pregunto a Mark.

—No, lo ha entregado el mensajero en el mismo momento en que he llegado yo. Tu padre lo ha leído mientras le enseñaba el vídeo, y luego se ha ido pitando.

—¿Qué vídeo?

—Este —responde.

Miro el ordenador y veo que se ha conectado a YouTube. Hace clic en el botón de reproducción de un vídeo de imagen granulada, de mala calidad, como si lo hubieran grabado con un móvil. Reconozco la casa al momento, con la parte frontal en llamas. La cámara tiembla, pero permite oír el ladrido de los perros y las exclamaciones horrorizadas de la multitud. Entonces, la persona que lleva la cámara empieza a separarse de los demás, hacia un lado de la casa, y finalmente hacia la parte trasera. La cámara hace zoom en la ventana de donde salen los ladridos. Entonces, dejan de oírse. En ese momento cierro los ojos, porque sé lo que viene ahora. Transcurren unos veinte segundos, y en el instante en que vuelo a través de la ventana con Sarah en un brazo y la perra en el otro, Mark pulsa el botón de pausa en el vídeo. El zoom ha aumentado, y nuestras caras son inconfundibles.

—¿Quién eres tú? —pregunta Mark.

Haciendo caso omiso de su pregunta, le hago yo otra:

—¿Quién ha grabado esto?

—No tengo ni idea.

La gravilla cruje bajo los neumáticos de la camioneta delante de la casa, señalando la llegada de Henri. Me pongo derecho, y mi primer impulso es el de escapar, salir de la casa y volver al instituto, donde sé que Sarah se quedará después de las clases revelando fotos hasta las cuatro y media, la hora de su examen de conducir. Su cara es tan reconocible en el vídeo como la mía, lo que la pone tan en peligro como a mí. Pero algo me impide salir corriendo, y en lugar de eso me coloco al otro lado de la mesa y espero. La puerta de la camioneta se cierra de golpe. Henri camina hacia la casa cinco segundos después, con Bernie Kosar corriendo delante de él.

—Me has mentido —dice en la entrada con expresión endurecida y los músculos de la mandíbula muy tensos.

—Miento a todo el mundo —contesto—. Lo he aprendido de ti.

—¡Pero no nos mentimos el uno al otro! —me grita.

Nos miramos fijamente a la cara.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta Mark.

—No me iré sin haber encontrado a Sarah —afirmo—. ¡Está en peligro, Henri!

Él niega con la cabeza.

—Ahora no es momento para sentimentalismos, John. ¿No has visto esto? —dice. Se acerca a la mesa, levanta el papel y lo agita delante de mí—. ¿Quién demonios crees que lo ha enviado?

—¿Queréis decirme qué está pasando aquí? —grita Mark, casi berreando.

Hago caso omiso del papel y de Mark, y sigo con la mirada clavada en los ojos de Henri.

—Sí, lo he visto, y por eso tengo que volver al instituto. Cuando la vean en el vídeo, irán a por ella.

Henri empieza a caminar hacia mí. Antes de dar el tercer paso, levanto la mano y le detengo a unos tres metros de mí. Él intenta seguir andando, pero yo le mantengo sujeto donde está.

—Tenemos que irnos de aquí, John —me dice, con un tono dolido, casi suplicante, en la voz.

Mientras le retengo a distancia, empiezo a retroceder hacia mi habitación. Henri deja de intentar caminar. Se queda en silencio, observándome con una mirada de dolor en sus ojos, una mirada que me hace sentir peor que nunca. Tengo que desviar la vista. Cuando llego a mi puerta, nuestras miradas se cruzan otra vez. Tiene los hombros caídos, con los brazos a los lados, como si no supiera qué hacer consigo mismo. Me mira sin más, con una expresión cercana al llanto.

—Lo siento —digo.

Me he proporcionado el tiempo suficiente para escapar. Me doy la vuelta y entonces entro en mi habitación a toda velocidad, saco de la cómoda una navaja con la que limpiaba pescado cuando todavía vivíamos en Florida y salto por la ventana para correr hacia el bosque. Me sigue el ladrido de Bernie Kosar, nada más. Corro un kilómetro y me detengo en el gran claro donde Sarah y yo dibujamos ángeles de nieve. Nuestro claro, como lo llamó ella. El claro donde haríamos picnic en verano. Siento una punzada de dolor en el pecho al pensar que no estaré aquí en verano, un dolor tan grande que me doblo, apretando los dientes. Ojalá pudiera llamarla y decirle que se vaya del instituto. Pero mi móvil, junto con todo lo demás que me he llevado en la mochila, está en mi taquilla. Apartaré a Sarah del peligro y después volveré con Henri y nos iremos.

Echo a correr hacia el instituto, tan rápido como me lo permiten los pulmones. Llego justo cuando los autocares han empezado a salir del aparcamiento. Los observo desde el linde del bosque. Delante del edificio, Hobbs está parado al lado de la ventana midiendo un largo tablón con el que tapar la ventana que he roto. Calmo mi respiración, hago un esfuerzo por despejar la mente. Observo el goteo de coches que se van hasta que no quedan más que unos pocos. Hobbs tapa el agujero y se mete en el edificio. Me pregunto si le han advertido acerca de mí, si le han ordenado que llame a la policía si me ve. Miro mi reloj. Aunque son sólo las 15.30, la oscuridad parece estar cayendo más rápido de lo normal. Es una oscuridad densa, pesada, arrolladora. Las luces del aparcamiento se han encendido, pero parecen débiles, mortecinas.

Salgo del bosque y atravieso el campo de béisbol en dirección al aparcamiento. Hay unos diez vehículos solitarios. La entrada del instituto ya está cerrada con llave. Sujetando el pomo en todo momento, cierro los ojos, me concentro y la cerradura se abre con un clic. Entro en el edificio, y no veo a nadie en el interior. Sólo están encendidas la mitad de las luces del pasillo. El aire está quieto y silencioso. Oigo la abrillantadora de suelos funcionando en algún lado. Me dirijo hacia el vestíbulo, y desde allí diviso la puerta del cuarto oscuro. Sarah. Tenía previsto revelar algunas fotos antes del examen de conducir. Al pasar frente a mi taquilla, decido abrirla. Mi móvil no está allí; la taquilla está completamente vacía. Alguien, espero que Henri, se lo ha llevado todo. Llego al cuarto oscuro sin haber visto ni a una sola persona. ¿Dónde están los deportistas, los miembros de la banda escolar, los profesores que a menudo se quedan hasta tarde para corregir trabajos o hacer lo que sea que hacen? Un mal presentimiento se me cala en los huesos, y me aterra la idea de que algo horrible le haya sucedido a Sarah. Pego la oreja a la puerta del cuarto oscuro para escuchar, pero no oigo nada aparte del zumbido de la abrillantadora de suelos que llega desde lejos por el pasillo. Tomo aire y tanteo la puerta. Está cerrada con llave. Vuelvo a pegar la oreja y doy unos toques suaves. No hay respuesta, pero oigo un leve rumor al otro lado. Inspiro profundamente, me pongo en guardia contra lo que pueda encontrar al otro lado y abro la cerradura.

La estancia está completamente a oscuras. Enciendo mis luces y dirijo las manos hacia un lado, y luego hacia el otro. No veo nada y, justo cuando pienso que el cuarto está vacío, detecto un movimiento casi imperceptible. Me agacho para mirar, y debajo de la mesa de revelado, intentando permanecer oculta, está Sarah. Atenúo las luces de mis manos para que vea que soy yo. Entre las sombras, levanta la vista y sonríe, exhalando un suspiro de alivio.

—Están aquí, ¿verdad?

—Si no están aquí, lo estarán pronto.

La ayudo a levantarse del suelo y ella me envuelve en sus brazos, apretándome con tanta fuerza que creo que no tiene intención de soltarme nunca.

—He venido aquí justo después de la octava hora, y en cuanto han terminado las clases, han empezado a oírse unos ruidos extraños por los pasillos. Y todo se ha vuelto muy oscuro, así que me he encerrado aquí y me he quedado debajo de la mesa, sin atreverme a moverme. Sabía que algo andaba mal, sobre todo cuando me he enterado de que habías saltado por la ventana y he visto que no contestabas al teléfono.

—Has hecho bien, pero ahora tenemos que irnos de aquí, y rápido.

Salimos de la habitación, cogidos de la mano. Las luces del pasillo parpadean y se apagan, y todo el instituto queda sumido en la oscuridad, a pesar de que todavía falta cerca de una hora para el anochecer. Unos diez segundos después, vuelven a encenderse.

—¿Qué está pasando? —susurra Sarah.

—No lo sé.

Recorremos el pasillo con el mayor sigilo posible, y todos los sonidos que hacemos se oyen amortiguados, apagados. La vía más rápida de salida es la puerta de atrás, que da al aparcamiento del personal docente. Mientras nos dirigimos hacia allí, el sonido de la abrillantadora de suelos aumenta. Me imagino que acabaremos topándonos con Hobbs. Debe de saber que soy yo el que ha roto la ventana. ¿Se debatirá conmigo a escobazos y llamará a la policía? Supongo que, a estas alturas, ya no importa si lo hace.

Cuando llegamos al pasillo que da a la salida de atrás, las luces vuelven a apagarse. Nos paramos a esperar a que vuelvan a encenderse, pero no lo hacen. La abrillantadora sigue con su zumbido persistente. No la veo, pero debe de estar a sólo cinco o diez metros en la insondable oscuridad. Me parece extraño que la máquina siga funcionando, que Hobbs siga abrillantando el suelo a oscuras. Enciendo las luces de mis manos, y Sarah me suelta la mano y se queda detrás de mí, cogiéndome por la cadera. Encuentro el enchufe de la abrillantadora en primer lugar, luego el cable, y después el aparato en sí. Está dándose golpes contra la pared, sin nadie que la maneje, funcionando sola. Siento una oleada de alarma acompañada de un miedo creciente. Sarah y yo tenemos que irnos del instituto como sea.

Desenchufo de un tirón el cable de la corriente, y la abrillantadora se para, dando paso al suave murmullo del silencio. Apago mis luces. En algún punto lejano del pasillo, una puerta se abre con un leve chirrido. Me pongo en guardia, con la espalda contra la pared, y Sarah se sujeta con fuerza a mi brazo. Los dos tenemos demasiado miedo para decir nada. He desenchufado la abrillantadora obedeciendo al impulso de pararla, y ahora desearía volver a enchufarla, pero sé que esto nos delataría si ellos están aquí. Cierro los ojos y aplico el oído. El chirrido de la puerta cesa. Un suave viento parece haber aparecido de la nada. No creo que haya ninguna puerta abierta. Es posible que esté entrando el viento por la ventana que he roto. De pronto, la puerta se cierra de golpe y un cristal se hace añicos contra el suelo.

Sarah chilla. Algo pasa rozándonos, pero no veo lo que es y tampoco quiero saberlo. Tiro de la mano de Sarah y echamos a correr por el pasillo. Abro la puerta de la salida de atrás golpeándola con el hombro y salimos al aparcamiento. Sarah ahoga un grito, y los dos nos paramos en seco. La respiración se me corta y un escalofrío me recorre la columna. Las luces siguen encendidas, pero se ven atenuadas, fantasmagóricas, en medio de la pesada oscuridad. Los dos lo vemos debajo de la luz más cercana, con la gabardina ondeando a la brisa y el sombrero calado para que no se le vean los ojos. Levanta la cabeza y me dirige una sonrisa.

Sarah me aprieta la mano. Ambos damos un paso atrás y tropezamos por el impulso de escapar precipitadamente. Retrocedemos a gatas el resto del trecho que nos separa de la puerta.

—¡Vamos! —grito.

Me incorporo a toda prisa y Sarah también se pone de pie. Tanteo el pomo, pero la puerta se ha bloqueado automáticamente detrás de nosotros.

—¡Mierda! —exclamo.

Por el rabillo del ojo veo a otro, que estaba quieto pero ha empezado a moverse. Lo observo mientras da el primer paso hacia mí. Hay otro más tras él. Los mogadorianos. Al cabo de todos estos años, ya están aquí. Intento concentrarme, pero las manos me tiemblan tanto que no puedo abrir la puerta con mi poder. Siento su presencia amenazante cerniéndose sobre nosotros. Sarah se arrima más a mí, y noto sus temblores.

No me puedo concentrar en abrir la cerradura. ¿Qué ha sido de la concentración bajo presión, de todos los días entrenando en el patio? «No quiero morir —pienso—. No quiero morir».

—John —dice Sarah, y el miedo extremo de su voz hace que mis ojos se abran de par en par, espoleados por una súbita resolución.

Se oye un clic en la cerradura. La puerta se abre. Sarah y yo entramos y la cerramos de un portazo. Se oye un golpe al otro lado, como si uno de ellos le hubiera propinado una patada. Corremos por el pasillo y oímos ruidos siguiéndonos. No sé si dentro del instituto hay mogadorianos. Otra ventana se rompe cerca, y Sarah deja escapar un grito de sorpresa.

—Tenemos que guardar silencio —le recuerdo.

Tanteamos las puertas de las aulas, pero todas están cerradas con llave, y no creo que disponga de tiempo suficiente para intentar abrir una de ellas con mi poder. Se oye una puerta cerrarse de golpe, pero no distingo si ha sido delante de nosotros o detrás. Un rumor sordo nos sigue de cerca, aproximándose cada vez más, llenándonos los oídos. Sarah me coge la mano y aceleramos en la oscuridad, mientras mi cabeza va a cien por hora intentando recordar el plano del edificio para no tener que encender mis luces, evitando que nos vean. Finalmente, encontramos una puerta que se abre y nos metemos de cabeza. Es el aula de historia, en la parte izquierda del edificio, que queda enfrente de una suave colina. Las ventanas tienen rejas, porque están a más de cinco metros del suelo. La oscuridad parece presionar con fuerza los cristales: no entra ni un ápice de luz. Cierro la puerta en silencio y rezo para que no nos vean. Doy un rápido barrido a la estancia con mis luces y las apago enseguida. Estamos a solas. Nos escondemos detrás de la mesa del profesor, e intento recuperar el aliento. El sudor me baja chorreando por ambos lados de la cara y me escuece en los ojos. ¿Cuántos serán? He visto por lo menos tres, y seguro que no han venido solos. ¿Se habrán traído las bestias consigo, las comadrejas que tanto asustaron a los periodistas de Athens? Ojalá Henri estuviera aquí, o incluso Bernie Kosar.

La puerta se abre lentamente. Aguanto la respiración, escuchando. Sarah se apoya en mí y nos rodeamos con los brazos. La puerta se cierra con mucho sigilo y el pasador encaja con un clic. No se oyen pasos. ¿Se habrán limitado a abrir la puerta y a asomar la cabeza para ver si estamos dentro? ¿Habrán seguido adelante sin entrar? Me han encontrado después de todo este tiempo; no creo que sean tan perezosos.

—¿Qué hacemos? —susurra Sarah al cabo de treinta segundos.

—No lo sé —le contesto, también en susurros.

El aula está sumida en el silencio. Lo que ha abierto la puerta debe de haberse ido, o bien está en el pasillo, esperando. Sin embargo, sé que, cuanto más tiempo sigamos parados, más de ellos llegarán. Tenemos que irnos de aquí. Habrá que arriesgarse. Inspiro profundamente y susurro:

—Tenemos que salir. Aquí no estamos a salvo.

—Pero están ahí fuera.

—Ya lo sé, pero no van a irse. Henri está en casa, y corre tanto peligro como nosotros.

—Pero ¿cómo vamos a salir?

No tengo ni idea, no sé qué decir. Sólo hay una salida, y es por donde hemos llegado. Sarah sigue rodeándome con sus brazos.

—Somos blancos fáciles, Sarah. Nos encontrarán, y cuando lo hagan, vendrán todos aquí. Al menos, de esta forma contamos con el factor sorpresa. Si conseguimos salir del instituto, creo que podré arrancar un coche. Si no, tendremos que pelear para escapar.

Ella consiente con un asentimiento.

Tomando una profunda bocanada de aire, salgo de debajo de la mesa. Cojo la mano de Sarah y ella se levanta conmigo. Damos un primer paso juntos, tan silenciosamente como podemos. Luego otro. Tardamos un minuto entero en cruzar el aula, y nada se nos interpone en la oscuridad. Un fulgor muy leve sale de mis manos, sin emitir apenas luz, la justa para que no choquemos con un pupitre. Me quedo mirando la puerta. La abriré, cargaré a Sarah sobre mi espalda y correré tan rápido como pueda, con las luces encendidas, cruzando el pasillo para salir del edificio, ir hacia el aparcamiento y, si no puede ser, escapar por el bosque. Sé ir a casa por allí. Ellos son más, pero Sarah y yo tendremos la ventaja de jugar en casa.

Al acercarnos a la puerta, el corazón me late tan fuerte en el pecho que temo que los mogadorianos lo oigan. Cierro los ojos y acerco lentamente una mano al pomo. Sarah se tensa y me agarra la otra mano con todas sus fuerzas. Cuando estoy a un centímetro del pomo, tan cerca que noto su frialdad antes de tocarlo, algo nos sujeta por detrás y nos tumba al suelo.

Intento gritar, pero una mano me tapa la boca. Me invade una oleada de miedo. Noto que Sarah forcejea, y yo hago lo mismo, pero lo que nos sujeta es demasiado fuerte. Nunca había esperado algo así, que los mogadorianos tuvieran más fuerza que yo. Los he subestimado enormemente. Ahora no hay ninguna esperanza. He fracasado. Les he fallado a Sarah y a Henri, y lo siento. «Henri, espero que les des más guerra que yo».

Sarah respira con dificultad, y yo intento liberarme con todas mis fuerzas, pero no puedo.

—¡Chist! Deja de resistirte —me susurra una voz al oído. Es una voz de chica—. Están ahí fuera, esperando. Tenéis que guardar silencio.

Es una chica, tan fuerte como yo, tal vez incluso más. No lo comprendo. Aprovechando que ha aflojado su prea, me vuelvo para mirarla. Nos observamos el uno al otro. Por encima del fulgor de mis manos veo la cara de una persona un poco mayor que yo. Ojos de color miel, pómulos altos, melena negra recogida en una coleta, boca amplia y nariz recia, tono de piel oliváceo.

—¿Quién eres? —le pregunto.

Ella mira hacia la puerta, todavía en silencio. «Una aliada», pienso. Alguien más sabe que existimos, aparte de los mogadorianos. Alguien ha venido para ayudarnos.

—Soy el Número Seis —dice—. He intentado llegar aquí antes que ellos.