CAPÍTULO VEINTISIETE

NO PUEDO DORMIR. ME QUEDO EN LA CAMA, mirando al techo en la oscuridad. Llamo a Sarah y hablamos hasta las tres; después de colgar, me quedo allí tumbado con los ojos abiertos de par en par. A las cuatro, me arrastro fuera de la cama y salgo de la habitación. Henri está sentado a la mesa de la cocina, tomando un café. Levanta la vista hacia mí, ojeroso y con el pelo alborotado.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto.

—Yo tampoco podía dormir. Estoy dando un repaso a las noticias.

—¿Has encontrado algo?

—Sí, pero todavía no sé cómo nos puede afectar. Los hombres que escribían y editaban Están entre nosotros, los hombres que conocimos, han sido torturados y asesinados.

—¿Qué? —exclamo, sentándome enfrente de él.

—La policía los encontró cuando los vecinos llamaron diciendo que habían oído gritos en la casa.

—Ellos no sabían dónde vivíamos.

—No, no lo sabían. Por suerte. Pero esto significa que los mogadorianos están volviéndose más atrevidos. Y que están cerca. Si vemos u oímos algo más fuera de lo común, vamos a tener que irnos inmediatamente, sin quejas ni preguntas.

—Está bien.

—¿Cómo tienes la cabeza?

—Dolorida —le contesto.

La herida ha necesitado siete puntos para cerrarse. Me los ha dado el propio Henri. Llevo una sudadera holgada. Estoy seguro de que uno de los cortes de la espalda también necesita puntos, pero entonces tendría que quitarme la ropa y ¿cómo explicaría a Henri los demás cortes y rasguños? Enseguida deduciría lo que ha ocurrido. Y todavía me queman los pulmones. El dolor ha empeorado, en lugar de mejorar.

—Entonces, ¿el fuego empezó en el sótano?

—Sí.

—¿Y tú estabas en el salón?

—Sí.

—¿Y cómo sabes que empezó en el sótano?

—Porque todos subieron corriendo desde allí.

—¿Y todos estaban ya fuera de la casa cuando saliste?

—Sí.

—¿Cómo lo sabías?

Me doy cuenta de que está intentando hacer que me contradiga, que guarda reservas respecto a mi versión. Está claro que no se cree que me quedé fuera mirando, igual que los demás.

—No volví a entrar —le miento en la cara, aunque me duele hacerlo.

—Te creo —me dice.

Cuando me despierto son casi las doce del mediodía. Los pájaros gorjean al otro lado de la ventana, y el sol entra a raudales. Dejo escapar un suspiro de alivio. Si Henri me ha dejado dormir hasta tan tarde, es porque no había noticias que me incriminaran. En caso contrario, me habría arrancado de la cama y obligado a hacer las maletas.

Me doy la vuelta en la cama, poniéndome boca abajo, y entonces es cuando me asalta el dolor. Siento como si alguien me presionara el pecho, oprimiéndolo. No puedo respirar hondo. Cuando lo intento, siento un dolor agudo que me asusta.

Bernie Kosar está hecho un ovillo a mi lado, roncando. Le despierto provocándole para que pelee. Al principio gruñe, pero después se defiende. Así empezamos el día: yo provoco al perro que ronca a mi lado, él menea el rabo y deja la lengua colgando, y acto seguido ya me siento mejor. Ya no me preocupa el dolor en el pecho, ni lo que pueda traer el día.

La camioneta de Henri no está. En la mesa hay una nota que dice: «He ido a la tienda. Vuelvo a la 1». Salgo fuera. Me duele la cabeza y tengo los brazos rojos y magullados, con los cortes algo inflamados, como si fueran los arañazos de un gato. No me importan los cortes, ni el dolor en la cabeza, ni la quemazón en el pecho. Lo único que me importa es que sigo aquí, en Ohio, que mañana iré al mismo instituto al que llevo yendo ya tres meses, y que esta noche veré a Sarah.

Henri vuelve a casa a la una. La expresión demacrada de sus ojos me dice que todavía no ha dormido. Después de descargar la compra, se mete en su habitación y cierra la puerta. Bernie Kosar y yo salimos a pasear al bosque. Intento correr y por un rato lo consigo, pero después de un kilómetro o así el dolor es demasiado fuerte y tengo que parar. Seguimos caminando unos ocho kilómetros. El bosque termina en una carretera rural parecida a la nuestra. Doy media vuelta y regreso a casa. Cuando llego, Henri sigue en su habitación, con la puerta cerrada. Me siento en el porche. Cada vez que veo pasar un coche, me tenso. No puedo evitar pensar que uno de ellos se detendrá aquí, pero ninguno lo hace.

La confianza que sentía al despertarme se ha ido resquebrajando lentamente a medida que el día decae. La Paradise Gazette no sale los domingos. ¿Aparecerá un artículo mañana? En el fondo, temía que sonara una llamada, o que se presentara el mismo periodista en nuestra puerta, o uno de los policías para hacer más preguntas. No sé por qué me preocupa tanto un reportero de segunda, pero fue muy persistente… demasiado persistente. Y sé que no se creyó mi versión.

Pero nadie viene a nuestra casa. Nadie llama. Esperaba alguna novedad, y cuando esa novedad no se presenta, el temor a ser descubierto se apodera lentamente de mí. «Descubriré la verdad, joven. Siempre lo hago», dijo Baines. Me planteo correr al pueblo, buscarle para disuadirle de revelar ninguna verdad, pero sé que eso sólo levantaría más sospechas. Lo único que puedo hacer es armarme de paciencia y esperar lo mejor.

No entré en esa casa.

No tengo nada que esconder.

Sarah viene a verme por la noche. Vamos a mi habitación, y allí la estrecho entre mis brazos, tumbado de espaldas en la cama. Tiene la cabeza apoyada en mi pecho y la pierna echada encima de mí. Me hace preguntas sobre quién soy, sobre mi pasado, sobre Lorien, sobre los mogadorianos. Todavía me asombra que me haya creído con tanta rapidez y facilidad, y que haya podido aceptarlo. Contesto a todo con la verdad, cosa que me hace sentir bien después de todas las mentiras que he tenido que contarle estos últimos días. Sin embargo, cuando hablamos de los mogadorianos, empiezo a sentir temor. Me preocupa que nos encuentren. Que lo que he hecho nos ponga al descubierto. Volvería a hacerlo sin pensarlo, porque, de lo contrario, Sarah estaría muerta, pero tengo miedo. También temo lo que Henri hará si lo descubre. Aunque no lo sea desde el punto de vista biológico, a todos los efectos es mi padre. Yo le quiero, él me quiere, y no deseo decepcionarle. Durante el rato que pasamos tumbados en la habitación, mis temores empiezan a alcanzar nuevas cotas. No soporto no saber lo que traerá el nuevo día, y la incertidumbre está partiéndome en dos. Estamos a oscuras. Una parpadeante vela arde en el alféizar de la ventana, a poca distancia. Hago una profunda inspiración, es decir, todo lo profunda que me permiten los pulmones.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta Sarah.

—Te echo de menos —le digo, envolviéndola en mis brazos.

—¿Me echas de menos? Pero si estoy aquí.

—Esta es la peor forma de echar de menos a alguien. Cuando está justo a tu lado y le echas de menos de todos modos.

—Qué cosas más raras dices.

Dicho esto, estira el brazo, acerca mi cara a la suya y me besa, plantando sus suaves labios sobre los míos. No quiero que pare. No quiero que pare nunca de besarme. Mientras lo haga, todo va bien. Todo es como debería. Me quedaría en esta habitación para siempre si pudiera. El mundo puede apañarse sin mí, sin nosotros, mientras nos quedemos aquí, juntos, uno en los brazos del otro.

—Mañana.

—Mañana, ¿qué? —me dice, levantando la cabeza para mirarme.

Meneo la cabeza, diciendo:

—La verdad es que no lo sé. Supongo que tengo miedo, nada más.

Ella me lanza una mirada confusa.

—¿Miedo de qué?

—No lo sé. Miedo, sin más.

Cuando Henri y yo volvemos a casa tras dejar a Sarah en la suya, vuelvo a mi habitación y me tumbo en el sitio donde estaba ella. Todavía puedo olerla en mi cama. Esta noche no podré dormir. Ni siquiera voy a intentarlo. Doy vueltas por la habitación. Cuando Henri se acuesta, salgo de la habitación y me siento a la mesa de la cocina para escribir a la luz de una vela. Escribo sobre Lorien, sobre Florida, sobre las cosas que vi cuando empezaron los entrenamientos: la guerra, los animales, las imágenes de la infancia. Con esto espero algún tipo de alivio, de catarsis, pero no se produce. Sólo consigue ponerme más triste.

De tanto escribir, tengo calambres en la mano cuando salgo de la casa y me quedo parado en el porche. El aire frío ayuda a mitigar el dolor de respirar. La luna está casi llena, apenas limada por un lado. Quedan dos horas para el amanecer, y con él llegará el nuevo día, y las noticias del fin de semana. El periódico suele caer en nuestro umbral a las seis, a veces a las seis y media. Pero, para cuando llegue, ya estaré en el instituto. Si salgo en el periódico, me niego a irme sin ver a Sarah otra vez, sin despedirme de Sam.

Entro de nuevo en la casa, me cambio de ropa y preparo la mochila. Vuelvo a salir de puntillas y cierro la puerta en silencio detrás de mí. He dado sólo tres pasos en el porche cuando oigo unos arañazos en la puerta. Me doy la vuelta, la abro y Bernie Kosar sale al trote. «Está bien —pienso—, vayamos juntos».

Por el camino, nos paramos a menudo, escuchando en el silencio. La noche es oscura pero, al cabo de un rato, un resplandor pálido se ensancha en el este justo cuando llegamos a las inmediaciones del instituto. No hay coches en el aparcamiento, y dentro todas las luces están apagadas. Justo delante del edificio, enfrente del mural del pirata, hay una gran roca que han pintado promociones anteriores del instituto. Me siento sobre ella. Bernie Kosar se tumba en la hierba, a pocos pasos de mí. Paso allí media hora hasta que llega el primer vehículo, una furgoneta. Me imagino que es Hobbs, el conserje, que llega temprano para ponerlo todo en orden en el instituto, pero no es así. La furgoneta se para delante de la entrada principal y sale el conductor, dejando el motor al ralentí. Lleva un fajo de periódicos atados con alambre. Nos saludamos con un movimiento de cabeza antes de que él deje el fajo en la puerta y se vaya de nuevo en la furgoneta. Me quedo en la roca, echando miradas de odio a los periódicos. En mi interior, estoy lanzándoles insultos, retándolos a dar las malas noticias que tanto me aterran.

—No volví a esa casa el sábado —digo en voz alta, sintiéndome estúpido al momento siguiente. Acto seguido desvío la vista, suspiro y me bajo de la roca de un salto.

—En fin —digo a Bernie Kosar—. La suerte está echada, para bien o para mal.

Él abre los ojos un instante, y luego vuelve a cerrarlos y prosigue su cabezadita en el frío suelo.

Arranco el alambre que sujeta los periódicos y levanto el de encima. La noticia está en primera página. Encima de todo hay una foto de los escombros carbonizados, tomada a la mañana siguiente, al amanecer. La imagen tiene un aire gótico, lúgubre. Las cenizas negras tienen un telón de fondo de árboles desnudos y hierba cubierta de escarcha. Leo el titular:

LA CASA DE LOS JAMES,

«COMO HUMO SE VA»

Aguanto la respiración, con una angustiosa sensación centrada en mis entrañas, como si estuviera a punto de llegarme una espantosa noticia. Paso la vista por el artículo a toda velocidad. No lo leo, sólo lo barro en busca de mi nombre. Llego al final. Pestañeo y sacudo la cabeza, como para quitarme telarañas de encima. Empieza a formarse una cautelosa sonrisa. Después, vuelvo a barrer el artículo.

—No puede ser. Bernie, ¡no sale mi nombre! —exclamo.

Pero él no me presta atención. Corro sobre la hierba y salto a la roca.

—¡No sale mi nombre! —vuelvo a gritar, esta vez tan fuerte como puedo.

Me siento en la roca y leo la noticia. El titular hace referencia a Como humo se va, del dúo cómico Cheech y Chong, que al parecer es una película sobre drogas. La policía cree que lo que inició el fuego fue un porro de marihuana encendido en el sótano. No sé de dónde han podido sacar esa información, más que nada porque no es cierta. Todo el artículo en sí es cruel y mordaz, casi un ataque contra la familia James. No me cayó bien ese periodista. Es evidente que tiene algo contra los James, a saber por qué.

Sentado en la roca, leo el artículo tres veces antes de que llegue la primera persona a abrir las puertas. No puedo evitar sonreír. Voy a quedarme en Ohio, en Paradise. El nombre de la ciudad ya no me parece tan tonto. Aunque tengo la sensación de que paso algo por alto, de que he olvidado un elemento clave con la emoción del momento, estoy tan feliz que me da igual. Ya no hay nada que temer. Mi nombre no sale en el artículo. No entré corriendo en esa casa. La prueba está aquí, en mis manos. Nadie puede decir lo contrario.

—¿Por qué estás tan contento? —me pregunta Sam en clase de astronomía, ya que no he dejado de sonreír.

—¿No has leído el periódico esta mañana?

Él asiente.

—¡Sam, no salía en él! Ya no tengo que irme.

—¿Y por qué iban a sacarte en el periódico?

Me quedo perplejo. Abro la boca para explicárselo, pero justo entonces Sarah entra en el aula y se acerca con paso alegre por el pasillo central.

—Hola, bombón —le saludo.

Ella se inclina a mí y me besa en la mejilla, algo que siempre agradeceré como un regalo.

—Yo sé de alguien que está muy contento hoy —dice.

—Contento de verte. ¿Estás nerviosa por el examen de conducir?

—Igual un poco. Tengo ganas de que haya pasado ya —contesta, y se sienta a mi lado.

«Este es mi día —pienso—. Aquí es donde quiero estar y aquí es donde estoy. Sarah a un lado, y Sam al otro».

Asisto a las clases como he hecho todos los demás días. Me siento con Sam a la hora del almuerzo. No hablamos del incendio, y debemos de ser los únicos de todo el instituto que no lo hacen. La misma historia, repetida hasta la saciedad. No he oído pronunciar mi nombre ni una sola vez. Como esperaba, Mark no ha venido a clase. Se ha extendido el rumor de que él y otros de sus compañeros serán expulsados del instituto por la teoría que ha difundido el periódico. No sé si es cierto o no el rumor. Tampoco sé si me importa.

Para cuando Sarah entra en la cocina para la clase de economía doméstica, en la octava hora, la certeza de que estoy a salvo ha arraigado en mí. Es una certeza tan fuerte que sigo pensando que debo de estar equivocado, que he debido de pasar algo por alto. La duda ha ido aflorando poco a poco a lo largo de todo el día, pero vuelvo a enterrarla rápidamente.

Preparamos un pudín de tapioca. Ha sido un día fácil. En mitad de la clase, se abre la puerta de la cocina. Es el vigilante de pasillo. Le miro, y enseguida le veo como lo que es. El portador de malas noticias, el mensajero de la muerte. Viene derecho hacia mí y me da un papel.

—El señor Harris quiere verte —dice.

—¿Ahora?

Él asiente con la cabeza.

Miro a Sarah y me encojo de hombros. No quiero que vea mi miedo. Le sonrío y me dirijo hacia la puerta. Antes de salir, me doy la vuelta y vuelvo a mirarla. Está inclinada sobre la mesa, mezclando ingredientes, con el mismo delantal verde que le até en mi primer día, el día que hicimos tortitas y nos las comimos en el mismo plato. Lleva el pelo recogido en una coleta y unos mechones sueltos le cuelgan delante de la cara. Se los mete detrás de la oreja y, al hacerlo, me ve parado en la puerta, observándola. Sigo mirándola, intentando grabar cada pequeño detalle de este momento para recordarlo: la forma en que agarra la cuchara de madera, el tono marfileño de su piel a la luz que entra por las ventanas detrás de ella, la ternura de sus ojos. Su camisa tiene un botón suelto, en el cuello. Me pregunto si lo sabe. Entonces, el vigilante de pasillo dice algo detrás de mí. Saludo a Sarah con la mano, cierro la puerta y echo a andar por el pasillo. Me tomo mi tiempo, intentando convencerme de que es sólo un trámite: algún documento que hemos olvidado firmar, alguna pregunta sobre mi expediente académico. Pero sé que no es sólo un trámite.

El director está sentado detrás de su mesa cuando entro al despacho. Sonríe de una forma que me aterra: es la misma sonrisa de orgullo que tenía el día que sacó a Mark de clase para que hiciera la entrevista.

—Siéntate —me dice, y le obedezco—. Entonces, ¿es eso cierto?

El señor Harris echa una ojeada a la pantalla de su ordenador, y luego mira de nuevo hacia mí.

—¿Qué es cierto?

Encima de la mesa hay un sobre que lleva mi nombre escrito a mano, con tinta negra. Se da cuenta de que lo estoy mirando y me dice:

—Ah, sí, hemos recibido esto para ti por fax hace cosa de media hora.

Levanta el sobre y lo lanza hacia mí. Lo cojo en el aire.

—¿Qué es? —pregunto.

—Ni idea. Mi secretaria lo ha metido en el sobre y lo ha cerrado en cuanto ha llegado.

En ese momento, ocurren varias cosas a la vez. Abro el sobre y saco su contenido: dos hojas. La primera es una portada con mi nombre escrito y la palabra «CONFIDENCIAL» escrita con letras grandes. La coloco detrás de la segunda hoja, que no contiene más que una frase escrita con mayúsculas. Sin firma. Sólo cuatro palabras negras escritas sobre el fondo blanco.

—Entonces, señor Smith, ¿es eso cierto? ¿Entró corriendo en esa casa en llamas para salvar a Sarah Hart y a esos perros? —me pregunta el director.

La sangre aflora a mi cara. Levanto la vista. El señor Harris gira la pantalla del ordenador hacia mí para que pueda leerla. Es el blog de la Paradise Gazette. No necesito mirar el nombre del autor para saber quién es. Me basta con el título.

EL INCENDIO DE LA CASA DE LOS JAMES: LA HISTORIA DESCONOCIDA

La respiración se me corta en la garganta. El pulso se me dispara. El mundo se detiene, o al menos eso es lo que parece. Me siento morir por dentro. Miro otra vez la hoja que tengo en las manos. Un papel blanco y liso al tacto. Dice lo siguiente:

¿ERES EL NÚMERO 4?

Las dos hojas se me caen de las manos, revolotean y se posan en el suelo, donde se quedan inmóviles. «No lo entiendo —pienso—. ¿Cómo puede ser?».

—¿Y bien? ¿Es cierto o no? —insiste el señor Harris.

Se me desencaja la mandíbula. El director está sonriente, orgulloso, feliz. Pero no es a él a quien veo. Es lo que está detrás de él, lo que hay al otro lado de las ventanas de su despacho. El borrón rojo doblando la esquina, más rápido de lo normal, de lo que sería aconsejable. El rechinar de neumáticos deslizándose en el aparcamiento. La camioneta proyectando gravilla mientras da otro giro. Henri inclinándose sobre el volante como un maníaco desquiciado. Pisa el freno con tanta fuerza que todo su cuerpo da una sacudida mientras la camioneta se detiene con un chirrido.

Cierro los ojos.

Hundo la cabeza en mis manos.

A través de la ventana veo abrirse la camioneta. Oigo el portazo.

Henri entrará en este despacho en menos de un minuto.