CAPÍTULO VEINTISÉIS

NADIE HABLA. TODOS LOS OJOS ESTÁN abiertos de par en par, mirando horrorizados. Sarah y los perros deben de estar en algún rincón de la parte trasera. Cierro los ojos y bajo la cabeza. No huelo otra cosa que el humo. «No olvides nunca lo que está en juego», me ha avisado Henri antes de venir. Sé perfectamente lo que está en juego, pero su consejo sigue resonando en mi cabeza. Mi vida, y ahora la de Sarah. Se oye otro grito. Aterrorizado. Apremiante.

Siento los ojos de Sam encima de mí. Ha visto en persona mi resistencia al fuego. Pero también sabe que intento permanecer en la sombra. Echo un vistazo a mi alrededor. Mark está de rodillas, balanceándose adelante y atrás. Quiere que todo termine, que los perros cesen de ladrar. Pero no cesan, y para él cada ladrido es como una puñalada en el estómago.

—Sam —digo en voz baja para que me oiga sólo él—, voy a entrar.

Él cierra los ojos, inspira profundamente y me clava la mirada.

—Ve a por ella —me dice.

Le doy mi móvil y le digo que llame a Henri si por algún motivo no consigo salir de allí. Él asiente. Empiezo a situarme detrás del gentío, caminando en zigzag entre la masa de cuerpos. Nadie me presta ninguna atención. Cuando finalmente me separo de la multitud, salgo disparado hacia el límite del jardín y después corro a la parte trasera de la casa para poder entrar sin ser visto. La cocina se encuentra totalmente sumida en las llamas. La observo durante un breve instante, y entonces oigo a Sarah y a los perros. Ahora se les oye más cerca. Tomo una profunda bocanada de aire, y acompañando a ese aire entran otras cosas. Rabia. Determinación. Esperanza y miedo. Lo dejo entrar todo, sintiéndolo en mi ser. Acto seguido, y con un decidido impulso, atravieso el jardín e irrumpo en la casa. El infierno me engulle de inmediato, y ya no oigo nada aparte del chasquido y el zumbido de las llamas. Mi ropa se incendia. El fuego parece no tener fin. En la parte frontal de la casa, la mitad de las escaleras se han quemado ya. Lo que queda de ellas está ardiendo, con aspecto carbonizado, pero no hay tiempo para tantearlas. Las subo como una exhalación, pero se desploman bajo mi peso al llegar a la mitad. Caigo con ellas, y el fuego se eleva como si alguien hubiese avivado las llamas. Algo se me clava en la espalda. Aprieto los dientes, todavía aguantando la respiración. Me levanto de entre los escombros y escucho la voz de Sarah. Está gritando, está aterrorizada y está a punto de morir; sufrirá una muerte espantosa y trágica si no llego hasta ella. El tiempo se agota. Tendré que llegar a la primera planta de un salto.

Doy un fuerte salto y me agarro al borde del suelo antes de auparme. El fuego se ha extendido al otro lado de la casa. Ella y los perros están hacia mi derecha. Recorro el pasillo a saltos, mirando habitación por habitación. Los cuadros de las paredes han ardido dentro de los marcos, y ya no son más que siluetas negras fundidas con la pared. De pronto, se me hunde un pie en el suelo, y de la sorpresa abro la boca e inspiro de nuevo. No entra más que humo ardiente. Empiezo a toser. Me tapo la boca con el brazo, pero no sirve de mucho. El humo y el fuego me queman en los pulmones. Me dejo caer sobre una rodilla, tosiendo y resollando. Entonces, un sentimiento de furia recorre mi cuerpo. Me pongo en pie y sigo adelante, agazapado, apretando los dientes con resolución.

Por fin, los encuentro en la última habitación a la izquierda. Sarah está gritando «¡Socorro!», mientras los perros gimen y ladran. La puerta está atrancada, de modo que la abro de una patada, arrancándola de sus goznes. Los tres están agolpados en el rincón más alejado que han podido encontrar, apretados unos contra otros. Al verme, Sarah grita mi nombre y empieza a incorporarse. Le indico con una seña que se quede donde está y, cuando entro en la habitación, una enorme viga de soporte cae entre nosotros. Levanto la mano. La viga sale disparada hacia arriba y se estrella contra lo que queda del techo. Sarah parece confusa por lo que acaba de ver. Me acerco a ella, cubriendo más de cinco metros de un salto y atravesando directamente las llamas sin que me afecten en absoluto. Los perros están a sus pies. Empujo al bulldog hacia sus brazos y cojo a la retriever. Con el otro brazo la ayudo a levantarse.

—Has venido —me dice.

—Nada ni nadie te hará daño mientras yo viva —le respondo.

Cae otra enorme viga que se lleva por delante parte del suelo y va a parar a la cocina, bajo nosotros. Tenemos que salir por detrás de la casa para que nadie me vea, o para que no vea lo que creo que voy a tener que hacer. Sujeto a Sarah con fuerza contra mi costado, y a la perrita contra mi pecho. Damos dos pasos y saltamos sobre el abismo llameante creado por la viga al caer. Cuando tomamos el pasillo, una gran explosión destroza la mayor parte desde abajo. El pasillo se ha volatilizado; en su lugar no quedan más que una pared y una ventana, consumidas por las llamas. No nos queda otra salida que la ventana. Sarah está gritando otra vez, agarrada a mi brazo, y noto las garras de Abby clavándose en mi pecho. Levanto la mano hacia la ventana, la miro fijamente y me concentro hasta arrancarla del marco, dejando la abertura que necesitamos. Miro a Sarah, y la acerco a mi costado para afirmarla.

—Sujétate fuerte —le digo.

Doy tres pasos y me arrojo al vacío. Las llamas nos engullen por completo, pero volamos por los aires como una bala, directos hacia la abertura. Tengo miedo de no conseguirlo. Salvamos la distancia a duras penas, y noto el borde del marco roto rozándome los brazos y los muslos. Sujeto a Sarah y a la perrita lo mejor que puedo, y giro el cuerpo para caer de espaldas y que todos los demás queden encima de mí. Caemos al suelo con un golpe seco. Bulldozer sale rodando. Abby gime. Oigo cómo se le corta la respiración a Sarah. Estamos a diez metros de la pared trasera de la casa. Noto un corte encima de la cabeza producido por el cristal roto de la ventana. Bulldozer es el primero en levantarse; parece encontrarse bien. Abby reacciona un poco más tarde. Cojea de una pata delantera, pero no creo que sea grave. Me quedo tumbado de espaldas, abrazado a Sarah. Está empezando a llorar. Huelo su pelo chamuscado. Un reguero de sangre se me desliza por un lado de la cara y me va a parar a la oreja.

Me siento en la hierba para recuperar el aliento. Sarah sigue en mis brazos. Las suelas de mis zapatos se han fundido. Mi camisa ha ardido por completo, y también la mayor parte de mis vaqueros. Unos leves cortes me recorren los brazos. Pero yo no me he quemado en absoluto. Bulldozer se me acerca y me lame la mano. Le acaricio.

—Eres un perro bueno —digo entre los sollozos de Sarah—. Anda, ve a por tu hermanita y vuelve con la gente.

A lo lejos se oyen unas sirenas que deberían llegar dentro de un minuto o dos. El bosque queda a unos cien metros de la parte trasera de la casa. Los dos perros me miran, sentados. Les señalo con la cabeza hacia la muchedumbre y, como si me hubiesen entendido, los dos se levantan y se ponen a caminar hacia allí. Sarah todavía está en mis brazos. Tras moverla un poco para acunarla en ellos, me levanto y me dirijo al bosque, llevándola en brazos mientras ella llora sobre mi hombro. Justo mientras entro en el bosque, oigo al gentío estallar en vítores. Deben de haber visto a Bulldozer y a Abby.

El bosque es espeso. Todavía brilla la luna llena, pero desprende poca luz y enciendo las manos para que podamos ver. Empiezo a temblar mientras el pánico me atraviesa. ¿Cómo voy a explicar esto a Henri? Lo único que llevo puesto es una especie de pantalones cortos chamuscados. Me sangra la cabeza. La espalda también, sin contar con varios rasguños en los brazos y las piernas. Los pulmones me queman cada vez que respiro. Y Sarah está en mis brazos. Ahora debe de saber lo que puedo hacer, conoce mis habilidades, o al menos en parte. Voy a tener que explicárselo todo. Y también tendré que decirle a Henri que ella lo sabe. Ya he acumulado muchos puntos en contra. Dirá que alguien acabará yéndose de la lengua. Insistirá en que nos vayamos. Esta vez sí que no me libro.

Deposito a Sarah en el suelo. Ha dejado de llorar. Me mira, confusa, asustada, atónita. Sé que tendré que encontrar ropa y volver a la fiesta para que la gente no sospeche. Y debo llevar a Sarah para que no piensen que está muerta.

—¿Puedes andar? —le pregunto.

—Creo que sí.

—Sígueme.

—¿Adónde vamos?

—Tengo que encontrar ropa. Con un poco de suerte, alguno de los futbolistas llevará ropa para cambiarse después del entrenamiento.

Empezamos a andar a través del bosque. He decidido dar un rodeo y mirar dentro de los coches de la gente para buscar algo que ponerme.

—¿Qué ha pasado, John? ¿Qué ha sido todo esto?

—Estabas en un incendio, y te he sacado de él.

—Lo que has hecho no es posible.

—Para mí, sí.

—¿Y eso qué significa?

La miro fijamente. Esperaba no tener que decirle nunca lo que estoy a punto de decirle. Aunque sabía que probablemente no era una idea realista, esperaba poder permanecer oculto en Paradise. Henri siempre insiste en no intimar con nadie porque, si lo haces, tarde o temprano acabarán dándose cuenta de que eres diferente, y entonces habrá que darles explicaciones. Y eso significa que tendremos que irnos. Tengo el corazón desbocado y me tiemblan las manos, pero no por el frío. Si quiero albergar alguna esperanza de quedarme, o de no tener que pagar las consecuencias de esta noche, tengo que decírselo.

—No soy quien crees que soy.

—¿Y quién eres?

—Soy el Número Cuatro.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Sarah, lo que voy a decir va a parecerte una locura, pero es la verdad. Tienes que creerme.

Ella me toca una mejilla con la mano.

—Si dices que es la verdad, entonces te creeré.

—Lo es.

—Entonces, dímelo.

—Soy un alienígena. Soy el cuarto de nueve niños que viajaron a la Tierra cuando mi planeta fue destruido. Tengo poderes que no son humanos, que me permiten hacer cosas como lo que acabo de hacer en la casa. Y aquí, en la Tierra, hay otros alienígenas que están buscándome. Son los que atacaron mi planeta y, si me encuentran, me matarán.

Tras esto, espero que me dé un bofetón, o que se ría de mí, o que chille, o que dé media vuelta y huya de mí. Pero, en lugar de eso, se queda mirándome fijamente a los ojos.

—Estás diciéndome la verdad —dice.

—Sí.

La miro a los ojos, deseando que me crea. Ella me escruta un buen rato, y después asiente con la cabeza.

—Gracias por salvarme la vida. No me importa lo que eres ni de dónde vienes. Para mí, eres John, el chico al que quiero.

—¿Qué?

—Te quiero, John, y me has salvado la vida, y eso es lo único que importa.

—Yo también te quiero. Y siempre te querré.

La envuelvo en mis brazos y la beso. Al cabo de cerca de un minuto, se separa de mí y me dice:

—Vamos a buscar ropa para ti y a volver con los demás para que sepan que estamos bien.

Sarah encuentra una muda de ropa en el cuarto coche en el que miramos. Se parece lo bastante a lo que yo llevaba puesto (unos vaqueros y una camisa) para que nadie note la diferencia. Cuando llegamos a la casa, nos quedamos lo más lejos posible, pero donde todavía podemos ver lo que ocurre. La casa se ha desplomado sobre sí misma y ahora no es más que un montón amorfo de carbones negros y empapados de agua. De vez en cuando se elevan volutas de humo que adquieren un aspecto fantasmagórico en el aire nocturno. Cuento tres camiones de bomberos y seis coches de policía. Nueve señales centelleantes en total, sin un sonido que las acompañe. Se ha ido muy poca gente, por no decir nadie, pero les han obligado a retroceder, y una cinta amarilla acordona la casa. Los agentes de policía están interrogando a algunos. Hay cinco bomberos en medio de la devastación, escudriñando entre los escombros.

Entonces oigo a alguien por detrás que grita: «¡Aquí están!». Todos los ojos de la multitud se vuelven hacia mí, y tardo cinco segundos enteros en comprender que es a mí a quien se refieren.

Cuatro agentes de policía vienen hacia nosotros. Detrás de ellos hay un hombre con una libreta y una grabadora. Mientras buscábamos ropa, Sarah y yo hemos preparado juntos una historia. Di la vuelta a la casa, y en la parte de atrás la encontré a ella, que estaba contemplando el incendio. Había saltado desde la ventana de la primera planta con los perros, que se habían ido corriendo. Después, observamos el incendio apartados de la multitud, pero al final nos fuimos acercando y nos unimos a ella. Le he explicado que no podíamos decirle a nadie lo que ha pasado, ni siquiera a Sam ni a Henri, y que, si alguien descubre la verdad, tendré que irme inmediatamente. Por eso hemos acordado que yo contestaría las preguntas y que ella coincidiría en todo lo que yo dijera.

—¿Tú eres John Smith? —me pregunta uno de los policías. Tiene una altura media, y se le ve cargado de hombros. Aunque no tiene sobrepeso, está lejos de estar en forma, ya que tiene un poco de barriga y un aire general de flacidez.

—Sí, ¿por qué?

—Dos personas han dicho que te han visto correr hacia esa casa y que luego has salido volando por la parte de atrás como Superman, llevando a los perros y a la chica en brazos.

—¿De verdad? —pregunto en tono incrédulo. Sarah permanece a mi lado.

—Eso es lo que han dicho.

Suelto una risa fingida, diciendo:

—La casa estaba en llamas. ¿Tengo pinta de haber estado en una casa en llamas?

Él junta las cejas y apoya las manos en las caderas.

—Entonces, ¿dices que no has entrado?

—He dado la vuelta a la casa para buscar a Sarah —contesto—. Había salido con los perros. Nos hemos quedado allí mirando el incendio y después hemos vuelto aquí.

El agente mira a Sarah.

—¿Es eso verdad?

—Sí.

—Entonces, ¿quién ha entrado en la casa? —tercia el periodista. Es la primera vez que habla. Me observa con ojos suspicaces, recelosos. Sólo por eso me doy cuenta de que no se cree mi historia.

—¿Cómo voy a saberlo? —contesto.

Él asiente con la cabeza y anota algo en la libreta. No puedo leer lo que ha escrito.

—Entonces, ¿estás diciendo que estos dos testigos mienten? —insiste el periodista.

—¡Baines! —le reprende el policía, meneando la cabeza.

Yo asiento y respondo:

—No he entrado en la casa y tampoco la he salvado a ella ni a los perros. Ya estaban fuera.

—¿Quién ha dicho nada de salvarla a ella o a los perros? —pregunta Baines.

—Creía que estaba insinuando eso —digo, encogiéndome de hombros.

—No he insinuado nada.

Sam llega entonces con mi teléfono. Le clavo la mirada para indicarle que es un mal momento, pero él no me entiende y me devuelve el móvil de todos modos.

—Gracias —le digo.

—Me alegro de que estés bien.

Los policías le miran de arriba abajo, pero él se escabulle enseguida.

Baines observa la escena con ojos entornados. Está mascando chicle, mientras junta piezas en su cabeza. Asiente para sí y dice:

—Entonces, ¿le diste tu móvil a tu amigo antes de ir a explorar?

—Le di mi móvil en la fiesta. Me molestaba en el bolsillo.

—Claro, claro —dice Baines—. Entonces, ¿adónde fuiste?

—Ya vale, Baines, basta de preguntas —le dice el agente.

—¿Puedo irme? —le pregunto, y él asiente.

Me alejo con Sarah, móvil en mano, mientras marco el número de Henri.

—¿Sí? —contesta Henri.

—¿Puedes venir a recogernos? Aquí ha habido un terrible incendio.

—¿Qué?

—Tú ven a recogernos, ¿vale?

—Vale. Voy ahora mismo.

—Por cierto, ¿cómo explicas el corte que tienes en la cabeza? —pregunta desde mi espalda Baines, que me ha seguido y me ha escuchado mientras hablaba con Henri.

—Me he cortado con una rama en el bosque.

—Sí, eso lo explica todo —dice, y de nuevo anota algo en la libreta—. Sabes que sé cuándo me están mintiendo, ¿verdad?

Hago caso omiso de él, y sigo andando con la mano de Sarah en la mía. Nos acercamos a Sam.

—Descubriré la verdad, joven. Siempre lo hago —grita Baines desde detrás.

—Henri viene hacia aquí —digo a Sam y a Sarah.

—¿A qué rayos venía todo eso? —pregunta Sam.

—¿Quién sabe? Alguien cree que me ha visto entrar corriendo en la casa, supongo que alguien que ha bebido más de la cuenta —digo, dirigiéndome más a Baines que Sam.

Nos quedamos al final del camino de entrada hasta que llega Henri. Se detiene junto a nosotros, sale de la camioneta y mira la casa humeante a lo lejos.

—Diablos. Prométeme que no has tenido nada que ver con esto —me dice.

—No he tenido nada que ver —le aseguro.

Nos metemos en la camioneta. Henri la pone en marcha sin dejar de mirar los escombros carbonizados.

—Oléis a humo —dice.

Nadie le contesta, y hacemos el resto del camino en silencio, con Sarah sentada en mi regazo. Dejamos primero a Sam, y después Henri conduce la camioneta de nuevo hacia la carretera, en dirección a la casa de Sarah.

—No quiero separarme de ti esta noche —me dice Sarah.

—Yo tampoco quiero separarme de ti.

Cuando llegamos a su casa, me bajo con ella y la acompaño hasta la puerta. Le cuesta separarse de mí cuando le doy un abrazo de buenas noches.

—¿Me llamarás cuando llegues a tu casa?

—Claro.

—Te quiero —me dice, y sonrío.

—Yo también te quiero.

Sarah entra en su casa, y yo vuelvo a la camioneta, donde Henri me está esperando. Tengo que buscar una manera de impedir que descubra lo que ha pasado de verdad esta noche, que nos haga irnos de Paradise. Henri arranca y conduce hacia casa.

—Dime, ¿qué le ha pasado a tu chaqueta? —me pregunta.

—Estaba en un armario de Mark.

—¿Y qué le ha pasado a tu cabeza?

—Me he dado un golpe intentando salir cuando ha empezado el incendio.

Él me mira, escamado.

—Tú eres el que huele a humo.

Me encojo de hombros.

—Había mucho humo.

—¿Y qué ha provocado el incendio?

—Para mí que alguien ha bebido de más.

Henri asiente y coge nuestra carretera.

—Bueno, será interesante ver lo que dicen los periódicos el lunes —dice, y se vuelve hacia mí, estudiando mi reacción.

Me quedo en silencio. «Sí —pienso—, no me cabe duda de que lo será».