CAPÍTULO VEINTICINCO

EL TIEMPO EMPIEZA A SUAVIZARSE. LOS bruscos vientos, el frío glacial y las continuas nevadas dan paso a cielos azules y a temperaturas superiores a diez grados. La nieve se derrite. Al principio hay charcos permanentes en el camino de entrada y el jardín, y los neumáticos salpican sonoramente en la carretera mojada, pero en sólo un día toda el agua se escurre y se evapora, y los coches ya circulan con toda normalidad. Una tregua en el año, un breve respiro antes de que el viejo y cruel invierno vuelva a tomar las riendas del tiempo.

Estoy sentado en el porche, y mientras espero a Sarah contemplo el cielo nocturno iluminado por las parpadeantes estrellas y la luna llena. Una fina nube corta la luna como un cuchillo, y después desaparece rápidamente. Oigo el crujido de la gravilla bajo unos neumáticos, aparecen unos faros y el coche se detiene en el camino de entrada. Sarah sale del lado del conductor. Lleva unos pantalones gris oscuro acampanados en los tobillos y un cárdigan azul marino debajo de una chaqueta beige. El color de sus ojos está acentuado por la camisa azul que se asoma al final de la cremallera de la chaqueta. Lleva la melena rubia suelta a una altura por debajo de los hombros. Sonríe con coquetería y me mira, pestañeando al acercarse. Siento un hormigueo en el estómago. Llevamos casi tres meses juntos y todavía me pongo nervioso cuando la veo. Cuesta imaginar que el paso del tiempo llegue a mitigar ese nerviosismo.

—Estás arrebatadora —le digo.

—Vaya, gracias —contesta, haciéndome una pequeña reverencia—. Tú tampoco estás mal.

La beso en la mejilla. En ese momento, Henri sale de la casa y saluda con la mano a la madre de Sarah, que está sentada en el asiento del acompañante del coche.

—Entonces, ya me llamarás cuando quieras que te recoja, ¿no? —me pregunta Henri.

—Sí —respondo.

Nos dirigimos al coche y Sarah se pone al volante mientras yo me siento atrás. Ha obtenido el permiso de conducir provisional hace pocos meses, y según la ley puede llevar un coche siempre y cuando un conductor experimentado vaya a su lado en el asiento del acompañante. Tiene el examen el lunes, dentro de dos días. Está nerviosa desde que pidió hora para el examen durante las vacaciones. Sale del camino de entrada y coge la carretera, y al cabo de un rato baja el parasol y me sonríe por el espejo. Le devuelvo la sonrisa.

—¿Qué tal te ha ido el día, John? —me pregunta su madre, dándose la vuelta.

Hablamos de cosas sin importancia. Ella me habla de la visita al centro comercial que han hecho las dos el mismo día, y de qué tal ha conducido Sarah. Yo le digo que he jugado con Bernie Kosar en el jardín y que después hemos salido a correr. De lo que no le hablo es de la sesión de entrenamiento de tres horas que he hecho en el patio trasero después de la carrera. Tampoco le digo que he partido por la mitad el tronco del árbol muerto usando la telequinesia, ni que Henri me lanzaba cuchillos que tenía que desviar hacia un saco de arena a quince metros de distancia. Ni le hablo del fuego que me envolvía ni de los objetos que he levantado, aplastado o astillado. Otro secreto. Otra verdad a medias con sabor a mentira. Me gustaría poder contárselo a Sarah. Tengo la sensación de estar engañándola por mantenerme oculto, y en las últimas semanas ese peso ha empezado a agobiarme. Pero también sé que no tengo otra opción. No en este momento, en cualquier caso.

—¿Es esta salida? —pregunta Sarah.

—Sí —contesto.

Sarah se mete en el camino de entrada a la casa de Sam. Él está paseándose al final del camino, vestido con vaqueros y un jersey de lana. Levanta la vista hacia nosotros con la mirada perdida de un animal sorprendido por los faros de un coche. Lleva gel fijador en el pelo. Es la primera vez que le he visto ponérselo. Camina hacia un lateral del coche, abre la puerta y se sienta a mi lado.

—Hola, Sam —le saluda Sarah, y después lo presenta a su madre.

Sarah saca el coche del camino de entrada dando marcha atrás y sale a la carretera. Sam está agarrado al asiento con las dos manos, presa de los nervios. Sarah coge una salida por la que nunca he ido y después gira a la derecha hacia un serpenteante camino de entrada. A lo largo de uno de los lados hay unos treinta coches aparcados. Al final del camino, rodeada de árboles, hay una gran mansión de dos plantas. Oímos la música mucho antes de llegar a la casa.

—Jo, vaya choza —comenta Sam.

—Portaos bien, chicos —dice la madre de Sarah—. Y sed precavidos. Llamad si necesitáis algo, o si no encuentras a tu padre —añade, mirándome.

—Descuide, señora Hart —contesto.

Salimos del coche y nos ponemos a caminar hacia la puerta principal. Dos perros corren hacia nosotros desde un lado de la casa: un golden retriever y un bulldog. Están meneando la cola, y me olfatean frenéticamente los pantalones, oliendo el rastro de Bernie Kosar. El bulldog lleva un palo en la boca. Se lo quito forcejeando y lo lanzo a la otra punta del jardín. Los dos perros salen disparados a por él.

Bulldozer y Abby —explica Sarah.

—Deduzco que Bulldozer es el bulldog, ¿no? —pregunto.

Ella asiente y me sonríe, como disculpándose. Eso me recuerda que debe de conocer bastante bien la casa, y me pregunto si ahora le resultará extraño volver aquí conmigo.

—Ha sido una idea horrible —dice Sam de pronto, mirándome—. Ahora me estoy dando cuenta.

—¿Por qué lo dices?

—Porque hace sólo tres meses, el tío que vive aquí nos llenó las taquillas de estiércol de vaca y me lanzó una albóndiga a la cabeza en el comedor. Y aquí estamos ahora.

—Seguro que Emily ya está aquí —le digo, dándole un suave codazo.

La puerta da a un recibidor. Los perros irrumpen detrás de nosotros y desaparecen en la cocina, que queda justo al frente. Veo que es Abby la que lleva el palo ahora. A nuestro encuentro sale una música tan fuerte que tenemos que gritar para oírnos. Hay gente bailando en el salón. La mayoría tienen latas de cerveza en la mano, y sólo unos pocos beben refrescos o agua embotellada. Parece ser que los padres de Mark están fuera del pueblo. El equipo de fútbol entero está en la cocina, la mitad con las chaquetas del instituto. Mark se acerca y da un abrazo a Sarah. Después, me estrecha la mano. Me mantiene la mirada un segundo y después aparta la vista. No le da la mano a Sam, y ni siquiera le mira. Puede que Sam tenga razón, y que esto haya sido un error.

—Me alegro de que hayáis venido. Vamos, entrad. Hay cerveza en la cocina.

Emily está en la otra punta del salón, hablando con gente. Sam mira hacia ella. Le pregunta a Mark dónde está el baño y este se lo señala.

—Ahora vuelvo —me dice Sam.

La mayoría de los invitados están en torno a la isla que hay en mitad de la cocina. Cuando Sarah y yo entramos, me miran. Yo les devuelvo la mirada uno a uno, y después cojo un botellín de agua del cubo lleno de hielo. Mark le da una cerveza a Sarah y se la abre. La mira de una forma que me hace darme cuenta de lo poco que me fío de él. Entonces comprendo lo rara que es toda la situación en sí. Estoy nada menos que en su casa, y con Sarah, su ex novia. Me alegro de que Sam esté conmigo.

Me agacho y juego con los perros hasta que Sam sale del baño. Para entonces, Sarah ya ha llegado al rincón del salón donde está Emily y se ha puesto a hablar con ella. Sam se tensa a mi lado cuando se da cuenta de que lo único que podemos hacer es acercarnos a ellas para saludar. Hace una profunda inspiración. En la cocina, dos de los invitados han prendido fuego a un periódico por una esquina sin otro motivo que el de ver cómo arde.

—No te olvides de hacerle algún cumplido a Emily —recuerdo a Sam mientras nos acercamos, y él asiente.

—Ah, aquí estáis —dice Sarah—. Creía que me habíais dejado solita.

—Ni se me ocurriría —contesto—. Hola, Emily. ¿Cómo estás?

—Bien —me dice, y luego a Sam—: Me gusta cómo llevas el pelo.

Sam se queda mirándola, y yo le doy un codazo. Entonces sonríe y dice:

—Gracias. Tú estás muy guapa.

Sarah me dirige una mirada de complicidad. Yo me encojo de hombros y le doy un beso en la mejilla. La música está todavía más fuerte. Sam habla con Emily, bastante nervioso, pero ella se ríe con él y al poco rato Sam ya se ha relajado.

—Bueno, ¿estás a gusto? —me pregunta Sarah.

—Claro. Estoy con la chica más guapa de la fiesta. ¿Cómo podría estar mejor?

—Cállate ya —me dice ella, y me da un suave puñetazo en la barriga.

Los cuatro bailamos durante una hora más o menos. Los jugadores de fútbol siguen bebiendo. Alguien se presenta con una botella de vodka y no pasa mucho tiempo hasta que uno de ellos (no sé cuál) echa la pota en el baño, de modo que el olor a vómito acaba impregnando toda la planta. Otro pierde el conocimiento en el sofá del salón y algunos de sus compañeros le pintan la cara con rotulador. La gente no deja de ir y venir por la puerta del sótano. No tengo ni idea de qué está pasando allí abajo. Llevo diez minutos sin ver a Sarah, así que dejo a Sam y, atravesando el salón y la cocina, subo a la planta de arriba. El suelo está cubierto de una moqueta blanca y espesa, y las paredes, de cuadros y retratos de familia. Algunas de las puertas de los dormitorios están abiertas, y otras, cerradas. No localizo a Sarah. Bajo otra vez. Veo que Sam está solo en un rincón, con aire huraño, y me acerco a él.

—¿A qué vienen esos morros? —le pregunto, pero él se limita a menear la cabeza—. No me hagas levantarte en el aire y ponerte cabeza abajo como a ese tío de Athens.

Yo sonrío, pero Sam no.

—Alex Davis me ha cogido por banda —dice.

Alex es otro de la pandilla de Mark James, y juega de receptor en el equipo. Es un estudiante de tercero, alto y delgado. Nunca hemos cruzado palabra, por lo que apenas sé nada más de él.

—¿Qué quieres decir con que te ha «cogido por banda»?

—En realidad, sólo hemos hablado. Me ha visto hablar con Emily. Creo que estuvieron saliendo este verano.

—¿Y qué? ¿Por qué debería fastidiarte?

Él se encoge de hombros, diciendo:

—Pues sí que me fastidia, ¿sabes?

—Sam, ¿sabes cuánto tiempo estuvieron saliendo Sarah y Mark?

—Mucho tiempo.

—Dos años.

—¿Y no te fastidia? —me pregunta.

—Nada de nada. ¿Qué más da lo que hiciera antes? Además, ¿has visto bien a Alex? —le digo, y señalo con la cabeza hacia la cocina, donde está él, apoyado de cualquier manera sobre la encimera, con la mirada perdida y una fina capa de sudor reluciendo en su frente—. ¿Tú crees que ella echa de menos estar con eso?

Sam le echa una ojeada y se encoge de hombros.

—Tú vales mucho, Sam. No te machaques.

—No me machaco.

—Bueno, pues no te preocupes por el pasado de Emily. No tenemos que dejar que nos defina lo que hemos hecho o dejado de hacer en el pasado. Hay gente que se deja controlar por los remordimientos. Da igual si hay motivo o no para el remordimiento. Es simplemente algo que ha ocurrido. Sigue adelante y punto.

Sam suspira. Todavía no está convencido.

—Venga, sabes que le gustas. No debes tener miedo a nada —le digo.

—Pero lo tengo.

—La mejor forma de superar los miedos es enfrentarte a ellos. Tú acércate a ella y dale un beso. Ya verás como te corresponde.

Sam me mira y asiente, y entonces se va hacia el sótano, donde está Emily. Los dos perros entran peleándose en el salón, con la lengua fuera y meneando el rabo. Bulldozer pega el pecho al suelo y espera a que Abby se acerque. Luego salta hacia ella, que da un salto y se escapa. Los observo hasta que desaparecen escaleras arriba, tirando de un juguete de goma cada uno por un lado. Son las doce menos cuarto. Una pareja está enrollándose en un sofá que hay en un rincón de la sala. Los jugadores de fútbol todavía están bebiendo en la cocina. Estoy empezando a sentir sueño. Sigo sin encontrar a Sarah.

Justo entonces, uno de los futbolistas sube a toda prisa desde el sótano, con los ojos desorbitados. Corre a la cocina, abre el grifo del fregadero al máximo y empieza a abrir como loco las puertas de los armarios.

—¡Hay un incendio abajo! —grita a los que tiene cerca.

Los demás empiezan a llenar cazos y ollas de agua, y uno por uno se precipitan por las escaleras.

Emily y Sam suben del sótano. Sam parece alterado.

—¿Qué está pasando? —pregunto.

—¡La casa se incendia!

—¿Pinta muy mal?

—¿Puede pintar bien un incendio? Y creo que lo hemos empezado nosotros. Resulta que… se nos ha caído una vela sobre una cortina.

Tanto Sam como Emily tienen la ropa y el pelo alborotados, y es evidente que han estado besándose. Me hago una nota mental para felicitar a Sam más tarde.

—¿Has visto a Sarah? —pregunto a Emily, y ella niega con la cabeza.

Llegan otros más subiendo por la escalera, Mark James entre ellos. Hay miedo en sus ojos. Huelo a humo por primera vez. Miro a Sam y le digo:

—Salid afuera.

Él asiente, coge a Emily de la mano y los dos salen juntos. Algunos de los demás los siguen, pero otros se quedan donde están, observando con curiosidad ebria. Un pequeño grupo se queda ahí embobado, dando palmaditas en la espalda a los futbolistas mientras estos suben y bajan por la escalera del sótano, animándoles como si todo fuera una broma.

Me meto en la cocina y cojo el cacharro más grande que queda, una olla metálica de tamaño medio. Lo lleno de agua y bajo al sótano. Todos lo han desalojado excepto los que luchamos contra el incendio, que es mucho mayor de lo que esperaba. La mitad del sótano es pasto de las llamas. Intentar contenerlo con la poca agua que traigo es inútil. En lugar de eso, suelto la olla y vuelvo a subir a toda velocidad. Mark baja disparado en ese momento, y le paro en mitad de la escalera. Tiene los ojos bañados en alcohol, pero a través de ellos veo que está aterrorizado. Desesperado.

—Déjalo —le digo—. Es demasiado grande. Tenemos que sacar a todos de aquí.

Él mira el fuego desencadenado al otro lado de la escalera. Sabe que lo que le digo es verdad. La fachada de tipo duro ha desaparecido. Se acabó el fingir.

—¡Mark! —le grito.

Él asiente, suelta la olla que lleva él y los dos subimos juntos.

—¡Todo el mundo fuera! ¡Ahora mismo! —grito cuando llegamos a lo alto de la escalera.

Algunos de los más borrachos no se mueven, o incluso se ríen. Un chico dice:

—¿Habéis traído salchichas para asar?

Mark le da un bofetón.

—¡Fuera! —grita.

Cojo el teléfono inalámbrico de la pared y lo planto en la mano de Mark.

—¡Llama al 911! —grito para hacerme oír entre el vocerío y la música que sigue atronando desde no se sabe dónde, como si fuese la banda sonora del infierno a punto de desatarse.

El suelo está calentándose. Volutas de humo empiezan a llegar de debajo de nosotros. Sólo entonces se toman en serio la situación los que están allí, y empiezo a empujarles en dirección a la puerta. Paso por delante de Mark como una flecha mientras empieza a marcar el número de emergencias en el teléfono, y atravieso la casa a toda prisa. Subo los escalones de tres en tres y me abro paso a patadas por las puertas entornadas. Una pareja está enrollándose en una cama. Les grito a ambos que se vayan. Sarah no está por ningún lado.

Bajo disparado las escaleras y salgo por la puerta principal a la fría y oscura noche. Hay una muchedumbre fuera, observando. Veo que algunos están entusiasmados por la idea de que la casa arda, o incluso se ríen. Empiezo a sentir que el pánico se apodera de mí. ¿Dónde está Sarah? Sam está de pie detrás del gentío, que en total debe de sumar unas cien personas. Corro hacia él.

—¿Has visto a Sarah? —le pregunto.

—No.

Vuelvo la vista hacia la casa. Todavía hay gente saliendo. Las ventanas del sótano relucen con el rojo de las llamas que lamen los cristales. Una de ellas está abierta, y de ella surge una densa humareda negra que se eleva hacia el cielo. Paso en zigzag por entre la multitud. Justo entonces, una explosión sacude la casa, y todas las ventanas del sótano se hacen añicos. Algunos de los presentes lanzan vítores. Las llamas han llegado a la planta baja, y avanzan con mucha rapidez. Mark James está de pie al frente del gentío, incapaz de apartar la vista de la escena. Su cara está iluminada por el resplandor naranja. En sus ojos, inundados de lágrimas, hay una mirada de desesperación, la misma que vi en los ojos de los lóricos el día de la invasión. Debe de ser algo muy fuerte contemplar la destrucción de todo lo que has conocido. El fuego, hostil, se propaga de forma indiscriminada. Mark no puede hacer otra cosa que mirar. Las llamas están empezando a ascender por encima de las ventanas de la planta baja. Sentimos el calor en la cara desde donde estamos.

—¿Dónde está Sarah? —le pregunto, pero él no me oye.

Le zarandeo por el hombro. Él se gira hacia mí y me dirige una mirada perdida que indica que todavía no se cree lo que están presenciando sus propios ojos.

—¿Dónde está Sarah? —le pregunto otra vez.

—No lo sé.

Me sumerjo entre la multitud buscando a Sarah, cada vez más frenético. Todos están contemplando las llamaradas. Las láminas del revestimiento de vinilo han empezado a burbujear y fundirse. Ya han ardido todas las cortinas de las ventanas. La puerta principal sigue abierta, y el humo sale bajo el dintel a borbotones, como una cascada vuelta del revés. Vemos todo el interior hasta la cocina, que es un auténtico infierno. En el lado izquierdo de la casa, el fuego ha alcanzado el primer piso. Y es entonces cuando todos lo oímos.

Un largo y horripilante grito. Y perros ladrando. Se me cae el alma a los pies. Todos nos esforzamos por escuchar, deseando con toda nuestra alma no haber oído lo que sabemos que hemos oído. Y entonces suena otra vez. Inconfundible. Llega como un torrente, y esta vez no cesa. Por entre la multitud se filtran exclamaciones de horror.

—Oh, no —dice Emily—. Dios, no, por favor.