CAPÍTULO VEINTICUATRO
POR PRIMERA VEZ DESDE QUE LLEGAMOS a Ohio, las cosas parecen tranquilizarse por un tiempo. Las clases terminan sin incidentes, y tenemos once días de vacaciones por Navidad. Sam y su madre pasan casi todos los días de visita en casa de su tía de Illinois. Sarah se queda en casa. Pasamos juntos las Navidades, y nos besamos al toque de medianoche en Nochevieja. A pesar de la nieve y el frío, o tal vez para demostrar que no nos intimidan, salimos a dar largos paseos por el bosque de detrás de mi casa, cogiéndonos la mano, besándonos, respirando el gélido aire bajo el pesado cielo gris del invierno. Cada vez pasamos más tiempo juntos. No transcurre ni un solo día durante las vacaciones en que no nos veamos por lo menos una vez.
Caminamos cogidos de la mano bajo un dosel blanco formado por la nieve acumulada sobre las ramas de los árboles. Ella lleva su cámara consigo, y de vez en cuando se detiene para hacer fotos. La mayor parte de la nieve que hay en el suelo permanece intacta, aparte del camino que hemos dejado marcado a la ida. Este rastro es el que estamos siguiendo ahora, detrás de Bernie Kosar, que entra y sale disparado de las zarzas en pos de los conejos que se esconden en los matojos y espinos, y de las ardillas que trepan a los árboles. Sarah lleva unas orejeras negras. Tiene las mejillas y la punta de la nariz rojas por el frío, y sus ojos se ven más azules. La miro fijamente.
—¿Qué? —pregunta, sonriendo.
—Nada, admiraba las vistas —contesto, y ella me hace una mueca.
El bosque es denso en su mayor parte, aparte de algunos claros esporádicos a los que vamos a parar una y otra vez. No sé lo lejos que se extiende el bosque en una dirección u otra, pero en ninguno de nuestros paseos hemos llegado hasta el final.
—Esto tiene que estar precioso en verano —comenta Sarah—. Igual podríamos hacer picnic en los claros.
Siento una punzada en el pecho. Todavía faltan cinco meses para el verano, y si Henri y yo seguimos aquí en mayo, habremos pasado siete meses en Ohio. Eso es casi el mayor tiempo que hemos estado nunca en un solo lugar.
—Pues sí —asiento.
Sarah se queda mirándome.
—¿Qué?
—¿Cómo que «qué»? —le digo, dirigiéndole una mirada inquisitiva.
—Eso no ha sonado muy convincente.
Una bandada de cuervos nos sobrevuela, graznando con fuerza.
—Es que ya tengo ganas de que llegue el verano —le digo.
—Yo también. Parece mentira que mañana ya tengamos que volver a las clases.
—Uf, no me lo recuerdes.
Entramos en otro claro, mayor que los demás, que forma un círculo casi perfecto de treinta metros de diámetro. Sarah me suelta la mano, corre al centro y se deja caer sobre la nieve, riendo. Se pone boca arriba y empieza a mover los brazos y las piernas en la nieve para dibujar un ángel con su cuerpo. Me desplomo junto a ella y hago lo mismo. Las puntas de nuestros dedos casi se tocan mientras creamos las alas. Nos levantamos, y ella dice:
—Es como si nos cogiésemos de las alas.
—¿Eso sería posible? —pregunto—. O sea, ¿cómo podríamos volar cogidos de las alas?
—Pues claro que sería posible. Los ángeles pueden hacer cualquier cosa.
Dicho esto, hunde la nariz en mi cuello. El contacto frío de su cara hace que me aparte de un respingo.
—¡Aah! ¡Tienes la cara helada!
—Pues ven a darme calor —contesta, riendo.
La tomo en mis brazos y la beso bajo el cielo abierto, acompañados por los árboles que nos rodean. No se oye nada aparte de los pájaros y de algún montón de nieve que cae de ramas cercanas. Somos dos caras frías muy apretadas la una contra la otra. Bernie Kosar llega trotando, sin aliento, sacando la lengua y agitando la cola. Da un ladrido y se sienta en la nieve, mirándonos fijamente con la cabeza ladeada.
—¡Bernie Kosar! ¿Ya estabas persiguiendo conejos? —pregunta Sarah.
Soltando dos ladridos, el perro se acerca a ella y salta a sus brazos. Después ladra otra vez, salta al suelo y le dirige una mirada expectante. Sarah coge un palo del suelo, lo sacude para quitarle la nieve de encima y entonces lo arroja hacia los árboles. Bernie corre tras él y desaparece de nuestra vista. Diez segundos después, surge de entre los árboles, pero en lugar de volver por donde había salido, vuelve por el lado opuesto del claro. Sarah y yo nos damos la vuelta para mirarle.
—¿Cómo ha hecho eso? —pregunta Sarah.
—No lo sé. Es un perro raro.
—¿Has oído, Bernie Kosar? ¡Te ha llamado raro! —dice ella mientras el beagle deja el palo a sus pies.
Caminamos de vuelta a casa, cogidos de la mano, mientras el día se acerca a su ocaso. Bernie Kosar trota a nuestro lado durante todo el camino de vuelta, girando la cabeza a un lado y a otro como si nos guiara, como si nos protegiera de lo que pudiera estar acechando en la oscuridad que hay más allá de donde alcanza nuestra vista.
Hay cinco periódicos apilados en la mesa de la cocina, donde está Henri al ordenador, con la luz del techo encendida.
—¿Alguna novedad? —pregunto, sólo por la fuerza de la costumbre. No ha habido ninguna noticia interesante durante meses, y eso es buena señal, pero no puedo evitar desear en secreto que haya algo nuevo cada vez que lo pregunto.
—En realidad, sí, creo que sí.
Intrigado, doy la vuelta a la mesa y miro la pantalla del ordenador por encima del hombro de Henri.
—¿Qué?
—Ha habido un terremoto en Argentina, ayer por la tarde. Una chica de dieciséis años ha desenterrado a un anciano de un montón de escombros en un pueblecito cerca de la costa.
—¿El Número Nueve?
—Lo que para mí está claro es que es una de nosotros. Falta por ver si es el Número Nueve o no.
—¿Por qué? No es tan extraordinario sacar a un hombre de entre unos escombros.
—Mira —dice Henri, y vuelve al principio del artículo para mostrármelo. Allí se ve una foto de una gran losa de hormigón de treinta centímetros de grosor como mínimo, y de unos dos metros y medio de largo y de ancho—. Esto es lo que levantó para salvarle. Debe de pesar unas cinco toneladas. Y mira aquí —me indica, volviendo al pie de la página, donde selecciona con el cursor la última frase de todas: «No ha podido localizarse a Sofía García para que efectuara declaraciones al respecto».
Leo la frase tres veces.
—No la han podido localizar —digo.
—Eso es. No es que no quisiera hacer declaraciones; simplemente no la han localizado.
—¿Y cómo sabían su nombre?
—Es un pueblo pequeño, menos de una tercera parte de Paradise. Allí casi todos debían de saber cómo se llamaba.
—Se ha ido de allí, ¿verdad?
—Eso creo —asiente Henri—. Seguramente, antes incluso de que saliera el periódico. Eso es lo malo de los pueblos; es imposible pasar desapercibido.
—También si eres un mogadoriano —suspiro.
—Exacto.
—Tiene que haber sido un rollo para ella —digo, poniéndome en pie—. A saber lo que tiene que haber dejado atrás.
Henri me dirige una mirada escéptica y abre la boca para decir algo, pero entonces se lo piensa mejor y se concentra en el portátil. Yo vuelvo a mi habitación. Preparo la mochila con ropa limpia y los libros que necesitaré hoy. Otra vez al instituto. No me hace mucha ilusión, aunque estará bien volver a ver a Sam, a quien llevo casi dos semanas sin ver.
—Bueno, me voy —digo a Henri.
—Que tengas un buen día. No te metas en líos.
—Hasta la tarde.
Bernie Kosar sale corriendo de la casa delante de mí. Esta mañana es una verdadera bola de energía. Creo que se ha acostumbrado a nuestras carreras matutinas y, como no hemos corrido en una semana y media, se le han acumulado las ganas de volver a hacerlo. Esta vez se mantiene a mi lado la mayor parte de la carrera. Cuando llegamos, le acaricio y le rasco detrás de las orejas.
—Muy bien, chico. Ahora, vuelve a casa —le digo. Él da media vuelta y se pone a trotar de vuelta a la casa.
Me tomo mi tiempo en la ducha. Para cuando termino, ya han empezado a llegar otros estudiantes. Recorro el pasillo, me paro frente a mi taquilla y luego me voy hacia la de Sam. Al llegar, le doy una palmada en la espalda. Primero se sobresalta, pero después me dirige una gran sonrisa dentuda cuando ve que soy yo.
—Por un momento, creía que iba a tener que partirle la cara a alguien —me dice.
—Sólo soy yo, amigo mío. ¿Qué tal por Illinois?
—Uf —contesta, haciendo una mueca—. Mi tía me ha obligado a tomar té y a ver reposiciones de La Casa de la Pradera casi a diario.
—Qué horror —río.
—Lo ha sido, te lo aseguro —me dice, y mete la mano en su mochila para buscar algo—. Esto estaba en mi buzón cuando volvimos.
Me pasa el último número de Están entre nosotros, y lo hojeo hasta el final.
—No hay nada sobre nosotros ni los mogadorianos —me aclara.
—Mejor. Deben de estar muertos de miedo después de haberte visto.
—Sí, claro.
Por detrás de Sam veo a Sarah acercándose. Mark James la para en mitad del pasillo y le da unos papeles de color naranja. Después, ella prosigue su camino.
—Hola, bombón —le digo cuando llega hasta nosotros, y ella se pone de puntillas para darme un beso. Sus labios saben a brillo labial de fresa.
—Hola, Sam. ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú? —le pregunta él. Ahora se le ve más relajado con ella. Antes del incidente con Henri, que fue hace un mes y medio, estar en presencia de Sarah le ponía nervioso, sin poder mirarle a la cara ni saber qué hacer con las manos. Pero ahora la mira y sonríe, hablándole con seguridad.
—Bien —responde ella—. Me han dicho que os dé una a cada uno —dice, y nos da dos de las hojas anaranjadas que Mark acaba de darle. Es la invitación para una fiesta, este sábado por la noche en su casa.
—¿Estoy invitado? —pregunta Sam.
—Los tres lo estamos —asiente Sarah.
—¿Tú quieres ir? —le pregunto.
—Podríamos ir, a ver qué tal.
Yo asiento con la cabeza.
—¿Y a ti, Sam te interesa?
Sin embargo, él tiene la mirada puesta más allá de Sarah y de mí. Me vuelvo para ver qué está mirando, o mejor dicho, a quién. En una taquilla de la pared de enfrente está Emily, la chica que estaba en la carroza fantasma con nosotros, y por quien Sam suspira desde entonces. Cuando pasa por delante de nosotros, se da cuenta de que Sam la está mirando y le dirige una sonrisa simpática.
—¿Emily? —digo a Sam.
—¿Qué pasa con Emily? —pregunta él, devolviéndome la mirada.
Miro a Sarah y le digo:
—Creo que a Sam le gusta Emily Knapp.
—No es verdad —dice él.
—Podría pedirle que viniera a la fiesta con nosotros —propone Sarah.
—¿Crees que vendría? —pregunta Sam.
Sarah me mira y contesta:
—Bueno, igual no hace falta que la invite, ya que a Sam no le gusta.
—Vale, está bien —sonríe Sam—. Es que, en fin, no sé yo…
—Siempre me está preguntando por qué no le has llamado nunca después de Halloween. Parece que le gustas —dice Sarah.
—Eso es verdad —tercio yo—. Se lo he oído decir.
—¿Y por qué no me lo habíais dicho?
—Porque nunca lo has preguntado.
Sam mira la invitación y dice:
—Entonces, ¿es este sábado?
—Sí.
—Por mí, vamos —decide, alzando la vista hacia mí.
Me encojo de hombros.
—Me apunto —digo.
Henri está esperándome cuando suena el último timbre del día. Como siempre, Bernie Kosar está en el asiento del acompañante y, cuando me ve, su rabo empieza a menearse a cien por hora. Me meto en la camioneta de un salto. Henri la arranca y empieza a conducir.
—Ha salido un artículo que amplía la información sobre la chica de Argentina —me anuncia.
—¿Y qué dice?
—Sólo dice que ha desaparecido, es un artículo muy breve. El alcalde del pueblo ofrece una modesta recompensa a cambio de información sobre su paradero. Da la impresión de que creen que alguien la ha secuestrado.
—¿Te preocupa que los mogadorianos la hayan encontrado antes?
—Si es Nueve, como indicaba la nota que encontramos, y los mogadorianos estaban buscándola, es bueno que haya desaparecido. Y, si la han capturado, no pueden matarla… ni siquiera pueden hacerle daño. Eso nos da esperanza. Lo bueno, aparte de la noticia en sí, es que supongo que todos los mogadorianos que hay sobre la Tierra habrán corrido en tropel a Argentina.
—Por cierto, Sam ha traído el último número de Están entre nosotros.
—¿Decía algo?
—No.
—Me lo imaginaba. Tu truco de levitación parece que les ha afectado bastante.
Cuando llegamos a casa, me cambio de ropa y me reúno con Henri en el patio trasero para el entrenamiento del día. Practicar envuelto en llamas está resultando más fácil. No me agobio tanto como el primer día. Puedo aguantar la respiración más tiempo, casi cuatro minutos. Tengo más control sobre los objetos que levanto, y puedo levantar un número mayor a la vez. Poco a poco, la mirada de preocupación que veía en la cara de Henri los primeros días se ha desvanecido. Asiente más, y también sonríe más. Los días que todo sale especialmente bien, sus ojos casi se salen de las órbitas y levanta los brazos en el aire, exclamando «¡Sí!» con todas sus fuerzas. De este modo, estoy ganando confianza en mis legados. Todavía quedan más por venir, pero no creo que tarden mucho. Y falta el legado principal, sea el que sea. La expectación que me produce su próxima aparición me impide dormir muchas noches. Quiero combatir. Ansío que un mogadoriano se pasee por nuestro jardín y me permita cobrarme mi venganza.
El de hoy es un entrenamiento fácil, sin fuego. En su mayor parte consiste en hacerme levantar cosas y manipularlas mientras las mantengo en el aire. Dedicamos los veinte últimos minutos a un ejercicio consistente en que Henri me arroja objetos y yo los dirijo hacia el suelo, o bien los rechazo como si fueran un bumerán, haciéndolos girar en el aire para lanzarlos como una flecha hacia Henri. En un momento dado, un martillo ablandador de carne regresa volando hacia él a tal velocidad que tiene que lanzarse de bruces sobre la nieve para esquivarlo. Yo me río. Henri, no. Bernie Kosar pasa todo el tiempo tumbado en el suelo, observándonos como si quisiera darnos ánimos a su manera. Cuando terminamos, me ducho, hago los deberes y me siento a la mesa de la cocina para cenar.
—Este sábado hay una fiesta a la que voy a ir.
Él deja de masticar y levanta la vista hacia mí.
—¿De quién es la fiesta?
—De Mark James.
Él se muestra sorprendido.
—Todo ha quedado atrás —le aclaro antes de que empiece a poner pegas.
—Bueno, tú lo sabrás mejor que yo. Pero no olvides nunca lo que está en juego.