CAPÍTULO VEINTITRÉS

LA NOCHE HA CAÍDO TRAYENDO CONSIGO una suave brisa. El cielo se ilumina aquí y allá con destellos intermitentes que tiñen las nubes de brillantes tonos de azul, rojo y verde. Empiezan siendo fuegos artificiales, pero estos dan paso a algo diferente, más ruidoso, más amenazador, y los vítores y clamores se convierten en gritos y chillidos. Estalla el caos. La gente corre, los niños lloran. Y en medio de todo estoy yo, de pie, observando sin el consuelo de poder hacer algo para ayudar. Los soldados y las bestias llegan en tropel de todas direcciones, como había visto la otra vez. La continua lluvia de bombas es tan estridente que me daña los oídos, y siento sus reverberaciones en el fondo del estómago. El ruido es tan ensordecedor que me duelen hasta los dientes. Después, los lóricos contraatacan con tal intensidad, con tal valor, que me siento orgulloso de estar entre ellos, de ser uno de ellos.

Acto seguido, algo me barre en el aire a tal velocidad que el mundo que tengo debajo se convierte en borrones fugaces que no me permiten centrarme en una sola cosa. Cuando me detengo, estoy de pie en la pista de un campo espacial. A cinco metros hay una aeronave plateada, y unas cuarenta personas esperan en la rampa que conduce a la entrada. Ya han entrado dos personas: una niña y una mujer de la edad de Henri. Están de pie en la puerta, con los ojos fijos en el cielo. Y entonces me veo a mí mismo, con cuatro años, llorando, los hombros caídos. Detrás de mí hay una versión mucho más joven de Henri. Él también observa el cielo. Frente a mí está mi abuela, con una rodilla en el suelo, sujetándome por los hombros. Mi abuelo está detrás de ella, con expresión endurecida, concentrada, mientras las lentes de sus gafas recogen la luz del cielo.

—… vuelve, ¿me oyes? Tienes que volver con nosotros —termina de decir mi abuela en ese momento. Me gustaría haber oído las palabras que pronunció antes. Hasta este momento, nunca había recordado nada de lo que me dijeron aquella noche. Pero ahora ya tengo algo.

Mi yo de cuatro años no responde. Está demasiado asustado. No comprende lo que está sucediendo, por qué hay tanta urgencia y temor en los ojos de todos los que me rodean. Mi abuela me acerca hacia ella y después me suelta. Se pone en pie y me da la espalda para que no vea sus lágrimas. Mi yo de cuatro años sabe que está llorando, pero no sabe por qué.

El siguiente es mi abuelo, que está cubierto de sudor, mugre y sangre. Se ve que ha estado combatiendo, y tiene los rasgos contraídos, como si estuviera en tensión, dispuesto a seguir luchando, a hacer todo lo que esté en su mano en la batalla por la supervivencia. La suya y la del planeta. Apoya una rodilla en el suelo como ha hecho mi abuela antes que él. Por primera vez, miro a mi alrededor. Montones de metal retorcido, pedazos de hormigón, grandes agujeros en el suelo en los lugares donde han caído las bombas. Incendios dispersos, cristales hechos añicos, tierra levantada, árboles destrozados. Y, en medio de todo esto, una sola aeronave, intacta, aquella en la que estamos embarcando.

—¡Tenemos que irnos ya! —grita alguien. Es un hombre, de pelo y ojos oscuros. No sé quién es.

Henri le mira y asiente. Los niños ascienden por la rampa. Mi abuelo me clava su dura mirada y abre la boca para hablar, pero antes de que llegue a decir nada, una fuerza me barre otra vez, me catapulta hacia el aire, y el mundo desfila de nuevo entre borrones. Intento distinguir algo, pero me muevo demasiado rápido. Lo único discernible es la lluvia constante de bombas, los grandes destellos de todos los colores que barren el cielo nocturno, y las incesantes explosiones que les siguen.

De repente, me detengo otra vez en otro escenario.

Estoy dentro de un gran edificio sin habitaciones que nunca había visto antes. Está en silencio. El techo está abovedado, y el suelo es una gran losa de hormigón del tamaño de un campo de fútbol. No hay ventanas, pero el sonido de las bombas penetra de todos modos, reverberando en las paredes que me rodean. Justo en el centro del edificio se alza en solitario, alto y orgulloso, un cohete blanco que se prolonga hasta el ápice de la bóveda.

Una puerta se abre de golpe en el otro extremo del edificio. Mi cabeza se vuelve rápidamente hacia allí. Dos hombres entran, frenéticos, hablando rápido y a voces. De improviso, una manada de animales irrumpe detrás de ellos. Quince, más o menos, cambiando continuamente de forma. Algunos vuelan, otros corren, a veces sobre dos patas y a veces sobre cuatro. Cerrando el grupo llega un tercer hombre, y la puerta se cierra tras él. El primer hombre se acerca al cohete, abre una especie de escotilla en el fondo y empieza a guiar a los animales adentro.

—¡Arriba! ¡Arriba y adentro! —grita.

Los animales le obedecen, todos ellos cambiando de forma para caber dentro. Cuando ha entrado el último, uno de los hombres se mete dentro tras ellos. Los otros dos empiezan a lanzarle paquetes y cajas. Tardan diez minutos como mínimo en cargarlo todo a bordo. Después, los tres se dirigen a diferentes partes del cohete para prepararlo. Sudando a mares, se mueven frenéticamente hasta que todo está a punto. Justo antes de que los tres suban al cohete, alguien se adelanta hacia ellos con un bulto que parece un niño envuelto en trapos, aunque no llego a verlo bien. Los hombres lo cogen, sea lo que sea, y se meten dentro. A continuación, la escotilla se cierra y queda sellada tras ellos. Transcurren unos minutos. Las bombas deben de estar cayendo ya justo al otro lado de las paredes del edificio. Y entonces, como de la nada, se produce una explosión dentro del edificio, y veo formarse un gran fuego al pie del cohete, que crece rápidamente y consume todo lo que hay en el interior del edificio. Incluido a mí.

Los ojos se me abren como por un resorte. Estoy de nuevo en casa, en Ohio, acostado en la cama. La habitación está a oscuras, pero presiento que no estoy solo. Una figura se mueve, y su sombra atraviesa la cama. Me tenso al momento, listo para encender mis luces, dispuesto a arrojar a quien sea contra la pared.

—Estabas hablando en sueños —dice Henri—. Ahora mismo, estabas hablando.

Enciendo mis luces. Está de pie junto a la cama, con unos pantalones de pijama y una camiseta blanca. Tiene el pelo alborotado, y los ojos enrojecidos por el sueño.

—¿Y qué estaba diciendo?

—Decías: «¡Arriba, adentro!». ¿Qué estaba pasando?

—Estaba en Lorien.

—¿En sueños?

—Creo que no. Estaba allí, igual que la otra vez.

—¿Qué has visto?

Me incorporo en la cama apoyando la espalda en la pared.

—Los animales —contesto.

—¿Qué animales?

—En la nave que vi despegar. La vieja, la del museo. En el cohete que salió después de nosotros. Vi que cargaban animales en él. No muchos. Puede que quince. Con otros tres lóricos. No creo que fueran guardianes. Y algo más, un bulto. Parecía un bebé, pero no lo he visto bien.

—¿Por qué no crees que fueran guardianes?

—Cargaron paquetes en el cohete, unos cincuenta, entre cajas y petates. No utilizaron la telequinesia.

—¿En el cohete del museo?

—Creo que era el museo. Yo estaba dentro de un gran edificio abovedado donde no había más que un cohete. He supuesto que era el museo.

Henri asiente con la cabeza y dice:

—Si esos hombres trabajaban en el museo, debían de ser cêpan.

—Estaban embarcando animales —digo—. Unos animales que podían cambiar de forma.

—Quimeras —apunta Henri.

—¿Qué?

—Quimeras. Unos animales de Lorien que podían cambiar de forma. Se llamaban quimeras.

—¿Eso es lo que era Hadley? —pregunto, recordando la visión que tuve hace unas semanas, en la que jugaba en el jardín de la casa de mis abuelos y un hombre con un traje plateado y azul me levantaba en el aire.

—¿Recuerdas a Hadley? —dice Henri, sonriendo.

Asiento con la cabeza.

—Le vi de la misma forma que vi todo lo demás.

—¿Estás teniendo visiones fuera de los entrenamientos?

—A veces.

—¿Con qué frecuencia?

—Henri, ¿qué más dan las visiones? ¿Por qué estaban cargando animales en un cohete? ¿Qué hacía un bebé con ellos, si es que era un bebé? ¿Adónde fueron? ¿Qué objetivo podían tener?

Henri reflexiona un momento. Desplaza el peso de su cuerpo hacia la pierna derecha, incómodo, y contesta:

—Seguramente, el mismo que nosotros. Piénsalo, John. ¿Cómo si no podría repoblarse Lorien de animales? Ellos también tendrían que viajar a algún tipo de santuario. Todo fue aniquilado. No sólo las personas, sino también los animales, y toda la vida vegetal. A lo mejor el bulto era otro animal, pero más frágil. Tal vez una cría.

—Bueno, ¿y adónde se fueron? ¿Qué otro santuario hay además de la Tierra?

—Creo que se fueron a una de las estaciones espaciales. Un cohete con combustible lórico podría haber llegado hasta allí. Tal vez pensaron que la invasión sería algo fugaz, y que podrían esperar allí a que terminara. Podrían vivir en una estación espacial mientras les duraran las provisiones.

—¿Hay estaciones espaciales cerca de Lorien?

—Sí, hay dos. Mejor dicho, había dos. Me consta que la mayor de ellas fue destruida en el momento de la invasión. Perdimos contacto con ella menos de dos minutos después de que cayera la primera bomba.

—¿Por qué no lo mencionaste antes, cuando te conté lo del cohete?

—Supuse que estaría vacío, que lo lanzaron como señuelo. Además, creo que, si una de las estaciones espaciales fue destruida, la otra también. Su viaje, por desgracia, fue probablemente en vano, fuera cual fuera su objetivo.

—Pero ¿y si volvieron cuando se agotaron las provisiones? ¿Crees que podrían haber sobrevivido en Lorien? —pregunto con desesperación en la voz, aunque ya conozco la respuesta. Sé lo que dirá Henri, pero lo pregunto de todos modos para poder albergar algún tipo de esperanza de que no estamos solos en medio de todo esto. De que, en algún lugar lejano, hay otros como nosotros, esperando, observando el planeta para poder regresar también algún día, y así no estaríamos solos cuando volviéramos.

—No. Ahora ya no hay agua allí. Lo has visto tú mismo. Nada más que un desierto sin vida. Y nada puede sobrevivir sin agua.

Suspiro y me dejo resbalar hasta quedar de nuevo tumbado sobre la cama. Dejo caer la cabeza sobre la almohada. ¿Para qué discutir? Henri tiene razón, y lo sé. Yo mismo lo he visto. Si hay que dar crédito a las esferas que sacó del Cofre, Lorien no es más que un desierto, un vertedero. El planeta todavía vive, pero en la superficie no hay nada. No hay agua. No hay plantas. No hay vida. No hay nada aparte de tierra, rocas y las ruinas de una civilización que existió en otro tiempo.

—¿Has visto algo más? —pregunta Henri.

—Nos he visto a nosotros mismos el día que nos fuimos. A todos nosotros, en la nave espacial, justo antes de despegar.

—Fue un día muy triste.

Asiento. Henri se cruza de brazos y mira por la ventana, sumido en sus pensamientos. Hago una profunda inspiración.

—¿Dónde estaba tu familia cuando pasó todo esto? —le pregunto.

Mis luces llevan al menos dos o tres minutos apagadas, pero puedo ver el blanco de los ojos de Henri mirándome fijamente.

—No estaban conmigo, ese día no.

Ambos nos quedamos un rato en silencio, y entonces Henri desplaza de nuevo el peso de su cuerpo.

—Bueno, será mejor que vuelva a la cama —dice, poniendo punto y final a la conversación—. Duerme un poco más.

Cuando se va, me quedo tumbado en la cama pensando en los animales, en el cohete, en la familia de Henri, en que estoy convencido de que no tuvo la oportunidad de despedirse de ella. Sé que ya no podré volver a dormirme. Nunca lo consigo cuando me han asaltado las imágenes, cuando percibo la tristeza de Henri. Debe de ser un pensamiento constante en su cabeza, como lo sería para cualquiera que se hubiese ido en las mismas circunstancias, dejando atrás el único hogar que ha conocido, sabiendo en todo momento que nunca volverá a ver a sus seres queridos.

Cojo el teléfono móvil y escribo un mensaje para Sarah. Siempre le mando uno cuando no puedo dormir, y ella hace lo mismo en la situación inversa. Después, hablamos hasta que nos agotamos. Esta vez, me llama veinte segundos después de que yo haya pulsado el botón de enviar.

—Hola —contesto.

—¿No puedes dormir?

—No.

—¿Qué te pasa? —me pregunta, y bosteza al otro lado de la línea.

—Te echaba de menos, nada más. Llevo como una hora tumbado en la cama y mirando al techo.

—Qué tonto eres. Me has visto hace seis horas o así.

—Ojalá estuvieras conmigo ahora —le digo, y ella deja escapar un gemido. Puedo oír su sonrisa en la oscuridad. Giro a un lado y sujeto el teléfono entre la oreja y la almohada.

—Bueno, a mí también me gustaría estar contigo ahora.

Pasamos veinte minutos hablando. Durante la segunda mitad de la llamada, nos quedamos tumbados, escuchando la respiración del otro sin más. Me siento mejor después de haber hablado con Sarah, pero después todavía me cuesta más quedarme dormido.