CAPÍTULO VEINTIDÓS
EL INVIERNO LLEGA PRONTO Y CON FUERZA en Paradise, Ohio. Primero con viento, luego con frío y después con nieve. Todo empieza con ligeros copos, seguidos de una ventisca que barre el terreno y lo cubre de nieve. Tan constante como el ulular del viento es el chirrido de los quitanieves, que van dejando una capa de sal allá por donde pasan. Las clases se cancelan durante dos días. La nieve acumulada junto a las carreteras pasa del blanco a un negro sucio, y finalmente se funde formando charcos permanentes de fango helado que se resiste a secarse. Henri y yo dedicamos todo nuestro tiempo libre a los entrenamientos, dentro y fuera de casa. Ahora puedo hacer malabarismos con tres pelotas a la vez, lo que significa que soy capaz de levantar más de una cosa a la vez. Hemos pasado a objetos más grandes y pesados: la mesa de la cocina, la turbina quitanieves que Henri compró la semana pasada y nuestra nueva camioneta, que es casi idéntica a la de antes y a millones de otras camionetas de los Estados Unidos. Si puedo levantar un objeto físicamente, con mi cuerpo, entonces puedo hacerlo también con mi mente. Henri está convencido de que la fuerza de mi mente acabará superando a la de mi cuerpo.
En el patio trasero, los árboles hacen guardia a nuestro alrededor, con sus ramas heladas parecidas a figuras de cristal hueco, cubiertas todas ellas por un par de centímetros de un fino polvo blanco. La nieve nos llega hasta las rodillas, excepto en la pequeña sección que Henri ha despejado. Bernie Kosar nos observa sentado en el porche trasero. Incluso él prefiere tener el menor contacto posible con la nieve.
—¿Estás seguro de esto? —pregunto.
—Tienes que ir habituándote —contesta Henri. Detrás de él, observando con morbosa curiosidad, está Sam. Es la primera vez que presencia mi entrenamiento.
—¿Cuánto rato estará ardiendo? —digo.
—No lo sé.
Llevo puesta una ropa muy inflamable compuesta principalmente de fibras naturales empapadas en grasas diversas, algunas de ellas de combustión lenta y otras menos lentas. Tengo ganas de que arda con tal de eliminar esos olores, que me están haciendo lagrimear. Inspiro profundamente.
—¿Estás preparado? —me pregunta Henri.
—Tanto como pueda estarlo.
—No respires. No eres inmune al humo y a los gases, y tus órganos internos se quemarían.
—Esto me parece una locura.
—Forma parte de tu adiestramiento. Concentración bajo presión. Debes aprender a hacer otras cosas mientras las llamas te envuelven.
—Pero ¿por qué?
—Porque, cuando llegue la hora de combatir, nos van a superar en número de forma abrumadora. El fuego será uno de tus grandes aliados en la batalla. Debes aprender a combatir mientras ardes.
—Uj.
—Si te agobias, lánzate sobre la nieve y revuélcate en ella.
Miro a Sam, que tiene una gran sonrisa cruzándole la cara. Lleva un aparatoso extintor rojo en las manos, por si acabamos necesitándolo.
—De acuerdo —respondo.
Todos guardamos silencio mientras Henri manipula las cerillas.
—Con esa ropa pareces el Abominable Hombre de las Nieves —comenta Sam.
—No me fastidies —le contesto.
—Allá vamos —dice Henri.
Tomo una profunda bocanada de aire justo antes de que me acerque la cerilla a la ropa. El fuego recorre todo mi cuerpo. No me resulta natural mantener los ojos abiertos, pero lo hago. Levanto la vista. Las llamas se elevan más de dos metros por encima de mí. El mundo entero está envuelto en tonos anaranjados, rojos y amarillos que danzan hasta donde alcanza mi vista. Puedo sentir el calor, pero de forma leve, como se sienten los rayos del sol en un día de verano. Nada más que eso.
—¡Ya! —grita Henri.
Extiendo los brazos a ambos lados, con los ojos abiertos de par en par y la respiración contenida. Siento como si estuviera flotando. Me adentro en la profunda nieve, que empieza a sisear y a derretirse bajo mis pies, a la vez que se alza una ligera nube de vapor tras mis pasos. Extiendo la mano derecha hacia delante y levanto un bloque de hormigón ligero, que me parece más pesado de lo habitual. ¿Es porque no respiro? ¿Es la tensión creada por el fuego?
—¡No pierdas el tiempo! —grita Henri.
Arrojo el bloque tan fuerte como puedo contra un árbol muerto, que está a quince metros de distancia. La fuerza del impacto deja una muesca en la madera, y el bloque se rompe en un millón de pedacitos. Entonces, levanto tres pelotas de tenis empapadas en gasolina. Hago malabarismos con ellas cruzándolas en el aire, una sobre la otra, y prenden fuego al acercarse a mi cuerpo. Sigo haciendo malabarismos con ellas, y al mismo tiempo levanto un largo y fino palo de escoba. Cierro los ojos. Mi cuerpo está caliente. Me pregunto si estará sudando. Si es así, el sudor debe de evaporarse en cuanto aflora a la superficie de la piel.
Aprieto los dientes, abro los ojos, impulso el cuerpo hacia delante y dirijo todos mis poderes al centro mismo del palo, que explota proyectando pequeñas astillas en todas direcciones. No dejo que ninguna de ellas caiga al suelo, sino que las mantengo suspendidas, y su conjunto parece una nube de polvo flotando en el aire. Las atraigo hacia mí y las dejo arder. La madera crepita entre llamas que oscilan y zumban. Las obligo a concentrarse en una lanza de fuego muy compacta que parece haber surgido directamente de las profundidades del infierno.
—¡Perfecto! —celebra Henri.
Ha transcurrido un minuto. Los pulmones empiezan a arderme a causa del fuego, de la respiración que sigo aguantando. Pongo todo lo que tengo en la lanza y la arrojo tan fuerte que atraviesa el aire como una bala hasta alcanzar el árbol. Centenares de pequeños fuegos se extienden por las inmediaciones y se extinguen casi al instante. Había esperado que la madera muerta se incendiara, pero no ha sido así. También he dejado caer las pelotas de tenis, que chisporrotean en la nieve, dos metros más allá.
—Olvídate de las pelotas —grita Henri—. El árbol. Ve a por él.
El árbol muerto tiene un aspecto fantasmagórico, con la silueta de sus ramas artríticas recortadas contra el telón blanco que tiene detrás. Cierro los ojos. No podré contener la respiración mucho más. La impotencia y la ira empiezan a acumularse, alimentadas por el fuego y la incomodidad de la ropa, y por las tareas que quedan por cumplir. Me centro en la rama más grande e intento separarla del árbol, pero no se rompe. Aprieto los dientes y arrugo la frente hasta que finalmente un fuerte chasquido resuena en el aire como un disparo de escopeta, y la rama sale volando hacia mí. La atrapo con las manos y la sujeto por encima de mi cabeza. «Que arda», pienso. Debe de tener más de cinco metros de largo. Cuando al fin prende fuego, la levanto en el aire diez o quince metros por encima de mí y, sin tocarla, la clavo directamente en el suelo a modo de reafirmación, como haría un espadachín de antaño en la cumbre de una colina después de haber ganado la guerra. La rama, humeante, se tambalea adelante y atrás, con las llamas bailando a lo largo de su mitad superior. Abro la boca e inspiro instintivamente, y el fuego se precipita hacia mi interior; una instantánea quemazón recorre todo mi cuerpo. La impresión y el dolor son tan intensos que no sé qué hacer.
—¡La nieve! ¡La nieve! —aúlla Henri.
Me zambullo de cabeza y empiezo a revolcarme sobre la nieve. No dejo de rodar aunque el fuego se extingue casi al momento, y no oigo más que el sisear de la nieve al contacto con mi ropa destrozada mientras desprendo volutas de vapor y humo. Finalmente, Sam retira el seguro del extintor y descarga sobre mí un polvo espeso que me dificulta aún más la respiración.
—¡No! —grito.
Sam cesa de inmediato. Me quedo tumbado, intentando recuperar el aliento, pero cada inspiración me provoca un gran dolor en los pulmones que se propaga por todo mi cuerpo.
—Mierda, John. No tenías que haber respirado —me dice Henri, plantándose a mi lado.
—No he podido evitarlo.
—¿Estás bien? —pregunta Sam.
—Me queman los pulmones.
Lo veo todo borroso, pero enseguida el mundo recupera nitidez. Tumbado en la nieve, miro los finos copos que caen lentamente hacia nosotros desde el plomizo cielo gris.
—¿Qué tal lo he hecho?
—No está mal, para ser tu primer intento.
—Vamos a repetirlo, ¿verdad?
—A su momento, sí.
—Ha sido alucinante —comenta Sam.
Suspiro, y después tomo una profunda y dolorosa bocanada de aire.
—Ha sido deprimente.
—Ha sido un buen comienzo —me corrige Henri—. No puedes esperar que te salga todo a la primera.
Asiento, todavía tumbado en el suelo. Me quedo así un minuto o dos, hasta que Henri tiende una mano hacia mí y me ayuda a levantarme, poniendo punto final al entrenamiento por hoy.
Dos días después, me despierto en plena noche, cuando el reloj marca las 2.57. Oigo a Henri trabajando en la mesa de la cocina. Salgo arrastrándome de la cama y me meto en la cocina. Está inclinado sobre un documento con sus gafas bifocales, y sujeta una especie de sello con unas pinzas. Levanta la vista hacia mí.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunto.
—Creando documentos para ti.
—¿Para qué?
—He pensado en el hecho de que Sam y tú condujerais para ir a buscarme. Me parece imprudente seguir utilizando tu verdadera edad cuando podríamos cambiarla para ajustarla a nuestras necesidades.
Cojo un certificado de nacimiento que ya ha terminado. El nombre que consta es James Hughes. La fecha de nacimiento indica que soy un año mayor. Tendría dieciséis años, la edad legal para conducir. Después, me acerco a él para mirar el documento que está creando. En él figura el nombre de Jobie Frey, de dieciocho años, mayor de edad.
—¿Por qué no se nos ocurrió hacer esto antes? —pregunto.
—No teníamos motivos para hacerlo.
Hay una serie de papeles de diferentes tamaños, formas y grosores desperdigados por la mesa, en cuyo extremo hay una gran impresora. También hay frascos de tinta, sellos de goma, sellos de notaría, placas de metal de algún tipo y diversas herramientas que parecen sacadas de la consulta de un dentista. El proceso de creación de documentos siempre me ha resultado muy ajeno.
—¿Voy a cambiar de edad ahora?
Henri niega con la cabeza, diciendo:
—Es demasiado tarde para cambiar tu edad en Paradise. Estos documentos son más que nada para el futuro. Nunca se sabe si sucederá algo que te obligue a utilizarlos.
La idea de tener que mudarme en un futuro me da náuseas. Preferiría quedarme siempre con quince años, sin poder conducir, que trasladarme a otro sitio.
Sarah regresa de Colorado una semana antes de Navidad. Llevo ocho días sin verla, pero parece que haya sido un mes. La furgoneta deja a todas las chicas delante del instituto, y una de sus amigas la lleva en coche directamente a mi casa sin pasar antes por la de Sarah. Cuando oigo los neumáticos acercándose por el camino de entrada, salgo a recibirla con un abrazo y un beso, y entonces la levanto del suelo y la hago girar en el aire. Lleva diez horas viajando en avión y por carretera, va sin maquillar y lleva pantalones de deporte y el pelo atado en una coleta, y aun así es la chica más guapa que haya visto nunca, y no quiero soltarla. Nos miramos fijamente a los ojos a la luz de la luna, y ninguno de los dos es capaz de dejar de sonreír.
—¿Me has echado de menos? —pregunta.
—Cada segundo de cada día.
—Yo también te he echado de menos —dice, dándome un beso en la punta de la nariz.
—Entonces, ¿los animales ya vuelven a tener un refugio?
—¡Ay, John, ha sido alucinante! Ojalá hubieras estado allí. Debía de haber como treinta personas trabajando constantemente, a cualquier hora del día. El refugio se construyó muy rápido, y es mucho más bonito que antes. Hemos montado un árbol para gatos en una de las esquinas, y te juro que, siempre que estábamos allí, había gatos jugando en él.
—Suena todo genial —sonrío—. A mí también me habría gustado estar allí.
Cojo su equipaje y entramos juntos en la casa.
—¿Dónde está Henri? —me pregunta.
—Está comprando. Ha salido hace unos diez minutos.
Sarah atraviesa el salón y deja el abrigo en el respaldo de una silla mientras se dirige a mi habitación. Luego, se sienta en el borde de mi cama y se quita los zapatos.
—¿Qué podríamos hacer? —dice.
Me quedo delante de ella, observándola. Lleva una sudadera roja con capucha que se abrocha por delante con cremallera. Está medio bajada. Me sonríe, dirigiéndome una caída de ojos.
—Ven aquí —me dice, extendiendo la mano hacia mí.
Me acerco, y ella toma mi mano en la suya. Alza la vista hacia mí, y pestañea por la luz de la lámpara que tenemos encima. Chasqueo los dedos de la mano que tengo libre, y la luz se apaga.
—¿Cómo has hecho eso?
—Magia —contesto, y me siento a su lado.
Sarah se recoge detrás de la oreja unos mechones de pelo sueltos, y entonces se arrima a mí y me da un beso en la mejilla. Después, me acaricia la barbilla y acerca mi cara a la suya para darme otro beso, suave, delicado. Mi cuerpo entero reacciona con un cosquilleo. Ella se separa un poco, con la mano todavía sobre mi mejilla, y repasa la línea de mis cejas con el pulgar.
—Te he echado de menos de verdad —dice.
—Yo también.
Un silencio se hace entre nosotros. Sarah se muerde el labio inferior.
—Me moría de ganas de llegar —prosigue—. Durante todo el tiempo que he estado en Colorado, no podía pensar más que en ti. Hasta cuando jugaba con los animales, deseaba que tú también estuvieras allí para jugar con ellos. Y, cuando por fin nos hemos ido esta mañana, todo el viaje ha sido como una tortura, aunque cada kilómetro que recorríamos me acercaba más a ti.
Ella sonríe, sobre todo con los ojos, y sus labios forman una fina luna creciente que mantiene sus dientes ocultos. Me da otro beso, un beso lento y largo que precede otros besos. Los dos estamos sentados en el borde de la cama, ella con la mano en un lado de mi cara, yo con la mía en su cintura. Noto sus finos contornos bajo la punta de mis dedos, el sabor a frutas de su brillo de labios. La acerco más a mí. Siento la necesidad de estar todavía más cerca de ella, aunque nuestros cuerpos están apretados el uno contra el otro. Mi mano sube por su espalda, palpando la suave porcelana de su piel. Ella pasa los dedos por mi pelo, y la respiración de los dos se agita. Caemos sobre la cama, de lado. Cerramos los ojos, pero yo los abro de vez en cuando para poder verla. La habitación está a oscuras, aparte de la luz de la luna que entra por las ventanas. Me descubre observándola y dejamos de besarnos. Apoya su frente en la mía y me mira fijamente.
Después, apoya la mano en mi nuca para acercarme a ella, y de pronto estamos besándonos otra vez. Cada uno envolviendo al otro. Entrelazados. Con los brazos estrechando al otro. Mi mente se libera de cada azote que suele asaltarme, de todo pensamiento sobre otros planetas, sobre el asedio y la persecución de los mogadorianos. Sólo estamos Sarah y yo en la cama, besándonos, sumergiéndonos el uno en el otro. Nada más importa en el mundo.
De repente, la puerta del salón se abre. Los dos nos sobresaltamos.
—Henri está en casa —anuncio.
Nos levantamos y nos apresuramos a alisarnos las arrugas de la ropa, sonriendo, con un secreto compartido que nos provoca una risa tonta mientras salimos de la habitación, cogidos de la mano. Henri está colocando una bolsa de supermercado sobre la encimera de la mesa.
—Hola, Henri —le saluda Sarah.
Él le dirige una sonrisa. Ella suelta mi mano, se acerca a él y le da un abrazo, y después empiezan a hablar del viaje a Colorado. Salgo fuera para coger el resto de la compra. Respiro profundamente el aire frío e intento liberar de mis brazos y piernas la tensión de lo que acaba de ocurrir y del disgusto de que Henri llegara a casa en ese momento. Mi respiración todavía está agitada mientras cojo el resto de las bolsas y las meto en la casa. Sarah está hablando a Henri de los gatos que había en el refugio.
—¿Y por qué no nos has traído ninguno?
—Henri, sabes que me habría encantado traeros uno si me lo hubierais dicho —dice Sarah, con los brazos cruzados sobre su pecho y con la cadera echada a un lado.
—No lo dudo —le contesta él, sonriendo.
Mientras Henri guarda la compra, Sarah y yo salimos a pasear un poco al gélido aire de la noche antes de que llegue su madre para llevarla a su casa. Bernie Kosar nos acompaña, corriendo delante de nosotros. Sarah y yo, cogidos de la mano, paseamos por el jardín, bajo una temperatura apenas superior al cero. El suelo está mojado y fangoso por la nieve derretida. Bernie Kosar desaparece entre los árboles y un momento después vuelve a salir, con la mitad inferior muy sucia.
—¿A qué hora viene tu madre? —pregunto.
—Dentro de veinte minutos —contesta ella, mirando su reloj.
Asiento, y le digo:
—Me alegro muchísimo de que estés de vuelta.
—Yo también.
Nos acercamos al linde del bosque, pero está demasiado oscuro para entrar. En lugar de eso, recorremos el perímetro del jardín, con las manos entrelazadas, parándonos de vez en cuando para besarnos con la luna y las estrellas como testigos. Ninguno de los dos comenta lo que acaba de ocurrir, pero no hay duda de que los dos lo tenemos en la cabeza. Después de dar la primera vuelta al jardín, la madre de Sarah se detiene en el camino de entrada. Llega diez minutos antes de tiempo. Sarah corre hacia ella y la abraza. Yo entro en la casa y cojo su equipaje. Después de despedirnos, camino hasta la carretera y observo las luces traseras desapareciendo a lo lejos. Me quedo un rato allí de pie. Cuando Bernie Kosar y yo volvemos a entrar en la casa, Henri está preparando la cena. Baño al perro y, cuando termino, la cena está lista.
Nos sentamos a la mesa, sin cruzar palabra. No puedo dejar de pensar en Sarah mientras miro el plato con la vista perdida. No tengo hambre, pero intento obligarme a tragar la comida de todos modos. Consigo dar unos bocados, tras los cuales separo el plato de delante de mí y me quedo sentado en silencio.
—¿Me lo vas a contar? —pregunta Henri.
—¿Contarte qué?
—Lo que estás pensando.
Me encojo de hombros.
—No lo sé.
Él asiente y sigue comiendo. Cierro los ojos. Todavía huelo a Sarah en el cuello de la camisa, y siento su mano en mi mejilla. Sus labios en los míos, la textura de su pelo al acariciarlo. No puedo pensar en otra cosa que en lo que estará haciendo, y en cómo me gustaría que estuviera aún conmigo.
—¿Tú crees que es posible que nos quieran? —pregunto al fin.
—¿De quiénes hablas?
—De los seres humanos. ¿Crees que pueden querernos, pero querernos de verdad?
—Creo que pueden querernos del mismo modo que se quieren unos a otros, sobre todo si no saben lo que somos, pero no creo que se pueda amar a un ser humano del mismo modo que se ama a un lórico —responde.
—¿Por qué?
—Porque, en el fondo, somos distintos de ellos. Y amamos de distinta forma. Uno de los dones que nos dio nuestro planeta es el de amar completamente. Sin celos, sin inseguridades, sin miedos. Sin egoísmo. Sin ira. Puede que albergues sentimientos profundos hacia Sarah, pero no es lo que sentirías por una chica lórica.
—No es que haya muchas chicas lóricas por los alrededores.
—Precisamente por eso deberías andar con cuidado con Sarah. Llegará un momento, si sobrevivimos hasta entonces, en que necesitaremos regenerar nuestra raza y repoblar Lorien. Naturalmente, todavía queda mucho para que tengas que preocuparte por eso, pero yo no contaría con que Sarah llegue a ser tu pareja.
—¿Qué pasaría si intentáramos tener hijos con seres humanos?
—Ha ocurrido ya muchas veces. Por lo general, eso da lugar a un ser humano excepcional, a alguien muy dotado. Algunas de las mayores figuras de la historia de la Tierra eran producto de un ser humano y un lórico, como Buda, Aristóteles, Julio César, Alejandro Magno, Gengis Kan, Leonardo da Vinci, Isaac Newton, Thomas Jefferson y Albert Einstein. Muchos de los dioses de la Grecia antigua, a los que mucha gente considera mitos, eran en realidad hijos de seres humanos y lóricos, sobre todo porque en esos tiempos estábamos en este planeta con mucha más frecuencia, y los ayudábamos a desarrollar las civilizaciones. Afrodita, Apolo, Hermes y Zeus existieron todos de verdad, y tuvieron un padre o una madre lóricos.
—Entonces, es posible.
—Era posible. En nuestra situación actual, sería poco práctico, por no decir temerario. De hecho, aunque no sé cuál es, qué número es, ni tengo ni idea de dónde está, uno de los niños que vinieron a la Tierra con nosotros era la hija de los mejores amigos de tus padres. Solían decir en broma que el destino quería que los dos terminarais juntos. Quién sabe, es posible que tuvieran razón.
—Entonces, ¿qué hago?
—Aprovecha el tiempo que pases con Sarah, pero no te encariñes demasiado con ella, y no dejes que ella se encariñe demasiado contigo.
—¿Lo dices de verdad?
—De verdad, John. Si tienes que creerte algo de lo que yo te diga, que sea esto.
—Me creo todo lo que dices, aunque no siempre quiera.
—Así me gusta —dice Henri, lanzándome un guiño.
Me meto en mi habitación y llamo a Sarah. Pienso en lo que me ha dicho Henri antes de hacerlo, pero no puedo evitarlo. Me he encariñado mucho con ella. Creo que estoy enamorado. Hablamos dos horas enteras. Ya es medianoche cuando terminamos la llamada. Después, me tumbo en la cama sonriendo en la oscuridad.