CAPÍTULO VEINTIUNO
TODO EMPIEZA A TRANSCURRIR A CÁMARA lenta. Veo a otra persona en lo alto de la escalera. Sam suelta un gritito de sorpresa y me vuelvo hacia él, mientras el silencio invade mis oídos con el zumbido discordante que acompaña el movimiento ralentizado. El hombre que está detrás de él le da un fuerte empujón que le proyecta por los aires directamente hacia el pie de la escalera, donde le espera el duro suelo de cemento. Le veo atravesar el aire, agitando los brazos con una expresión aterrorizada en su rostro lleno de angustia. Sin tiempo para pensar, mi instinto toma el mando: levanto las manos en el último segundo y le atrapo cuando su cabeza está a medio palmo del cemento. Después, le deposito suavemente en el suelo del sótano.
—Mierda —dice Henri.
Sam se incorpora y retrocede como un cangrejo hasta llegar a la pared de bloques de hormigón. Con los ojos como platos, mira fijamente los escalones y mueve la boca sin articular palabra. La figura que le ha empujado está de pie en lo alto de la escalera, intentando comprender, al igual que Sam, lo que acaba de ocurrir. Debe de ser el tercero de los hombres.
—Sam, he intentado… —empiezo a decir.
El hombre que está en lo alto de la escalera da media vuelta y hace ademán de escapar corriendo, pero le obligo a bajar dos de los escalones. Sam observa al hombre atrapado por una fuerza invisible, y después mira el brazo que tengo extendido hacia él. Está mudo de asombro.
Cojo la cinta de embalar, levanto al hombre en el aire y le llevo hasta la buhardilla, manteniéndole suspendido en todo momento. Me lanza palabrotas a gritos mientras le ato a una silla con la cinta, pero no oigo ninguna de ellas porque mi mente se ha disparado en busca de la explicación que daré a Sam sobre lo que acaba de suceder.
—Cállate —ordeno al hombre, pero él suelta otra ristra de maldiciones.
Decido que ya he tenido bastante, así que le tapo la boca con cinta y bajo al sótano de nuevo. Henri está de pie junto a Sam, que sigue en el suelo, con la misma mirada perdida en la cara.
—No entiendo nada —dice—. ¿Qué ha pasado?
Henri y yo intercambiamos una mirada. Me encojo de hombros a modo de respuesta.
—Decidme qué está pasando —insiste Sam, suplicándonos con una voz colmada de desesperación por conocer la verdad, por saber que no está loco y que no ha imaginado lo que ha visto.
Henri suspira y menea la cabeza, y entonces dice:
—¿Para qué empeñarse?
—¿Empeñarse en qué? —pregunto.
En lugar de responderme, dirige su atención a Sam. Aprieta los labios, mira al hombre que está desplomado en la silla para asegurarse de que sigue sin sentido, y después a Sam.
—No somos quienes crees —dice, y se interrumpe.
Sam sigue en silencio, mirando fijamente a Henri. No sé leer su expresión, y tampoco tengo ni idea de lo que Henri está a punto de decirle, si elaborará otra vez una intrincada historia o si, por esta vez, le contará la verdad. Es esta última opción la que verdaderamente estoy deseando. Me mira y muestro mi aprobación con un asentimiento de cabeza.
—Llegamos a la Tierra hace diez años, de un planeta llamado Lorien —sigue diciendo Henri—. Vinimos porque fue destruido por los habitantes de otro planeta llamado Mogador. Arrasaron Lorien en busca de sus recursos porque habían convertido su planeta en una cloaca. Vinimos a escondernos hasta poder regresar a Lorien, cosa que algún día haremos, pero los mogadorianos nos siguieron. Quieren cazaros uno a uno. Y creo que también están aquí para invadir la Tierra, y por eso he venido hoy a esta casa, para investigar un poco más.
Sam no responde. Si hubiera sido yo quien le hubiera contado todo esto, estoy seguro de que no me habría creído, de que se habría enfadado, pero es Henri quien se lo ha contado, y en él hay una innegable integridad que siempre he sentido, y no me cabe duda de que Sam también la percibe. Dirige la mirada hacia mí y me dice:
—Yo tenía razón: eres un alienígena. No bromeabas cuando lo confesaste.
—Sí, tenías razón.
—¿Y esas historias que me contó en Halloween? —pregunta, dirigiéndose a Henri.
—No. No eran más que eso, historias ridículas que me arrancaban una sonrisa cuando me topaba con ellas en Internet, nada más. Pero lo que te he dicho ahora es la pura verdad.
—Vaya… —dice Sam, y su voz se apaga, en busca de palabras—. ¿Y qué es lo que ha pasado justo ahora?
—John está en proceso de desarrollar ciertos poderes —contesta Henri, señalándome con la cabeza—. La telequinesia es uno de ellos. Cuando te empujaron, John te salvó.
Sam sonríe a mi lado, sin apartar la vista de mí. Cuando le miro, asiente con la cabeza.
—Sabía que eras diferente —me dice.
—Ni que decir tiene que no podrás contar ni una palabra de esto —dice Henri a Sam, y entonces se vuelve hacia mí—. Necesitamos información, pero tenemos que irnos de aquí pronto. Puede que estén cerca.
—Los tíos de arriba deben de estar conscientes.
—Pues vamos a hablar con ellos.
Henri se acerca al arma que hay tirada en el suelo, la recoge y tira del cargador. Está lleno. Saca todas las balas, las deja encima de un estante cercano, y después vuelve a meter el cargador con un golpe seco y se mete la pistola en la cintura de los vaqueros. Ayudo a Sam a ponerse en pie y todos subimos a la buhardilla. El hombre al que he transportado con mi telequinesia sigue forcejeando. El otro está quieto en la silla. Henri se acerca a él y le dice:
—Estabas avisado.
El hombre asiente.
—Y ahora vas a hablar —prosigue Henri, tirando de la cinta que tapa la boca del hombre—. Si no lo haces… —Da un tirón al cargador de la pistola y apunta hacia el pecho del hombre—. ¿Quién os ha visitado?
—Eran tres.
—Nosotros también somos tres. ¿Qué más da? Sigue hablando.
—Me dijeron que, si veníais y os contaba algo, me matarían —contesta el hombre—. No te diré nada más.
Henri le toca la frente con el cañón de la pistola. Por algún motivo, eso me incomoda. Levanto el brazo y empujo el arma hacia abajo para que apunte al suelo. Henri me mira con curiosidad.
—Hay otros modos —digo.
Henri se encoge de hombros y guarda la pistola.
—Todo tuyo —me dice.
Me quedo a metro y medio de distancia del hombre, que me mira con temor. Es pesado, pero habiendo atrapado a Sam en el aire, sé que puedo levantar al hombre. Extiendo los brazos, con el cuerpo tensándose por la concentración. Al principio no ocurre nada, pero después empieza a levantarse del suelo, muy despacio. Él forcejea, pero está atado a la silla con cinta de embalar y no puede hacer nada. Me concentro con todo mi ser, aunque dentro de mi campo visual puedo ver que Henri sonríe con orgullo, y Sam también. Ayer era incapaz de mover una pelota de tenis; ahora puedo levantar una silla con un hombre de noventa kilos sentado en ella. Mi poder se ha desarrollado con una increíble rapidez.
Cuando le he levantado a la altura de mi cara, doy la vuelta a la silla de forma que el hombre se queda colgado cabeza abajo.
—¡Por favor! —grita.
—Di lo que sabes.
—¡No! —grita—. Me dijeron que me matarían.
Suelto la silla, que empieza a caer. El hombre grita, pero le sujeto antes de que toque el suelo. Vuelvo a subirle.
—¡Eran tres! —grita de forma atropellada—. Aparecieron el día que enviamos las revistas. Se presentaron esa misma noche.
—¿Qué aspecto tenían? —pregunta Henri.
—Como de fantasmas. Eran muy pálidos, casi albinos. Llevaban gafas de sol, pero cuando nos negamos a hablar, uno de ellos se las quitó. Tenían los ojos rojos y los dientes puntiagudos, pero no parecían naturales como los de un animal. Daban la impresión de estar partidos y después limados. Todos iban con gabardinas largas y sombreros, como salidos de una película de espías o una mierda por el estilo. ¿Satisfechos ya?
—¿Para qué vinieron?
—Querían saber cuál era la fuente de nuestro artículo. Se lo dijimos. Llamó un hombre diciendo que tenía una exclusiva para nosotros, y se puso a hablar sin parar sobre un grupo de alienígenas que querían destruir nuestra civilización. Pero llamó el día que imprimíamos, así que, en lugar de escribir un reportaje completo, metimos un pequeño gancho anunciando que habría más al mes siguiente. El hombre hablaba tan rápido que casi no entendíamos lo que decía. Pensábamos llamarle por la noche, pero ya no pudimos, porque los mogadorianos se presentaron antes.
—¿Cómo sabes que eran mogadorianos?
—¿Qué demonios podían ser si no? Escribimos un artículo sobre la raza alienígena de los mogadorianos y, como por arte de magia, el mismo día llama a nuestra puerta un terceto de alienígenas que quiere saber de dónde sacamos la noticia. No hay que ser un genio para deducirlo.
El hombre pesa mucho, y tengo que esforzarme para sujetarle. Tengo la frente perlada de sudor, y me cuesta respirar. Le pongo derecho y empiezo a bajarle. Cuando está a un palmo de altura, le dejo caer hasta abajo y suelta un resoplido al tocar el suelo. Me inclino con las manos en las rodillas para recuperar el aliento.
—¿De qué vas? He contestado a todas vuestras preguntas —protesta.
—Lo siento —le digo—. Pesas demasiado.
—¿Y esa fue la única vez que vinieron? —pregunta Henri.
El hombre niega con la cabeza.
—Volvieron otra vez.
—¿Para qué?
—Para asegurarse de que no publicaríamos nada más. No creo que se fiaran de nosotros, pero el hombre que nos llamó ya no volvió a contestar al teléfono, así que tampoco teníamos más material que publicar.
—¿Y qué le pasó?
—¿Tú qué crees que le pasó? —replica el hombre.
Henri asiente y sigue interrogándole.
—Entonces, ¿ellos sabían dónde vivía?
—Tenían el número de teléfono al que pensábamos llamarle. Estoy seguro que lo habrán averiguado a partir de ahí.
—¿Os amenazaron?
—Vaya que si nos amenazaron. Destrozaron nuestro estudio. Trastearon con mi mente. No he sido el mismo desde entonces.
—¿Qué hicieron con tu mente?
El hombre cierra los ojos y hace una profunda inspiración.
—Ni siquiera parecían reales —contesta—. Eran tres tíos plantados frente a nosotros, hablándonos con voz profunda y ronca, todos con gabardina, sombrero y gafas de sol, aunque era de noche. Parecía que se hubieran disfrazado para una fiesta de Halloween o algo. Tenían un aspecto ridículo y desfasado, y al verlos me reí de ellos… —dice, y por un momento su voz se apaga—. Pero en el mismo momento en el que me reí, supe que había cometido un error.
—Los otros dos mogadorianos se acercaron a mí sin las gafas de sol —prosigue—. Intenté apartar la vista, pero no pude. ¡Qué ojos! Tuve que mirar, como si algo me arrastrara hacia ellos. Era como ver la muerte. Mi propia muerte, y la muerte de todas las personas que conozco y que quiero. Aquello ya no me parecía nada gracioso. No sólo tenía que presenciar las muertes, sino también sentirlas. La incertidumbre. El dolor. El horror absoluto. Yo ya no estaba en aquella habitación. Y entonces llegaron cosas de las que siempre había tenido miedo de pequeño. Imágenes de animales de peluche que cobraban vida, con dientes afilados en las bocas y cuchillas en las zarpas. Las típicas cosas que dan miedo a los críos. Hombres lobo. Payasos demoníacos. Arañas gigantes. Vi todo eso con los ojos de un niño, y me aterrorizó por completo. Y cada vez que una de esas cosas me mordía, sentía sus dientes desgarrando mi carne, y la sangre brotando de mis heridas. No podía dejar de gritar.
—¿Intentasteis resistiros?
—Tenían dos cosas parecidas a comadrejas, pero más gordas, con unas patas cortas. No eran más grandes que un perro, pero echaban espuma por la boca. Uno de ellos las sujetaba con una correa, pero era evidente que tenían ganas de hincarnos el diente. Dijeron que las soltarían si nos resistíamos. Te lo juro, tío, esas cosas no eran de este mundo. Ojalá hubieran sido perros, porque nos habríamos defendido. Pero creo que esas cosas nos habrían comido enteros a pesar de la diferencia de tamaño. Y no dejaban de tirar de la correa y de gruñir, intentando atacarnos.
—¿Y fue entonces cuando hablasteis?
—Sí.
—¿Cuándo volvieron?
—La noche antes de que saliera el siguiente número de la revista, hace poco más de una semana.
Henri me dirige una mirada de preocupación. Hace sólo una semana, los mogadorianos estaban a cosa de ciento cincuenta kilómetros de nuestra casa. Todavía podrían estar cerca, puede que vigilando las ediciones de la revista. Tal vez por eso Henri ha sentido su presencia últimamente. Sam sigue a mi lado, intentando asimilarlo todo.
—¿Por qué no os mataron como hicieron con vuestra fuente?
—¿Y yo qué sé? A lo mejor porque publicamos un periódico respetable.
—¿Cómo sabía lo de los mogadorianos el hombre que os llamó?
—Dijo que había capturado a uno de ellos y lo había torturado.
—¿Dónde?
—No lo sé. Su teléfono tenía el prefijo de la zona de Columbus. Al norte de aquí. A cien o ciento veinte kilómetros al norte.
—¿Hablaste tú con él?
—Sí. Y no estaba seguro de si estaba loco o no, pero ya nos habían llegado rumores de algo así antes. Se puso a hablar de que querían eliminar nuestra civilización, y a veces hablaba tan rápido que era difícil sacar algo en claro de todo lo que decía. Una cosa que no dejaba de repetir era que habían venido en busca de algo, o de alguien. Después, empezó a soltar un número tras otro.
Abro los ojos de par en par.
—¿Qué números? ¿Qué significaban?
—No tengo ni idea. Ya os he dicho que hablaba tan rápido que a duras penas pude anotarlo todo.
—¿Tomaste nota de lo que decía? —pregunta Henri.
—Pues claro. Somos periodistas —responde, sorprendido—. ¿O creéis que nos inventamos los artículos que escribimos?
—Yo sí —contesta Henri.
—¿Tienes todavía las notas que sacaste? —pregunto.
Él me mira y asiente.
—Os aviso de que no vais a entender nada. La mayor parte de lo que escribí son notas apresuradas sobre su plan de acabar con la humanidad.
—Tengo que verlas —digo, casi gritando—. ¿Dónde? ¿Dónde están?
El hombre señala una mesa que hay apoyada en una de las paredes.
—En el escritorio. En unas notas adhesivas.
Me acerco a la mesa, que está cubierta de papeles, y empiezo a buscar entre las notas adhesivas. Encuentro algunas anotaciones muy dispersas sobre las intenciones mogadorianas de conquistar la Tierra. Nada concreto, sin planes ni detalles, sólo algunas palabras imprecisas:
«Superpoblación»
«Recursos de la Tierra»
«¿Guerra biológica?»
«El planeta Mogador»
Encuentro la nota que estaba buscando. La leo atentamente tres o cuatro veces.
¿PLANETA LORIEN? ¿LOS LÓRICOS?
1-3 MUERTOS
¿4?
7 RASTREADO EN ESPAÑA
9 A LA FUGA EN SA
(¿DE QUÉ ESTÁ HABLANDO? ¿QUÉ TIENEN
QUE VER ESOS NÚMEROS CON UNA INVASIÓN?)
—¿Por qué hay un interrogante en el número 4? —pregunto.
—Porque dijo algo sobre eso pero hablaba demasiado rápido y no lo entendí.
—Será una broma.
Él niega con la cabeza. Suspiro. «Vaya suerte la mía —pienso—. Lo único que hay sobre mí es lo único que no ha apuntado».
—¿Qué significa «SA»? —pregunto.
—Sudamérica.
—¿Dijo en qué parte de Sudamérica?
—No.
Asiento y miro de nuevo el papel. Ojalá hubiera podido oír la conversación, hacer mis propias preguntas. ¿Saben los mogadorianos dónde está Siete? ¿De verdad están siguiéndole? Aun así, el hechizo lórico sigue activo de todos modos. Doblo las notas adhesivas y me las meto en el bolsillo trasero.
—¿Sabes lo que significan los números? —me pregunta el hombre.
—No tengo ni idea —digo, negando con la cabeza.
—No te creo.
—Cállate —dice Sam, y le empuja en la barriga con el extremo más pesado del bate.
—¿Hay algo más que puedas decirme? —pregunto.
El hombre reflexiona un momento, y entonces dice:
—Creo que la luz intensa les molesta. Cuando se quitaban las gafas de sol, parecía que les dolía.
Oímos un ruido abajo. Como si alguien intentara abrir la puerta lentamente. Los tres intercambiamos una mirada. A continuación, me dirijo al hombre atado a la silla.
—¿Quién es? —pregunto en voz baja.
—Ellos.
—¿Qué?
—Dijeron que estarían vigilando. Que sabían que podría venir alguien.
Oímos unos pasos sigilosos en la planta baja.
Henri y Sam se miran aterrorizados.
—¿Por qué no nos lo has dicho?
—Dijeron que me matarían, a mí y a mi familia.
Corro hacia la ventana, miro al patio trasero. Estamos en un primer piso. Hay una distancia de cinco o seis metros hasta el suelo. El patio está cercado por una valla: dos metros y medio de listones de madera. Me acerco rápidamente a la escalera y miro hacia abajo. Veo tres figuras enormes, con largas gabardinas negras, sombreros negros y gafas de sol. Llevan unas largas y relucientes espadas. Huir por la escalera va a ser imposible. Mis legados están fortaleciéndose, pero no tanto como para poder con tres mogadorianos. La única forma de salir es por una de las ventanas o pasando sobre un balconcillo que hay en la parte frontal de la buhardilla. Las ventanas son pequeñas, pero yendo por el patio podríamos escapar sin ser vistos. En cambio, si vamos por el balcón, seguramente quedaremos al descubierto. Oigo unos ruidos procedentes del sótano y a los mogadorianos hablando entre sí en un lenguaje desagradable, gutural. Dos de ellos avanzan hacia el sótano mientras el tercero empieza a andar hacia la escalera que lleva hasta nosotros.
Tengo un segundo o dos para reaccionar. Para salir por una de las ventanas, habrá que romper el cristal. Nuestra única opción son las puertas que llevan al balcón de este piso. Las abro con mi telequinesia. Fuera está oscuro. Oigo pasos acercándose por la escalera. Agarro a Sam y a Henri y me los echo uno encima de cada hombro como si fueran sacos de patatas.
—¿Qué estás haciendo? —susurra Henri.
—Ni yo mismo lo sé —respondo—. Pero espero que funcione.
En el mismo momento en que empiezo a ver el sombrero del primer mogadoriano, corro en dirección a las puertas y, justo antes de llegar al borde del balcón, doy un salto. Salimos disparados hacia el cielo nocturno. Durante dos o tres segundos, estamos atravesando el aire. Veo coches circulando por la calle bajo nosotros, y gente caminando por la acera. No sé dónde vamos a aterrizar, ni si cuando lo hagamos mi cuerpo soportará todo el peso que llevo encima. Cuando alcanzamos el tejado de una casa, al otro lado de la calle, me desplomo, y Sam y Henri caen sobre mí. Me quedo sin aire, y tengo la sensación de haberme roto las piernas. Sam hace ademán de levantarse, pero Henri se lo impide. Me arrastra hasta el extremo opuesto del tejado y me pregunta si puedo utilizar la telequinesia para llevarles a él y a Sam al suelo. Le digo que sí, y lo hago. Una vez están abajo, me dice que salte hasta ellos. Me pongo en pie, sintiéndome las piernas temblorosas y doloridas, y justo antes de saltar, vuelvo la cara hacia el otro lado de la calle y veo a los tres mogadorianos de pie en el porche, con expresión perpleja. Sus espadas resplandecen. Sin un segundo que perder, nos escapamos sin que nos vean.
Nos vamos a la camioneta de Sam. Henri y él tienen que ayudarme a caminar. Bernie está allí, esperándonos. Decidimos dejar atrás la camioneta de Henri porque lo más seguro es que sepan cuál es y la rastreen. Salimos de Athens, y Henri empieza a conducir de vuelta a Paradise, que, tras la noche que hemos tenido, me parece un verdadero paraíso.
Henri se lo cuenta todo a Sam empezando por el principio. No se detiene hasta que llegamos al camino de entrada a nuestra casa. Todavía es de noche. Sam me mira de arriba abajo.
—Increíble —dice, y me sonríe—. Es lo más alucinante que he oído en mi vida.
Le miro, y en su cara veo la confirmación que ha estado buscando toda su vida, la certeza de que el tiempo que ha pasado con la nariz metida en panfletos conspiracionistas, buscando pistas acerca de la desaparición de su padre, no ha sido en vano.
—¿De verdad eres inmune al fuego? —me pregunta.
—Sí.
—Vaya, qué pasada.
—Gracias, Sam.
—¿Y puedes volar? —prosigue. Al principio pienso que está bromeando, pero luego veo que no.
—No, no puedo volar. Soy inmune al fuego y puedo proyectar luces con las manos. Y tengo telequinesia, cosa que no he aprendido a utilizar hasta ayer. En teoría, pronto van a manifestarse más legados. O eso creemos, al menos. Pero no tengo ni idea de cuáles serán hasta que aparezcan.
—Ojalá aprendas a hacerte invisible —apunta Sam.
—Mi abuelo podía. Y también hacía invisible todo lo que tocaba.
—¿En serio?
—Sí —contesto, y Sam se echa a reír.
—Todavía no puedo creerme que pudierais conducir solos hasta Athens —dice Henri—. Sois demasiado. Cuando hemos ido a poner gasolina, he visto que la matrícula lleva cuatro años caducada. No sé ni cómo habéis hecho todo el trayecto sin que os pararan.
—Bueno, a partir de ahora podéis contar conmigo —dice Sam—. Haré lo que haga falta para ayudaros a detenerlos. Sobre todo porque estoy seguro de que son los que se llevaron a mi padre.
—Gracias, Sam —contesta Henri—. Lo más importante que puedes hacer es guardarnos el secreto. Si alguien más lo descubre, podríamos acabar muertos.
—No se preocupe. No se lo diré a nadie. No quiero que John use sus poderes contra mí.
Entre risas, le damos otra vez las gracias a Sam y él se va en la camioneta. Henri y yo entramos en casa. Aunque he dormido durante el camino de vuelta, sigo agotado. Me tumbo en el sofá, y Henri se sienta en una silla delante de mí.
—Sam no dirá nada —le aseguro.
Él no responde, limitándose a mirar al suelo.
—No saben que estamos aquí —sigo diciendo. Él alza la vista hacia mí—. No lo saben —repito—. Si lo supieran, estarían siguiéndonos ya.
Él sigue en silencio. No puedo soportarlo.
—No pienso irme de Ohio sin saber nada seguro —insisto.
Henri se pone en pie, diciendo:
—Me alegro de que hayas hecho un amigo. Y Sarah me cae muy bien. Pero no podemos quedarnos. Voy a empezar a hacer las maletas.
—No.
—Cuando hayamos hecho las maletas, iré al centro y compraré otra camioneta. Tenemos que irnos de aquí. Puede que no nos hayan seguido, pero saben lo a punto que han estado de atraparnos, y que podríamos estar cerca todavía. Creo que es verdad que el hombre que llamó a la revista hizo prisionero a uno de ellos. Es lo que dijo, que capturó a uno y lo torturó hasta que habló, y que después lo mató. No sabemos qué clase de tecnología de rastreo tienen, pero no creo que tarden mucho en encontrarnos. Y, si lo hacen, moriremos. Tus legados están emergiendo, y eres cada vez más fuerte, pero no estás en absoluto preparado para combatirlos.
Dicho esto, se va de la habitación. Me pongo en pie. No quiero irme. Tengo un amigo de verdad por primera vez en mi vida. Un amigo que sabe lo que soy y no tiene miedo, que no piensa que soy un monstruo. Que está dispuesto a luchar a mi lado y a enfrentarse al peligro a mi lado. Y tengo una novia. Una persona que quiere estar conmigo, aunque no sepa toda la verdad sobre mí. Una persona que me hace feliz, una persona por quien lucharía, o por quien correría cualquier peligro para protegerla. No han surgido todavía todos mis legados, pero los que lo han hecho bastan. He podido con tres hombres adultos. No tenían nada que hacer conmigo. Era como pelear con niños. Podía hacerles lo que quisiera. Además, sabemos que los seres humanos también pueden combatir, capturar, dañar y matar mogadorianos. Si ellos pueden, está claro que yo también. No quiero irme. Tengo un amigo y tengo una novia. No pienso irme.
Henri sale de su habitación. Lleva consigo el cofre lórico, nuestra posesión más preciada.
—Henri —le digo.
—¿Sí?
—No nos vamos.
—Sí que nos vamos.
—Vete tú si quieres, pero yo me iré a vivir con Sam. No pienso irme.
—Esa decisión no te corresponde a ti.
—¿Ah, no? Creía que era a mí a quien perseguían. Que era yo el que estaba en peligro. Podrías salir ahora mismo por esa puerta y los mogadorianos nunca irían a buscarte. Podrías vivir una vida provechosa, larga, normal. Podrías hacer lo que quisieras. Pero yo, no. Ellos siempre andarán detrás de mí. Siempre intentarán encontrarme y matarme. Tengo quince años. Ya no soy un niño. Esa decisión me corresponde a mí.
Henri se me queda mirando un minuto entero.
—Buen discurso, pero no va a cambiar nada. Recoge tus cosas. Nos vamos.
Levanto la mano, la apunto hacia él y le levanto del suelo. La sorpresa le deja mudo. Me pongo de pie y le transporto hasta un rincón de la habitación, cerca del techo.
—Vamos a quedarnos —le digo.
—Bájame, John.
—Lo haré cuando digas que nos quedaremos.
—Es demasiado peligroso.
—Eso no lo sabemos. No están en Paradise. Podría ser que no tuvieran ni idea de dónde estamos.
—Bájame.
—No, hasta que digas que nos quedaremos.
—BÁJAME.
No le replico, sino que me limito a sujetarle en el aire. Él se resiste, intenta separarse de la pared y del techo, pero no puede moverse. Mi poder le inmoviliza. Y yo me siento fuerte haciéndolo. Más fuerte de lo que nunca me he sentido en mi vida. No pienso irme. No pienso huir. Me gusta la vida que tengo en Paradise. Me gusta tener un amigo de verdad, y quiero a mi novia. Estoy dispuesto a luchar por lo que quiero, sea contra los mogadorianos o contra Henri.
—Sabes que no vas a bajar hasta que te baje yo.
—Estás comportándote como un niño.
—No, estoy comportándome como alguien que empieza a entender quién es y qué puede hacer.
—¿Entonces, vas a dejarme aquí arriba?
—Hasta que me duerma o me canse, pero volveré a empezar en cuanto haya descansado.
—Está bien, podemos quedarnos. Pero con ciertas condiciones.
—¿Qué?
—Bájame y lo hablaremos.
Le bajo y le dejo en el suelo. Acto seguido, me abraza. Es lo último que esperaba; creía que estaría enfadado. Se separa de mí y nos sentamos en el sofá.
—Estoy orgulloso de lo lejos que has llegado. Llevo muchos años esperando y preparando el momento en que ocurriera esto, que se desarrollaran tus legados. Sabes que mi vida entera está consagrada a mantenerte a salvo y a fortalecerte. Nunca me perdonaría que te ocurriera algo. Si murieras bajo mi custodia, no sé lo que haría. Es cuestión de tiempo que los mogadorianos den con nosotros, y quiero estar preparado para su llegada. No creo que lo estés todavía, aunque tú sí lo creas. Te queda mucho camino. Podemos quedarnos aquí, por ahora, si accedes a dar prioridad a tu entrenamiento. A ponerlo por delante de Sarah, por delante de Sam, por delante de todo. Y al primer indicio de que estén cerca, o de que estén tras nuestra pista, nos vamos, sin hacer preguntas, sin protestar… y sin hacerme levitar hasta el techo.
—Trato hecho —le digo, y sonrío.