CAPÍTULO VEINTE
SEGUIMOS EN DIRECCIÓN SUR HASTA QUE, en las estribaciones de los montes Apalaches, aparece Athens: una pequeña ciudad que parece haber brotado de entre los árboles. A la menguante luz diviso un río que rodea suavemente la ciudad, como acunándola, de modo que sirve de límite natural al este, al sur y al oeste, mientras que al norte quedan los árboles y las montañas. La temperatura es relativamente templada para ser noviembre. Pasamos al lado del estadio de fútbol universitario. Un poco más allá hay un campo deportivo con una cúpula blanca.
—Coge esta salida —digo.
Sam sale de la autopista y gira a la derecha hacia Richland Avenue. Los dos estamos entusiasmados de haber llegado sanos y salvos, y sin que nadie nos haya pillado.
—Entonces, así es una ciudad universitaria, ¿eh?
—Eso parece —contesta Sam.
A ambos lados tenemos residencias universitarias y edificios diversos. El césped está muy verde y bien cortado incluso a estas alturas del año. Subimos por una cuesta empinada.
—Al final de la calle está Court Street. Y luego tenemos que girar a la izquierda.
—¿Queda mucho? —pregunta Sam.
—Un kilómetro o así.
—¿Quieres que pasemos por delante?
—No. Creo que deberíamos aparcar en cuanto podamos y luego seguir a pie.
Continuamos por Court Street, que es la arteria principal del centro de la ciudad. Todo está cerrado por ser un día festivo: librerías, cafeterías, bares. Y entonces la veo, destacándose como un diamante.
—¡Para! —grito.
Sam da un frenazo.
—¿Qué?
Un coche pita detrás de nosotros.
—Nada, nada, sigue conduciendo. Vamos a buscar un sitio para aparcar.
Recorremos otra manzana hasta que encontramos un aparcamiento. Calculo que estamos a unos cinco minutos a pie de la dirección, como mucho.
—¿A qué ha venido eso? Me has dado un susto de muerte.
—La camioneta de Henri está ahí atrás.
Sam asiente con la cabeza.
—Oye, ¿por qué a veces le llamas Henri?
—No lo sé, me sale así. Es como un chiste que tenemos entre los dos —respondo, y miro a Bernie Kosar—. ¿Crees que deberíamos llevárnoslo?
—Igual se mete un poco por medio —dice Sam, encogiéndose de hombros.
Doy unas golosinas a Bernie Kosar y le dejo dentro de la camioneta, dejando una rendija en la ventanilla. A él no le hace mucha gracia, y empieza a gemir y a arañar el cristal, pero no creo que vayamos a tardar mucho. Sam y yo caminamos por Court Street, yo llevando la mochila puesta y él en la mano. Ha sacado la plastilina y la aprieta como si fuera una de esas pelotas de espuma antiestrés. Llegamos a donde está la camioneta de Henri. Las puertas están bloqueadas. No hay nada que llame la atención en los asientos ni en el salpicadero.
—Bueno, esto quiere decir dos cosas —digo—: que Henri todavía está aquí, y que quien lo retiene no ha descubierto la camioneta aún, cosa que significa que no ha cantado. Aunque él nunca lo haría.
—¿Qué es lo que diría si le hicieran cantar?
Por un breve instante había olvidado que Sam no sabe nada de los verdaderos motivos que tenía Henri para venir aquí. De hecho, ya le he llamado Henri por descuido. Tengo que ir con cuidado de no revelar nada más.
—Pues no sé —contesto—. ¿Cómo voy a saber qué clase de preguntas le harían esos pirados?
—Vale, y ahora ¿qué?
Saco el mapa para llegar a la dirección que me ha dado Henri por la mañana.
—Seguimos andando.
Volvemos caminando por la ruta que hemos seguido con la camioneta. Los edificios dan paso a casas residenciales, de aspecto descuidado y sucio. Enseguida llegamos a la dirección y nos detenemos allí.
Miro el papel y luego la casa. Hago una profunda inspiración.
—Ya estamos aquí —anuncio.
Nos quedamos allí de pie, mirando la casa de dos plantas con revestimiento de láminas de vinilo gris. El camino de entrada lleva a un porche sin pintar con un columpio roto que cuelga más de un lado que de otro. El césped está mal cuidado y ha crecido más de la cuenta. La casa parece deshabitada, pero hay un coche aparcado en la zona de detrás. No sé qué hacer. Cojo el móvil. Son las 11.12 de la noche. Llamo a Henri aunque sé que no contestará. En realidad, es un intento de ordenar mis pensamientos, de ingeniar un plan. No había reflexionado sobre esto con antelación, y ahora que me enfrento a la realidad, tengo la mente en blanco. Mi llamada conecta directamente con el contestador automático.
—Déjame que llame a la puerta —propone Sam.
—¿Y qué dirás?
—No lo sé, lo primero que se me ocurra.
Sin embargo, no tiene oportunidad de hacerlo porque justo entonces sale un hombre de la puerta principal. Es un tío enorme, de dos metros como mínimo, y debe de pesar más de ciento diez kilos. Tiene perilla, y la cabeza rapada. Lleva botas de seguridad, vaqueros y una sudadera negra remangada hasta los codos. Luce un tatuaje en el antebrazo derecho, pero estoy demasiado lejos para ver qué representa. Escupe en el césped, y después se da la vuelta y cierra la puerta principal con llave desde fuera. Entonces sale del porche y se encamina hacia nosotros. Me tenso al ver que se acerca. El tatuaje es de un alienígena con un ramo de tulipanes en la mano, como si se los ofreciese a una entidad que no vemos. El hombre pasa por nuestro lado sin decir palabra. Sam y yo nos giramos y le vemos alejarse.
—¿Has visto el tatuaje? —pregunto.
—Sí. Adiós al estereotipo de que los únicos a los que les fascinan los alienígenas son chavales esmirriados con gafas de culo de vaso. Ese tío es enorme, y tiene cara de pocos amigos.
—Coge mi móvil, Sam.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tienes que seguirle. Coge mi móvil. Yo entraré en la casa. No debe de haber nadie más ahí, o no habría cerrado con llave. Henri podría estar dentro. Te llamaré en cuanto pueda.
—¿Y cómo vas a llamarme?
—No lo sé. Ya encontraré una manera. Toma —insisto, y él coge el móvil a regañadientes.
—¿Y si Henri no está ahí?
—Por eso quiero que sigas a ese. Podría ser que fuera a donde está Henri.
—¿Y si vuelve?
—Entonces ya pensaremos qué hacemos. Pero ahora tienes que irte. Te prometo que te llamaré a la primera ocasión que tenga.
Sam se gira y mira al hombre, que ya está a cincuenta metros de distancia. Después, se vuelve de nuevo hacia mí.
—Está bien, lo haré —dice—. Pero ten cuidado ahí dentro.
—Ten cuidado tú también. No le pierdas de vista. Pero no dejes que te vea.
—Cuenta conmigo.
Dicho esto, se da la vuelta y se apresura a seguir al hombre. Les veo alejarse y, una vez desaparecen de mi vista, me encamino hacia la casa. Las ventanas están oscuras, cubiertas por estores blancos. No veo lo que hay dentro. Rodeo la casa hacia la parte de atrás. Hay un pequeño patio de cemento que da a una puerta trasera, cerrada con llave. Termino de dar la vuelta a la casa, entre matojos y césped que no se han cortado desde el verano. Tanteo una ventana. Cerrada. Todas están cerradas por dentro. ¿Y si rompo una? Busco piedras entre las zarzas y, en el mismo instante en que veo una y la levanto del suelo con mi mente, me asalta una idea, una idea tan loca que incluso podría funcionar.
Dejo caer la piedra y me dirijo a la puerta de atrás. Tiene una cerradura simple, sin pestillo. Hago una profunda inspiración, cierro los ojos para concentrarme, agarro el pomo de la puerta y lo sacudo un poco. Los pensamientos me bajan de la cabeza al corazón, y de allí al estómago; todo se centra en ese punto. Aprieto con más fuerza, conteniendo expectante la respiración mientras intento visualizar el mecanismo interno. Entonces, oigo y siento un clic en la mano que sujeta el pomo. Una sonrisa se forma en mi cara. Giro el pomo y la puerta se abre de par en par. Apenas me puedo creer que pueda abrir puertas imaginándome su mecanismo.
La cocina está sorprendentemente ordenada: las superficies limpias, el fregadero libre de platos sucios. En la encimera hay un pan del día. Atravieso un pasillo estrecho que termina en un salón con pósteres y pancartas deportivas en las paredes, y un televisor de pantalla grande en una esquina. En el lado derecho hay una puerta que da a un dormitorio. Asomo la cabeza dentro. Se encuentra en un estado de desorden total: las mantas tiradas a un lado de la cama, la cómoda llena de trastos, el olor rancio a ropa sucia cuyo sudor nunca ha llegado a secarse.
En la parte frontal de la casa, al lado de la puerta, una escalera asciende a la segunda planta. Empiezo a subirla. El tercer escalón gime bajo mi pie.
—¿Hola? —grita una voz desde arriba. Me quedo petrificado, conteniendo la respiración—. Frank, ¿eres tú?
Me quedo en silencio. Oigo a alguien levantándose de una silla, y el crujido de pasos acercándose sobre el suelo de madera dura. Un hombre aparece en lo alto de la escalera. Pelo oscuro y desgreñado, patillas, cara sin afeitar. No es tan corpulento como el hombre que se ha ido antes, pero tampoco se puede decir que sea un canijo.
—¿Quién demonios eres tú?
—Estoy buscando a un amigo —respondo.
Toda su cara se arruga al fruncir el ceño, y entonces desaparece y vuelve al cabo de cinco segundos empuñando un bate de béisbol de madera.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me pregunta.
—Yo en su lugar dejaría ese bate.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Soy más rápido que usted, y mucho más fuerte.
—Y un cuerno.
—Estoy buscando a un amigo. Ha venido esta mañana. Quiero saber dónde está.
—Eres uno de ellos, ¿verdad?
—No sé a quiénes se refiere.
—¡Eres uno de ellos! —chilla el hombre. Sujeta el bate como un jugador profesional, con ambas manos aferradas a la estrecha base, a punto para golpear. Sus ojos reflejan un miedo auténtico. Está apretando la mandíbula con fuerza—. ¡Eres uno de ellos! ¿Por qué no nos dejáis en paz de una vez?
—No soy uno de ellos. He venido a buscar a mi amigo. Dígame dónde está.
—¡Tu amigo es uno de ellos!
—No lo es.
—¿Ahora sí que sabes a quiénes me refiero?
—Sí.
El hombre baja un escalón.
—Se lo digo por última vez —le advierto—. Deje el bate y dígame dónde está mi amigo.
Me tiemblan las manos por la incertidumbre de la situación, por el hecho de que él tiene un bate en las manos mientras que yo no tengo nada aparte de mis propias habilidades. El miedo de sus ojos me turba. El hombre baja otro escalón. Sólo nos separan otros seis.
—Te voy a arrancar la cabeza. Eso les servirá de ejemplo a tus amigos.
—No son mis amigos. Y le aseguro que si me hace daño sólo estará haciéndoles un favor.
—Vamos a salir de dudas, pues —me dice.
Se abalanza hacia mí escaleras abajo. No puedo hacer otra cosa que reaccionar mientras me ataca con el bate. Me agacho y da un golpe seco contra la pared, tan fuerte que deja un gran agujero astillado en el panel de madera. Me dirijo hacia él y le levanto en el aire, sujetándole la garganta con una mano y la axila con la otra, para obligarle a retroceder escaleras arriba. Él se agita frenéticamente, pataleando hacia mis piernas e ingles. El bate se le cae de las manos, rebota por las escaleras de madera y finalmente oigo que rompe una de las ventanas detrás de mí.
La segunda planta es una buhardilla diáfana. Está oscura. Las paredes están cubiertas de ejemplares de Están entre nosotros, y el espacio donde no hay revistas está ocupado por parafernalia alienígena. Pero, a diferencia de los pósteres de Sam, lo que hay colgado en estas paredes son verdaderas fotografías tomadas en el transcurso de los años, tan ampliadas y borrosas que es difícil distinguir nada, consistentes principalmente en puntos blancos sobre un fondo negro. En un rincón hay un muñeco de goma de un alienígena con una soga atada al cuello, y además alguien le ha colocado un sombrero mexicano en la cabeza. En el techo hay pegadas estrellas fosforescentes. Desentonan mucho, como si pertenecieran más bien a una niña de diez años.
Arrojo al hombre al suelo. Él se escabulle a rastras y se pone de pie. En cuanto lo hace, concentro todo mi poder en el fondo de mi estómago y lo dirijo hacia él con un fuerte movimiento de empuje. El hombre sale volando hacia atrás y se estampa contra la pared.
—¿Dónde está? —le pregunto.
—No te lo diré nunca. Es uno de vosotros.
—No soy quien piensa.
—¡No os saldréis con la vuestra! ¡Dejad la Tierra en paz!
Levanto la mano y le estrangulo a distancia. Le noto los tendones tensos bajo mi mano aunque no esté tocándole. No le llega el aire, y la cara se le vuelve roja. Le suelto.
—Se lo preguntaré una vez más.
—No.
Sigo estrangulándole, pero esta vez, cuando se pone rojo, aprieto con más fuerza. Cuando le suelto, rompe a llorar, y lamento lo que estoy haciéndole. Pero sabe dónde está Henri, le ha hecho algo, y mi compasión se esfuma casi tan pronto como ha aparecido.
Cuando recupera el aliento, dice entre sollozos:
—Está abajo.
—¿Dónde? No le he visto.
—En el sótano. La puerta está en el salón, detrás de la pancarta de los Steelers.
Marco mi número en el teléfono que está encima del escritorio. Sam no contesta. Arranco el auricular y lo rompo por la mitad.
—Déme su móvil —le ordeno.
—No tengo.
Me acerco al muñeco y le quito la cuerda que lleva al cuello.
—Venga, hombre —me suplica.
—A callar. Ha secuestrado a mi amigo. Le retiene en contra de su voluntad. Tiene suerte de que sólo me proponga atarle.
Le echo los brazos hacia atrás, los inmovilizo con la cuerda y después le ato a una de las sillas. No creo que eso le retenga por mucho rato. A continuación, le tapo la boca con cinta de embalar para que no pueda gritar y bajo la escalera a toda prisa. Arranco la pancarta del equipo de los Steelers de la pared y detrás aparece una puerta negra cerrada con llave. Abro la cerradura igual que he hecho con la otra. Unos escalones de madera se sumergen hacia una oscuridad total.
El olor a moho me llena la nariz. Enciendo el interruptor y empiezo a bajar los escalones, lentamente, aterrado por lo que pueda encontrar allí. Las vigas están cubiertas de telarañas. Cuando llego al final, siento inmediatamente la presencia de alguien más. Con el cuerpo rígido, hago una profunda inspiración y me doy la vuelta.
Allí, sentado en un rincón del sótano, está Henri.
—¡Henri!
Entorna los ojos, ajustando la vista a la luz. Una tira de cinta de embalar le cruza la boca. Tiene las manos atadas tras él, y los tobillos anudados a las patas de la silla en la que está sentado. Su pelo está alborotado, y por el lado derecho de la cara tiene un reguero de sangre seca que se ve casi negra. Verle así me llena de cólera.
Corro hacia él y, cuando le arranco la tira de cinta de la boca, toma una profunda bocanada de aire.
—Gracias a Lorien —dice con voz débil—. Tenías razón, John. Ha sido una imprudencia venir aquí. Lo siento. Debería haberte hecho caso.
—Chist —le digo.
Me agacho y empiezo a desatarle los tobillos. Huele a orina.
—Me han tendido una emboscada.
—¿Cuántos eran? —le pregunto.
—Tres.
—He dejado a uno atado arriba.
Ya tiene los tobillos libres. Estira las piernas y deja escapar un suspiro de alivio.
—He pasado todo el día atado a esta condenada silla —dice mientras empiezo a liberarle las manos—. ¿Cómo demonios has llegado hasta aquí?
—Sam y yo hemos venido juntos, conduciendo.
—¿Qué me estás diciendo?
—No había otra forma.
—¿En qué habéis venido?
—En la vieja camioneta de su padre.
Henri se queda un momento callado mientras reflexiona sobre las implicaciones.
—No sabe nada —le aseguro—. Le he dicho que eras aficionado a los alienígenas, nada más.
Él asiente con la cabeza, diciendo:
—Bueno, pues me alegro de que hayáis venido. ¿Dónde está ahora tu amigo?
—Siguiendo a uno de ellos. No sé adónde han ido.
El crujido de un tablón de madera suena encima de nosotros. Me levanto, aunque las manos de Henri están todavía a medio desatar.
—¿Has oído eso? —susurro.
Los dos miramos la puerta aguantando la respiración. Un pie pisa el primer escalón, luego el segundo, y de pronto el hombre corpulento con el que me he cruzado antes, al que estaba siguiendo Sam, aparece delante de nosotros.
—Se acabó la fiesta, amigos —dice, apuntándome a la cara con una pistola—. Ahora, da un paso atrás.
Levanto las manos enfrente de mí y retrocedo un paso. Me planteo usar mis poderes para arrancarle la pistola de las manos, pero ¿y si se dispara por accidente por mi culpa? Todavía no me siento muy seguro con mis habilidades. Es demasiado arriesgado.
—Nos avisaron de que podríais venir. De que pareceríais humanos. De que vosotros sois el verdadero enemigo —dice el hombre.
—¿De qué está hablando? —le pregunto.
—Están engañados —explica Henri—. Creen que nosotros somos el enemigo.
—¡A callar! —grita el hombre, y da tres pasos hacia delante. Entonces, aparta la pistola de mí y la dirige directamente a Henri—. Un movimiento en falso y este se la carga. ¿Entendido?
—Sí —respondo.
—Y ahora, coge esto.
Dicho esto, coge un rollo de cinta de embalar de un estante que hay a su lado y lo lanza hacia mí. Cuando está atravesando el aire, lo detengo a medio camino y lo dejo suspendido a dos metros del suelo, entre los dos. Después, empiezo a hacerlo girar muy rápido. El hombre se queda mirándolo, perplejo.
—Pero ¿qué…?
Aprovechando que está distraído, muevo el brazo hacia él, como si lanzara algo. El rollo de cinta adhesiva vuelve hacia el hombre y le golpea la nariz. La sangre empieza a brotarle a raudales, y al llevarse la mano a la cara suelta el arma, que cae al suelo y se dispara. Dirijo la mano hacia la bala y la detengo, y detrás de mí oigo reírse a Henri. Muevo la bala en el aire hasta dejarla delante de la cara del hombre.
—Oye, gordinflón —le digo. Él abre los ojos y ve la bala en el aire, delante de sus narices—. Vas a tener que pedir refuerzos.
Dejo caer la bala al suelo, frente a sus pies. Él se da la vuelta para escapar corriendo, pero le obligo a volver arrastrándole desde la otra punta de la estancia y le estampo contra un fuerte soportal. El golpe le deja inconsciente, y se cae al suelo hecho un guiñapo. Recojo la cinta de embalar y le ato al soportal. Tras asegurarme de que esté bien sujeto, me dirijo hacia Henri y sigo liberándole de sus ataduras.
—John, creo que esta es la mejor sorpresa que me han dado en toda mi vida —dice en un susurro, con tanto alivio en su voz que casi espero ver lágrimas brotándole de los ojos.
—Gracias —contesto, sonriendo con orgullo—. Se ha manifestado a la hora de cenar.
—Siento no haber estado allí.
—Les he dicho que estabas un poco liado. Y resulta que estabas liado a una silla.
Henri me sonríe.
—Gracias a Dios que ha aparecido el legado —dice, y entonces me doy cuenta de que la tensión de estar pendiente de que mis legados se manifestaran, o de que no lo hicieran, había hecho mucha más mella en él de lo que imaginaba.
—Bueno, ¿y qué te ha pasado? —le pregunto.
—He llamado a la puerta. Los tres estaban en casa. Cuando he entrado, uno de ellos me ha golpeado la cabeza por detrás. Después, me he despertado en esta silla.
Dicho esto, menea la cabeza y profiere una larga ristra de palabras en lengua lórica que sé que son maldiciones. Termino de desatarle, y él se levanta y estira las piernas.
—Tenemos que irnos de aquí —dice.
—Primero hay que encontrar a Sam.
Y es entonces cuando le oímos.
—John, ¿estás ahí abajo?