CAPÍTULO DIECINUEVE

MIENTRAS ESPERO A SAM, ME PASEO POR la casa levantando objetos inanimados en el aire sin tocarlos: una manzana de la encimera de la cocina, un tenedor del fregadero, una macetilla con planta junto a la ventana delantera. Sólo puedo levantar cosas pequeñas, y se elevan en el aire de forma vacilante. Cuando lo intento con algo más pesado (una silla, una mesa), no ocurre nada.

Las tres pelotas de tenis que Henri y yo utilizamos en los entrenamientos están metidas en una cesta, en un extremo del salón. Atraigo una de ellas hacia mí y, al pasar por delante de su campo de visión, Bernie Kosar se pone alerta. Entonces, la lanzo lejos sin tocarla y el perro sale corriendo tras ella, pero antes de que pueda alcanzarla, la aparto; o bien, si consigue atraparla, se la quito de la boca, todo ello sin levantarme de la silla. De este modo consigo apartar mis pensamientos de Henri, del daño que pueda haber sufrido, y de la culpabilidad que siento por todas las mentiras que tendré que contar a Sam.

Mi amigo tarda veinticinco minutos en pedalear los seis kilómetros que le separan de mi casa. Le oigo acercándose por el camino de entrada. Entonces se baja de un salto y la bici cae al suelo mientras él entra corriendo por la puerta principal, sin llamar. Tiene la respiración entrecortada, y la cara empapada de sudor. Echa un vistazo en derredor para calibrar la escena.

—Bueno, ¿qué es lo que pasa? —pregunta.

—Esto te va a parecer absurdo —contesto—. Pero tienes que prometerme que me tomarás en serio.

—¿De qué estás hablando?

«¿De qué estoy hablando? Estoy hablando de Henri. Ha desaparecido por pura imprudencia, la misma imprudencia contra la que siempre está advirtiéndome. Estoy hablando de que, cuando me apuntaste con esa pistola, te dije la verdad. Soy un extraterrestre. Henri y yo llegamos a la Tierra hace diez años, y nos persigue una raza maligna de alienígenas. Estoy hablando de que Henri pensaba que de algún modo podríamos eludirlos conociéndolos un poco mejor. Y ahora ha desaparecido. De eso estoy hablando, Sam. ¿Lo entiendes?». Pero no, no puedo contarle nada de eso.

—Han capturado a mi padre, Sam. No sé muy bien quiénes, ni qué están haciéndole. Pero algo ha sucedido, y creo que le han hecho prisionero. O algo peor.

Una gran sonrisa le recorre la cara.

—Anda ya —dice.

Niego con la cabeza y cierro los ojos. De nuevo, la gravedad de la situación hace que me cueste respirar. Vuelvo la vista hacia Sam, dirigiéndole una mirada de súplica. Las lágrimas se me acumulan en los ojos.

—Lo digo en serio.

De pronto, Sam adopta una expresión de asombro.

—¿Qué estás diciendo? ¿Quiénes le han capturado? ¿Dónde está?

—Ha rastreado al autor de uno de los artículos de tu revista hasta un sitio llamado Athens, en Ohio, y hoy ha ido allí. Y todavía no ha vuelto. Tiene el móvil desconectado. Le ha pasado algo, algo muy grave.

—¿Qué? —exclama Sam, más perplejo aún—. ¿Por qué se ha tomado esa molestia? Creo que me he perdido algo. No es más que un estúpido panfleto.

—No lo sé, Sam. Él es como tú: le apasionan los alienígenas y las conspiraciones y todas esas cosas —le digo, improvisando sobre la marcha—. Siempre ha tenido ese ridículo hobby. Uno de los artículos despertó su interés y se ve que ha querido saber más, así que cogió la camioneta y se fue para allá.

—¿Era el artículo sobre los mogadorianos?

Asiento con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando lo mencioné en Halloween se quedó como si hubiera visto un fantasma —responde, y, meneando la cabeza, añade—: Pero ¿qué le importa a nadie que se ponga a indagar sobre un estúpido artículo?

—No lo sé. En fin, supongo que esa gente tampoco es la más cuerda del mundo. Seguro que están llenos de paranoias y delirios. A lo mejor pensaron que era un alienígena, lo mismo que te pasó a ti cuando me apuntaste con la pistola. Quedamos en que volvería antes de la una, y tiene el móvil desconectado. Ya no sé nada más.

Me levanto y me acerco a la mesa de la cocina. Cojo el papel donde están la dirección y el número de teléfono del lugar adonde ha ido Henri.

—Es allí adonde ha ido hoy —digo—. ¿Tienes alguna idea de dónde está?

Sam mira el papel, y luego vuelve la vista hacia mí.

—¿Quieres ir?

—No sé qué otra cosa hacer.

—¿Y por qué no llamas a la policía y le cuentas lo que ha pasado?

Me siento en el sofá, pensando en la mejor respuesta. Ojalá pudiera decirle la verdad: que, si interviniera la policía, en el mejor de los casos Henri y yo tendríamos que irnos de Paradise. Que, en el peor de los casos, interrogarían a Henri, le tomarían incluso las huellas dactilares y le meterían en la lenta maquinaria de la burocracia, lo que permitiría a los mogadorianos acortar distancias. Y que, una vez nos encontraran, la muerte sería inminente.

—¿A qué policía? ¿A la de Paradise? ¿Qué crees que harían si les contara la verdad? Tardarían días en tomarme en serio, y no tengo tanto tiempo.

Sam se encoge de hombros, diciendo:

—A lo mejor sí que te toman en serio. Además, ¿y si simplemente ha tenido un contratiempo o se le ha estropeado el móvil? Podría ser que ya estuviera de camino a casa.

—Puede, pero no lo creo. Algo no cuadra, y tengo que ir allí cuanto antes. Hace horas que Henri tendría que haber vuelto.

—Igual ha tenido un accidente.

Yo respondo negando con la cabeza.

—Puede que sí, pero no lo creo. Pero, si le han hecho daño, estaremos desperdiciando un tiempo precioso.

Sam observa el papel. Se muerde el labio y se queda en silencio unos quince segundos.

—Bueno, tengo una idea vaga de cómo llegar a Athens. Eso sí, ni idea de cómo encontrar esta dirección cuando lleguemos.

—Puedo imprimir las indicaciones de Internet. Eso no me preocupa. Lo que me preocupa es el transporte. Tengo ciento veinte dólares en mi habitación. Puedo pagar a alguien para que nos lleve, pero no sé a quién pedírselo. Los taxis no abundan precisamente en Paradise, Ohio.

—Podemos coger nuestra camioneta.

—¿Qué camioneta?

—La de mi padre, quiero decir. Todavía la tenemos. Está guardada en el garaje. No la hemos tocado desde que él desapareció.

Le miro fijamente.

—¿Lo dices en serio? —pregunto, y él asiente con la cabeza—. ¿Cuánto hace de eso? ¿Crees que todavía funciona?

—Ocho años. ¿Y por qué no debería funcionar? Estaba casi nueva cuando la compró.

—Espera, a ver si lo he entendido. ¿Propones que nosotros mismos, tú y yo, conduzcamos dos horas hasta Athens?

La expresión de Sam se tuerce en una sonrisa pícara.

—Eso es justo lo que propongo.

Me inclino hacia delante, todavía sentado en el sofá. No puedo evitar sonreír también.

—Sabes que si nos pillan la hemos cagado, ¿verdad? Ninguno de los dos tenemos permiso de conducir.

Sam asiente y contesta:

—Mi madre me matará, y puede que te mate a ti también. Y luego está la ley. Pero sí, si de verdad piensas que tu padre está en apuros, ¿qué otro remedio nos queda? Si se invirtieran los papeles, y fuese mi padre quien estuviera en apuros, iría sin pensarlo dos veces.

Miro a mi amigo. No hay ni un atisbo de duda en su cara al proponer que conduzcamos ilegalmente a una población que está a dos horas de distancia, por no mencionar que ninguno de los dos tenemos mucha idea de conducir y que no sabemos qué esperar cuando lleguemos. Y, sin embargo, Sam se ha apuntado sin vacilar. De hecho, ha sido idea suya.

—Está bien, pues, cojamos la camioneta y vayamos a Athens —digo.

Meto el móvil en la mochila y compruebo que todo está bien cerrado y en orden. Después recorro la casa, deteniéndome en todo lo que tengo a mi alrededor como si fuera la última vez que lo fuera a ver. Es una idea absurda, y sé que estoy cediendo al sentimentalismo, pero me siento nervioso, y hacer esto me proporciona una sensación de calma. Voy cogiendo cosas y las vuelvo a dejar en su sitio. Cinco minutos después, ya estoy listo.

—Vamos allá —digo a Sam.

—¿Te llevo en la bici?

—Ve tú en bici; yo correré a tu lado.

—¿No tenías asma?

—No creo que vaya a tener problema.

Nos ponemos en marcha. Él se sube en la bici y empieza a pedalear tan rápido como puede, pero no está en muy buena forma. Yo corro un par de metros por detrás y finjo estar cansado. Bernie también nos sigue. Para cuando llegamos a su casa, Sam está chorreando de sudor, pero se mete corriendo en su habitación y vuelve a aparecer con una mochila. La deja sobre la encimera de la cocina y se va a cambiarse de ropa. Echo una ojeada dentro de la mochila: dentro hay un crucifijo, algunos dientes de ajo, una estaca de madera, un martillo, una bola de plastilina y una navaja.

—Tú sabes que esa gente no son vampiros, ¿verdad? —digo a Sam cuando vuelve a la cocina.

—Sí, pero nunca se sabe. Seguramente están locos, como has dicho antes.

—Y aunque estuviéramos cazando vampiros, ¿para qué rayos es la plastilina?

—Hay que estar preparado para todo —contesta, encogiéndose de hombros.

Lleno un cuenco de agua para Bernie Kosar, que empieza a lamerlo al instante. Me cambio de ropa en el baño y saco de la mochila las indicaciones para llegar. Luego, salgo de la casa y me meto en el garaje, que está oscuro y huele a gasolina y a hierba cortada hace mucho. Sam enciende el interruptor de la luz. En los paneles perforados de las paredes hay colgadas varias herramientas que se han oxidado por falta de uso. La camioneta está en el centro del garaje, y tiene encima una gran lona azul cubierta de una espesa capa de polvo.

—¿Cuánto hace desde que quitasteis esta lona por última vez?

—No lo hemos hecho desde que mi padre desapareció.

Cojo la lona por una punta, Sam por la otra, y juntos la retiramos y la dejamos en un rincón. Sam se queda mirando la camioneta con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa en la cara.

La camioneta es pequeña y de color azul oscuro, y dentro hay espacio sólo para dos personas, a lo mejor para otra más si no le importa viajar ocupando el incómodo espacio del centro, que en el caso de Bernie Kosar será perfecto. No ha caído dentro ni una mota del polvo acumulado en los últimos ocho años, y la camioneta reluce como si la acabaran de encerar. Dejo caer la mochila en la plataforma de carga.

—La camioneta de mi padre —dice Sam con orgullo—. Cuántos años. Está exactamente igual.

—Nuestra carroza real —comento—. ¿Tienes las llaves?

Sam se va a un lado del garaje y coge unas llaves colgadas de un gancho de la pared. Meto la llave en la puerta del garaje y la abro.

—¿Quieres que nos juguemos quién conduce a piedra, papel y tijera? —pregunto.

—No —responde él, y entonces abre la puerta del conductor y se sienta al volante. El motor da unos acelerones y finalmente se pone en marcha. Entonces Sam baja la ventanilla—. Creo que mi padre estaría orgulloso de verme conduciéndola —afirma.

—Yo también lo creo —digo con una sonrisa—. Sácala del garaje y yo cerraré la puerta.

Mi amigo hace una profunda inspiración. Pone la camioneta en marcha y, con paso vacilante, centímetro a centímetro, la saca del garaje. Pisa el freno demasiado fuerte, y la camioneta se detiene con un movimiento brusco.

—Todavía no le has cogido el tranquillo —observo.

Sam levanta el pie del freno y entonces acaba de sacar la camioneta, poquito a poco. Luego, cierro la puerta del garaje tras él. Bernie Kosar se sube al vehículo de un salto por iniciativa propia y yo me siento a su lado. Sam tiene las manos aferradas al volante, en la posición de las diez y diez.

—¿Nervioso? —le pregunto.

—Aterrorizado, más bien.

—Vas a hacerlo bien —le tranquilizo—. Los dos lo hemos visto hacer miles de veces.

—Vale —asiente—. ¿A qué lado giro al salir del camino?

—¿Seguro que quieres que sigamos adelante con esto?

—Sí —afirma.

—Entonces, iremos a la derecha —le digo—, hacia la salida del pueblo.

Los dos nos abrochamos los cinturones. Bajo la ventanilla lo justo para que Bernie Kosar pueda sacar la cabeza por ella, cosa que hace inmediatamente, levantándose sobre las patas traseras encima de mi regazo.

—Estoy cagado de miedo —dice Sam.

—Yo también.

Sam toma una profunda bocanada de aire, lo retiene en los pulmones y entonces lo exhala lentamente.

—Y… allá… vamos —anuncia, levantando el pie del freno al decir la última palabra.

La camioneta se abalanza por el camino de entrada. Sam pisa el freno de golpe y nos detenemos con un chirrido. Luego, se pone en marcha otra vez y avanza por el camino, más lentamente esta vez, hasta llegar al final. Allí se detiene, mira a ambos lados y gira para tomar la carretera. Una vez más, empieza despacio, y después va acelerando. Está tenso, inclinado hacia delante, pero al cabo de un kilómetro, una sonrisa empieza a formarse en su cara.

—Pues no es tan difícil —dice, apoyando la espalda en el asiento.

—Has nacido para esto.

Conduce manteniéndose cerca de la línea continua del lado derecho de la carretera y se tensa cada vez que un vehículo pasa en sentido opuesto, pero al cabo de un rato se relaja y presta menos atención a los demás vehículos. Toma un desvío, luego otro, y veinticinco minutos más tarde nos incorporamos a la autopista interestatal.

—No me puedo creer que estemos haciendo esto —dice Sam al fin—. Es lo más fuerte que he hecho nunca.

—Y yo.

—¿Tienes algún plan para cuando lleguemos?

—Ninguno en absoluto. La idea sería echarle el ojo al sitio y decidir a partir de ahí. Ni siquiera sé si es una casa o un edificio de oficinas o qué. Tampoco sé si Henri estará allí.

Él asiente y me pregunta:

—¿Crees que estará bien?

—No tengo ni idea.

Inspiro profundamente. Nos queda una hora y media de camino para llegar a Athens.

Y entonces buscaremos a Henri.