CAPÍTULO DIECIOCHO

DESPUÉS DE PASAR HORAS DEBATIÉNDOLO, Henri se levanta a la mañana siguiente e imprime las indicaciones para ir de nuestra casa a Athens, Ohio. Me asegura que habrá vuelto a casa con tiempo suficiente para que podamos ir a la cena de Acción de Gracias en casa de Sarah, y me da un papel con la dirección y el número de teléfono del lugar adonde va.

—¿Seguro que merece la pena? —le pregunto.

—Tenemos que averiguar qué está pasando aquí.

—Yo creo que los dos sabemos qué está pasando aquí —replico con un suspiro.

—Quizá —dice él, con una voz llena de autoridad que elimina la incertidumbre que suele acompañar a esta palabra.

—Eres consciente de lo que me dirías si los papeles estuvieran invertidos, ¿verdad?

—Sí, John —sonríe él—. Sé lo que diría. Pero creo que esto nos será útil. Quiero averiguar qué han hecho para asustar tanto a ese hombre. Quiero saber si nos han mencionado, si nos están buscando por medios en los que no hemos pensado todavía. Nos ayudará a permanecer ocultos, a estar un paso por delante de ellos. Y, si este hombre los ha visto, sabremos qué aspecto tienen.

—Ya sabemos qué aspecto tienen.

—Sabemos qué aspecto tenían cuando nos atacaron, hace más de diez años, pero puede ser que hayan cambiado. Ya llevan mucho tiempo en la Tierra. Quiero saber cómo están camuflándose.

—Aunque sepamos qué aspecto tienen, para cuando los veamos por la calle, seguramente ya será demasiado tarde.

—Puede que sí, y puede que no. Si veo a uno, intentaré matarlo. Pero nada dice que él sea capaz de matarme —dice, esta vez con más incertidumbre que autoridad en la voz.

Me doy por vencido. No me gusta ni una pizca que viaje a Athens mientras yo me quedo sentado en casa. Pero sé que mis objeciones caerán en saco roto.

—¿Seguro que volverás a tiempo? —le pregunto.

—Voy a salir ahora, o sea que llegaré allí hacia las nueve. Dudo que pase más de una hora allí, dos a lo sumo. Debería estar de vuelta antes de la una.

—Entonces, ¿por qué me has dado esto? —pregunto, apuntándole con el papel que lleva la dirección y el teléfono.

—Bueno, nunca se sabe —responde, encogiéndose de hombros.

—Y ese es justo el motivo de que no me parezca que debas ir.

Touché —dice, poniendo fin a la discusión. Recoge sus papeles, se levanta de la mesa y empuja la silla hacia ella—. Hasta la tarde —se despide.

—Vale.

Henri sale afuera y se mete en la camioneta. Bernie Kosar y yo salimos al porche de la entrada y le observamos irse. No sé por qué, pero tengo un mal presentimiento. Ojalá vuelva sin problemas.

Es un día largo. Uno de esos en los que el tiempo se ralentiza y cada minuto parece que fueran diez, y cada hora, veinte. Echo unas partidas de videojuegos y navego por Internet. Busco noticias que puedan tener relación con alguno de los demás niños. No encuentro nada, cosa que me alegra. Eso quiere decir que siguen sin localizar. Eludiendo a nuestros enemigos.

Miro el móvil periódicamente. Al mediodía, envío un mensaje de texto a Henri. No contesta. Almuerzo y doy de comer a Bernie, y después mando otro mensaje. Sin respuesta. Una sensación de inquietud y nerviosismo va apoderándose de mí. Henri nunca ha dejado de mandar inmediatamente un mensaje de respuesta. A lo mejor lleva el móvil apagado, o se le ha agotado la batería. Intento convencerme a mí mismo de estas posibilidades, pero sé que ninguna de ellas es cierta.

A las dos empiezo a preocuparme. A preocuparme de verdad. Nos esperan en casa de los Hart dentro de una hora. Henri sabe que esa cena es importante para mí, y nunca me fallaría en algo así. Me meto en la ducha con la esperanza de que, cuando salga, Henri estará sentado a la mesa de la cocina, tomándose un café. Abro el grifo del agua caliente al máximo sin molestarme en abrir el de la fría. No noto nada en absoluto. Todo mi cuerpo se ha vuelto ya inmune al calor. Es como si sobre mi piel corriera agua tibia, y a decir verdad echo de menos la sensación de calor. Me gustaba darme duchas calientes, quedándome bajo el agua hasta que se terminaba, cerrando los ojos y disfrutando del chorro cayéndome sobre la cabeza y el resto del cuerpo. Esa sensación me apartaba de mi vida, me ayudaba a olvidarme por un ratito de quién y qué soy.

Cuando salgo de la ducha, abro mi armario para elegir mi mejor ropa, que no es nada del otro mundo: unos chinos, una camisa de manga larga, un suéter. Como vivimos siempre a salto de mata, el único calzado que tengo son zapatillas de correr, y se me escapa la risa de lo ridículo que me parece: es la primera vez que me río en todo el día. Voy a la habitación de Henri y miro en su armario. Tiene un par de mocasines que me vienen bien. Al ver toda su ropa, me siento más preocupado, más contrariado. Quiero pensar que simplemente está tardando más de lo que debería, pero en ese caso se habría puesto en contacto conmigo. Algo tiene que andar mal.

Me dirijo a la puerta principal, donde está sentado Bernie, mirando por la ventana. Levanta la vista hacia mí y gime. Le doy una palmadita en la cabeza y vuelvo a mi habitación. Miro la hora. Acaban de dar las tres. En el móvil no hay ningún mensaje, ningún aviso. Decido ir a casa de Sarah y, si a las cinco sigo sin saber nada de Henri, ya pensaré algo. Igual les digo que Henri está enfermo y que yo tampoco me encuentro muy bien. O que la camioneta de Henri se ha averiado y que tengo que ir a ayudarle. Si hay suerte, él aparecerá y tendremos todos una agradable cena de Acción de Gracias (será la primera vez que lo celebre, de hecho). Y si no, les pondré una excusa. No hay más remedio.

A falta de camioneta, decido correr. No creo que sude siquiera, y así llegaré más rápido de lo que haría en la camioneta. Además, debido a la fiesta, las carreteras deberían estar vacías. Me despido de Bernie diciéndole que volveré más tarde, y me pongo en marcha. Corro bordeando campos, atravesando el bosque. Me sienta bien quemar un poco de energía: me quita un poco de ansiedad. Un par de veces estoy a punto de alcanzar mi velocidad tope, que debe de ser de unos cien o ciento veinte kilómetros por hora. Me encanta la sensación del aire frío azotándome la cara, y también su sonido, que es el mismo que oigo cuando saco la cabeza por la ventanilla de la camioneta cuando vamos por una autopista. Me pregunto a qué velocidad podré correr cuando tenga veinte o veinticinco años.

Dejo de correr a unos cien metros de la casa de Sarah. No tengo la respiración agitada en absoluto. Estoy recorriendo el camino de entrada a la casa cuando veo a Sarah mirando por la ventana. Sonríe y me saluda, y abre la puerta principal en el momento en que piso el porche.

—Hola, guapetón —me dice.

Me giro y miro detrás de mí, como si se lo dijera a otra persona. Entonces la miro y le pregunto si me está hablando a mí. Eso le hace reír.

—Qué tonto eres —me dice, y me da un puñetazo en el brazo antes de tirar de mí hacia ella para darme un beso muy largo. Respiro profundamente y me llega el olor a comida: el pavo, el relleno, los boniatos, las coles de Bruselas, la tarta de calabaza.

—Qué bien huele —comento.

—Mi madre lleva todo el día cocinando.

—Ya tengo ganas de empezar.

—¿Y tu padre?

—Se le han complicado las cosas. Tardará un poco en llegar.

—¿Va todo bien?

—Sí, no pasa nada.

Entramos y me hace una visita guiada. Es una casa genial. Una residencia familiar clásica con todos los espacios comunes (el salón, el comedor, la cocina y el cuarto de estar) en la planta baja, los dormitorios en el primer piso y una buhardilla donde tiene su habitación uno de los hermanos. Cuando entramos en la de Sarah, cierra la puerta y me besa. Estoy sorprendido, y también encantado.

—Llevo todo el día deseando hacer esto —me dice en voz baja cuando se separa. Ya se va hacia la puerta cuando tiro de ella hacia mí y la beso otra vez.

—Y yo estoy deseando volver a besarte después —le susurro. Ella sonríe y me vuelve a dar un puñetazo en el brazo.

Volvemos a la planta baja y me lleva al cuarto de estar, donde sus dos hermanos mayores, que han venido de la universidad a pasar el fin de semana, están viendo un partido de fútbol americano por la tele con su padre. Me siento con ellos, y Sarah se va a la cocina para ayudar a su madre y a su hermana pequeña con la cena. Nunca me ha interesado mucho el fútbol americano. Supongo que es porque, tal como hemos vivido Henri y yo, nunca me he aficionado a nada fuera de nuestra vida. Mis principales precauciones siempre han sido intentar adaptarme al sitio donde estuviéramos, y después prepararme para viajar a otro sitio. Sus hermanos, y también su padre, han jugado en equipos de fútbol americano en el instituto, y les encanta. En el partido de hoy, uno de los hermanos y su padre apoyan a uno de los equipos, y el otro hermano, al otro. Discuten entre sí, se lanzan pullas, vitorean o protestan según lo que esté ocurriendo en el partido. Se nota que llevan años haciendo esto, seguro que toda su vida, y se lo están pasando bomba. Verlos me hace desear que Henri y yo tuviéramos algo más, aparte de mis entrenamientos y nuestra interminable sucesión de huidas, que tuviéramos una afición en común de la que pudiéramos disfrutar los dos juntos. Me hace desear tener un padre de verdad y hermanos con los que pasar el rato.

En el descanso, la madre de Sarah nos llama para cenar. Miro el móvil, y sigue sin haber nada. Antes de sentarnos, me voy al baño para intentar llamar a Henri, pero salta directamente el contestador. Son casi las cinco, y estoy empezando a alarmarme. Vuelvo a la mesa, donde ya están todos sentados. La presentación es espectacular: hay flores en el centro de la mesa, y frente a cada una de las sillas hay manteles individuales y cubiertos dispuestos de forma meticulosa. Por la parte interior de la mesa hay repartidas varias fuentes de comida, y el pavo está colocado delante del sitio del señor Hart. Justo después de sentarme, la madre de Sarah entra en el comedor. Se ha quitado el delantal y lleva una falda y un suéter muy bonitos.

—¿Sabes algo de tu padre? —me dice.

—Le acabo de llamar. Dice que… se está retrasando y que no le esperemos. Siente mucho las molestias.

El señor Hart empieza a cortar el pavo. Sarah me sonríe desde su sitio, enfrente de mí, y eso me hace sentir mejor durante medio segundo o así. Empiezan a pasar la comida, y cojo pequeñas raciones de cada cosa. No creo que vaya a poder comer mucho. Dejo el móvil cerca de mí, en mi regazo, y lo pongo en modo de vibración por si llega una llamada o un mensaje. Sin embargo, cada segundo que pasa estoy menos convencido de que las cosas vayan a salir bien, e incluso de que vuelva a ver a Henri. La idea de vivir por mi cuenta (cuando se están desarrollando mis legados, y sin nadie que me los explique ni me enseñe a usarlos), de huir solo, de esconderme solo, de buscarme la vida solo… de combatir a los mogadorianos hasta derrotarlos o hasta que me maten, me aterroriza.

La cena dura una eternidad. El tiempo transcurre lentamente otra vez. Toda la familia de Sarah me acribilla a preguntas. Nunca he estado en una situación en la que tanta gente me hiciera tantas preguntas en tan poco tiempo. Me preguntan sobre mi pasado, sobre los lugares donde he vivido, sobre Henri, sobre mi madre (que, al igual que digo siempre, murió cuando era muy pequeño). Es la única de mis respuestas que tiene el más mínimo asomo de verdad. No tengo ni idea de si mis respuestas son creíbles. El móvil me pesa una tonelada en la pierna. No vibra ni se mueve, como una losa.

Después de la cena, y antes del postre, Sarah nos pide a todos que salgamos al patio trasero para hacernos unas fotos. Mientras vamos hacia allí, me pregunta si algo va mal. Le digo que estoy preocupado por Henri. Ella intenta reconfortarme diciéndome que todo va a ir bien, pero no lo consigue. Más bien hace que me sienta peor. Intento imaginarme dónde estará y qué estará haciendo, y sólo consigo verle delante de un mogadoriano, con expresión aterrada, y sabiendo que está a punto de morir.

Cuando nos reunimos para las fotos, empiezo a sentir pánico. ¿Cómo podría ir hasta Athens? Podría correr, pero seguramente me costaría no perderme, sobre todo porque tendría que evitar las carreteras principales y las zonas transitadas. Podría coger un autobús, pero tardaría demasiado. Podría pedírselo a Sarah, pero esto requeriría un montón de explicaciones, como por ejemplo que soy un extraterrestre y que creo que Henri ha sido capturado o asesinado por alienígenas hostiles que andan buscándome para acabar conmigo. No es la mejor de las ideas.

Mientras posamos, siento una necesidad desesperada de irme, pero tengo que hacerlo sin que se enfaden Sarah y su familia. Me concentro en la cámara, mirando directamente al objetivo mientras pienso una excusa que acarree el mínimo de preguntas posibles. El pánico se ha apoderado de mí por completo. Empiezan a temblarme las manos. Las noto calientes. Las miro para asegurarme de que no están brillando. No brillan, pero cuando vuelvo a levantar la vista veo la cámara temblando en las manos de Sarah. Sé que lo estoy provocando yo, pero no tengo ni idea de cómo, ni de lo que puedo hacer para que cese. Un escalofrío me recorre la espalda. La respiración se me corta en la garganta al mismo tiempo que la lente de cristal de la cámara se resquebraja y se rompe. Sarah grita, y entonces suelta la cámara y se queda mirándola con expresión perpleja. Está boquiabierta, y los ojos se le llenan de lágrimas.

Sus padres acuden enseguida para comprobar que está bien. Yo me quedo ahí de pie, aturdido. No sé qué hacer. Siento lo de su cámara, y que Sarah se haya llevado ese disgusto, pero también estoy encantado porque está claro que mi telequinesia ha llegado. ¿Podré llegar a controlarla? Henri dará botes de alegría cuando se entere. Henri. El pánico regresa. Aprieto los puños. Tengo que irme de aquí. Tengo que encontrarle. Si los mogadorianos le han capturado, y espero que no, los mataré a todos con tal de recuperarle.

Improvisando sobre la marcha, me acerco a Sarah y la alejo de sus padres, que están examinando la cámara para averiguar qué ha ocurrido.

—Me acaba de llegar un mensaje de Henri. Lo siento muchísimo, pero tengo que irme.

Se la ve aturullada, y sus ojos saltan de mí a sus padres.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, pero tengo que irme. Me necesita.

Ella asiente y me besa con delicadeza. Espero que no sea por última vez.

Doy las gracias a sus padres y a sus hermanos y hermana, y me voy antes de que puedan hacerme más preguntas de la cuenta. Atravieso la casa hacia la puerta principal, y en cuanto salgo por ella, echo a correr. Tomo la misma ruta que he seguido antes para llegar a casa de Sarah. Me mantengo alejado de las carreteras principales, y corro entre los árboles. Pocos minutos después, ya estoy de vuelta. Oigo a Bernie Kosar arañando la puerta mientras me acerco por el camino de entrada a toda velocidad. Está muy nervioso, como si percibiera que algo anda mal.

Subo directamente a mi habitación y saco de mi mochila el papel con el teléfono y la dirección que me ha dado Henri antes de irse. Marco el número. Se pone en marcha una grabación: «El número que ha marcado se encuentra desconectado o fuera de servicio». Miro de nuevo el papel y vuelvo a marcar el número. La misma grabación.

—¡Mierda! —grito. Doy una patada a una silla, que sale volando por la cocina hasta caer en el salón.

Entro en mi habitación. Salgo de ella. Vuelvo a entrar. Miro fijamente la imagen del espejo. Tengo los ojos rojos; han brotado lágrimas, pero ninguna llega a caer. Me tiemblan las manos. Me consume el sentimiento de rabia y furia, y el temor horrible de que Henri esté muerto. Cierro los ojos con fuerza y comprimo toda la furia en el fondo de mi estómago. Suelto un grito, presa de un arrebato súbito, y entonces abro los ojos y lanzo las manos hacia el cristal, que se rompe a pesar de estar a tres metros de distancia. Me quedo allí plantado, mirándolo. El espejo en sí sigue fijado a la pared. Lo que ha ocurrido en casa de Sarah no ha sido fortuito.

Miro los trozos de cristal del suelo. Extiendo una mano frente a mí y, concentrándome en un fragmento concreto, intento moverlo. Mantengo una respiración pausada, pero todo el miedo y toda la rabia siguen dentro de mí. No, miedo es una palabra demasiado simple. Terror. Eso es lo que siento.

El fragmento no se mueve al principio, pero al cabo de quince segundos empieza a temblar. Primero lentamente, después más rápido. Y entonces recuerdo algo. Henri dijo que suelen ser las emociones las que desencadenan los legados. Seguro que es eso lo que está ocurriendo ahora. Me esfuerzo por levantar el fragmento. Grandes gotas de sudor aparecen en mi frente. Me concentro en todo lo que tengo y en todo lo que soy, a pesar de lo que está sucediendo. Respirar es una agonía. Muy, muy lentamente, el fragmento de cristal empieza a levantarse. Un centímetro. Dos. Ya está a un palmo del suelo y sigue ascendiendo, mientras sigo con el brazo derecho extendido, moviéndolo con el fragmento hasta dejarlo suspendido a la altura de los ojos. Lo mantengo ahí. «Ojalá Henri pudiera ver esto», pienso. Y acto seguido, más fuertes que la alegría de mi nuevo descubrimiento, el pánico y el miedo regresan. Miro el fragmento, y la forma en que refleja los paneles de madera de la pared, que se ve vieja y quebradiza a través del cristal. Madera. Vieja y quebradiza. Abro los ojos de par en par, mucho más de lo que los he abierto en toda mi vida.

«¡El Cofre!».

Henri lo había dicho: «Sólo podemos abrirlo los dos juntos. A menos que muera yo; en ese caso, podrías abrirlo tú solo».

Dejo caer la esquirla y salgo pitando de mi habitación para entrar en la de Henri. El Cofre sigue en el suelo, al lado de su cama. Lo cojo, corro a la cocina y lo dejo encima de la mesa. El candado con forma de emblema lórico parece estar a la espera, mirándome.

Me siento a la mesa y miro fijamente el candado. El labio me tiembla. Intento calmar la respiración, pero no sirve de nada; mi pecho sube y baja como si acabara de terminar una carrera de quince kilómetros. Tengo miedo de sentir un clic al manipularlo. Inspiro profundamente y cierro los ojos.

—No te abras, por favor —digo.

Agarro el candado y lo aprieto con todas mis fuerzas, con la respiración contenida, la visión borrosa, los músculos del antebrazo flexionados en tensión. Esperando el clic. Sujetando el candado y esperando el clic.

Pero no hay clic.

Lo suelto y me desplomo en la silla, sujetándome la cabeza con las manos. Un pequeño rayo de esperanza. Me paso las manos por el pelo y me levanto. Sobre la encimera, a un metro y medio de distancia, hay una cuchara sucia. Me concentro en ella, trazando un arco con la mano frente a mi cuerpo, y la cuchara empieza a volar. Henri estaría muy contento. «Henri —pienso—, ¿dónde estás? En alguna parte, y todavía vivo. Y yo voy a encontrarte».

Marco el número de Sam, el único amigo que he hecho en Paradise aparte de Sarah, el único amigo que he tenido, para ser sinceros. Contesta al segundo toque.

—¿Sí?

Cierro los ojos y me aprieto el puente de la nariz con dos dedos. Tomo una profunda bocanada de aire. Vuelvo a temblar, suponiendo que haya dejado de hacerlo en algún momento.

—¿Sí? —repite él.

—Sam.

—Hola —dice, y entonces añade—: Vaya voz de ultratumba tienes. ¿Estás bien?

—No. Necesito tu ayuda.

—¿Qué? Pero ¿qué ha pasado?

—¿Crees que tu madre podría traerte aquí?

—No está en casa. Hoy tiene guardia en el hospital porque los días festivos le pagan el doble. ¿Qué es lo que pasa?

—Las cosas están mal, Sam. Y necesito ayuda.

Otro silencio, y entonces Sam dice:

—Iré tan rápido como pueda.

—¿Estás seguro?

—Nos vemos ahora.

Cierro el móvil y apoyo la cabeza en la mesa. Athens, Ohio. Es allí donde está Henri. De algún modo, como sea, es allí adonde tengo que ir.

Y tengo que llegar cuanto antes.