CAPÍTULO DIECISIETE

AL DÍA SIGUIENTE ME LEVANTO MÁS temprano de lo habitual, me arrastro fuera de la cama y cuando salgo de la habitación me encuentro con Henri, sentado a la mesa, observando los periódicos con el portátil abierto. El sol todavía no ha salido y la casa está a oscuras, de modo que la única luz que hay en la cocina viene de la pantalla del ordenador.

—¿Alguna novedad?

—Pues no, la verdad.

Enciendo la luz de la cocina. Bernie Kosar está arañando la puerta de la calle. La abro, y sale disparado hacia el jardín a hacer su patrulla, como hace todas las mañanas, con la cabeza levantada, recorriendo al trote el perímetro de la casa en busca de cualquier cosa sospechosa y olisqueando aparentemente al azar. Una vez ha comprobado que todo está en su sitio, corre hacia el bosque y desaparece.

Sobre la mesa hay dos ejemplares de Están entre nosotros: el original y una fotocopia que ha hecho Henri para quedársela. Entre las dos revistas hay una lupa.

—¿Has visto algo interesante en el original?

—No.

—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunto.

—Bueno, he tenido un poco de suerte. He hecho búsquedas cruzadas de otros artículos de la revista y he conseguido algunos resultados, uno de los cuales me ha llevado al sitio web personal de un hombre. Le he mandado un mensaje de correo electrónico.

Me quedo mirando a Henri, asombrado.

—No te preocupes —me dice—. No pueden rastrear los mensajes. Tal como yo los mando, no.

—¿Y cómo los mandas?

—Los redirijo por varios servidores de ciudades de varias partes del mundo, de modo que la ubicación original se pierde por el camino.

—Impresionante.

Bernie Kosar rasca la puerta y le dejo entrar. El reloj del microondas marca las 5.59. Tengo dos horas antes de que empiecen las clases.

—¿Tú crees que nos conviene indagar en todo esto? —pregunto—. Porque, ¿y si es una trampa? ¿Y si están intentando sacarnos de nuestro escondite?

Henri asiente, diciendo:

—En realidad, si el artículo hubiera dicho algo acerca de nosotros, eso me habría hecho pensarlo dos veces. Pero no decía nada. Sólo hablaba de que quieren invadir la Tierra, igual que hicieron con Lorien. Todavía hay muchas cosas que no sabemos. Tenías razón cuando dijiste hace un par de semanas que nos derrotaron con demasiada facilidad. ¿Por qué fue así? No me lo explico. Tampoco me explico todo lo que rodea a la desaparición de los Ancianos. Ahora me escama incluso que pudiéramos sacaros a ti y a los demás niños de Lorien, cosa que nunca me había planteado. Y aunque has visto lo que sucedió (y yo también he tenido esas visiones), siguen faltando piezas del rompecabezas. Si conseguimos volver un día, me parece fundamental que sepamos lo que pasó para evitar que vuelva a ocurrir. Ya conoces el dicho: quien no conoce la historia, está condenado a repetirla. Y, si se repite, la amenaza será el doble de grande.

—Muy bien —le digo—. Pero, por lo que dijiste el sábado por la noche, la posibilidad de que volvamos es más pequeña cada día que pasa. Teniendo en cuenta eso, ¿crees que merece la pena?

Henri se encoge de hombros.

—Sigue habiendo otros cinco en alguna parte. Tal vez hayan recibido sus legados. Podría ser que los tuyos se estén retrasando, nada más. Creo que hay que prever todas las posibilidades.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—Hacer una llamada, eso es todo. Tengo curiosidad por oír qué es lo que sabe esta persona. Me pregunto qué es lo que le impidió hacer un seguimiento. Hay dos posibilidades: o no encontró más información y perdió interés en la noticia, o alguien intervino cuando se publicó el primer artículo.

—Bueno, pero ten cuidado —suspiro.

Me pongo un pantalón deportivo, dos camisetas y una sudadera encima, me ato las zapatillas y me levanto para hacer unos estiramientos. Luego meto en la mochila la ropa que voy a llevar en el instituto y también una toalla, una pastilla de jabón y un botecito de champú para poder ducharme cuando llegue. A partir de ahora iré corriendo al instituto todas las mañanas. Por lo visto, Henri cree que un poco más de ejercicio será útil para mi entrenamiento, pero el verdadero motivo es que guarda la esperanza de que eso acelere la transformación de mi cuerpo y despierte los legados de su letargo, si es que están dormidos.

Bajo la vista hacia Bernie Kosar y le digo:

—¿Quieres correr conmigo, eh? ¿Quieres correr conmigo?

Él empieza a menear el rabo y a correr en círculos.

—Nos vemos después de las clases —digo a Henri.

—Que lo pases bien corriendo —contesta él—. Ten cuidado con los coches.

Salimos por la puerta y nos recibe un aire fresco y vigorizante. Bernie Kosar da unos cuantos ladridos de emoción. Empiezo a correr a un ritmo pausado por el camino de entrada y la carretera de gravilla, con el perro trotando detrás de mí como esperaba que hiciera. Tardo medio kilómetro en entrar en calor.

—¿Estás listo para subir el listón, chico?

Bernie Kosar no me presta mucha atención, sino que sigue trotando a mi lado con la lengua fuera, más feliz que unas castañuelas.

—Está bien, pues. Allá vamos.

Pongo la quinta marcha y empiezo a acelerar, y al poco rato estoy corriendo a tope. Bernie Kosar se queda rezagado. Miro detrás de mí y le veo galopando tan rápido como puede, y sin embargo le estoy dejando atrás. El viento pasando entre el pelo, los árboles difuminándose a mi lado, son sensaciones fenomenales. De pronto, Bernie Kosar se lanza hacia el bosque y desaparece de mi vista. Me pregunto si debería parar y esperarle. Entonces me doy la vuelta y veo a Bernie Kosar saliendo de un salto del bosque, tres metros delante de mí. Bajo la vista hacia el perro y él me devuelve la mirada, con la lengua a un lado y los ojos llenos de entusiasmo.

—Eres un perro raro, ¿lo sabías?

Cinco minutos después, el instituto se divisa a lo lejos. Hago un sprint final para recorrer el medio kilómetro que queda. Dispuesto a quemar los últimos cartuchos, corro al máximo, porque es tan temprano que no hay nadie por los alrededores que pueda verme. Al llegar, entrelazo las manos y apoyo la nuca en ellas mientras recupero el aliento. Bernie Kosar llega treinta segundos después y se sienta a mi lado, mirándome. Me agacho y le acaricio.

—Bien hecho, amiguito. Creo que ya hemos creado un nuevo ritual matutino.

Me quito la mochila, abro la cremallera, saco un paquete con algunas tiras de beicon y se las doy. Bernie Kosar las engulle en un santiamén.

—Bueno, chico, yo tengo que entrar. Vuelve a casa con Henri.

Él me observa un segundo y después se aleja al trote, en dirección a casa. Su capacidad de comprensión me deja atónito. Entonces me giro hacia el edificio y me voy directo hacia las duchas.

Soy la segunda persona en llegar a la clase de astronomía. Sam ha sido el primero, y está sentado en su lugar habitual, al fondo del aula.

—Anda —le digo—. No llevas gafas. ¿Y eso?

—He pensado en lo que me has dicho —responde, encogiéndose de hombros—. Seguramente es una tontería llevarlas.

Me siento a su lado y sonrío. Me cuesta imaginar que un día me acostumbraré a sus ojos pequeñitos. Le devuelvo el número de Están entre nosotros, y él lo mete dentro de su mochila. Junto dos dedos en forma de pistola y le apunto con ellos.

—¡Bang! —digo.

Él se echa a reír, y yo también. Ninguno de los dos puede parar. Cada vez que uno empieza a calmarse, el otro se ríe, y vuelta a empezar. La gente se nos queda mirando cuando entra. Entonces aparece Sarah, que entra sola en clase. Camina hacia nosotros con expresión perpleja y se sienta en el sitio que queda a mi otro lado.

—¿De qué os estáis riendo?

—Ni yo mismo lo sé —respondo, y nos reímos un poco más.

Mark es la última persona en llegar. Se sienta en su sitio de siempre, pero hoy no es Sarah la que se sienta a su lado, sino otra chica. Creo que es una alumna de cuarto. Sarah me coge la mano por debajo de la mesa.

—Tengo que contarte una cosa —me dice.

—¿Qué?

—Ya sé que es un poco precipitado, pero mis padres quieren invitaros a ti y a tu padre mañana, a la cena de Acción de Gracias.

—Vaya, eso sería genial. Tendré que preguntarlo, pero sé que no tenemos planes, o sea que la respuesta va a ser que sí.

—Qué bien —dice ella, sonriendo.

—Como sólo somos dos, normalmente ni siquiera celebramos el Día de Acción de Gracias.

—Pues nosotros lo celebramos por todo lo alto. Y mis dos hermanos vendrán a vernos desde la universidad. Tienen ganas de conocerte.

—¿Les has hablado de mí?

—¿Tú qué crees?

La profesora entra en ese momento en el aula. Sarah me lanza un guiño, y empezamos a tomar apuntes.

Henri me espera a la salida como de costumbre. Bernie Kosar, que estaba instalado en el asiento del acompañante, meneando el rabo, se lanza hacia la puerta de la camioneta en cuanto me ve. Me meto dentro con ellos.

—Athens —anuncia Henri.

—¿Atenas?

—Athens, Ohio.

—¿Y eso?

—Es donde se escribe e imprime Están entre nosotros. Y también envían la revista desde allí.

—¿Cómo te has enterado?

—Tengo mis métodos. —Me quedo mirándolo—. Vale, vale. He tenido que enviar tres mensajes y hacer cinco llamadas, pero ya tengo el número —me explica, escrutándome con la mirada—. Lo que quiero decir es que no ha sido muy difícil de averiguar, haciendo un pequeño esfuerzo.

Asiento. Comprendo lo que quiere decir con eso. Los mogadorianos lo habrían averiguado con la misma facilidad que él. Y eso significa, naturalmente, que la balanza se inclina ahora en favor de la segunda posibilidad de Henri: que alguien se puso en contacto con el responsable de la revista antes de que pudiera ampliar la noticia.

—¿Está lejos Athens?

—A dos horas en coche.

—¿Vas a ir?

—Espero que no. Primero pienso llamar.

Cuando llegamos a casa, Henri coge enseguida el teléfono y se sienta a la mesa de la cocina. Yo tomo asiento frente a él y escucho.

—Sí, llamaba para preguntar por un artículo que salió en el número del mes pasado de Están entre nosotros.

Una voz grave contesta al otro lado. No oigo lo que dice. Henri sonríe.

—Sí —dice, y hace una pausa—. No, no soy un suscriptor. Pero un amigo mío sí que lo es. —Otra pausa—. No, gracias. —Asiente con la cabeza y explica—: Bueno, tenía curiosidad por el artículo que escribieron sobre los mogadorianos. En el número de este mes no viene más información, como se anunció.

Me acerco y me esfuerzo por escuchar, con el cuerpo tenso y rígido. Cuando llega la respuesta, se oye temblorosa, alterada. Después, la línea se interrumpe.

—¿Oiga?

Henri separa el auricular de la oreja, lo mira y se lo acerca otra vez.

—¿Oiga? —repite.

Entonces, cuelga el teléfono y lo deja sobre la mesa. Me mira y me dice:

—Ha dicho: «No vuelva a llamar a este número». Y después me ha colgado.