CAPÍTULO QUINCE

LA PRIMERA NEVADA LLEGA DOS SEMANAS después. Cuatro copos de nieve, lo justo para dejar un fino glaseado sobre la camioneta. Justo después de Halloween, cuando el cristal lórico hubo extendido el lumen por todo mi cuerpo, Henri empezó a entrenarme de verdad. Desde entonces, hemos trabajado cada día sin falta, desafiando el frío, la lluvia y ahora la nieve. Aunque no lo dice, creo que está impaciente por verme preparado. Los primeros síntomas fueron las miradas de desconcierto, arrugando las cejas mientras se mordía el labio inferior, seguidas de los profundos suspiros y posteriormente las noches en vela, en las que tumbado despierto en la cama oigo el crujido de los tablones del suelo bajo sus pies, hasta llegar al punto en el que estamos ahora, marcado por una profunda desesperación en la voz tensa de Henri.

Estamos de pie en el patio trasero, frente a frente, a tres metros de distancia el uno del otro.

—Hoy no tengo el cuerpo para esto, la verdad —le digo.

—Ya sé que no, pero tenemos que hacerlo de todos modos.

Suspiro y miro la hora. Son las cuatro de la tarde.

—Sarah llegará a las seis.

—Por eso mismo tenemos que darnos prisa —replica Henri. Tiene una pelota de tenis en cada mano—. ¿Estás listo? —pregunta.

—Tan listo como pueda estar.

Entonces, lanza la primera pelota al aire con fuerza. Cuando llega a su punto más alto, intento invocar un poder profundo de mi interior para evitar que caiga. No sé cómo Henri espera que lo haga pero, según él, tengo que ser capaz de hacerlo, con tiempo y práctica. Todos los guardianes desarrollamos el poder de mover objetos con la mente. Telequinesia. Y en lugar de dejar que lo descubra por mí mismo (como ocurrió con las manos) Henri parece empeñado en sacar este poder de la recóndita cueva donde debe de estar hibernando.

La pelota cae del mismo modo que lo han hecho las miles de pelotas anteriores sin excepción: dando dos botes en el suelo hasta detenerse en el césped cubierto de nieve.

Dejo escapar un profundo suspiro.

—Hoy no me viene.

—Otra vez —insiste Henri.

Dicho esto, lanza la segunda pelota. Intento moverla, pararla, y siento todo mi interior esforzándose por mover la dichosa bola aunque sea un solo centímetro a la derecha o a la izquierda, pero no hay suerte, y cae al suelo otra vez. Bernie Kosar, que está observándonos, se acerca a ella, la recoge y se aleja.

—Vendrá cuando sea el momento —digo.

Henri niega con la cabeza. Los músculos de su mandíbula están apretados. Su genio e impaciencia están empezando a exasperarme. Observa a Bernie Kosar trotando con la pelota en la boca, y entonces suspira.

—¿Qué? —pregunto.

Él vuelve a menear la cabeza, diciendo:

—Sigamos intentándolo.

Acto seguido, camina hacia la otra pelota, la recoge y la arroja con fuerza al aire. Intento detenerla pero, cómo no, se cae sin más.

—Tal vez mañana —apunto.

Henri asiente y baja la vista al suelo.

—Tal vez mañana.

Cuando termina el entrenamiento, estoy cubierto de sudor, barro y nieve derretida. Henri me ha exigido más de lo habitual hoy, y me ha tratado con una agresividad que sólo puede deberse al pánico. Además de las prácticas de telequinesia, la mayor parte de la sesión ha consistido en ejercitar técnicas de combate (lucha cuerpo a cuerpo, lucha libre, artes marciales variadas), seguidas de elementos de control (concentración bajo presión, autodominio, cómo detectar el miedo en los ojos de un adversario para después explotarlo). Pero no ha sido el duro entrenamiento de Henri lo que me desesperaba, sino la mirada de sus ojos: una mirada abatida, salpicada de miedo, angustia, decepción. No sé si sólo está preocupado por mis avances o si es algo más profundo, pero estas sesiones están volviéndose muy agotadoras, no tanto física como emocionalmente.

Sarah llega puntual. Cuando la veo acercarse al porche de la entrada, salgo a recibirla y le doy un beso. Cojo su abrigo y lo cuelgo cuando ya estamos dentro. Falta una semana para los controles de economía doméstica, y ella me ha propuesto preparar el plato antes de que tengamos que hacerlo en clase. En cuanto empezamos a cocinar, Henri coge su chaqueta y sale a dar un paseo. Se lleva a Bernie Kosar, y me alegra que nos quedemos solos. Preparamos pechugas de pollo al horno con patatas, acompañadas de verduras al vapor, y el plato nos sale mucho mejor de lo que esperaba. Cuando terminamos, los tres nos sentamos y comemos juntos. Henri se pasa casi todo el rato callado. Sarah y yo rompemos el incómodo silencio con una charla superficial acerca de las clases y de los planes de ir juntos al cine el sábado siguiente. Henri no levanta la vista de su plato excepto para alabar la exquisitez de la comida.

Después de la cena, Sarah y yo lavamos los platos y nos retiramos al sofá. Sarah ha traído una película y la vemos en nuestra pequeña tele, pero Henri se queda mirando por la ventana con la mirada perdida. A media película se levanta con un suspiro y sale afuera. Sarah y yo le observamos salir. Estamos cogidos de la mano, y ella tiene la cabeza apoyada en mi hombro. Bernie Kosar está recostado al lado de ella con la cabeza en su regazo, y hemos echado una manta encima de los dos. El tiempo fuera es frío e inclemente, pero en nuestro salón el ambiente es cálido y agradable.

—¿Está bien tu padre? —pregunta Sarah.

—No lo sé. Últimamente está raro.

—Estaba muy callado durante la cena.

—Sí, voy a ver qué le pasa. Ahora vuelvo.

Sigo a Henri afuera. Está de pie en el porche, mirando hacia la oscuridad.

—Dime, ¿qué es lo que pasa? —le pregunto.

Él levanta la vista, como para contemplar las estrellas.

—Algo va mal —dice.

—¿Por qué lo dices?

—No te va a gustar.

—Dímelo de todos modos.

—No sé cuánto tiempo más podremos quedarnos aquí. No me siento a salvo.

Siento que se me cae el alma a los pies, y me quedo callado.

—Están frenéticos, y me parece que se están acercando —prosigue él—. Puedo sentirlo. Creo que no estamos seguros aquí.

—No quiero irme.

—Sabía que me dirías eso.

—Nos hemos mantenido ocultos.

Henri me mira alzando una ceja.

—No es por contradecirte, John, pero no me parece que te hayas mantenido en la sombra precisamente.

—En lo que importa, sí.

Él asiente, diciendo:

—Puede que no tardemos en averiguarlo.

Entonces camina hasta el borde del porche y apoya las manos en la barandilla. Me coloco a su lado. Empiezan a caer nuevos copos de nieve, como espolvoreados por un tamiz, y las destellantes motas blancas rompen la oscuridad de la noche.

—Y eso no es todo —añade Henri.

—Me lo suponía.

—Ya deberías haber desarrollado la telequinesia —dice con un suspiro—. Casi siempre se manifiesta junto con el primer legado. Muy pocas veces aparece después, y en ese caso no pasa más de una semana.

Le miro atentamente. Sus ojos están llenos de inquietud, y unas arrugas de preocupación atraviesan toda su frente.

—Vuestros legados proceden de Lorien. Siempre ha sido así.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—No sé lo que podemos esperar de ahora en adelante —dice, y hace una pausa antes de proseguir—: Puesto que ya no estamos en el planeta, puede que el resto de tus legados no aparezcan nunca. Y, en ese caso, no tenemos ninguna posibilidad de hacer frente a los mogadorianos, y mucho menos de vencerlos. Y, si no podemos vencerlos, ya nunca podremos regresar.

Observo la nevada, incapaz de decidir si debería estar preocupado o aliviado, porque tal vez eso pondría fin a nuestros traslados y podríamos instalarnos de una vez por todas. Henri señala las estrellas.

—Ahí mismo —dice—. Ahí mismo está Lorien.

Por supuesto, sé perfectamente dónde está Lorien sin que tengan que decírmelo. Hay una cierta atracción, un cierto modo en que mis ojos siempre gravitan hacia el lugar donde, a miles de millones de kilómetros de distancia, se encuentra mi planeta. Intento tocar un copo de nieve con la punta de la lengua, y entonces cierro los ojos e inspiro el frío aire. Cuando los abro, me vuelvo hacia atrás y veo a Sarah al otro lado de la ventana. Está sentada sobre sus piernas, y tiene la cabeza de Bernie Kosar todavía en su regazo.

—¿Te has planteado alguna vez instalarte aquí, mandar al cuerno a Lorien y empezar una vida nueva en la Tierra? —pregunto a Henri.

—Nos fuimos cuando eras muy pequeño. No debes de acordarte mucho de Lorien, ¿verdad?

—La verdad es que no —contesto—. De vez en cuando me llegan retazos. Aunque no puedo decir a ciencia cierta si son cosas que recuerdo o cosas que he visto en mis entrenamientos.

—Seguro que no pensarías esas cosas si te acordaras.

—Pero no me acuerdo. ¿No se reduce a eso en definitiva?

—Puede ser —dice él—. Pero, tanto si quieres volver como si no, los mogadorianos no van a dejar de buscarte. Y si nos confiamos y nos instalamos, puedes estar seguro de que nos encontrarán. Y, en cuanto lo hagan, nos matarán a los dos. Es imposible cambiar eso. Imposible.

Sé que tiene razón. De algún modo, igual que Henri, puedo notarlo en los huesos. Lo siento en mitad de la noche cuando se me ponen de punta los pelos de los brazos, cuando un ligero estremecimiento trepa por mi columna vertebral aunque no tenga frío.

—¿Alguna vez has lamentado quedarte tanto tiempo a mi lado?

—No, ¿por qué iba a lamentarlo?

—Porque no tenemos a dónde volver. Tu familia está muerta. Y la mía también. En Lorien no queda nada en pie. Si no fuese por mí, podrías crear fácilmente una identidad nueva y pasar el resto de tus días integrándote en algún lugar. Podrías tener amigos, e incluso volver a enamorarte.

Henri se ríe, diciendo:

—Ya estoy enamorado. Y lo seguiré estando hasta el día que me muera. No espero que lo comprendas. Lorien se ve diferente desde la Tierra.

Dejo escapar un suspiro de exasperación.

—Pero aun así, podrías integrarte en algún lugar.

—Ya me integro en un lugar. Me estoy integrando en Paradise, Ohio, ahora mismo, contigo.

Meneo la cabeza de lado a lado.

—Ya sabes lo que quiero decir, Henri.

—¿Qué es lo que crees que me pierdo?

—Una vida que vivir.

—Tú eres mi vida, hijo. Tú y mis recuerdos sois mi único vínculo con el pasado. Sin ti, no tengo nada. Es la pura verdad.

Justo entonces, la puerta se abre detrás de nosotros. Bernie Kosar llega al trote, seguido de Sarah, que está en la entrada, medio cuerpo fuera y medio dentro.

—¿Vais a dejarme solita viendo la película o qué? —pregunta.

Henri le sonríe.

—Nunca se me pasaría por la cabeza algo así —responde.

Después de ver la peli, Henri y yo llevamos a Sarah a su casa. Cuando llegamos, la acompaño hasta la puerta y nos quedamos en la escalinata de entrada, sonriéndonos. Le doy un beso de buenas noches, un beso muy largo, mientras cubro suavemente sus manos con las mías.

—Hasta mañana —me dice, dándome un apretón en las manos.

—Dulces sueños.

Regreso andando a la camioneta. Henri la conduce fuera del camino de entrada a la casa de Sarah y emprende el camino de vuelta. No puedo evitar un sentimiento de temor al recordar las palabras de Henri de cuando me recogió después de mi primer día de clase: «No olvides que puede ser que tengamos que irnos en cualquier momento». Sé que tiene razón, pero nunca antes había sentido algo así por nadie. Cuando ella y yo estamos juntos es como si estuviera flotando en el aire, y me horrorizan los momentos que tenemos que pasar separados, como ahora, a pesar de haber estado las dos últimas horas con ella. Con Sarah, hay una razón diferente para huir, para escondernos, un motivo que trasciende la mera supervivencia. Un motivo para ganar. Y me aterroriza saber que por estar con ella estoy poniendo su vida en peligro.

Cuando volvemos, Henri entra en su habitación y sale con el Cofre en la mano, que deja en la mesa de la cocina.

—¿Va en serio? —pregunto.

Él asiente y responde:

—Aquí dentro hay una cosa que hace años que quiero enseñarte.

Estoy impaciente por ver qué más hay en el Cofre. Abrimos juntos el candado, y él levanta la tapa de tal forma que no puedo mirar lo que hay dentro. Henri saca una bolsa de terciopelo, cierra el Cofre y vuelve a echarle el candado.

—Esto no forma parte de tu legado, pero la última vez que abrimos el Cofre, lo metí dentro porque tenía un mal presentimiento. Si los mogadorianos nos atrapan, nunca podrán abrirlo —dice, señalando el Cofre.

—Entonces, ¿qué hay en la bolsa?

—El sistema solar —responde.

—Si no forma parte de mi legado, ¿por qué nunca me has dejado verlo?

—Porque tenías que desarrollar un legado para poder activarlo.

Después de despejar la mesa de la cocina, se sienta enfrente de mí con la bolsa en su regazo. Percibe mi entusiasmo y me sonríe. Entonces, mete la mano en la bolsa y saca de ella siete bolas de cristal de diversos tamaños. Ahueca las manos, se las acerca a la cara y sopla sobre las esferas. De su interior surgen unos minúsculos destellos. Después, las lanza al aire y parecen cobrar vida de pronto, suspendidas sobre la mesa. Las bolas de cristal son una réplica de nuestro sistema solar. La mayor de ellas (el sol de Lorien) es del tamaño de una naranja y flota en el centro, emitiendo la misma cantidad de luz que una bombilla, aunque tiene el aspecto de una esfera de lava. Las demás bolas orbitan a su alrededor. Las que están más cerca del sol se mueven más rápido, mientras que las que están más lejos se mueven de forma imperceptible. Todas ellas giran sobre sí mismas, con sus días y sus noches sucediéndose a gran velocidad. La cuarta esfera contando a partir del sol es Lorien. Observamos su movimiento, mientras su superficie empieza a formarse. Tiene el tamaño de una pelota de ráquetbol. La réplica no puede ser a escala porque, en realidad, Lorien es muchísimo más pequeño que nuestro sol.

—¿Qué estamos viendo? —pregunto.

—La bola está adquiriendo exactamente la misma forma que tiene Lorien en este momento.

—¿Cómo es posible algo así?

—Es un lugar especial, John. En su mismo centro hay una magia muy antigua. De allí proceden tus legados. Es lo que otorga vida y realidad a los objetos que contiene tu herencia.

—Pero si acabas de decir que esto no forma parte de mi legado.

—No, pero proviene del mismo sitio.

Se forman estriaciones, surgen montañas, profundas grietas recortan la superficie de los lugares donde sé que antes había ríos. Y de repente el proceso se interrumpe. Busco algún tipo de color, algún movimiento, algún viento que recorra el terreno, pero no hay nada. El paisaje entero es un páramo monocromático gris y negro. No sé qué deseaba ver, qué había esperado. Cierto movimiento, un atisbo de fertilidad. Mi ánimo decae. Después, la superficie se aclara de forma que podemos ver a través de ella, y en el núcleo mismo de la esfera empieza a formarse un leve resplandor. Se enciende y atenúa, y luego se enciende otra vez, como si reprodujera el latido de un animal dormido.

—¿Qué es esto? —pregunto.

—El planeta todavía vive y respira. Se ha replegado sobre sí mismo, esperando su momento. Hibernando, por así decirlo. Pero un día despertará.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Por este pequeño fulgor de aquí. Es la esperanza, John.

Observo la esfera. Me produce un extraño placer ver su fulgor. Intentaron borrar nuestra civilización, el propio planeta, y sin embargo aún respira. «Sí —pienso—, siempre hay esperanza, como Henri no deja de decir».

—Y eso no es todo.

Henri se levanta y, cuando chasquea los dedos, los planetas dejan de moverse. Entonces acerca su cara a pocos centímetros de Lorien, ahueca las manos en torno a la boca y exhala de nuevo hacia el planeta. Trazas verdes y azules recorren la esfera de punta a punta, pero se evaporan casi al mismo tiempo que el vapor de la respiración de Henri.

—¿Qué has hecho?

—Ilumínalo con las manos —me dice.

Las enciendo y, al posarlas sobre la esfera, vuelven las trazas verdes y azules, sólo que esta vez se mantienen mientras mis manos proyectan luz sobre ellas.

—Es el aspecto que tenía Lorien el día antes de la invasión. Fíjate en lo hermoso que era. A veces hasta yo me olvido.

Ciertamente, es hermoso. Todo es verde y azul, exuberante y frondoso. La vegetación parece mecerse bajo corrientes de aire que de algún modo yo también siento. Unas leves ondulaciones aparecen en el agua. El planeta está verdaderamente vivo, floreciente. Pero entonces apago la luz de mis manos y todo vuelve a desvanecerse, a recuperar sus tonos grises.

Henri señala un punto de la superficie de la esfera.

—Justo aquí es de donde despegamos el día de la invasión —dice. Desplazando el dedo un centímetro, añade—: Y aquí es donde estaba el Museo de Exploración de Lorien.

Asiento y miro el punto que está señalando. Más grises.

—¿Qué tienen que ver los museos con nada de esto? —pregunto, sentándome de nuevo en la silla. Es difícil ver todo esto sin entristecerse.

Henri vuelve la vista hacia mí y responde:

—He estado pensando mucho en lo que has visto.

—Ajá —digo, animándole a seguir hablando.

—Era un museo enorme, dedicado por completo a la evolución del viaje interestelar. Una de las alas del edificio exponía cohetes primitivos de miles de años de antigüedad. Eran unas aeronaves que utilizaban un tipo de combustible que sólo se conocía en Lorien —me explica, y entonces se interrumpe, volviendo a mirar la pequeña bola de cristal suspendida a pocos palmos de la mesa de la cocina—. Por eso, si lo que viste sucedió en realidad, si una segunda nave consiguió despegar y escapar de Lorien en el punto álgido de la guerra, tuvo que haberse alojado en el museo espacial. No hay otra explicación posible. Sin embargo, todavía me cuesta creer que pudiera funcionar, o en todo caso que pudiera haber llegado muy lejos.

—Si no pudo haber llegado lejos, ¿por qué sigues dándole vueltas?

—En realidad, no estoy muy seguro —dice Henri, meneando la cabeza—. A lo mejor es porque no sería la primera vez que me equivoco, porque me gustaría estar equivocado ahora. Y, en fin, si la nave hubiese ido a parar a algún lado, habría sido a la Tierra, el planeta habitado más cercano aparte de Mogador. Pero estaríamos asumiendo que había vida en ella, que no sólo contenía artefactos, o bien que no estaba simplemente vacía, con el objetivo de despistar a los mogadorianos. Pero creo que debía de haber por lo menos un lórico pilotando la nave porque, como ya debes de saber, los vehículos de este tipo no podían volar solos.

Otra noche en blanco. Estoy delante del espejo, sin camisa, mirándolo fijamente con las dos luces de las manos encendidas.

«No sé lo que podemos esperar de ahora en adelante», ha dicho hoy Henri. La luz en el núcleo de Lorien sigue encendida, y los objetos que hemos traído desde allí todavía funcionan, así que ¿por qué debería haber terminado la magia del planeta? ¿Y los demás, estarán topándose con los mismos problemas? ¿Se habrán quedado sin sus legados?

Flexiono los músculos delante del espejo y después doy un puñetazo al aire, deseando que el cristal se rompa, o que suene un golpe en la puerta. Pero no ocurre nada, y me quedo ahí plantado como un idiota, semidesnudo, boxeando conmigo mismo mientras Bernie Kosar me observa desde la cama. Es casi medianoche, pero no estoy nada cansado. El perro salta de la cama, se sienta a mi lado y contempla mi reflejo. Le sonrío, y él menea la cola.

—¿Y tú, tienes algún poder especial? —pregunto a Bernie Kosar—. ¿Eres un superperro? ¿Quieres que vuelva a ponerte la capa para que puedas volar por los aires?

Él sigue meneando el rabo y rascando el suelo, sin dejar de mirarme con expectación. Le levanto y, sosteniéndolo por encima de mi cabeza, le hago volar por la habitación.

—¡Miren, es Bernie Kosar, el prodigioso superperro!

Cuando empieza a retorcerse para soltarse, lo dejo sobre la cama. Entonces se deja caer de lado, con la cola martilleando el colchón.

—En fin, amiguito, uno de los dos debería tener superpoderes. Y no parece que vaya a ser yo. A menos que pueda volver a la Edad Media y prestar mi luz al mundo, está visto que no sirvo para gran cosa.

Bernie Kosar se revuelca sobre el lomo y me mira fijamente con los ojos muy abiertos, deseando que le rasque la barriga.