CAPÍTULO CATORCE
KEVIN SALE DE ENTRE LOS ÁRBOLES, disfrazado de momia. Es él quien me ha placado. Las luces le han aturdido, y se le ve desconcertado, como intentando comprender de dónde proceden. Lleva gafas de visión nocturna. «Por eso podían vernos», pienso. ¿De dónde las habrán sacado?
Se abalanza hacia mí, y en el último segundo me aparto y le hago la zancadilla.
—¡Suéltame! —oigo gritar desde el camino, más adelante. Levanto la vista y barro los árboles con mis luces, pero nada se mueve. No distingo si es la voz de Emily o la de Sarah. A continuación suena una risa masculina.
Kevin intenta levantarse, pero le doy una patada en el costado antes de que pueda ponerse en pie. Cuando cae al suelo con un «¡Ummpf!», le arranco las gafas de visión nocturna y las arrojo tan lejos como puedo. Sé que caerán a un par de kilómetros de distancia por lo menos, o incluso el doble, porque estoy tan enfadado que mi fuerza está fuera de control. Después, echo a correr por el bosque antes de que Kevin pueda incorporarse siquiera.
El camino gira a la izquierda y después a la derecha. Mis manos se iluminan sólo cuando necesito ver. Intuyo que estoy cerca. Entonces, veo a Sam al frente, de pie y sujeto por unos brazos de zombi que le rodean. Hay otros tres tíos cerca. El zombi le suelta y le dice:
—Tranquilo, sólo estamos haciendo el ganso. Si no te resistes, no te harás daño. ¿Por qué no te sientas?
Enciendo mis manos y proyecto las luces hacia los ojos de los atacantes para cegarlos. El que está más cerca avanza hacia mí, pero yo le doy un puñetazo en un lado de la cara. Cuando cae inerte al suelo, las gafas de visión nocturna salen volando hacia una gruesa mata de zarzas y desaparecen. El segundo atacante intenta inmovilizarme con los brazos, pero me desprendo de él y le levanto del suelo.
—¿Qué demonios? —dice, confuso.
Le lanzo por los aires, y se da contra el tronco de un árbol que hay a cinco metros de distancia. El tercer tío lo ve y sale corriendo. Sólo queda uno, el que estaba sujetando a Sam, que levanta las manos como si yo estuviera apuntándole el pecho con una pistola.
—No ha sido idea mía —dice.
—¿Qué planeaba hacer Mark?
—Nada, tío. Sólo quería gastaros una broma, meteros un poco de miedo.
—¿Dónde están las chicas?
—A Emily la han soltado. Sarah está más arriba.
—Dame esas gafas —le ordeno.
—No, tío. Son de la policía. Si les pasa algo, me metería en un buen lío.
Avanzo hacia él.
—Está bien —dice.
Se quita las gafas de visión nocturna y me las da. Las arrojo con más fuerza que las anteriores. Si van a parar al pueblo de al lado, mejor. A ver qué le explican luego a la policía.
Cojo a Sam por la camisa con la mano derecha. No veo nada sin encender mis luces, y sólo entonces comprendo que debería haberme guardado los dos pares de gafas para que pudiéramos llevarlas. Pero no lo he hecho, así que tomo aire y dejo que mi mano izquierda se ilumine para guiarnos camino arriba. Si a Sam le parece sospechoso, no lo dice.
Me detengo para escuchar. Nada. Seguimos adelante, avanzando en zigzag por entre los árboles. Apago la luz.
—¡Sarah! —grito.
Me paro otra vez para escuchar, pero no oigo nada aparte del viento soplando entre las ramas y la respiración pesada de Sam.
—¿Cuántos hay con Mark? —le pregunto.
—Cinco o así.
—¿Sabes por dónde han ido?
—No lo he visto.
Seguimos avanzando lentamente, aunque no tengo ni idea de hacia dónde han ido. A lo lejos oigo el gruñido del motor de un tractor. El cuatro remolque va a salir. La impaciencia se apodera de mí y siento el impulso de correr a toda velocidad, pero sé que Sam no podrá seguirme el ritmo. Está respirando con dificultad, y yo mismo estoy sudando, aunque la temperatura es de sólo siete u ocho grados. O tal vez esté confundiendo la sangre con sudor. No puedo saberlo.
Al pasar junto a un árbol de tronco grueso y nudoso, alguien me aborda por detrás. Sam deja escapar un grito al mismo tiempo que un puño me golpea en la nuca. Me quedo aturdido un instante, pero entonces giro sobre mí mismo, agarro al atacante por el cuello y le enfoco la cara con la luz. Intenta despegarme los dedos de su garganta, pero no sirve de nada.
—¿Qué planea hacer Mark?
—Nada —responde él.
—Respuesta incorrecta.
Le lanzo contra el árbol más cercano, que está a un par de metros, y después le recojo y, agarrándole otra vez por el cuello, le levanto un palmo del suelo. Patalea con fuerza y me golpea, pero tenso los músculos para que sus patadas no me hagan daño.
—¿Qué planea hacer?
Le bajo hasta que toca el suelo con los pies, y aflojo mi agarre para que pueda hablar. Soy muy consciente de que Sam está observando la escena y asimilando todo lo que ve, pero no puedo hacer nada para evitarlo.
—Sólo queríamos daros un susto —dice con voz entrecortada.
—Te juro que te parto la espalda si no me dices la verdad.
—Está esperando a que los demás os lleven a los dos a Shepherd Falls. Allí es adonde se ha llevado a Sarah. Quería que viera cómo te dábamos la paliza de tu vida, y entonces pensaba dejarte ir.
—Guíame hasta allí —le ordeno.
Empieza a caminar con esfuerzo, y yo apago la luz. Sam se agarra a mi camisa y nos sigue. Más adelante, cuando atravesamos un pequeño claro iluminado por la luna, veo que está mirándome las manos.
—Son guantes —le digo—. Se los he quitado a Kevin Miller. Son algún tipo de accesorio de Halloween.
Aunque asiente, me doy cuenta de que está asustado. Seguimos andando casi un minuto hasta que oímos el sonido de una corriente de agua justo al frente.
—Dame tus gafas —ordeno al que nos está guiando.
Él vacila, y le retuerzo el brazo. Encogido por el dolor, se arranca rápidamente las gafas de la cara.
—Cógelas, cógelas —chilla.
Cuando me las pongo, el mundo se tiñe de verde. Doy un fuerte empujón al futbolista, que se cae al suelo.
—Vamos —digo a Sam, y dejamos al otro atrás.
Seguimos andando, y más adelante veo al grupo. Cuento ocho tíos, además de Sarah.
—Ya los veo. ¿Quieres quedarte aquí o prefieres acompañarme? Puede que las cosas se pongan feas.
—Prefiero acompañarte —dice Sam. Le noto asustado, pero no sé si es por lo que me ha visto hacer o por el grupo de futbolistas.
Recorro con el mayor sigilo posible la distancia que nos separa, con Sam siguiéndome de puntillas. Cuando estamos a pocos metros, una ramita se parte bajo el pie de mi amigo.
—¿John? —pregunta Sarah. Está sentada en una gran roca, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos rodeándolas. No lleva gafas de visión nocturna, y entorna los ojos mirando hacia nosotros.
—Sí —contesto—. Y Sam.
Sarah sonríe.
—Te lo he dicho —dice, y supongo que está hablando con Mark.
La corriente de agua que he oído no es más que un pequeño arroyo tintineante. Mark sale de entre las sombras.
—Vaya, vaya, vaya —dice.
—Cállate, Mark —le digo—. Llenarme la taquilla de estiércol es una cosa, pero me parece que esta vez te has pasado de la raya.
—¿Tú crees? Somos ocho contra dos.
—Sam no tiene nada que ver con esto. ¿Tienes miedo a plantarme cara solo? —le pregunto—. ¿Qué crees que va a pasar ahora? Has intentado secuestrar a dos personas. ¿De verdad crees que se van a quedar calladas?
—Pues sí. Cuando me vean partirte la cara.
—Si eso crees, vas listo —le digo, y entonces me dirijo a los demás—. Si no queréis acabar empapados, os aconsejo que os vayáis ahora. Para Mark no hay capitulación posible. Haga lo que haga, se va al río.
Todo el grupo se ríe con desdén. Uno incluso pregunta qué significa «capitulación».
—Todavía estáis a tiempo —les digo, pero todos ellos se mantienen firmes—. Bueno, vosotros mismos.
Un nervioso frenesí se asienta en el centro de mi pecho. Cuando avanzo hacia Mark, él retrocede, tropieza con sus propios pies y se cae al suelo. Dos de sus amigos, más corpulentos que yo, vienen a mi encuentro. Uno de ellos me dirige un gancho, pero yo me agacho para esquivarle y le doy un puñetazo en el estómago que le obliga a doblarse con las manos en la barriga. Empujo al segundo atacante, cuyos pies se separan del suelo, y aterriza dos metros más allá. La inercia le hace caer al agua, de donde emerge chapoteando. Los otros se quedan paralizados de la impresión. Mientras tanto, percibo que Sam se acerca a Sarah. Agarro al que tengo más cerca y le arrastro por el suelo. Su pataleo irregular corta el aire pero no golpea nada. Cuando llegamos a la orilla del arroyo, le levanto cogiéndole por la cintura de los vaqueros y le arrojo al agua. Otro tío se abalanza hacia mí. Me basta con esquivarle, y él mismo cae de bruces en el arroyo. Tres menos, quedan cuatro. Me pregunto cuánto deben de estar viendo Sarah y Sam sin gafas de visión nocturna.
—Me lo estáis poniendo demasiado fácil —digo—. ¿Quién va ahora?
El más corpulento del grupo me arroja un puñetazo que ni siquiera me roza, aunque contraataco tan rápido que su codo me golpea la cara y me rompe la correa de las gafas, que caen al suelo. Ahora no veo más que sombras difusas. Lanzo un puñetazo contra su mandíbula, y el futbolista se cae al suelo como un saco de patatas. Se queda inerte, y temo haberle golpeado demasiado fuerte. Le quito las gafas de un tirón y me las pongo.
—¿Más voluntarios?
Dos de ellos levantan las manos en gesto de rendición; el tercero se queda plantado con la boca abierta como un idiota.
—Ya sólo quedas tú, Mark.
Mark da media vuelta como si fuera a echar a correr, pero yo me arrojo hacia él y le atrapo antes de que pueda escapar. Le inmovilizo levantándole los brazos con un doble nelson, y él se retuerce de dolor.
—Esto se termina ahora mismo, ¿me has entendido? —Le aprieto con fuerza hasta que gruñe de dolor—. Tengas lo que tengas contra mí, vas a dejarlo correr. Y eso incluye a Sam y a Sarah. ¿Entendido?
Estrecho la llave, pero temo dislocarle el hombro si aprieto más.
—He dicho: ¿me has entendido?
—¡Sí!
Le llevo arrastrando hasta Sarah. Sam está sentado en la roca a su lado.
—Discúlpate.
—Venga, tío. Ya tienes lo que querías.
Aprieto más.
—¡Lo siento! —grita.
—Que se note que lo dices de verdad.
Él inspira profundamente y dice:
—Lo siento.
—¡Eres un imbécil, Mark! —exclama Sarah, y le da un fuerte bofetón en la cara. Él se tensa, pero le estoy sujetando con firmeza y no puede hacer nada.
Le arrastro hacia el agua. El resto de la pandilla se quedan mirando, impresionados. El futbolista corpulento al que he tumbado se ha incorporado y está rascándose la cabeza, como intentando dilucidar qué ha sucedido. Dejo escapar un suspiro de alivio al ver que no se ha lastimado mucho.
—No vas a decir nada de todo esto a nadie, ¿me has entendido? —digo en voz tan baja que sólo Mark puede oírme—. Todo lo que ha ocurrido esta noche se queda aquí. Te juro que, como oiga una sola palabra de todo esto en el instituto la semana que viene, esto no va a ser nada comparado con lo que te va a pasar. ¿Entendido? Ni una sola palabra.
—¿De verdad crees que diría algo? —me pregunta.
—Y asegúrate de decirles lo mismo a tus amigos. Si abren la boca, serás tú quien lo pagará.
—No diremos nada —promete.
Le suelto, planto el pie sobre su trasero y le empujo para que caiga de morros en el agua. Sarah se ha levantado junto a la roca, con Sam a su lado. Cuando me acerco a ella, me abraza con fuerza.
—¿Sabes kung fu o algo? —me pregunta.
Me río, disimulando mi nerviosismo.
—¿Has visto algo?
—No mucho, pero me daba cuenta de lo que estaba pasando. Pero ¿tú te has pasado la vida entrenando en las montañas o qué? No sé cómo has podido hacer eso.
—No sé, supongo que tenía miedo de que pudiera pasarte algo malo. Bueno, aparte de los doce años que he pasado aprendiendo artes marciales en las cumbres del Himalaya.
—Eres la caña —ríe Sarah—. Vámonos de aquí.
Ninguno de los futbolistas nos dice nada. Apenas hemos dado cinco pasos cuando me doy cuenta de que no sé hacia dónde ir, así que le paso las gafas a Sarah para que nos guíe.
—Es que no puedo creerlo —dice ella—. Qué pedazo de imbécil. Ya verás cuando tengan que explicárselo a la poli. No voy a dejar que se vayan de rositas.
—¿De verdad vas a ir a la policía? —le digo—. A fin de cuentas, el padre de Mark es el sheriff.
—¿Cómo no voy a hacerlo, después de esto? Ha sido una vergüenza. Y el trabajo del padre de Mark es hacer cumplir la ley, aunque sea su propio hijo quien la infringe.
Me encojo de hombros en la oscuridad.
—Yo creo que ya han tenido su merecido. —Me muerdo el labio, alarmado ante la idea de que la policía se involucre. Si lo hace, tendré que irme, sí o sí. En cuanto lo sepa Henri, no tardaremos ni una hora en recoger las cosas e irnos del pueblo. Suspiro—. ¿No te parece? Ya han perdido algunas de las gafas de visión nocturna. Eso es algo que tendrán que explicar. Por no mencionar el chapuzón en el agua helada.
Sarah no contesta. Caminamos en silencio, y rezo por que pesen más las ventajas de dejarlo correr.
Finalmente, empieza a divisarse el final del bosque. La luz del parque llega hasta nosotros. Cuando me detengo, Sarah y Sam me miran. Este último ha estado callado todo el tiempo, y espero que sea porque la oscuridad, actuando como aliada por esta vez, no le haya dejado ver bien lo que estaba pasando, porque todo este asunto le haya dejado un poco aturdido.
—Vosotros diréis, pero yo voto por dejar correr el asunto —les digo—. No me apetece nada tener que hablar con la policía de lo que ha ocurrido.
La luz se proyecta sobre la cara de Sarah. Menea la cabeza, escéptica.
—Creo que tiene razón —tercia Sam—. No tengo ganas de pasarme la próxima media hora escribiendo una denuncia inútil. Me las cargaría con todo el equipo: mi madre cree que me he metido en la cama hace una hora.
—¿Vives cerca? —le pregunto.
—Sí —asiente—. Y será mejor que me vaya antes de que se le ocurra mirar en mi habitación. Ya nos veremos.
Y, sin decir nada más, Sam se va a toda prisa. Se le ve muy impactado. Seguro que no había estado antes en una pelea, y todavía menos en una en la que le secuestraran y atacaran en el bosque. Intentaré hablar con él mañana. Si ha visto algo más de lo que debería, le convenceré de que sus ojos le han engañado.
Sarah vuelve mi cara hacia ella y repasa la línea de mi corte con el pulgar, moviéndolo con mucha suavidad sobre mi frente. Después, repasa mis dos cejas, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Gracias por lo de esta noche. Sabía que vendrías.
Me encojo de hombros, diciéndole:
—No podía dejar que te asustara.
Ella sonríe, y veo sus ojos reluciendo a la luz de la luna. Se acerca hacia mí y, cuando comprendo lo que va a suceder, se me corta la respiración en la garganta. Aprieta sus labios contra los míos, y dentro de mí todo se vuelve como de goma. Es un beso suave pero largo. Mi primer beso. Después, se aparta y me envuelve en su mirada. No sé qué decir. Me pasan un millón de pensamientos diferentes por la cabeza. Las piernas me tiemblan y apenas me siento capaz de tenerme en pie.
—Sabía que eras especial desde el primer momento que te vi —me dice.
—A mí me pasó lo mismo contigo.
Ella apoya una mano en mi mejilla con delicadeza y me besa otra vez. Durante los primeros segundos, me siento transportado por el contacto de sus labios contra los míos, y por la idea de estar con esta chica tan guapa.
Cuando se retira, nos sonreímos sin decir nada, mirándonos fijamente a los ojos.
—Bueno, creo que lo mejor será ir a ver si Emily todavía está por aquí —dice Sarah al cabo de unos diez segundos—. Si no, me he quedado tirada.
—Seguro que sí.
Andamos hacia el pabellón cogidos de la mano. No puedo dejar de pensar en los besos que nos hemos dado. El quinto tractor empieza a traquetear por el camino. El remolque va lleno, y todavía hay una cola de unas diez personas esperando su turno. A pesar de todo lo que ha ocurrido en el bosque, con la cálida mano de Sarah apretando la mía, la sonrisa no se me borra de la cara.