CAPÍTULO TRECE

LOS NIÑOS CORREN, CHILLAN, BAJAN POR los toboganes y juegan en los columpios. Todos ellos llevan bolsas de caramelos en la mano y tienen la boca llena de dulces. Algunos van disfrazados de personajes de dibujos animados, y otros de monstruos, vampiros o fantasmas. Todos los habitantes de Paradise deben de estar en el parque ahora mismo. Y en medio de toda esta locura veo a Sarah, sentada a solas en un columpio, meciéndose suavemente.

Me abro paso entre gritos y chillidos. Cuando Sarah me ve, esboza una sonrisa, y sus grandes ojos azules son como faros.

—¿Un empujoncito? —le pregunto.

Ella señala con la cabeza el columpio que se acaba de quedar libre a su lado, y yo me siento en él.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Sí, estoy bien. Es que me saca de quicio. Siempre tiene que hacerse el duro, y cuando está delante de sus amigos se porta como un canalla.

Sarah empieza a girar sobre sí misma en el columpio hasta que las cadenas ya no pueden enroscarse más, y entonces levanta los pies del suelo para que el columpio empiece a dar vueltas, primero despacio, y después cada vez más rápido. Durante todo el rato no deja de reír, y su melena rubia la sigue como una estela. Yo la imito. Cuando el columpio se detiene al fin, el mundo deja de dar vueltas.

—¿Dónde está Bernie Kosar?

—Le he dejado con Henri —le contesto.

—¿Tu padre?

—Sí, mi padre. —Siempre hago lo mismo, llamar a Henri por su nombre cuando debería llamarle «papá».

La temperatura está descendiendo muy deprisa, y siento las cadenas del columpio cada vez más frías mientras las aferro con fuerza. Observamos a los niños que van de acá para allá como locos. Sarah me mira, y sus ojos parecen más azules que nunca a la luz cada vez más tenue del crepúsculo. Nuestras miradas no se separan mientras nos miramos fijamente, comunicándonos sin necesidad de pronunciar palabra. Los niños parecen difuminarse en un segundo plano. Entonces, ella sonríe con timidez y aparta la vista.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —le pregunto.

—¿Con qué?

—Con Mark.

Ella se encoge de hombros.

—¿Qué más tengo que hacer? Ya he cortado con él. No dejo de decirle una y otra vez que no tengo interés en volver con él.

Asiento. No sé muy bien qué respuesta darle.

—En fin, creo que debería ir a vender los boletos que me quedan. Sólo falta una hora para la rifa.

—¿Quieres que te ayude?

—No, da igual. Tú aprovecha y pásalo bien. Seguro que Bernie Kosar ya está echándote de menos. Pero no puedes perderte la carroza fantasma. ¿Te gustaría que fuéramos juntos?

—Mucho —le digo. Siento una explosión de alegría por dentro, pero intento disimularla.

—Hasta dentro de un rato, entonces.

—Buena suerte con los boletos.

Ella se acerca a mí. Me coge la mano y la sujeta tres segundos largos. Después la suelta, se baja del columpio de un salto y se va a toda prisa. Yo me quedo allí sentado, columpiándome suavemente, disfrutando de un viento fresco que no he sentido desde hace mucho tiempo porque pasamos el último invierno en Florida, y el otro en el sur de Texas. Cuando vuelvo hacia el pabellón, Henri está sentado en la mesa de picnic, comiéndose una porción de tarta con Bernie Kosar echado a sus pies.

—¿Qué tal ha ido?

—Bien —respondo con una sonrisa.

De no se sabe dónde sale disparado un cohete naranja y azul que explota en el cielo. Eso me recuerda a Lorien y a los fuegos artificiales que vi el día de la invasión.

—¿Has vuelto a pensar en la segunda nave que vi?

Henri mira a su alrededor para asegurarse de que nadie puede oírnos. Tenemos para nosotros solos la mesa de picnic, que está situada en un rincón alejado del gentío.

—Un poco. Pero sigo sin tener ni idea de qué puede ser.

—¿Crees que puede haber viajado hasta aquí?

—No. Eso sería imposible. Si viajaba con combustible, como decías, no podría haber llegado muy lejos sin repostar.

Me quedo un momento sentado en silencio.

—Ojalá hubiera podido.

—Hubiera podido ¿qué?

—Viajar hasta aquí, con nosotros.

—Sería bonito, sí —dice Henri.

Transcurre una hora más o menos, y veo a todos los futbolistas, con Mark al frente, avanzar a través del césped. Van vestidos de momias, zombis, fantasmas, veinticinco en total. Se sientan en las gradas del campo de béisbol más cercano, y las animadoras que estaban pintando a los niños empiezan a maquillar a Mark y sus amigos para completar sus disfraces. Sólo entonces comprendo que ellos serán los encargados de asustar a los que se suban a la carroza fantasma, los que nos esperarán en el bosque.

—¿Has visto eso? —pregunto a Henri.

Él mira al grupo y asiente, y entonces coge su café y da un largo sorbo.

—¿Sigues pensando que es buena idea ir a esa atracción? —me pregunta.

—No, pero lo haré igualmente.

—Lo sospechaba.

Mark va disfrazado de una especie de zombi. Lleva unos harapos oscuros y un maquillaje blanco y gris, con manchurrones rojos en lugares diversos para aparentar sangre. Ya está del todo caracterizado cuando Sarah se acerca a él y le dice algo. En un momento dado, él alza la voz, pero no oigo lo que dice. Sus movimientos son agitados, y habla tan rápido que adivino que está hablando de forma atropellada. Sarah se cruza de brazos y menea la cabeza. El cuerpo de él se tensa. Hago ademán de levantarme, pero Henri me coge del brazo.

—No vayas —me dice—. Él sólo está buscándole las cosquillas.

Los miro, deseando con todas mis fuerzas poder oír su conversación, pero hay demasiados niños chillando para poder aislar sus voces. Cuando terminan los chillidos, los dos están de pie, mirándose el uno al otro. La cara de Mark muestra una mirada dañina, y la de Sarah una sonrisa de perplejidad. Entonces, ella menea la cabeza y se aleja.

Miro a Henri y le digo:

—Y ahora ¿qué debería hacer?

—Nada —responde—. Absolutamente nada.

Mark vuelve con sus amigos, con la cabeza gacha y una expresión ceñuda. Algunos de ellos dirigen sus miradas hacia mí. Aparecen algunas sonrisas malévolas. Después, empiezan a adentrarse en el bosque. Es una marcha lenta y metódica, y los veinticinco deportistas disfrazados desaparecen a lo lejos.

Para matar el tiempo, paseo hasta el centro del pueblo con Henri, y cenamos en el Hungry Bear. Cuando volvemos al parque, el sol ya se ha puesto, y el primer remolque cargado de paja y tirado por un tractor verde arranca en dirección al bosque. El gentío se ha dispersado bastante, y los que quedan son en su mayoría alumnos de instituto y adultos marchosos, que en total suman un centenar de personas más o menos. Busco a Sarah entre ellos, pero no la veo. El siguiente remolque sale dentro de diez minutos. Según el folleto, el paseo dura media hora en total: el remolque avanza despacio por el bosque mientras se acumula la expectación, hasta que se detiene y los pasajeros tienen que bajarse y seguir a pie por un camino diferente, y es entonces cuando comienzan los sustos.

Mientras Henri y yo esperamos detrás del pabellón, vuelvo a pasar la vista por la larga fila de personas que esperan turno. Sigo sin verla. Justo entonces, el móvil se pone a vibrar en mi bolsillo. Ya ni recuerdo la última vez que sonó mi teléfono sin que me llamara Henri. En la pantalla aparece el nombre de la persona que llama: SARAH HART. Me invade una oleada de emoción. Debió de guardar mi número en su móvil el mismo día que guardó el suyo en el mío.

—¿Sí? —digo.

—¿John?

—Sí.

—Hola, soy Sarah. ¿Estás en el parque todavía? —dice. Habla como si llamarme fuera una cosa normal, como si no tuviera que sorprenderme que tenga mi número a pesar de que nunca se lo he dado.

—Sí.

—¡Qué bien! Dentro de unos cinco minutos volveré a estar ahí. ¿Han empezado a salir los remolques?

—Sí, hace un par de minutos.

—No te has subido todavía, ¿no?

—No.

—Guay. Pues espérame y así nos subimos juntos.

—Claro, te espero —contesto—. El segundo está a punto de salir ahora.

—Perfecto. Llegaré a tiempo para el tercero.

—Hasta ahora, pues —digo, y cuelgo con una enorme sonrisa en la cara.

—Ándate con cuidado —me advierte Henri.

—Lo haré. —Entonces me quedo en silencio antes de intentar adoptar un tono despreocupado—. No hace falta que te quedes por aquí. Seguro que alguien podrá llevarme a casa.

—Estoy abierto a que nos quedemos a vivir en este pueblo, John, aunque seguramente sería más sensato que nos fuéramos, teniendo en cuenta todo lo que ha sucedido ya. Pero a cambio tendrás que ceder en algunas cosas. Y esta es una de ellas. No me han gustado ni un pelo las miradas que te han echado esos antes.

Asiento con la cabeza antes de insistir:

—No va a pasar nada.

—Ya sé que no. Pero, por si las moscas, te estaré esperando aquí mismo.

—Está bien —suspiro.

Sarah llega en coche cinco minutos después con una amiga bastante guapa a la que he visto antes pero a la que no me han presentado todavía. Se ha cambiado de ropa, y ahora lleva unos vaqueros, un jersey de lana y una chaqueta negra. Se ha borrado el fantasma que llevaba pintado en la mejilla derecha y lleva el pelo suelto, que le llega por debajo de los hombros.

—Hola —me dice.

—Hola.

Se acerca a mí y me da un tímido abrazo. Huelo el perfume que se desprende de su cuello. Entonces se aparta y se presenta a Henri:

—Hola, padre de John. Esta es mi amiga Emily.

—Encantado de conoceros a las dos —dice él—. ¿Estáis seguras de querer adentraros en el reino desconocido del terror?

—Segurísimas —le responde Sarah—. Y este, ¿ya sabe dónde se mete? No quiero que se me asuste demasiado —bromea, señalándome con una sonrisa.

Henri sonríe, y me doy cuenta de que Sarah le ha caído bien al momento.

—Mejor que no le pierdas de vista, por si acaso.

Sarah mira hacia atrás un momento. Una cuarta parte del tercer remolque se ha llenado ya.

—Yo le vigilaré —afirma—. Tenemos que irnos.

—Pasadlo bien —dice Henri.

Sarah me sorprende cogiéndome de la mano, y los tres corremos hacia el remolque de paja, que espera a cien metros del pabellón. Hay una cola de unas treinta personas. Nos situamos al final y nos ponemos a hablar, aunque siento un poco de timidez y la mayor parte del tiempo me limito a escuchar la charla de las dos chicas. Durante la espera, veo a Sam asomándose discretamente a un lado, como si intentara decidir si unirse o no a nosotros.

—¡Sam! —grito con más entusiasmo del que pretendía, y él se acerca a trompicones—. ¿Quieres subirte con nosotros?

Él se encoge de hombros.

—¿No os importa?

—Venga —le dice Sarah, haciéndole señas para que se suba. Sam se coloca al lado de Emily, que le sonríe. Él empieza a sonrojarse inmediatamente, y yo me alegro un montón de que nos acompañe. De pronto, se acerca un tío con un walkie-talkie, al que reconozco del equipo de fútbol americano.

—Hola, Tommy —le saluda Sarah.

—Hola —dice él—. Quedan cuatro sitios libres en este remolque. ¿Los queréis?

—¿De verdad?

—Sí.

Saltándonos la cola, nos subimos directamente al remolque y nos sentamos los cuatro juntos en una bala de paja. Me resulta extraño que Tommy no nos haya pedido las entradas, y me intriga aún más que nos haya dejado saltarnos la cola. Algunos de los que están esperando nos miran enfadados. Los comprendo perfectamente.

—Pasadlo bien —dice Tommy, sonriendo como lo haría una persona que se acaba de enterar de que le ha pasado algo malo a alguien a quien detesta.

—Eso ha sido un poco raro —comento.

—Será porque está loquito por Emily —dice Sarah, encogiéndose de hombros.

—No, por favor —exclama su amiga, simulando tener arcadas.

Observo a Tommy desde la bala de paja. El remolque sólo está medio lleno, otra cosa que me parece extraña habiendo todavía tanta gente esperando.

El tractor arranca, traquetea sobre el camino y cruza la entrada del bosque, donde suenan sonidos fantasmagóricos desde unos altavoces escondidos. El bosque es muy denso, y no hay ni una brizna de luz aparte de la que proyectan los faros delanteros del tractor. «Cuando se apaguen —pienso—, todo quedará a oscuras». Sarah vuelve a cogerme de la mano. Su contacto es frío, pero una sensación cálida me recorre. Acercándose a mí, me susurra:

—Tengo un poco de miedo.

Unas figuras de fantasmas cuelgan de las ramas bajas, justo encima de nosotros, y a poca distancia del camino se ven unos zombis apoyados en los árboles, haciendo muecas. El tractor se detiene y apaga los faros. Después, unos destellos rompen la oscuridad de forma intermitente durante diez segundos. No tienen nada de horripilante en sí, pero cuando cesan comprendo su efecto: nuestros ojos tardan unos segundos en adaptarse, y somos incapaces de ver nada. Acto seguido, un grito desgarra la noche, y Sarah se tensa junto a mí cuando irrumpen unas figuras a nuestro alrededor. Forzando la vista, veo que Emily se ha arrimado a Sam, que sonríe de oreja a oreja. Por mi parte, yo también siento un poco de miedo. Paso el brazo delicadamente sobre los hombros de Sarah. Una mano nos roza la espalda, y Sarah se abraza con fuerza a mis rodillas. Se oye otro grito entre los pasajeros. Dando una sacudida, el tractor arranca de nuevo y prosigue su marcha. No se distingue nada la luz de los faros excepto los contornos de los árboles.

El tractor sigue avanzando tres o cuatro minutos más. La ansiedad se acumula, unida a la desagradable expectativa de tener que caminar de vuelta la distancia que hemos hecho en el remolque. Finalmente, el tractor llega a un claro circular y se detiene.

—Todos fuera —grita el conductor.

Cuando se ha bajado el último de los pasajeros, el tractor arranca y se aleja. Cuando las luces disminuyen a lo lejos y desaparecen, quedamos sumidos en la noche, sin ningún sonido que nos acompañe aparte del que hacemos nosotros mismos.

—Mierda —dice alguien, y todos nos reímos.

Somos once en total. Se enciende una hilera de luces para indicarnos el camino, y después se apaga. Cierro los ojos para concentrarme en el contacto de los dedos de Sarah entrelazados con los míos.

—No sé por qué hago esto año tras año —comenta Emily en tono nervioso, abrazándose a sí misma.

Los demás han empezado a avanzar por el camino, y nosotros los seguimos. La hilera de luces parpadea de vez en cuando para que no nos desviemos. Los demás van tan por delante de nosotros que no los vemos, y de hecho apenas veo el suelo que piso. Tres o cuatro gritos suenan de repente delante de nosotros.

—Oh, no —dice Sarah, apretándome la mano—. A ver lo que nos espera más adelante.

Justo entonces, algo pesado cae sobre nosotros. Las dos chicas gritan, y también Sam. Yo tropiezo, caigo al suelo y me araño la rodilla, enredado en lo que sea que nos ha caído encima. ¡Y entonces me doy cuenta de que es una red!

—¿Qué porras es esto? —exclama Sam.

Me quito de encima la maraña de cuerdas pero, en el momento en que me libero, un fuerte empujón por la espalda me tira al suelo. Alguien me sujeta y me aparta a rastras de las chicas y de Sam. Me libero y me pongo de pie, pero vuelven a golpearme por detrás. Esto no es parte de la atracción.

—¡Suéltame! —chilla una de las chicas, y una voz masculina se ríe a modo de respuesta.

Sigo sin ver nada. Las voces de las chicas se alejan de mí.

—¿John? —me llama Sarah.

—¿Dónde estás, John? —grita Sam.

Me pongo en pie para seguirlos, pero me golpean otra vez. Mejor dicho, me hacen un placaje. Me quedo sin aire en el momento en que me arrojan al suelo. Me levanto enseguida e intento recuperar el aliento, apoyándome con la mano en un árbol. Me limpio la boca de tierra y hojas.

Me quedo ahí parado unos segundos, sin oír nada aparte de mi propia respiración pesada. Justo cuando pienso que me he quedado a solas, alguien me embiste y me arroja hacia un árbol cercano. Mi cabeza choca contra el tronco y por un instante veo las estrellas. La fuerza de la persona me ha sorprendido. Me toco la frente y noto sangre en la punta de los dedos. Miro a mi alrededor pero no veo nada más que las siluetas de los árboles.

Oigo un grito de una de las chicas, seguido de sonidos de lucha. Aprieto los dientes. Me tiembla el cuerpo. ¿Hay gente entremezclada con el muro de árboles que me rodea? No estoy seguro. Pero siento unos ojos clavados sobre mí, en algún sitio.

—¡Suéltame! —grita Sarah. Se la están llevando por la fuerza, eso puedo adivinarlo.

—Muy bien —digo, dirigiéndome a la oscuridad, a los árboles. Siento la ira brotar dentro de mí—. ¿Tenéis ganas de jugar? —pregunto, esta vez en voz alta. Alguien se ríe cerca.

Doy un paso hacia el sonido. Alguien me empuja por la espalda, pero recupero el equilibrio antes de llegar a caer. Lanzo un puñetazo a ciegas, y el dorso de la mano roza la corteza de un árbol. Se me acaban las opciones. ¿De qué sirve tener legados si no los utilizo cuando los necesito? Aunque eso signifique que Henri y yo tengamos que cargar la camioneta esta noche y escapar a otro pueblo, al menos habré hecho lo que tenía que hacer.

—¿Tenéis ganas de jugar? —grito otra vez—. ¡Yo también sé jugar!

Un hilillo de sangre me cae por la mejilla. Acabemos con esto, pienso. A mí pueden hacerme lo que quieran, pero no van a tocar ni un pelo de la cabeza de Sarah. Ni de Sam, ni de Emily.

Tomo una profunda bocanada de aire y la adrenalina me recorre de arriba abajo. Una sonrisa maliciosa se forma en mi cara, y tengo la sensación de que mi cuerpo es ahora más grande, más fuerte. Las manos se me encienden y adoptan un fulgor brillante que barre la noche mientras el mundo parece incendiarse de pronto.

Levanto la cabeza. Proyectando la luz de mis manos hacia los árboles, echo a correr y me adentro en la oscuridad de la noche.