CAPÍTULO DOCE

EL SÁBADO, CASI DOS SEMANAS DESPUÉS de llegar a Paradise, Henri y yo nos vamos al pueblo a ver el desfile de Halloween. Creo que la soledad nos está afectando a los dos. No es que no estemos acostumbrados a ella. Estamos más que acostumbrados. Pero la soledad en Ohio es diferente de la de casi todos los demás sitios. Viene acompañada de cierto silencio, de cierto sentimiento de nostalgia.

Es un día frío, y el sol se asoma de forma intermitente a través de las espesas nubes blancas que se deslizan en el cielo. El pueblo es un hervidero de actividad. Todos los niños van disfrazados. Hemos comprado una correa para Bernie Kosar, que lleva una capa de Superman atada a la espalda y una gran S en el pecho. No parece darle mucha importancia al disfraz: no es el único perro vestido de superhéroe.

Henri y yo vemos pasar el desfile desde la acera del Hungry Bear, el restaurante que queda enfrente de la rotonda del centro del pueblo. En el cristal han colgado un recorte del artículo de la Paradise Gazette dedicado a Mark James. En la foto se le ve plantado en la línea de cincuenta yardas del campo de fútbol americano, con su chaqueta del equipo del instituto, los brazos cruzados, el pie derecho sobre el balón y una sonrisa ladeada de confianza en la cara. Hasta yo tengo que reconocer que está impresionante.

Henri me ve mirando el recorte.

—Ese es tu amigo, ¿no? —me pregunta con una sonrisa. Henri conoce toda la historia: el enfrentamiento que casi terminó en pelea, el estiércol de vaca y lo mucho que me gusta su ex novia. Desde que conoce toda esta información, siempre se refiere a Mark como mi «amigo».

—Mi mejor amigo —le corrijo.

Justo entonces la banda empieza a tocar. Se encuentra en cabeza del desfile, seguida por varias carrozas con decoración de Halloween. Una de ellas lleva a Mark y a algunos de sus compañeros futbolistas, que arrojan puñados de caramelos a los niños. A algunos los reconozco de clase, a otros no. Entonces, Mark me ve y da un codazo al que está a su lado, Kevin (el tío al que di un rodillazo en la entrepierna, en el comedor del instituto). Mark me señala y dice algo. Los dos se ríen.

—¿Es él? —pregunta Henri.

—Es él.

—Parece un capullo.

—Ya te lo dije.

A continuación llegan andando las animadoras, todas ellas de uniforme, con el pelo recogido hacia atrás, sonriendo y saludando al público. Sarah camina a su lado y les va haciendo fotos mientras saltan y hacen sus coreografías. Aunque va en vaqueros y no lleva maquillaje, es mucho más guapa que todas las demás. Cada vez hablamos más en el instituto, y ya no puedo dejar de pensar en ella. Henri me ve mirándola fijamente. Vuelve la vista hacia el desfile y me dice:

—Es ella, ¿no?

—Es ella.

Sarah me ve. Me saluda con la mano y señala la cámara, indicando que vendría conmigo pero que tiene que hacer fotos. Yo sonrío y asiento.

—Bueno, ahora veo por qué te interesa tanto —me dice Henri.

Seguimos viendo el desfile. El alcalde de Paradise pasa frente a nosotros, sentado en la parte trasera de un descapotable rojo. Arroja más caramelos a los niños, y se me ocurre que hoy muchos niños se pondrán como una moto del subidón de azúcar.

Noto unos toquecitos en el hombro y me doy la vuelta.

—¡Pero si es Sam Goode! ¿Qué te cuentas?

Él se encoge de hombros y contesta:

—Nada. Y tú, ¿qué tal?

—Ya ves, mirando el desfile. Te presento a mi padre, Henri.

Los dos se dan la mano. Henri le dice:

—John me ha hablado mucho de ti.

—¿De verdad? —pregunta Sam con una sonrisa ladeada.

—De verdad —repite Henri. Después de una pausa, esboza una sonrisa—. ¿Sabes?, he leído una cosa muy interesante. A lo mejor ya la has oído, pero ¿sabías que las tormentas eléctricas se deben a los extraterrestres? Las provocan para entrar en nuestro planeta sin llamar la atención. La tormenta crea una distracción, y los rayos que se ven proceden en realidad de las naves que penetran en la atmósfera terrestre.

Sam sonríe y se rasca la cabeza.

—Anda ya.

—Pues eso es lo que he leído —dice Henri, encogiéndose de hombros.

—Pues vale —dice, Sam, que tiene muchas ganas de complacer a Henri—. ¿Y sabía que en realidad los dinosaurios no se extinguieron? Los alienígenas estaban tan fascinados con ellos que decidieron llevárselos todos a su planeta.

—Pues eso no lo sabía —dice Henri, meneando la cabeza—. ¿Sabías tú que el monstruo del lago Ness era en realidad un animal del planeta Trafalgra? Lo trajeron aquí de prueba, para ver si podía vivir en la Tierra, y sobrevivió. Pero cuando fue descubierto, los extraterrestres tuvieron que llevárselo otra vez, y por eso nadie lo ha vuelto a ver más.

Yo me río, no de la teoría, sino del nombre de Trafalgra en sí. No hay ningún planeta llamado así, y me pregunto si Henri se lo habrá inventado sobre la marcha.

—¿Sabía que las pirámides egipcias fueron construidas por alienígenas? —pregunta Sam.

—Algo he oído —dice Henri, sonriendo. Esto le resulta gracioso porque, aunque las pirámides no fueron obra de los alienígenas, se construyeron a partir de la ciencia lórica y con ayuda de Lorien—. ¿Sabías que está previsto que el mundo se acabe el 21 de diciembre de 2012?

Sam asiente y sonríe.

—Sí, ya lo he oído. Es la fecha de caducidad de la Tierra, el fin del calendario maya.

—¿Fecha de caducidad? —salto yo—. ¿Como la de los cartones de leche? ¿Se va a agriar la Tierra o qué?

Me río de mi propio chiste, pero ellos no me prestan atención. Entonces, Sam dice:

—¿Sabía que los círculos en los cultivos empezaron siendo un instrumento de navegación para la raza alienígena de los agharianos? Pero eso fue hace miles de años. Los de ahora son obra de campesinos aburridos.

Yo me río otra vez. Siento el impulso de preguntarle cómo son los que difunden conspiraciones alienígenas si los que crean los círculos en los cultivos son campesinos aburridos, pero me contengo.

—¿Y los centuri? —pregunta Henri—. ¿Has oído hablar de ellos?

Sam niega con la cabeza.

—Son unos alienígenas que viven en el centro de la Tierra. Son una raza beligerante, siempre disputando entre sí y, cuando se enzarzan en guerras civiles, la superficie de la Tierra se vuelve loca. De ahí los terremotos, las erupciones volcánicas y todo eso. ¿Te acuerdas del tsunami de 2004? Fue porque la hija del rey de los centuri había desaparecido.

—¿Y la encontraron? —pregunto.

Henri niega con la cabeza, me mira a mí y después a Sam, que todavía está sonriendo por el juego que han creado.

—No, nunca la encontraron. Se especula con la idea de que es capaz de cambiar de forma, y que ahora vive en alguna parte de Sudamérica.

La teoría de Henri es tan buena que estoy convencido de que no puede habérsela inventado tan rápido. No puedo evitar planteármela, aunque nunca he oído hablar de alienígenas llamados centuri, y me consta que nada puede vivir en el centro de la Tierra.

—¿Y sabía…? —Sam se queda callado. Creo que Henri le ha dejado sin palabras, y en el momento en que esa idea aparece en mi mente, Sam dice algo tan aterrador que una oleada de pánico me recorre el espinazo.

—¿Sabía que los mogadorianos se han embarcado en una campaña de dominación universal, y que ya han sometido un planeta y ahora planean someter la Tierra? Están entre nosotros, buscando debilidades humanas que explotar cuando empiece la guerra.

Siento que la mandíbula se me desencaja, y Henri se queda mirando a Sam, estupefacto. Está conteniendo la respiración. Su mano se crispa en torno al vaso de café que sostiene, hasta el punto que me da miedo que acabe estrujando el vaso de cartón si sigue apretándolo así. Sam mira a Henri, y después a mí.

—Os habéis quedado helados. ¿Eso quiere decir que he ganado?

—¿Dónde has oído eso? —le pregunto. Henri me dirige una mirada tan feroz que preferiría haberme quedado callado.

—De Están entre nosotros.

Henri sigue sin saber qué respuesta dar. Abre la boca para hablar, pero no le salen las palabras. Justo entonces, una mujer menuda que se ha colocado detrás de Sam nos interrumpe.

—Sam —dice, y él se vuelve hacia ella—. ¿Dónde has estado?

—He estado aquí todo el rato —contesta Sam, encogiéndose de hombros.

La mujer suspira, y entonces se dirige a Henri:

—Hola, soy la madre de Sam.

—Henri —se presenta él, y le da la mano—. Encantado de conocerle.

Ella abre los ojos, sorprendida. El acento de Henri tiene algo que la ha animado.

Ah bon! Vous parlez français? C’est super! J’ai personne avec qui je peux parler français depuis longtemps.

—Lo siento —se disculpa Henri con una sonrisa—. La verdad es que no hablo francés. Aunque sé que tengo un acento parecido.

—¿No? —dice ella en tono decepcionado—. Pues vaya, y yo que pensaba que por fin había llegado alguien con un poco de nivel a este pueblo.

Sam me mira y hace una mueca.

—Venga, Sam, vámonos —dice su madre.

Él se encoge de hombros y nos dice:

—¿Vais a ir al parque y a la carroza fantasma?

Miro a Henri, y después a Sam.

—Sí, claro. ¿Y tú? —respondo.

Él se encoge de hombros.

—Bueno, pues nos vemos allí si puedes ir —le digo.

Sam sonríe y asiente.

—Vale.

—Tenemos que irnos ya, Sam. Y no sé si podrás ir a la carroza fantasma. Tienes que ayudarme en casa —le dice su madre. Sam hace ademán de decir algo, pero ella ya está yéndose, y decide seguirla.

—Qué mujer tan simpática —dice Henri con ironía.

—¿Cómo has hecho para inventarte todo eso? —pregunto.

La multitud empieza a desplazarse hacia la calle Mayor, en dirección contraria a la rotonda. Henri y yo seguimos a la gente hasta el parque, donde hay puestos de sidra y comida.

—Cuando pasas tanto tiempo mintiendo, empiezas a cogerle el tranquillo.

Asiento y le pregunto:

—¿Y qué piensas de lo que ha dicho?

Él toma una profunda bocanada de aire y lo exhala. La temperatura del aire es lo bastante fría para que su aliento sea visible.

—Ni idea. No sé qué pensar sin saber más. Me ha cogido de sopetón.

—Nos ha cogido a los dos de sopetón.

—Tendremos que echar un vistazo a esa publicación de la que saca esos datos, mirar quién la escribe y dónde lo hace —dice, y me mira con aire expectante.

—¿Qué?

—Vas a tener que conseguir un ejemplar.

—Vale, lo haré —le contesto—. Pero la verdad es que no lo entiendo. ¿Cómo puede alguien saber eso?

—Alguien le proporciona esa información.

—¿Crees que es uno de los nuestros?

—No.

—Entonces, ¿son ellos?

—Podría ser. Nunca había pensado en consultar panfletos conspiracionistas. Puede ser que crean que los leemos y filtren información de este tipo para sacarnos al descubierto. Así podrían… —Hace una pausa, y reflexiona un minuto—. Diablos, John, no lo sé. Pero tendremos que indagar. No es una coincidencia, eso seguro.

Caminamos en silencio, todavía un poco aturdidos, dándole vueltas a la cabeza en busca de posibles explicaciones. Bernie Kosar trota entre los dos, con la lengua colgando y la capa cayendo a un lado hasta el punto de arrastrarla por la acera. Llama mucho la atención de los niños, y muchos se paran para hacerle carantoñas.

El parque está situado a las afueras del pueblo, en el lado sur. El extremo más alejado está delimitado por dos lagos contiguos, separados por una estrecha lengua de tierra que comunica con el bosque que queda tras ellos. El parque en sí está compuesto por tres campos de béisbol, un parque infantil y un gran pabellón donde hay voluntarios sirviendo sidra y cuñas de tarta de calabaza. A un lado del camino de grava hay tres carrozas llenas de paja, con un gran cartel que dice:

¡UN PASEO PARA MORIRTE DE MIEDO!

CARROZA FANTASMA DE HALLOWEEN

SALIDA A LA PUESTA DE SOL

5 $ POR PERSONA

El camino de grava se transforma en uno de tierra antes de llegar al bosque, cuyo acceso está decorado con figuras caricaturescas de fantasmas y duendes. Al parecer, la carroza fantasma atraviesa el bosque. Miro a mi alrededor en busca de Sarah, pero no la veo por ningún lado. Me pregunto si se subirá a la atracción.

Henri y yo entramos en el pabellón. Las animadoras se han agrupado en un lado, algunas para pintar las caras de los niños con dibujos inspirados en Halloween, y otras para vender participaciones en la rifa que se celebrará a las seis.

—Hola, John —oigo detrás de mí. Me doy la vuelta y allí está Sarah, cámara en mano—. ¿Qué te ha parecido el desfile?

Le sonrío y meto las manos en los bolsillos. En una mejilla tiene pintado un pequeño fantasma blanco.

—Hola. Ha estado bien. Creo que me está empezando a gustar el encanto aldeano de Ohio.

—¿Encanto? Querrás decir aburrimiento, ¿no?

Me encojo de hombros.

—No lo sé, a mí no me parece mal.

—Anda, pero si es nuestro amiguito del instituto —dice, agachándose para acariciar a Bernie Kosar—. Ya me acuerdo de ti.

El perro agita la cola frenéticamente, empieza a dar botes e intenta lamerle la cara. Ella se ríe.

Miro detrás de mí. Henri está cinco o seis metros más allá, hablando con la madre de Sarah en una de las mesas de picnic. Me gustaría saber de qué están hablando.

—Le has caído bien. Se llama Bernie Kosar.

—¿Bernie Kosar? No le pega a un perro tan adorable. Mira qué capa. Es tan mono que no se puede aguantar.

—Como sigas así, acabaré teniendo celos de mi propio perro —bromeo.

Ella sonríe y se pone de pie.

—Entonces, ¿me vas a comprar un boleto para la rifa o no? Es para reconstruir un refugio para animales de Colorado que quedó destruido el mes pasado en un incendio.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo es que una chica de Paradise, Ohio, hace campaña por un refugio de Colorado?

—Es de mi tía. He convencido a todas las chicas del equipo de animadoras para que participen. Haremos un viaje para participar en las obras. Estaremos ayudando a los animales y encima nos libraremos por una semana del instituto y de Ohio. Todos ganan.

Me imagino a Sarah pertrechada con un casco y un martillo, y la idea me arranca una sonrisa.

—O sea, ¿que voy a tener que ocuparme yo solo de la cocina durante toda una semana? —Finjo un suspiro de exasperación y meneo la cabeza—. Pues ya no sé si puedo apoyar ese viaje, aunque sea en pro de los animales.

Ella se ríe y me da un suave puñetazo en el hombro. Saco la cartera y le doy cinco dólares para comprar seis boletos.

—Estos seis traen buena suerte —me dice.

—¿De verdad?

—Pues claro. Me los has comprado a mí, tonto.

Justo entonces, sobre el hombro de Sarah, veo a Mark y a los demás deportistas de la carroza acercarse al pabellón.

—¿Vas a ir esta noche a la carroza fantasma? —me pregunta Sarah.

—Sí, lo estaba pensando.

—Te lo recomiendo, es muy divertido. Todo el mundo irá. Y la verdad es que da bastante miedo.

Mark nos ve hablando, y su cara se crispa en un gesto enfurruñado. Camina hacia nosotros. Lleva el mismo atuendo de siempre: chaqueta del equipo, vaqueros, el pelo lleno de gel fijador.

—Entonces, ¿tú vas a ir? —pregunto a Sarah.

Antes de que pueda contestar, Mark nos interrumpe.

—¿Qué te ha parecido el desfile, Johnny? —pregunta. Sarah se da la vuelta enseguida y le fulmina con la mirada.

—Me ha gustado mucho —contesto.

—¿Vas a subirte esta noche en la carroza fantasma, o te da demasiado miedo?

—Pues la verdad es que pensaba ir —replico, sonriéndole.

—¿Seguro que no te rayarás como el otro día en el instituto y no saldrás corriendo del bosque llorando como un crío?

—No seas imbécil, Mark —dice Sarah.

Él me mira, furioso. Estando rodeados de gente, no podrá hacer nada sin arriesgarse a montar una escena… y de todos modos no creo que fuera a hacer nada.

—Ya recibirás tu merecido —me amenaza.

—¿Tú crees? —le digo.

—Y será más bien pronto.

—No te digo que no. Pero no serás tú quien me lo dé.

—¡Parad ya! —Sarah se interpone entre los dos, empujándonos para separarnos. La gente nos mira. Ella echa una ojeada a su alrededor, como avergonzada por llamar la atención, y entonces nos mira con gesto irritado, primero a Mark y después a mí—. Está bien, peleaos si eso es lo que queréis. Que os vaya bien —dice, y entonces se da la vuelta y se aleja. Yo la miro mientras se va. Mark, no.

—Sarah —la llamo, pero ella sigue andando y desaparece más allá del pabellón.

—Pronto —repite Mark.

Yo me vuelvo para mirarle.

—Lo dudo mucho.

Mark se retira hacia su grupo de amigos. En ese momento, Henri viene hacia mí.

—Seguro que no estaba consultándote una duda sobre los deberes de mates de ayer.

—Más bien no —respondo.

—No me preocuparía por él. Perro ladrador, poco mordedor.

—No me preocupo —le digo, y entonces mi vista se escapa hacia el lugar por donde ha desaparecido Sarah—. ¿Voy tras ella? —le pregunto, y le dirijo una mirada suplicante hacia la parte de él que una vez estuvo enamorada y casada, la parte que sigue echando de menos a su esposa a diario, y no a la parte que procura mantenerme a salvo y oculto.

Henri asiente con la cabeza y me dice, suspirando:

—Está bien. Por mucho que me cueste reconocerlo, lo mejor será que vayas tras ella.