CAPÍTULO ONCE

LAS IMÁGENES SE PRESENTAN AL AZAR, casi siempre cuando menos las espero. A veces son sencillas y fugaces: mi abuela cogiendo un vaso de agua y abriendo la boca para hablar, aunque nunca llego a saber lo que dice porque la imagen se va tan rápido como ha venido. A veces son más largas, más vívidas: mi abuelo empujándome en un columpio. Puedo sentir la fuerza de sus brazos mientras me impulsa hacia arriba, el hormigueo en el estómago cuando me precipito hacia abajo. Mi risa corre con el viento. Y entonces, la visión se desvanece. A veces identifico imágenes específicas de mi pasado, recuerdo formar parte de ellas. Pero a veces son tan nuevas para mí como si lo que veo nunca hubiese ocurrido.

En el salón, mientras Henri pasa el cristal lórico por cada uno de mis brazos, con mis manos suspendidas sobre las llamas, veo lo siguiente: tengo tres años, puede que cuatro, y corro por un jardín de césped recién cortado, nuestro jardín. A mi lado hay un animal con cuerpo de perro y pelaje de tigre. Tiene la cabeza redonda, y un tronco recio sostenido por cuatro patas cortas. No es como ningún animal que haya visto aquí. Se agazapa, preparándose para saltar sobre mí. No puedo parar de reír. Cuando salta, intento cogerlo en brazos pero soy demasiado pequeño, y los dos caemos sobre la hierba. Peleamos. Él es más fuerte que yo. Entonces, el animal da un salto en el aire y, en lugar de volver a caer al suelo como esperaba, se convierte en un pájaro y revolotea a mi alrededor, justo fuera de mi alcance. Planea en círculos, vuela en picado, pasa como una bala bajo mis piernas antes de posarse a cinco metros de distancia. Se transforma en un animal parecido a un mono sin cola y se agacha para abalanzarse de nuevo sobre mí.

Justo entonces, un hombre se acerca a la casa. Es joven, y lleva un traje de goma plateado y azul ceñido al cuerpo, el tipo de traje que he visto ponerse a los buceadores. Me habla en un idioma que no comprendo. Pronuncia un nombre, Hadley, y mueve la cabeza hacia el animal. Hadley se acerca corriendo a él, y su forma cambia de mono a algo más grande, parecido a un oso pero con melena de león. Las dos cabezas están al mismo nivel, y el hombre rasca a Hadley debajo de la barbilla. Entonces, mi abuelo sale de la casa. Parece joven, pero yo sé que debe de tener cincuenta años por lo menos.

Mi abuelo estrecha la mano del hombre. Los dos están hablando, pero no entiendo lo que dicen. Entonces, el hombre me mira, sonríe, levanta la mano y de repente me separo del suelo y estoy flotando en el aire. Hadley me sigue, convertido otra vez en pájaro. Tengo pleno dominio de mi cuerpo, pero es el hombre el que controla hacia dónde voy, moviendo la mano a la izquierda o a la derecha. Hadley y yo jugamos en el aire: él me hace cosquillas con el pico y yo intento atraparle. De pronto, mis ojos se abren y la imagen desaparece.

—Tu abuelo podía hacerse invisible a voluntad —oigo decir a Henri, y vuelvo a cerrar los ojos. El cristal sigue subiéndome por el brazo, extendiendo el efecto repelente contra el fuego por el resto del cuerpo—. Es uno de los legados más inusuales. Se manifiesta sólo en un uno por ciento de los nuestros, y él era uno de ellos. Hacía desaparecer su cuerpo y todo lo que estuviera tocando.

—Una vez, antes de que yo supiera cuáles eran sus legados, quiso gastarme una broma. Tú tenías tres años y yo estaba empezando a trabajar en tu casa. Había ido a tu casa por primera vez el día anterior, y cuando subí la cuesta para ir el segundo día, la casa ya no estaba. Había un camino de entrada, un coche, el árbol, pero la casa se había esfumado. Creí que me había vuelto loco. Seguí caminando un trecho más y, cuando me di cuenta de que tenía que haber pasado de largo, di media vuelta. Allí, a poca distancia, se alzaba la casa que habría jurado que antes no estaba. Así pues, empecé a volver sobre mis pasos pero, cuando me acerqué, la casa volvió a desaparecer. Me quedé allí plantado, mirando el lugar donde sabía que tenía que estar la casa, pero no veía más que los árboles de detrás. Seguí caminando. No fue hasta que pasé por tercera vez cuando tu abuelo hizo reaparecer la casa definitivamente, sin poder parar de reír. Seguimos riéndonos al recordarlo durante el año y medio siguiente, hasta que llegó el fin.

Cuando abro los ojos, estoy de nuevo en el campo de batalla. Más explosiones, fuego, muerte.

—Tu abuelo era un buen hombre —dice Henri—. Le encantaba hacer reír a la gente, contar chistes. Creo que no salí de vuestra casa ni una sola vez sin que me doliera la barriga de haberme reído tanto.

El cielo se ha vuelto rojo. Un árbol desgarra el aire, arrojado por el hombre de plata y azul, el que he visto en la casa. Se lleva por delante a dos de los mogadorianos, y me dan ganas de vitorear. Pero ¿qué sentido tiene celebrar un solo golpe? Por muchos enemigos que vea caer, la suerte de ese día no cambiará. Los lóricos serán derrotados de todos modos. Todos ellos morirán, hasta el último, y yo seré enviado a la Tierra.

—Nunca le vi enfadarse. Cuando todos los demás perdían los nervios, cuando la tensión se apoderaba de ellos, tu abuelo mantenía la calma. Era entonces cuando solía sacarse de la manga sus mejores chistes, y al momento siguiente todos estaban riendo otra vez.

Las bestias más pequeñas persiguen a los niños, los más indefensos, que todavía sujetan bengalas de las celebraciones. Así es como nos vencen: sólo un puñado de lóricos pueden combatir a las bestias, mientras los demás están ocupados intentando salvar a los niños.

—Tu abuela era distinta. Era callada y reservada, muy inteligente. Tus mayores se complementaban el uno al otro: tu abuelo era el desenfadado y alegre, mientras tu abuela trabajaba en un segundo plano para que todo saliera según lo previsto.

En el cielo, todavía veo la estela de humo azul procedente de la aeronave que nos transporta a la Tierra, ocupada por los Nueve y nuestros protectores. La presencia de esta señal en lo alto inquieta a los mogadorianos.

—Y luego estaba Julianne, mi esposa.

Muy a lo lejos hay otra explosión, en este caso similar a las que se producen en el despegue de los cohetes terrestres. Otra nave se eleva, dejando tras de sí una estela de fuego, primero lentamente y luego a cada vez mayor velocidad. Esto me confunde. Nuestras naves no utilizaban la combustión para el despegue; no necesitaban gasolina ni carburantes. Emitían una pequeña estela de humo azul procedente de los cristales que las propulsaban, pero nunca fuego como esta segunda nave. Es lenta y torpe comparada con la primera, pero aun así sigue adelante, alzándose por el aire, acelerando. Henri nunca me ha hablado de una segunda nave. ¿Quién la ocupa? ¿Adónde va? Los mogadorianos gritan y señalan hacia ella. Una vez más, muestran desasosiego, y por un breve instante, los lóricos sacan nuevas fuerzas.

—Tenía los ojos más verdes que hubiera visto jamás, resplandecientes como esmeraldas, y un corazón tan grande como el mismo planeta. Siempre estaba ayudando a los demás, recogiendo animales y adoptándolos como mascotas. Nunca sabré qué es lo que vio en mí.

Ha vuelto la enorme bestia, la de ojos rojos y cuernos gigantescos. Hilos de babas mezcladas con sangre caen de sus dientes afilados como navajas, tan grandes que no caben en su boca. El hombre de plata y azul se planta frente a ella. Intenta alzarla con sus poderes y consigue separarla un par de metros del suelo, pero entonces flaquea y no consigue levantarla más. La bestia ruge, se sacude y cae de nuevo al suelo. Intenta avanzar, luchando contra los poderes del hombre, pero no puede rebasarlos. El hombre vuelve a levantarla. La luz de la luna se refleja en el sudor y la sangre de su rostro. Entonces, tuerce las manos y la bestia cae de costado. El suelo se sacude. Truenos y relámpagos llenan el cielo, pero no hay lluvia que los acompañe.

—No era muy madrugadora, y yo siempre me levantaba antes que ella. Me sentaba en la salita a leer el periódico, preparaba el desayuno, salía a pasear. Algunas mañanas, ella todavía estaba durmiendo cuando yo volvía. Yo era una persona impaciente, no veía la hora de empezar un nuevo día juntos. Su sola presencia me hacía sentir bien. Entraba e intentaba despertarla, pero ella soltaba un gruñido y se tapaba la cabeza con la sábana. Casi todas las mañanas, siempre el mismo resultado.

La bestia se revuelve, pero el hombre sigue manteniendo el control. Otros guardianes se han unido a la lucha, todos ellos empleando sus poderes contra el mastodonte. El fuego y el rayo caen sobre él, acompañados de ráfagas de láser procedentes de todas direcciones. Algunos guardianes le infligen daños invisibles, manteniéndose apartados mientras alzan sus manos en una pose de concentración. Y entonces, en lo alto, se forma una tormenta colectiva, una gran nube que crece y resplandece en un cielo antes despejado, acumulando una forma de energía en su interior. Los guardianes aúnan esfuerzos, creando entre todos esta masa destructiva. Hasta que, al fin, un descomunal rayo se precipita sobre el punto donde está tumbada la bestia. Y es entonces cuando muere.

—¿Qué otra cosa podía hacer yo? ¿Qué otra cosa podía hacer nadie? Éramos diecinueve en total en esa nave. Los nueve niños y los nueve cêpan, elegidos sin más criterio que el de hallarnos en el lugar preciso aquella noche, y el piloto que nos trajo aquí. Los protectores no podíamos luchar y, de poder hacerlo, ¿acaso habría supuesto alguna diferencia? Los cêpan éramos burócratas, nuestra función era mantener el planeta en marcha, enseñar a los demás, entrenar a los nuevos guardianes para que comprendieran sus poderes y supieran manejarlos. Nuestra función no era la de guerrear. Habríamos sido ineficaces. Habríamos muerto como todos los demás. No teníamos más opción que irnos. Acompañaros para que vivierais y restaurarais algún día la gloria del planeta más hermoso del universo entero.

Cierro los ojos y, cuando vuelvo a abrirlos, la batalla ha terminado. El humo se eleva desde el suelo entre los muertos y los agonizantes. Árboles partidos, bosques quemados, no queda nada en pie excepto los pocos mogadorianos que han vivido para contarlo. El sol asciende hacia el sur y un pálido resplandor crece sobre la tierra desolada, bañada en rojo. Montículos de cadáveres, no todos intactos, no todos enteros. En lo más alto del montículo se encuentra el hombre de plata y azul, muerto como los demás. No hay señales discernibles en su cuerpo, pero está muerto de todos modos.

Mis ojos se abren de golpe. No puedo respirar, y tengo la boca seca, sedienta.

—Ven —dice Henri.

Entonces me ayuda a levantarme de la mesa de centro, me acompaña a la cocina y me acerca una silla. Las lágrimas brotan de mis ojos, aunque parpadeo para contenerlas. Henri me trae un vaso de agua y bebo del tirón hasta la última gota. Le devuelvo el vaso y él lo llena otra vez. Me pesa la cabeza, y respiro aún con dificultad. Bebo el segundo vaso, y entonces miro a Henri.

—¿Por qué no me has dicho nunca que había otra nave? —le pregunto.

—¿Qué estás diciendo?

—Había otra nave.

—¿Dónde estaba esa otra nave?

—En Lorien, el día que nos fuimos. Una segunda nave, que despegó después de la nuestra.

—Imposible —me dice.

—¿Por qué es imposible?

—Porque las demás naves fueron destruidas. Lo vi con mis propios ojos. Cuando los mogadorianos aterrizaron, lo primero que hicieron fue neutralizar nuestros puertos. Nosotros viajamos en la única nave que resistió su ofensiva. Fue un milagro que lográramos irnos.

—He visto otra nave, te lo juro. Aunque no era como las demás. Utilizaba combustible y dejaba una bola de fuego tras de sí.

Henri me escudriña con atención. Está concentrándose en pensar, con el ceño fruncido.

—¿Estás seguro, John?

—Sí.

Henri se reclina en su silla, mira por la ventana. Bernie Kosar está en el suelo, mirándonos a ambos.

—Consiguió irse de Lorien —sigo diciendo—. La he observado hasta que ha desaparecido.

—Eso no tiene ningún sentido —afirma Henri—. No veo cómo pudo ser. No quedó nada.

—Hubo una segunda nave.

Los dos nos quedamos sentados un buen rato en silencio.

—Henri…

—¿Sí?

—¿Qué había en esa nave?

Él me clava la mirada y contesta:

—No lo sé. De verdad que no lo sé.

Estamos sentados en el salón, con la chimenea encendida, y Bernie Kosar en mi regazo. De vez en cuando, un crujido de los troncos rompe el silencio.

—¡Luz! —digo, y chasqueo los dedos.

La mano derecha se me ilumina, no tanto como en otras ocasiones, pero casi. En el poco tiempo que ha pasado desde que Henri empezó a entrenarme, he aprendido a controlar el fulgor. Puedo modificarlo, ampliándolo como la luz de una casa, o enfocándolo para que sea más estrecho, como el haz de una linterna. Mi habilidad para manipularlo se desarrolla más rápido de lo que esperaba. El de la mano izquierda sigue siendo más tenue que el de la derecha, pero está equiparándose. Chasqueo los dedos y digo «luz» para fardar, pero en realidad no necesito hacerlo para encender la luz ni para controlarla. Es algo que me viene de dentro, y requiere tan poco esfuerzo como doblar un dedo o cerrar un ojo.

—¿Cuándo crees que se manifestarán los demás legados? —pregunto.

Henri levanta la vista del periódico para contestar.

—Pronto. El siguiente, sea cual sea, debería llegar en el plazo de un mes. Sólo tienes que estar muy atento. No todos los poderes serán tan aparentes como lo de las manos.

—¿Cuánto tardarán en aparecer todos?

—A veces van llegando en un plazo de dos meses, a veces tardan hasta un año —dice él, encogiéndose de hombros—. Varía de un guardián a otro. Pero, tarde lo que tarde, tu legado principal será el último en manifestarse.

Cierro los ojos y me reclino en el sofá. Me pongo a pensar en mi legado principal, el que me permitirá combatir. No sé cuál me gustaría que fuera. ¿Rayos? ¿Control mental? ¿La capacidad de manipular los elementos, como he visto hacer al hombre de plata y azul? ¿O preferiría algo más oscuro, más siniestro, como la capacidad de matar sin tocar?

Paso la mano por el lomo de Bernie Kosar, y luego miro a Henri. Lleva un gorro de dormir y unas gafas en la punta de la nariz, como un ratón de cuento.

—¿Por qué estábamos en el campo espacial aquel día? —le pregunto.

—Para ver una exhibición aérea. Cuando terminó, visitamos algunas de las naves.

—¿Seguro que era ese el único motivo?

Él se vuelve hacia mí y asiente con la cabeza. Al hacerlo, traga saliva, y eso me da la sensación de que me está ocultando algo.

—Bueno, ¿y cómo se decidió que nos iríamos? —pregunto—. Supongo que un plan así no se puede improvisar en unos pocos minutos, ¿no?

—No despegamos hasta tres horas después del comienzo de la invasión. ¿Recuerdas algo de ese momento?

—Muy poco.

—Nos reunimos con tu abuelo junto a la estatua de Pittacus. Te entregó a mí y me dijo que te llevara al campo espacial, que aquella era nuestra única posibilidad de salvarnos. Debajo había un complejo subterráneo. Tu abuelo me dijo que siempre había habido un plan de emergencia por si ocurría algo por el estilo, pero que nadie se lo había tomado nunca en serio porque la amenaza de un ataque parecía ridícula. Lo mismo que ocurriría aquí, en la Tierra. Si ahora le contaras a cualquier ser humano que existe la amenaza de un ataque alienígena, se reirían de ti, ¿no? Pues en Lorien, lo mismo. Le pregunté cómo estaba enterado de ese plan y no me respondió, sólo me sonrió y me dijo adiós. Tiene cierta lógica que nadie conociera los detalles del plan, o que sólo los conocieran unos pocos.

Asiento y pregunto a continuación:

—Entonces, ¿se os ocurrió de repente el plan de ir a la Tierra?

—Claro que no. Uno de los Ancianos del planeta se reunió con nosotros en el campo espacial. Fue él quien conjuró el hechizo lórico que os une a todos y cuya marca lleváis en el tobillo, y también os dio a cada uno un amuleto. Dijo que erais unos niños especiales, unos niños bendecidos, con lo que supongo que quería decir que ibais a tener una oportunidad de escapar. En un principio planeamos llevar la nave al cielo hasta que terminara la invasión, en espera de que los nuestros se defendieran y ganaran. Pero eso nunca llegó a ocurrir… —Henri se queda callado, y entonces prosigue con un suspiro—: Permanecimos una semana en órbita. Fue todo lo que tardaron los mogadorianos en saquear Lorien hasta no dejar nada. Cuando se hizo evidente que no habría regreso, pusimos rumbo a la Tierra.

—¿Por qué no conjuró un hechizo para que no pudieran matarnos a ninguno, en ningún orden?

—Existen limitaciones, John. Lo que estás pidiendo es que seáis invencibles. Eso no es posible.

Asiento. El hechizo tiene sus limitaciones. Si uno de los mogadorianos intenta matarnos sin respetar el orden, el daño que intente infligir se volverá contra él y lo recibirá en nuestro lugar. Si uno de ellos hubiese intentado dispararme en la cabeza, la bala habría atravesado su propia cabeza. Pero ya no. Ahora, si me atrapan, podrán matarme.

Me quedo un momento sentado en silencio mientras reflexiono acerca de todo esto. Acerca del campo espacial. Acerca de Loridas, el único Anciano restante en Lorien, que conjuró un hechizo para protegernos y que ahora está muerto. Los Ancianos fueron los primeros habitantes de Lorien, los seres que dieron forma al planeta. Al principio eran diez, y todos los legados se concentraban en este reducido grupo. De eso hace tanto, tanto tiempo, que parecen más una leyenda que algo basado en la realidad. Aparte de Loridas, nadie supo qué fue de los demás, si murieron o no.

Intento recordar la sensación de estar en órbita sobre el planeta, esperando a saber si podríamos volver, pero en mi memoria no hay nada de eso. Lo que sí recuerdo son fragmentos del viaje. El interior de la nave en la que estábamos era redondo y despejado, aparte de los dos baños, que tenían puertas. Había camas concentradas en uno de los lados; el otro lado estaba dedicado a la práctica de ejercicios y juegos que nos ayudaran a desfogarnos. No sé cómo eran los demás, ni a qué jugábamos. Pero sí recuerdo que me aburría, metido un año entero en una nave con dieciocho viajeros más. Había un animal de peluche con el que dormía de noche, y aunque estoy seguro de que mi memoria se equivoca, me parece recordar que el animal jugaba conmigo.

—Henri…

—¿Sí?

—Tengo muchas imágenes de un hombre con un traje plateado y azul. Le he visto en nuestra casa, y en el campo de batalla. Podía controlar los elementos. Y después le he visto muerto.

Henri asiente y me explica:

—Cada vez que vuelvas, presenciarás las escenas que tengan importancia para ti.

—Era mi padre, ¿verdad?

—Sí. No tenía que visitarnos mucho, pero lo hacía igualmente. Siempre estaba visitándonos.

Suspiro. Mi padre había matado a la bestia y a muchos soldados, había luchado con valentía. Pero en última instancia no fue suficiente.

—¿Crees que tenemos alguna posibilidad de ganar?

—¿A qué te refieres?

—Nos derrotaron con mucha facilidad. ¿Qué esperanza tenemos de que sea distinto si nos encuentran ahora? Aunque todos hayamos desarrollado nuestros poderes y nos hayamos reunido para combatir juntos, ¿qué esperanza tenemos contra algo así?

—¿Esperanza? —me dice—. Siempre hay esperanza, John. Todavía puede haber sorpresas. No lo sabemos todo todavía. No renuncies a la esperanza aún. Es lo último a lo que hay que renunciar. Cuando pierdes la esperanza, ya no te queda nada más. Y aunque pienses que se han agotado las posibilidades, en el momento más duro y sombrío de todos, sigue habiendo esperanza.