CAPÍTULO DIEZ
CUANDO ME DESPIERTO, BERNIE KOSAR está rascando la puerta de mi habitación. Le dejo salir y empieza a patrullar por el jardín, corriendo de un lado para otro con el hocico pegado al suelo. Una vez ha cubierto las cuatro esquinas, atraviesa el jardín como una bala y desaparece en el bosque. Cierro la puerta y me meto en la ducha. Cuando salgo diez minutos después, él ya vuelve a estar dentro, sentado en el sofá. Al verme, menea el rabo.
—¿Le has dejado entrar? —pregunto a Henri, que está en la mesa de la cocina, con el portátil abierto y cuatro periódicos apilados frente a él.
—Sí.
Después de un desayuno rápido, nos ponemos en marcha. Bernie Kosar corre para adelantarse a nosotros, y entonces se para y se sienta mirando la puerta del acompañante de la camioneta.
—Esto es un poco raro, ¿no te parece? —comento.
—Será que está acostumbrado a viajar en coche —contesta Henri, encogiéndose de hombros—. Déjale entrar.
Abro la puerta, y el perro, entrando de un salto, se sienta en el asiento del medio con la lengua colgando. Cuando salimos del camino de entrada, se sube a mi regazo y empieza a arañar la ventanilla. La bajo y él asoma la mitad del cuerpo fuera, con la boca todavía abierta y las orejas ondeando al viento. Cinco kilómetros después, Henri se para en el instituto. Bernie Kosar sale delante de mí cuando abro la puerta. Le meto en la camioneta pero él salta afuera otra vez. Vuelvo a cogerlo y a meterlo dentro, y tengo que cortarle el paso mientras cierro la puerta para que no salga más. Se queda ahí dentro, levantándose sobre las patas traseras y apoyándose en el borde de la puerta, que todavía tiene la ventanilla bajada. Le doy unas palmaditas en la cabeza.
—¿Llevas los guantes? —me pregunta Henri.
—Sí.
—¿Móvil?
—Sí.
—¿Cómo te encuentras?
—Muy bien —le digo.
—Vale. Llámame si surge cualquier problema.
Henri arranca la camioneta y Bernie Kosar me observa desde la ventanilla trasera hasta que desaparecen en la primera curva.
Siento un nerviosismo similar al que tenía ayer, pero por motivos distintos. Una parte de mí quiere ver a Sarah cuanto antes, y otra parte desea no verla siquiera. No sé ni qué voy a decirle. ¿Y si no se me ocurre nada y me quedo ahí parado con cara de idiota? ¿Y si está con Mark cuando la vea? ¿Debería saludarla y arriesgarme a otro enfrentamiento, o pasar por delante y fingir que no veo a ninguno de los dos? Lo que está claro es que los veré en la segunda hora. De eso sí que no me escapo.
Me voy hacia mi taquilla. Tengo la bolsa llena de libros que me dieron a leer ayer pero que no llegué ni a abrir. Demasiados pensamientos e imágenes llenándome la cabeza. Todavía no me he librado de ellos, y no es de esperar que consiga hacerlo. Todo había sido muy distinto a como me lo imaginaba. La muerte no es como lo que te enseñan en las pelis. Los sonidos, las miradas, los olores. Todo es diferente.
Cuando llego a la taquilla, veo enseguida que algo va mal. El pomo de metal está cubierto de tierra, o de algo que se le parece. Dudo entre abrirlo o no, pero entonces hago una profunda inspiración y tiro del pomo hacia arriba.
La taquilla está medio llena de estiércol y, al abrir la puerta, gran parte se derrama al suelo, encima de mis pies. El olor es nauseabundo. Cierro la puerta de golpe. Sam Goode estaba de pie detrás de ella, y su aparición repentina me sobresalta. Se le ve algo triste. Lleva una camiseta blanca de la NASA, apenas diferente de la que llevaba ayer.
—Hola, Sam —le saludo.
Él mira la montaña de estiércol del suelo, y luego levanta la vista otra vez hacia mí.
—¿Tú también? —pregunto, y él asiente—. Me voy al despacho del director. ¿Quieres acompañarme?
Sam niega con la cabeza, y entonces se da la vuelta y se aleja sin decir palabra. Me voy hasta el despacho del señor Harris, llamo a la puerta y entro sin esperar su respuesta. Está sentado detrás de la mesa, y lleva puesta una corbata estampada con el emblema escolar: nada menos que veinte pequeñas calaveras de pirata esparcidas por su superficie. Cuando me ve, sonríe con orgullo.
—Hoy es un gran día, John —me dice. No sé de qué está hablando—. Los reporteros de la Gazette estarán aquí en menos de una hora. ¡Saldremos en portada!
Es entonces cuando me acuerdo. La gran entrevista de Mark James con el periódico local.
—Debe de estar muy orgulloso —comento.
—Estoy orgulloso de todos y cada uno de los estudiantes de Paradise. —La sonrisa no se le borra de la cara. Se reclina en la silla, entrelaza los dedos y apoya las manos en la barriga—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Sólo quería comunicarle que esta mañana me han llenado la taquilla de estiércol.
—¿Llenado? ¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que la taquilla entera estaba llena de estiércol.
—¿De estiércol? —pregunta con aire confuso.
—Sí.
El señor Harris se echa a reír. Su absoluta falta de preocupación me coge por sorpresa, y una oleada de ira me recorre el cuerpo. Tengo la cara caliente.
—Quería comunicárselo para que limpiaran la taquilla. La de Sam Goode también la han llenado de estiércol.
Él suspira y menea la cabeza, diciendo:
—Avisaré al señor Hobbs, el conserje, para que vaya inmediatamente, y haremos una investigación a fondo del asunto.
—Los dos sabemos quién ha sido, señor Harris.
Él me lanza una sonrisa condescendiente.
—Ya me encargo yo de la investigación, señor Smith.
No tiene mucho sentido decir nada más, así que salgo del despacho y me dirijo al servicio para pasarme agua fresca por las manos y la cara. Tengo que calmarme. No quiero tener que ponerme los guantes también hoy. Tal vez no debería hacer nada al respecto, dejarlo correr y ya está. ¿Se acabaría así? Además, ¿acaso tengo otra opción? Estoy en minoría, y mi único aliado es un estudiante de segundo que pesa 45 kilos y tiene una fijación con los extraterrestres. Aunque puede que me esté quedando corto: a lo mejor Sarah Hart también es mi aliada.
Me miro las manos. Están bien, y no hay ningún fulgor. Salgo del servicio. El conserje ya está barriendo el estiércol de mi taquilla, levantando libros y metiéndolos en la basura. Paso junto a él de camino hacia el aula y me siento a esperar la clase. Hoy toca hablar de reglas gramaticales, siendo el punto principal la formación del gerundio, y cuándo el gerundio actúa como adverbio. Presto más atención que ayer, pero a medida que se acerca el final de la clase, empiezo a preocuparme por la siguiente hora. Pero no por tener que ver a Mark… sino por tener que ver a Sarah. ¿Me sonreirá hoy también? Creo que será mejor que llegue antes que ella, y así podré sentarme en mi sitio y verla entrar. De esta forma, podré ver si me saluda antes.
Cuando suena el timbre, salgo pitando del aula y atravieso corriendo el pasillo. Soy el primero en llegar a la clase de astronomía. El aula se va llenando y Sam se sienta otra vez a mi lado. Justo antes de que suene el timbre, entran Sarah y Mark juntos. Ella lleva una camisa blanca de botones y unos pantalones negros. Me sonríe antes de sentarse, y yo le devuelvo la sonrisa. Mark no mira hacia mí en ningún momento. Todavía me llega el olor a estiércol de los zapatos, o a lo mejor viene de los de Sam.
Mi compañero se saca de la mochila un folleto con el título Están entre nosotros en la cubierta. Da la impresión de que lo hayan impreso en cualquier sótano. Sam lo abre por un artículo del centro y empieza a leer con atención.
Miro a Sarah, que está cuatro pupitres delante de mí. Desde mi sitio veo su pelo recogido en una coleta y la parte de atrás de su esbelto cuello. Ella cruza las piernas y se endereza en su asiento. Me gustaría estar sentado a su lado, poder estrechar su mano con sólo estirar el brazo. Ojalá estuviéramos ya en la octava hora. Me pregunto si querrá volver a ser mi pareja en la clase de economía doméstica.
La señora Burton empieza la clase. Todavía está dando el tema de Saturno. Sam saca un folio y empieza a tomar notas frenéticamente, parándose de vez en cuando para consultar un artículo de la revista que se ha puesto delante. Miro de reojo y veo el título: «La población entera de una localidad de Montana, abducida por alienígenas».
Antes de ayer por la noche, nunca habría prestado atención a teorías de este tipo. Pero Henri cree que los mogadorianos están planeando invadir la Tierra, y tengo que reconocer que, aunque la teoría de la revista de Sam es ridícula, en un nivel más profundo puede tener cierta base. Me consta que los lóricos han visitado la Tierra en numerosas ocasiones a lo largo de la vida de este planeta. Vimos la Tierra desarrollarse, la observamos en los momentos de crecimiento y abundancia, cuando todo se movía, y en los momentos de hielo y nieve, cuando nada lo hacía. Ayudamos a los seres humanos, les enseñamos a encender el fuego y les dimos los medios para que desarrollaran el habla y el lenguaje, motivo por el que nuestra lengua es tan similar a los de la Tierra. Y el hecho de que nosotros nunca hayamos abducido a seres humanos no significa que eso no se haya hecho jamás. Miro a Sam. Nunca había conocido a nadie cuya fascinación por los alienígenas llegara hasta el punto de tomar notas sobre teorías conspiratorias.
Justo entonces, la puerta se abre, y el señor Harris asoma dentro su sonriente cara.
—Disculpe la interrupción, señora Burton, pero voy a tener que robarle a Mark. Los reporteros de la Gazette han venido a entrevistarle —dice en voz alta para que le oigan todos los de la clase.
Mark se pone de pie, coge su mochila y sale del aula con andares confiados. Cuando sale, veo al señor Harris dándole unas palmaditas en la espalda. Entonces miro otra vez a Sarah, deseando sentarme en el sitio que ha quedado vacío a su lado.
En la cuarta hora toca educación física. Sam está en mi clase. Después de cambiarnos, nos sentamos uno al lado del otro en el suelo del gimnasio. Él lleva unas zapatillas de deporte, unos pantalones cortos y una camiseta que le queda dos o tres tallas grande. Parece una cigüeña, todo rodillas y codos, con aspecto larguirucho a pesar de ser bajito.
El profesor de educación física, el señor Wallace, se planta firmemente delante de nosotros, con los pies separados a la anchura de los hombros, y los puños en jarras.
—Muy bien, chicos, escuchadme bien. Esta será seguramente la última vez que salgamos al aire libre este año, de modo que será mejor que la aprovechéis. Un circuito de un kilómetro y medio, a toda potencia. Anotaremos y guardaremos vuestros tiempos para cuando repitamos el circuito en primavera. ¡Corred todo lo que podáis!
La pista al aire libre tiene el suelo de goma sintética. Rodea el campo de fútbol americano, y más allá se ve un bosque que debe de ser el que queda entre el instituto y nuestra casa, pero no estoy muy seguro. El viento es fresco. A Sam se le pone la piel de los brazos de gallina, y se los frota para quitarse la sensación.
—¿Has hecho antes este circuito? —le pregunto.
Sam asiente, diciendo:
—Lo hicimos la segunda semana de clases.
—¿Qué tiempo hiciste?
—Nueve minutos y cincuenta y cuatro segundos.
—Yo pensaba que la gente delgada corríais rápido.
—Cállate —me dice.
Corro al lado de Sam, a la cola del grupo. Cuatro vueltas. Son las que tengo que dar por la pista para haber corrido un kilómetro y medio. A medio recorrido, empiezo a separarme de Sam. Me pregunto en cuánto tiempo podría recorrer ese espacio si me esforzara. ¿Dos minutos, tal vez uno, o puede que menos?
El ejercicio me sienta bien y, sin demasiado esfuerzo, adelanto al que va en cabeza. Entonces, reduzco el ritmo y finjo estar agotado. Al hacerlo, veo una mancha marrón y blanca saliendo disparada de entre los arbustos que hay al lado de la tribuna para correr directamente en mi dirección. «Deben de ser imaginaciones mías», pienso. Aparto la vista y sigo corriendo. Paso por delante del profesor, que lleva un cronómetro en las manos. Grita palabras de ánimo, pero está mirando detrás de mí, fuera de la pista. Sigo su mirada, que se ha quedado fija en la mancha marrón y blanca. Todavía viene derecha hacia mí, y de pronto vuelven a borbotones las imágenes que vi ayer. Las bestias mogadorianas. También las había de pequeño tamaño, con dientes que resplandecían a la luz como cuchillas, criaturas veloces preparadas para matar. Empiezo a acelerar.
Recorro media pista a toda velocidad antes de volver la vista. No hay nada detrás de mí. Me he desembarazado de la bestia. Han transcurrido veinte segundos. Entonces, vuelvo a girar la cabeza y me encuentro con ella justo delante. Debe de haber atravesado el campo por el medio. Freno en seco, y mi perspectiva se corrige. ¡Es Bernie Kosar! Está sentado en medio de la pista, agitando el rabo y con la lengua fuera.
—¡Bernie Kosar! —grito—. ¡Me has dado un susto de muerte!
Reanudo el recorrido a ritmo lento, con Bernie Kosar corriendo a mi lado. Espero que nadie se haya dado cuenta de lo rápido que he corrido. Me paro y me doblo hacia delante, como si tuviera flato o me hubiera quedado sin aliento. Camino un tramo y después corro un poco más. Antes de haber terminado la segunda vuelta, me han adelantado dos personas.
—¡Smith! ¿Qué ha pasado? ¡Menuda paliza estabas dándoles a los demás! —exclama el señor Wallace cuando paso corriendo a su lado.
Respiro con dificultad, procurando que se note.
—Te… tengo… asma —le contesto.
El profesor menea la cabeza, contrariado.
—Y yo que pensaba que tenía en mi clase al próximo campeón de atletismo del estado de Ohio…
Me encojo de hombros y sigo adelante, parándome de vez en cuando para caminar. Bernie Kosar se queda a mi lado, a veces andando, a veces trotando. Cuando empiezo la última vuelta, Sam me alcanza y corremos juntos. Tiene la cara muy roja.
—¿Qué estabas leyendo hoy en astronomía? —le pregunto—. ¿Todos los habitantes de una localidad de Montana han sido abducidos por alienígenas?
Él me dirige una gran sonrisa.
—Sí, o al menos eso parece —contesta con aire tímido, como si se sintiera incómodo.
—¿Y por qué abducirían a una población entera?
Sam se encoge de hombros, sin contestar.
—No, en serio —insisto.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí, claro.
—Bueno, la teoría es que el gobierno lleva un tiempo permitiendo las abducciones alienígenas a cambio de tecnología.
—¡No me digas! ¿Y qué clase de tecnología? —le pregunto.
—Pues circuitos de superordenadores, fórmulas para crear más bombas y tecnología ecológica. Cosas así.
—¿Tecnología ecológica a cambio de ejemplares humanos? Qué fuerte. ¿Y para qué necesitarían seres humanos los alienígenas?
—Para poder estudiarnos.
—Pero ¿por qué? ¿Qué motivos podrían tener?
—Para que, cuando llegue el Armagedón, conozcan nuestras debilidades y puedan derrotarnos fácilmente.
Su respuesta me deja bastante desconcertado, pero sólo por las escenas que siguen asaltándome la cabeza desde ayer, las armas que vi utilizar a los mogadorianos, y las enormes bestias.
—¿Eso no es complicarse las cosas, si ya tienen bombas y tecnología muy superiores a las nuestras?
—Bueno, también hay gente que piensa que están esperando a que nos matemos nosotros solos.
Miro a Sam. Está sonriéndome, como si estuviera decidiendo si me estoy tomando la conversación en serio o no.
—¿Por qué querrían que nos matáramos nosotros solos? ¿Qué motivos tienen?
—Por envidia.
—¿Nos tienen envidia? ¿Por qué, por nuestro magnetismo animal?
Sam se echa a reír y responde:
—Algo así.
Asiento. Corremos en silencio un minuto más, y me doy cuenta de que Sam está pasándolo mal, de que respira con dificultad.
—¿Cómo empezaron a interesarte estas cosas?
—Es sólo un hobby —dice encogiéndose de hombros, pero a mí me da que me está escondiendo algo.
Terminamos el circuito de kilómetro y medio con un tiempo de ocho minutos y cincuenta y nueve segundos, mejor que la última vez que Sam lo hizo. Bernie Kosar sigue a la clase hasta la puerta del edificio. Los demás le hacen carantoñas, y cuando entramos, intenta seguirnos. No sé cómo ha sabido dónde estaba. ¿Habrá memorizado el camino hasta el instituto durante la ida? La idea me parece absurda.
Bernie Kosar se queda en la entrada. Me voy a los vestuarios con Sam, y en cuanto recupera el aliento, empieza a ametrallarme con un montón de teorías conspiratorias más, una tras otra, y la mayoría me parecen ridículas. Me cae bien y me hace reír, pero a veces me gustaría que hablara menos.
Cuando empieza la clase de economía doméstica, Sarah no está en el aula. La señora Benshoff nos da instrucciones durante diez minutos y luego entramos en la cocina. Ocupo la unidad que usamos la última vez, resignado a tener que cocinar solo, y en el mismo momento en que me viene ese pensamiento, Sarah entra.
—¿Me he perdido algo interesante? —me pregunta.
—Unos diez minutos de mi incomparable compañía —le digo con una sonrisa, y ella se ríe.
—Me he enterado de lo de tu taquilla esta mañana. Lo siento.
—¿Has metido tú el estiércol? —le pregunto.
Ella se ríe otra vez.
—No, claro que no. Pero sé que están metiéndose contigo por mi culpa.
—Tienen suerte de que no haya utilizado mis superpoderes para enviarlos al condado vecino.
Sarah me toca los bíceps, divertida.
—Ah, te refieres a estos enormes músculos. Conque superpoderes, ¿eh? Vaya, pues sí que tienen suerte.
Nuestro proyecto del día consiste en hacer magdalenas de arándanos. Cuando nos ponemos a hacer la masa, Sarah empieza a contarme su historia con Mark. Estuvieron saliendo dos años, pero cuanto más tiempo llevaban juntos, más se apartaba ella de sus padres y sus amigos. Era la novia de Mark, nada más. Se dio cuenta de que había empezado a cambiar, a adoptar algunas de las actitudes de él con la gente: a portarse de forma egoísta y crítica, y a creerse mejor que los demás. También empezó a beber, y sus notas bajaron. Al terminar el curso pasado, sus padres la enviaron a pasar el verano con su tía, en Colorado. Una vez allí, empezó a dar grandes paseos por el monte y a tomar fotos del paisaje con la cámara de su tía. Se enamoró de la fotografía y pasó el mejor verano que recuerda. Se dio cuenta de que en la vida había más cosas que ser una animadora y salir con la estrella del equipo de fútbol americano. Cuando volvió a su casa, rompió con Mark, dejó de ser animadora y se hizo la promesa de que sería buena y amable con todos. Mark no lo ha aceptado. Sarah dice que todavía la considera su novia, y que se cree que acabará volviendo con él. Lo único que ella echa de menos de Mark son sus perros, con los que jugaba siempre que iba a su casa. Entonces le hablo de Bernie Kosar, y le cuento que apareció por sorpresa en nuestra puerta después de aquella mañana en el instituto.
Seguimos charlando mientras cocinamos. En un momento dado, meto la mano en el horno sin las manoplas puestas y saco la bandeja de las magdalenas. Sarah me ve hacerlo y me pregunta si estoy bien, y yo finjo que me duele, agitando la mano como si me hubiera quemado, aunque no siento nada. Nos acercamos al fregadero y Sarah me pasa agua tibia por encima para aliviar la quemadura que no tengo. Cuando me ve la mano, disimulo encogiéndome de hombros. Estamos echando el glaseado a las magdalenas cuando saca el tema de mi móvil, y me comenta que vio que sólo había un número en la memoria. Le explico que es el número de Henri, y que perdí el móvil anterior, donde tenía todos mis contactos. Me pregunta si dejé atrás una novia al mudarme. Le digo que no, y ella me lanza una sonrisa que me derrite por completo. Antes de que termine la clase, me dice que pronto se celebrará el festival de Halloween en el pueblo y que espera verme allí, que lo pasaremos bien juntos. Le digo que vale, que estaría bien. Aparento naturalidad, aunque por dentro estoy flotando.