CAPÍTULO NUEVE
TENGO TODO EL CUERPO EN TENSIÓN, con cada uno de mis músculos flexionados. Henri atraviesa el umbral de un salto y yo me preparo para seguirle. Siento el bum-bum-bum de mi corazón en el pecho. Mis dedos aprietan con fuerza el trozo de madera aún ardiendo. Una ráfaga de aire irrumpe por la puerta, y el fuego baila alrededor de mi mano y me trepa por la muñeca. No hay nadie fuera. De repente, Henri relaja el cuerpo y ríe entre dientes, bajando la vista a sus pies. Allí, mirándole desde el suelo, está el mismo beagle que vi ayer en el instituto. El perro empieza a menear la cola y rascar el suelo con las patas delanteras. Henri se agacha y le acaricia, pero entonces el perro le deja atrás y trota hacia la casa con la lengua colgando.
—¿Qué hace aquí este perro? —pregunto.
—¿Lo conoces?
—Lo vi en el instituto. Ayer me estuvo siguiendo después de que me dejaras allí.
Dejo el trozo de madera y me froto la mano en los pantalones, donde dejo un rastro de cenizas negras. El perro se sienta a mis pies y me mira con expectación, batiendo el suelo de madera dura con el rabo. Me siento en el sofá y observo los dos fuegos, que siguen ardiendo. Ahora que ha pasado la emoción del momento, mis pensamientos regresan a la visión que he tenido. Todavía oigo los gritos, aún veo la sangre resplandeciendo sobre la hierba a la luz de la luna, los cadáveres y los árboles caídos, el brillo rojo en los ojos de las bestias de Mogador y el terror en los ojos de las gentes de Lorien. Miro a Henri y le digo:
—He visto lo que sucedió. O, al menos, cómo empezó todo.
—Me lo imaginaba —responde, asintiendo.
—Oía tu voz. ¿Estabas hablándome?
—Sí.
—No puedo comprenderlo —le digo—. Fue una masacre. Había demasiado odio en ellos para que solo estuvieran interesados en nuestros recursos. Tenía que haber algo más.
Henri suspira y se sienta en la mesa de centro, enfrente de mí. El beagle se sienta en mi regazo y le acaricio. Está muy sucio, y su pelaje está tieso y aceitoso al contacto. En la parte delantera del collar tiene una chapa en forma de balón. Se ve vieja, y se ha despegado la mayor parte de la pintura marrón que la cubría. La sujeto en mi mano, y veo que lleva el número 19 en una cara y el nombre BERNIE KOSAR en la otra.
—Bernie Kosar —leo, y el perro menea el rabo—. Parece que se llama así, igual que el tío del póster que hay colgado en mi habitación. Por lo visto, es bastante popular por aquí. —Paso la mano por su lomo—. No creo que tenga un hogar. Y está famélico —añado. Casi puedo percibir su hambre.
Henri asiente, y mira a Bernie Kosar. El beagle se estira, apoya la barbilla en las patas delanteras y cierra los ojos. Enciendo el mechero y me paso la llama sobre los dedos, la palma, y después por la parte interior del brazo. No siento que me quema hasta que la llama está a cuatro o cinco centímetros del codo. Lo que me ha hecho Henri, sea lo que sea, está dando resultado, y mi resistencia al fuego se está expandiendo. Me pregunto cuánto faltará para que todo mi cuerpo sea inmune.
—Entonces, ¿qué es lo que pasó? —pregunto.
Henri hace una profunda inspiración.
—Yo también he tenido esas visiones. Son tan reales que es como si estuvieras allí.
—No me daba cuenta de lo horrible que fue. O sea, recordaba lo que me contaste, pero no he comprendido lo que significaba hasta que lo he visto con mis propios ojos.
—Los mogadorianos son distintos de nosotros: son falsos y manipuladores, y desconfían de casi todo. Tienen ciertos poderes, pero no son como los nuestros. Son gregarios y les gustan las ciudades grandes. Cuanto más densidad de población, mejor. Por eso tú y yo nos mantenemos alejados de las ciudades, aunque pasaríamos más desapercibidos viviendo en ellas. A ellos también les resulta muchísimo más fácil no llamar la atención así.
»Hace un centenar de años, Mogador empezó a marchitarse, de forma muy parecida a lo que ocurrió en Lorien veinticinco mil años antes. Sin embargo, ellos no reaccionaron del mismo modo que nosotros, no tenían la conciencia que la población humana está empezando a desarrollar ahora. Preferían no pensar en lo que estaban haciendo. Mataron sus mares y llenaron sus ríos y lagos con residuos para que sus ciudades siguieran creciendo. La vegetación empezó a morir, y tras ella los herbívoros, de tal modo que los carnívoros no tardarían en seguir su suerte. Sabían que tenían que emprender acciones drásticas.
Henri cierra los ojos y se queda callado durante un minuto entero.
—¿Sabes cuál es el planeta habitado más cercano a Mogador? —me pregunta al fin.
—Sí, es Lorien. O lo era, mejor dicho.
—Así es —asiente Henri—. Y seguro que recuerdas cuáles eran los recursos de nuestro planeta que ansiaban.
Asiento, reflexivo. Bernie Kosar levanta la cabeza y suelta un largo bostezo. Henri calienta una pechuga de pollo sobrante en el microondas, la corta a tiras y luego trae de vuelta el plato hacia el sofá para colocarlo delante del perro, que lo devora con ansia, como si llevara días sin comer.
—Hay un numeroso contingente de mogadorianos en la Tierra —sigue diciendo Henri—. No sé cuántos son, pero siento su presencia cuando duermo. A veces los veo en sueños. Nunca sé dónde están, ni qué están diciendo, pero los veo. Y no creo que vosotros seis seáis el único motivo por el que han venido tantos.
—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué habrían venido si no?
Henri me mira directamente a los ojos.
—¿Sabes cuál es el segundo planeta habitado más cercano a Mogador?
Asiento y respondo:
—La Tierra, ¿verdad?
—Mogador es el doble de grande que Lorien, pero la Tierra tiene un tamaño cinco veces mayor que Mogador. En términos de capacidad defensiva, este planeta está mejor preparado para un ataque debido a su tamaño. Los mogadorianos deberán conocerlo a fondo antes de iniciar una ofensiva. No puedo decirte con seguridad cómo fuimos vencidos con tanta facilidad, puesto que sigo sin comprender gran parte de lo que ocurrió. De lo que sí estoy seguro es de que fue en parte por sus conocimientos sobre nuestro planeta y nuestro pueblo, y en parte por el hecho de que no tuviéramos más defensa que nuestra inteligencia y los legados de la Guardia. Puedes decir lo que quieras sobre los mogadorianos, pero hay que reconocer que son unos grandes estrategas a la hora de hacer la guerra.
Transcurre otro momento en silencio, mientras el viento sigue rugiendo fuera.
—Pero no creo que estén interesados en llevarse los recursos de la Tierra —dice Henri.
Dejo escapar un suspiro al oírlo.
—¿Por qué no? —digo, alzando la vista hacia él.
—Mogador todavía está muriéndose. Aunque hayan arreglado los asuntos más apremiantes, la muerte del planeta es inevitable, y ellos lo saben. Creo que lo que planean es matar a los seres humanos. Creo que quieren hacer de la Tierra su hogar permanente.
Después de cenar, doy un baño a Bernie Kosar con champú y suavizante, y después le paso por el pelo un cepillo viejo que se han dejado los últimos inquilinos en uno de los cajones. Su aspecto y su olor han mejorado mucho, pero su collar todavía huele mal y lo tiro. Antes de irme a dormir, le abro la puerta principal, pero no le interesa volver a la calle. Más bien prefiere tumbarse en el suelo, con la barbilla apoyada en las patas delanteras. Percibo su deseo de quedarse en la casa con nosotros. Me pregunto si él también percibirá mi idéntico deseo.
—Diría que tenemos una nueva mascota —dice Henri.
Sonrío al oírle. He tenido la esperanza de que me dejará quedarme con el perro desde el momento que le vi en nuestra puerta.
—Eso parece —contesto.
Media hora después, me arrastro hasta la cama, y Bernie Kosar salta a ella conmigo y se hace un ovillo a mis pies. Pocos minutos después, ya está roncando. Me quedo tumbado de espaldas un rato, mirando la oscuridad, con un millón de pensamientos diferentes flotando en mi cabeza. Por ella pasan imágenes de la guerra: la mirada llena de codicia y ansia de los mogadorianos; la mirada dura y feroz de las bestias; la muerte y la sangre. Pienso en la belleza de Lorien. ¿Volverá a alojar vida algún día, o tendremos que quedarnos Henri y yo en la Tierra para siempre?
Intento apartar todos esos pensamientos e imágenes de mi mente, pero enseguida vuelven otra vez. Me levanto y me paseo un rato por la habitación. Bernie Kosar levanta la cabeza y me observa, pero entonces la deja caer otra vez y vuelve a dormirse. Suspiro, cojo el teléfono de la mesita de noche y lo examino para asegurarme de que Mark James no lo ha trasteado. El número de Henri sigue guardado, pero ya no es el único de la agenda. Hay un número más, vinculado al nombre de Sarah Hart. Después de que sonara el último timbre, y antes de venir a mi taquilla, Sarah ha añadido su número al móvil.
Cierro el teléfono, lo dejo sobre la mesita y sonrío. Al cabo de dos minutos, vuelvo a mirarlo para asegurarme de que no han sido imaginaciones mías. No lo son. Lo cierro otra vez y vuelvo a dejarlo, sólo para cogerlo cinco minutos después para mirar el número de nuevo. No sé cuánto tiempo tardo, pero al final me quedo dormido. Cuando me despierto por la mañana, todavía tengo el teléfono en la mano, apoyado contra el pecho.