CAPÍTULO OCHO
ENCUENTRO A HENRI APARCADO JUSTO donde ha dicho que estaría. Me meto en la camioneta de un salto, sonriendo aún.
—¿Has tenido un buen día? —me pregunta.
—No ha estado mal. He recuperado el móvil.
—¿Sin meterte en peleas?
—Ninguna que sea grave.
Henri me mira con suspicacia.
—¿Me conviene saber lo que significa eso?
—Casi que no.
—¿Se te han encendido las manos?
—No —miento—. ¿Qué tal te ha ido a ti el día?
—No ha ido mal —contesta mientras sigue el camino que da la vuelta al edificio para incorporarse a la carretera—. He tenido que conducir una hora y media hasta Columbus después de dejarte aquí.
—¿Por qué hasta Columbus?
—Allí hay bancos importantes. No quería atraer sospechas solicitando aquí una transferencia de un importe mayor del que posee el pueblo en su totalidad.
—Bien pensado —asiento.
Henri se incorpora a la carretera y me pregunta:
—¿No me vas a decir cómo se llama la chica?
—¿Qué?
—Tiene que haber una explicación a esa sonrisa ridícula tuya. La más evidente sería una chica.
—¿Cómo lo sabes?
—John, amigo mío, este viejo cêpan era todo un donjuán en Lorien.
—Venga ya —le digo—. En Lorien no hay donjuanes.
Él asiente, satisfecho.
—Veo que haces los deberes.
Los habitantes de Lorien somos monógamos. Cuando nos enamoramos, es para toda la vida. El matrimonio llega a la edad de veinticinco años, más o menos, y no tiene nada que ver con papeles. Se basa más en el juramento y el compromiso que en cualquier otra cosa. Henri estuvo casado veinte años antes de escapar a la Tierra conmigo. Han pasado diez años desde entonces, pero sé que sigue añorando a su esposa todos los días de su vida.
—Bueno, ¿quién es ella? —me pregunta.
—Se llama Sarah Hart. Es la hija de la agente inmobiliaria que nos encontró la casa. Está en dos de mis clases. Va a primero.
Él asiente y me pregunta:
—¿Es guapa?
—Mucho. Y lista.
—Ya —dice lentamente—. Llevo un tiempo esperando algo así. No olvides que puede ser que tengamos que irnos en cualquier momento.
—No lo olvido —contesto, y guardamos silencio el resto del viaje.
Cuando llego a casa, el cofre lórico está encima de la mesa de la cocina. Tiene el tamaño de un horno microondas, casi completamente cúbico, de cincuenta por cincuenta centímetros más o menos. La emoción se apodera de mí. Me acerco al Cofre y toco el candado.
—Creo que estoy más impaciente por ver cómo se abre que por saber lo que hay dentro —comento.
—¿De verdad? Bueno, también puedo enseñarte cómo se abre y entonces podemos volver a cerrarlo y olvidarnos de lo que hay dentro.
—Venga, tampoco nos precipitemos —le digo con una sonrisa—. ¿Qué hay dentro?
—Es tu herencia.
—¿Qué es eso de la herencia?
—Es lo que recibe cada guardián al nacer para que lo use su protector cuando empieza a obtener su legado.
Asiento, lleno de euforia.
—¿Y qué hay dentro?
—Tu herencia.
Su evasiva me decepciona. Agarro el candado e intento abrirlo a la fuerza, del mismo modo que lo he intentado siempre. Por supuesto, no se mueve.
—No puedes abrirlo sin mí, y yo no puedo abrirlo sin ti —me explica Henri.
—¿Y cómo lo abrimos? No hay cerradura.
—Con la voluntad.
—Venga ya, Henri. Déjate de secretos.
Él coge el Cofre de mis manos.
—El candado sólo se abre si estamos juntos, y sólo después de que aparezca tu primer legado.
Dicho esto, Henri se acerca a la puerta principal y asoma la cabeza fuera. Después, la cierra, echa la llave y se vuelve hacia mí.
—Apoya la mano en un lado del candado —me dice, y eso es lo que hago.
—Está caliente.
—Buena señal. Eso es que ya estás preparado.
—Y ahora, ¿qué?
Henri apoya la mano en el otro lado del candado y entrelaza sus dedos con los míos. Transcurre un segundo. El candado se abre con un clic.
—¡Qué pasada! —exclamo.
—Está protegido por un hechizo lórico, igual que tú. No puede romperse. Podrías pasarle una apisonadora por encima y ni siquiera lo arañarías. Sólo podemos abrirlo los dos juntos. A menos que muera yo; en ese caso, podrías abrirlo tú solo.
—Vaya —digo—. Espero que eso no ocurra.
Intento levantar la tapa del Cofre, pero Henri me lo impide sujetándome la mano.
—Todavía no. Dentro hay cosas que aún no estás preparado para ver. Ve a sentarte en el sofá.
—Venga, Henri.
—Confía en mí —me dice.
Meneo la cabeza, decepcionado, y me siento. Henri abre el Cofre y saca de él una piedra que debe de medir quince centímetros de largo por dos de grueso. Cierra de nuevo la caja y me trae la piedra. Tiene una forma oval y perfectamente lisa, clara en la parte exterior y más opaca en el centro.
—¿Qué es? —pregunto.
—Un cristal lórico.
—¿Para qué es?
—Cógelo —dice él, y me lo da.
En el mismo instante en que entro en contacto con el cristal, las luces se me encienden en ambas palmas. Son más intensas que ayer. La piedra empieza a calentarse. La sujeto en alto para mirarla con detenimiento. La masa turbia del centro se arremolina, girando sobre sí misma como una ola. También noto que se calienta el colgante que llevo en el cuello. Todas estas novedades me llenan de entusiasmo. He pasado toda mi vida esperando con impaciencia que se manifestaran mis poderes. Es cierto que algunas veces deseaba que no lo hicieran, sobre todo para que pudiéramos asentarnos en algún sitio y llevar una vida normal; pero ahora mismo, al sujetar un cristal que contiene lo que parece ser una bola de humo en el centro, y al saber que mis manos son inmunes al fuego y al calor, y que aparecerán más legados que precederán lo que será mi poder principal (el poder que me permitirá combatir), todo me parece mucho más atractivo y emocionante. No consigo borrar la sonrisa de mi cara.
—¿Qué le pasa al cristal?
—Está vinculado a tu legado. Tu contacto lo activa. Si no estuvieras desarrollando el poder del lumen, sería el cristal el que se iluminaría. Pero en este caso, son tus manos las que lo hacen.
Observo el cristal, mientras el humo del interior gira y refulge.
—¿Empezamos ya? —pregunta Henri.
Asiento rápidamente con la cabeza.
—¡Claro que sí!
El día ha refrescado. La casa está en silencio, a excepción de alguna que otra corriente de aire que sacude las ventanas. Estoy tumbado de espaldas sobre la mesa de centro de madera. Las manos me cuelgan por los lados. En un momento dado, Henri encenderá un fuego debajo de las dos. Mantengo una respiración lenta y constante, como él me ha indicado.
—Tienes que estar con los ojos cerrados —me dice—. Tú escucha el viento, y nada más. Puede que sientas un poco de quemazón en los brazos cuando pase el cristal por ellos. Procura no hacer caso de eso.
Escucho el viento, que sopla a través de los árboles de fuera. Es como si los sintiera doblarse y balancearse.
Henri empieza por mi mano derecha. Presiona el cristal contra el dorso, y después la sube por la muñeca y por el antebrazo. Siento una quemazón, como él ha predicho, pero no tan fuerte como para obligarme a retirar el brazo.
—Deja flotar tu mente, John. Ve a donde tengas que ir.
No sé de qué me está hablando, pero intento despejar la mente y respirar lentamente. De repente, me parece estar flotando. Siento el calor del sol sobre la cara, llegado de no se sabe dónde, y un viento mucho más cálido que el que sopla fuera de las paredes de la casa. Cuando abro los ojos, ya no estoy en Ohio.
Estoy encima de una gran extensión de árboles, una jungla espesa hasta donde abarca la vista. Un cielo azul, un sol que lo abarca todo, siendo casi el doble de grande que el de la Tierra. Una brisa cálida y suave me acaricia el pelo. Más abajo, las corrientes de agua forman unas profundas simas que atraviesan la masa forestal. Floto sobre una de ellas. Animales de todos los tamaños y formas (algunos alargados y esbeltos, otros con patas cortas y cuerpos recios, algunos con pelo y otros con una piel oscura que parece rugosa al tacto) beben de las frescas aguas, a la orilla del río. Muy a lo lejos, se ve la curvada línea del horizonte, y me doy cuenta de que estoy en Lorien. Es un planeta diez veces más pequeño que la Tierra, y es posible ver la curva de su superficie al mirar desde grandes distancias.
De algún modo, soy capaz de volar. Subo disparado hacia arriba y giro en el aire, y luego desciendo en picado y recorro a toda velocidad la superficie del río. Los animales levantan la cabeza y me observan con curiosidad, pero no con temor. Es Lorien en su momento de mayor esplendor, cubierto de vegetación, habitado por animales. En cierta forma, recuerda a lo que imagino que sería la Tierra hace millones de años, cuando los elementos dominaban las vidas de sus habitantes, antes de que los seres humanos llegaran y empezaran a dominar los elementos. Lorien en su mejor momento; sé que hoy ya no es ese su aspecto. Debo de estar viviendo un recuerdo. ¿Será el mío?
Entonces, el día salta directamente a la noche. A lo lejos, empieza una gran exhibición de fuegos artificiales, que se alzan muy alto en el cielo y explotan formando figuras de animales y árboles, con el cielo oscuro, las lunas y un millón de estrellas como espléndido telón de fondo.
—Puedo sentir lo desesperados que están —oigo una voz procedente de algún lado. Me doy la vuelta y miro a mi alrededor. No hay nadie—. Saben dónde está una de los demás, pero el encantamiento se mantiene. No pueden tocarla hasta que te hayan matado antes a ti. Pero siguen persiguiéndola.
Asciendo más alto y después bajo de nuevo, buscando el origen de la voz. ¿De dónde viene?
—Es ahora cuando tenemos que ser más prudentes. Es ahora cuando debemos anticiparnos a ellos.
Esta vez me dirijo hacia los fuegos artificiales. La voz me irrita. Tal vez las fuertes explosiones la tapen.
—Contaban con matarnos mucho antes de que se manifestaran vuestros legados. Pero nos hemos mantenido ocultos. Tenemos que mantener la calma. Los tres primeros se dejaron llevar por el pánico. Los tres primeros están muertos. Tenemos que ser sagaces y precavidos. El pánico nos haría cometer errores. Saben que, cuanto más desarrollados estéis los que quedáis, más difícil será para ellos, y que, cuando estéis formados del todo, estallará la guerra. Devolveremos el golpe y nos vengaremos, y ellos lo saben.
Veo caer las bombas desde kilómetros de altura sobre la superficie de Lorien. Las explosiones sacuden el suelo y el aire, el viento transporta los gritos, las ráfagas de fuego barren los campos y los árboles. Los bosques arden. Debe de haber un millar de aeronaves diferentes, todas ellas soltando su carga desde las alturas del cielo hasta el suelo de Lorien. Los soldados mogadorianos acuden en tropel, provistos de armas de fuego y granadas con una potencia destructiva mucho mayor que las que se usan en las guerras de aquí. Aunque los atacantes son más altos que nosotros, tienen un aspecto parecido al nuestro a excepción de la cara. Carecen de pupilas, y sus iris son de un color magenta oscuro, en algunos casos negros. Tienen los ojos enmarcados por unos círculos oscuros y pesados, y su piel tiene una palidez que les da un tono descolorido, casi como desgastado. Entre unos labios que parecen no estar nunca cerrados destellan sus dientes, unos dientes que terminan en una punta antinatural, como si estuvieran limados.
Tras ellos salen de las naves las bestias de Mogador, mostrando unos dientes afilados como navajas, rugiendo tan fuerte que me duelen los oídos. Algunas de ellas son grandes como casas, y tienen la misma mirada fría en los ojos.
—Nos confiamos, John. Por eso nos derrotaron con tanta facilidad —prosigue la voz. Ahora sé que es la de Henri, pero no le veo por ningún lado y, siendo incapaz de apartar la mirada de la matanza y la destrucción que se desencadena debajo de mí, no puedo ubicarle.
Por todos lados hay gente corriendo, defendiéndose. Mueren tantos mogadorianos como lóricos. Pero estos últimos están perdiendo la batalla contra las bestias, que matan a los nuestros de diez en diez: escupiendo fuego, dando dentelladas, agitando con furia patas y colas. El tiempo parece acelerarse, y transcurre más deprisa de lo normal. ¿Cuánto ha pasado? ¿Una hora? ¿Dos?
Los guardianes encabezan el combate, haciendo plena ostentación de sus legados. Algunos vuelan, otros corren tan rápido que se convierten en un borrón, y otros desaparecen por completo. Lanzan rayos por las manos, envuelven sus cuerpos en llamas, y los que pueden controlar los elementos desatan tormentas y fuertes ráfagas de viento sobre ellos. Pero aun así, van perdiendo. Son inferiores en número, en una proporción de uno a quinientos. Sus poderes no bastan.
—Nuestra Guardia cayó. Los mogadorianos habían planeado bien el golpe, eligiendo el momento preciso en que sabían que seríamos más vulnerables, cuando los Ancianos se habían marchado del planeta. Pittacus Lore, el más grande de todos ellos, su líder, los había reunido a todos antes del ataque. Nadie sabe qué les ocurrió, ni adónde fueron, ni si siguen con vida. Es posible que los mogadorianos los eliminaran antes y que decidieran lanzar su ataque una vez estuvieron fuera de combate. Lo que sí sabemos es que, el día que se reunieron los Ancianos, una columna de resplandeciente luz blanca se proyectó hacia el cielo, más alto de lo que alcanzaba la vista. Duró un día entero, y después se desvaneció. Nosotros, como pueblo, deberíamos haberlo interpretado como señal de que algo andaba mal, pero no lo hicimos. No podemos culpar de lo ocurrido a nadie más que a nosotros. Tuvimos suerte de poder evacuar a alguien del planeta, especialmente tratándose de nueve jóvenes guardianes que un día podrían proseguir la lucha y mantener viva nuestra especie.
A lo lejos, una nave despega velozmente hacia las alturas, seguida por una estela azul. La observo desde mi posición elevada hasta que desaparece. Tiene algo que me resulta conocido. Y entonces caigo en la cuenta: yo estoy en esa nave, y Henri también. Es el vehículo que nos llevó a la Tierra. Los lóricos debieron de comprender que la batalla estaba perdida. ¿Por qué si no nos evacuarían?
Una matanza sin sentido. Así veo lo que me rodea. Me poso en el suelo y camino a través de una bola de fuego. Una oleada de furia recorre mi cuerpo. Mueren hombres y mujeres, guardianes y protectores, junto con niños indefensos. ¿Cómo puede tolerarse algo así? ¿Cómo pueden los corazones de los mogadorianos estar tan endurecidos para hacer todo esto? ¿Y por qué yo me salvé?
Me abalanzo sobre un soldado cercano, pero paso a través de él y caigo al suelo. Todo lo que estoy presenciando ha sucedido ya. Soy un espectador de nuestra propia caída, y ya no hay nada que pueda hacer.
Me doy la vuelta y me encuentro con una bestia que debe de medir doce metros, de hombros anchos y ojos rojos, y con unos cuernos de cinco metros. Un hilo de baba le cae de sus dientes largos y afilados. Suelta un rugido y da un gran salto.
Pasa a través de mí, pero se lleva por delante a decenas de lóricos que están a mi alrededor. En cuestión de un instante, todos han muerto. Y la bestia prosigue su ataque, eliminando a más lóricos.
Más allá de la escena de destrucción oigo unos arañazos que no forman parte de la masacre de Lorien. Estoy alejándome, o mejor dicho volviendo. Dos manos me presionan los hombros. Los ojos se me abren de golpe, y estoy de vuelta en nuestra casa de Ohio. Tengo los brazos colgando por los lados de la mesa de centro. Bajo ellos, a pocos centímetros, hay dos calderos de fuego, y tengo las manos y las muñecas sumergidas en las llamas. No siento los efectos en absoluto. Veo a Henri de pie junto a mí. Los arañazos que he oído hace un momento provienen del porche de la entrada.
—¿Qué es eso? —susurro mientras me incorporo.
—No lo sé.
Los dos nos quedamos en silencio, tratando de escuchar. Se oyen tres arañazos más en la puerta. Henri baja la vista hacia mí.
—Hay alguien ahí fuera —dice.
Miro el reloj de la pared. Ha transcurrido casi una hora. Estoy sudoroso, sin aliento, alterado por las escenas de matanza que acabo de presenciar. Por primera vez en mi vida, comprendo verdaderamente lo que sucedió en Lorien. Hasta ahora, aquellos hechos eran sólo parte de otra historia, nada distinta a otras muchas que he leído en los libros. Pero ahora he visto la sangre, las lágrimas, los muertos. He visto la destrucción. Forma parte de lo que soy.
Fuera, ha caído la noche. Tres arañazos más en la puerta, un hondo gemido. Los dos nos sobresaltamos. Inmediatamente me vienen a la cabeza los rugidos que he oído emitir a las bestias.
Henri corre a la cocina y coge un cuchillo del cajón que hay junto al fregadero.
—Escóndete detrás del sofá.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque yo lo digo.
—¿Crees que un cuchillito de nada va a poder con un mogadoriano?
—Si se lo clavo justo en el corazón, sí. Ahora, escóndete.
Me bajo a toda prisa de la mesa de centro y me agacho detrás del sofá. Los dos calderos de fuego siguen encendidos, y visiones difusas de Lorien siguen pasando por mi mente. Se oye un gruñido impaciente al otro lado de la puerta principal. No hay duda de que allí fuera hay alguien, o algo. El corazón se me acelera.
—No te levantes —me ordena Henri.
Sin embargo, levanto la cabeza para mirar por encima del respaldo del sofá. Cuánta sangre, pienso aún. Seguro que sabían que no tenían ninguna posibilidad. Y aun así lucharon hasta el final, murieron para salvarse unos a otros, para salvar a Lorien. Sujetando el cuchillo con fuerza, Henri se acerca lentamente al pomo de metal. Siento la ira recorriendo mi cuerpo. Ojalá sea uno de ellos. Si entra un mogadoriano por esa puerta, encontrará la horma de su zapato.
No pienso quedarme detrás de este sofá. Estiro el brazo y alcanzo uno de los calderos, meto la mano y saco de dentro un leño ardiente terminado en punta. Siento frío su contacto, pero el fuego sigue vivo, envolviéndome la mano. Sujeto la madera a modo de puñal. «Que vengan —pienso—. Así se acabarán las huidas». Henri me mira un instante, hace una profunda inspiración y abre de golpe la puerta principal.