CAPÍTULO SIETE

ME DESPIERTO ANTES DE QUE SUENE EL despertador. La casa está fría y en silencio. Saco las manos de debajo de las sábanas y las levanto. Son normales: sin luces, sin fulgor. Sintiéndome el cuerpo pesado, me levanto de la cama y entro en el salón. Henri está en la mesa de la cocina, leyendo el periódico local y tomando café.

—Buenos días. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor que nunca —le contesto. Me sirvo un bol de cereales y me siento delante de él—. ¿Qué vas a hacer hoy?

—Varios recados. Nos estamos quedando sin dinero. Estoy pensando en hacernos una transferencia.

Lorien es (o era, según cómo se mire) un planeta rico en recursos naturales, como piedras preciosas y metales. Cuando nos fuimos, se entregó a cada cêpan un saco lleno de diamantes, esmeraldas y rubíes para vender cuando llegáramos a la Tierra. Eso es lo que hizo Henri, y entonces ingresó el dinero en una cuenta bancaria extranjera. No sé cuánto hay allí, y tampoco lo pregunto, pero estoy seguro de que hay suficiente para diez vidas, si no más. Henri saca dinero de la cuenta una vez al año, más o menos.

—Pero no sé si hacerlo —sigue diciendo—. No quiero alejarme demasiado, por si acaso ocurre algo más hoy.

Intento quitar importancia a lo sucedido ayer con un gesto de la mano.

—No te preocupes por mí. Ve por la paga.

Miro por la ventana. Está amaneciendo, y una luz pálida se proyecta sobre todo el paisaje. La camioneta está cubierta de rocío. Hace bastante tiempo que no hemos vivido un invierno. No tengo ni una chaqueta, y casi todos mis jerséis se me han quedado pequeños.

—Parece que hace frío fuera —comento—. Podríamos ir a comprar ropa un día de estos.

Él asiente y contesta:

—Estuve pensándolo anoche, y por eso debería ir al banco.

—Entonces, ve. Hoy no va a pasar nada.

Me termino los cereales, dejo el bol sucio en el fregadero y me meto en la ducha. Diez minutos después, me he vestido con unos vaqueros y una camiseta térmica negra, con las mangas subidas hasta los codos. Me miro al espejo, y luego me observo las manos. Me siento sereno. Así es como tengo que seguir.

Mientras me lleva al instituto, Henri me da un par de guantes.

—Llévalos encima en todo momento. Nunca se sabe.

Me los meto en el bolsillo trasero y le contesto:

—No creo que me vayan a hacer falta. Me encuentro muy bien.

Delante del instituto, el aparcamiento está lleno de autobuses. Henri se para en uno de los lados del edificio.

—No me gusta que no tengas móvil —me dice—. Podrían ir mal muchas cosas.

—No te preocupes. Lo recuperaré pronto.

Él suspira y menea la cabeza.

—No hagas ninguna estupidez. Estaré aquí mismo cuando terminen las clases.

—Descuida —respondo. Salgo de la camioneta y Henri se va.

Dentro, los pasillos son un hervidero de actividad. Los estudiantes se agolpan frente a las taquillas, charlando y riendo. Algunos me miran y susurran. No sé si es por lo del enfrentamiento o por lo del cuarto oscuro. Lo más probable es que estén cuchicheando sobre las dos cosas. Es un instituto pequeño, y en los sitios pequeños hay pocas cosas que no se sepan al instante.

Cuando llego a la entrada principal, giro a la derecha y me voy hacia mi taquilla. Está vacía. Tengo quince minutos antes de que empiece la clase de redacción de segundo. Paso al lado del aula para asegurarme de que sé dónde está y luego me dirijo hacia secretaría. Cuando entro, la secretaria me sonríe.

—Hola —digo—. Ayer perdí mi móvil, y me preguntaba si alguien lo habría dejado en objetos perdidos…

—No, lo siento, pero no han dejado ningún teléfono —contesta ella, negando con la cabeza.

—Gracias.

Vuelvo al pasillo, pero no veo a Mark por ningún lado. Elijo una dirección cualquiera y me pongo a caminar. La gente todavía cuchichea y se me queda mirando, pero me da igual. Al final le veo, quince metros más adelante. De repente, noto un subidón de adrenalina. Me miro las manos. No hay cambios. Me preocupa que se enciendan, pero esa misma preocupación puede desencadenar el efecto.

Mark está apoyado en una de las taquillas cruzado de brazos, en medio de un grupo de cinco chicos y dos chicas, todos ellos charlando y riendo. Sarah está sentada en el alféizar de una ventana, a unos cinco metros de distancia. Hoy está radiante, con una falda y un jersey gris, y el pelo rubio atado en una coleta. Está leyendo un libro, pero levanta la vista cuando me acerco hacia ellos.

Me paro justo enfrente del grupo, miro a Mark y espero. Él se fija en mí unos cinco segundos más tarde.

—¿Qué quieres? —me pregunta.

—Ya sabes lo que quiero.

Nuestras miradas no se separan. El grupo que nos rodea aumenta a diez personas, y luego a veinte. Sarah se pone de pie y se acerca al grupo. Mark lleva su chaqueta del equipo, y se ha peinado el pelo procurando que parezca que acaba de salir de la cama.

Se despega de la taquilla y camina en mi dirección. Cuando queda a unos centímetros de mí, se detiene. Su pecho está casi tocando el mío, y el aroma penetrante de su colonia me llena la nariz. Debe de medir un metro ochenta y cinco, unos cinco centímetros menos que yo. Tenemos una constitución parecida. Lo que no sospecha es que estoy hecho de una cosa distinta que él. Soy más rápido que él, y mucho más fuerte. Esa idea me trae una sonrisa de confianza a la cara.

—¿Crees que podrás quedarte un ratito más hoy? —me dice—. ¿O vas a salir corriendo otra vez como una nenaza?

Una oleada de risillas recorre el grupo.

—Eso está por ver, ¿no crees?

—Sí, supongo que sí —dice, y se acerca aún más.

—Devuélveme mi móvil.

—Yo no tengo tu móvil.

Meneo la cabeza, retándole.

—Hay dos personas que te han visto cogiéndolo —miento.

Por la forma en que se le arruga el entrecejo veo que he acertado.

—Bueno, ¿y qué pasa si he sido yo? ¿Qué vas a hacer?

Ahora debe de haber como treinta personas a nuestro alrededor. No tengo ninguna duda de que, antes de que hayan pasado diez minutos desde el comienzo de la primera clase, todo el instituto sabrá lo que ha ocurrido.

—Date por avisado. Tienes de tiempo hasta el final de las clases —le digo, y entonces me doy la vuelta y me alejo.

—Y si no, ¿qué? —grita detrás de mí, pero hago como que no le he oído. Que él mismo se conteste.

Tengo los puños apretados, y comprendo que he confundido los nervios con la adrenalina. ¿Por qué estaba tan nervioso? ¿La incertidumbre? ¿El hecho de que sea la primera vez que le planto cara a alguien? ¿La posibilidad de que mis manos empiecen a brillar? Seguramente, las tres cosas a la vez.

Voy al servicio, me meto en un compartimento vacío y paso el pestillo de la puerta. Abro las manos. Un ligero fulgor en la derecha. Cierro los ojos, suspiro e intento respirar despacio. Un minuto después, el fulgor sigue allí. Meneo la cabeza, contrariado. No imaginaba que el legado sería tan sensible. Me quedo en el compartimento. Una fina capa de sudor me cubre la frente; tengo las dos manos calientes, pero al menos la izquierda sigue estando normal. Hay un goteo de gente que entra y sale del baño, pero yo me quedo en el compartimento, esperando. La luz no se va. Finalmente, suena el timbre de la primera clase y el servicio se queda vacío.

Meneo la cabeza una vez más, aceptando lo inevitable. No he recuperado el teléfono y Henri está de camino al banco. Me he quedado solo con mi propia estupidez y no tengo a nadie a quien culpar excepto a mí mismo. Saco los guantes del bolsillo trasero y me los pongo. Son guantes de jardinería de cuero. Ni poniéndome unos zapatos de payaso y unos pantalones amarillos tendría un aspecto más ridículo. Así no hay quien se integre. Comprendo que tengo que dejar en paz a Mark. Él gana. Que se quede con mi móvil; Henri y yo compraremos otro por la tarde.

Salgo del servicio y camino por el pasillo vacío en dirección a la clase. Cuando entro, todos dirigen la mirada hacia mí, y luego hacia los guantes. No serviría de nada intentar ocultarlos. Parezco un payaso. Soy un alienígena, tengo poderes extraordinarios y tendré más, y puedo hacer cosas con las que ningún ser humano soñaría, pero parezco un payaso de todos modos.

Me siento en el centro del aula. Nadie me dice nada, y yo estoy demasiado aturullado para oír lo que dice la profesora. Cuando suena el timbre, recojo mis cosas, las meto en la mochila y me paso las correas sobre el hombro. Todavía llevo los guantes puestos. Cuando salgo del aula, levanto la muñeca del guante derecho para mirarme la palma. Todavía resplandece.

Camino por el pasillo con paso firme y respiración lenta. Intento despejarme la mente, pero no lo consigo. Cuando entro en la clase de astronomía, Mark está sentado en el mismo sitio de ayer, con Sarah a su lado. Él me dirige una sonrisa burlona. Al hacerse el duro, no se ha fijado en los guantes.

—¿Qué te cuentas, corredor? He oído que el equipo de cross está buscando nuevos miembros.

—No seas tan capullo —le dice Sarah. Al pasar por su lado la miro a sus ojos azules que me intimidan e incomodan, que me encienden las mejillas.

El sitio donde estuve ayer está ocupado, así que me siento en la última fila. La clase se va llenando y el chico de las gafas, el que me avisó ayer sobre Mark, se sienta a mi lado. Lleva otra camiseta negra con el logo de la NASA en el centro, pantalones militares y unas deportivas Nike. Tiene el pelo rubio cobrizo bastante alborotado, y los ojos, de color miel, se ven aumentados por las gafas. Saca una libreta llena de diagramas de constelaciones y planetas y la deja en la mesa. Dirige la vista hacia mí y me mira fijamente sin disimulo.

—¿Qué tal te va? —le saludo.

Él se encoge de hombros y me pregunta:

—¿Por qué llevas guantes?

Abro la boca para contestar, pero la señora Burton empieza a dar la clase en ese momento. Durante toda la hora, mi compañero de pupitre hace dibujos de lo que parece ser su visión de cómo son los marcianos. Cuerpos pequeños; cabezas, manos y ojos grandes. Las mismas representaciones estereotípicas que suelen verse en las películas. Al pie de cada dibujo escribe su nombre con letras pequeñas: «SAM GOODE». Se da cuenta de que estoy mirando, y aparto la vista.

Mientras la señora Burton prosigue su lección sobre las sesenta y una lunas de Saturno, miro la parte de atrás de la cabeza de Mark. Está encorvado sobre su pupitre, escribiendo. Entonces se incorpora y pasa una nota a Sarah, que se la devuelve con malas maneras y sin leerla. Eso me hace sonreír. La señora Burton apaga las luces y pone en marcha un vídeo. Los planetas que rotan en la imagen proyectada a la pantalla que hay frente a la clase me hacen pensar en Lorien, uno de los dieciocho planetas con vida que hay en el universo. La Tierra es otro. Mogador, por desgracia, es otro.

Lorien. Cierro los ojos y me zambullo en mi memoria. Un planeta viejo, cien veces más que la Tierra. Ha pasado ya por todos los problemas que tiene la Tierra: contaminación, superpoblación, calentamiento global, escasez de alimentos… Llegó un momento, hace veinticinco mil años, en que el planeta empezó a morir. Eso ocurrió mucho antes de la posibilidad de viajar por el universo, y las gentes de Lorien tuvieron que hacer algo para asegurar su supervivencia. De forma lenta pero firme, se comprometieron a favorecer la regeneración duradera del planeta cambiando su estilo de vida, eliminando todo lo que era dañino (armas, bombas, productos químicos tóxicos, contaminantes, etc.), y, con el paso del tiempo, el daño empezó a revertir. Gracias a miles de años de evolución, algunos de sus habitantes (la Guardia) desarrolló nuevos poderes para proteger y cuidar el planeta. Era como si Lorien hubiese recompensado a mis ancestros por su capacidad de previsión, por su respeto.

La señora Burton enciende las luces. Abro los ojos y miro el reloj. La clase ya casi ha terminado. Me siento otra vez en calma: me había olvidado por completo de mis manos. Inspiro profundamente y abro la muñeca del guante derecho. ¡La luz se ha apagado! Sonrío y me quito los dos guantes. Todo vuelve a ser normal. Me quedan seis clases más. Tengo que permanecer sereno hasta que terminen todas.

La primera mitad del día transcurre sin incidentes. Sigo en calma, y además no tengo más encuentros con Mark. A la hora del almuerzo, me lleno la bandeja con lo mínimo y busco una mesa vacía al fondo del comedor. Estoy comiéndome una cuña de pizza cuando Sam Goode, el chico de la clase de astronomía, se sienta delante de mí.

—¿Te vas a pelear con Mark cuando terminen las clases? —me pregunta.

—No —contesto, meneando la cabeza.

—La gente dice que sí.

—Pues se equivocan.

Sam se encoge de hombros y sigue comiendo. Un minuto después, pregunta:

—¿Qué has hecho con los guantes?

—Me los he quitado. Ya no tengo frío en las manos.

Abre la boca para responder, pero una albóndiga gigante que seguro que iba dirigida a mí sale de no se sabe dónde y le alcanza en la parte de atrás de la cabeza. El proyectil le ha llenado el pelo y los hombros de trozos de carne y de salsa de espagueti, y una parte me ha salpicado a mí. Cuando empiezo a limpiarme, otra albóndiga vuela por los aires y me da en toda la mejilla. Se oyen algunas exclamaciones en el comedor.

Me pongo de pie y me limpio la cara con una servilleta, mientras la ira empieza a adueñarse de mí. En este momento dejo de preocuparme por mis manos. Por mí, como si brillan más fuerte que el sol, aunque Henri y yo tengamos que irnos esta misma tarde si hace falta. Pero ni de coña voy a dejar pasar esto. Por la mañana había decidido olvidarme del asunto… pero ya no.

—No vayas —dice Sam—. Si empiezas una pelea, nunca más te dejarán en paz.

Me pongo a caminar. El silencio se apodera del comedor. Cien pares de ojos están pendientes de mí. Mi cara se contrae por el enfado. En la mesa de Mark James hay siete personas sentadas, todos tíos. Los siete se levantan cuando me acerco.

—¿Tienes algún problema con nosotros? —me pregunta uno de ellos. Es muy corpulento, con la constitución de un futbolista de línea ofensiva. Algunos pelillos rojizos le salen de las mejillas y la barbilla, como si intentara dejarse barba. Le dan un aspecto sucio a su cara. Como el resto del grupo, lleva la chaqueta del equipo. Se cruza de brazos y se planta delante de mí.

—Esto no tiene nada que ver contigo —le digo.

—Tendrás que pasar por encima de mí para llegar hasta él.

—Lo haré si no te apartas de mi camino.

—No creo que puedas —me contesta.

Levanto la rodilla y le golpeo en la entrepierna. Se le corta la respiración y se le dobla el cuerpo. Todos los que están en el comedor se quedan boquiabiertos.

—Te he avisado —le digo.

Paso sobre él y me voy directamente hacia Mark. Justo cuando le agarro, alguien me sujeta por detrás. Me doy la vuelta con los puños apretados, listo para golpearle, pero en el último segundo me doy cuenta de que es el vigilante del comedor.

—Ya basta, chicos.

—Mire lo que le ha hecho a Kevin, señor Johnson —le dice Mark. Su compañero todavía está en el suelo, sujetándose las partes. Tiene la cabeza roja como un pimiento—. ¡Llévele al director!

—Cállate, James. Vais a ir los cuatro. No os creáis que no os he visto lanzando las albóndigas —dice el vigilante, y mirando a Kevin, que sigue en el suelo, le dice—: Levántate.

Sam aparece de pronto. Ha intentado limpiarse el pelo y los hombros, y aunque se ha quitado la parte sólida, las manchas de salsa se le han extendido. No entiendo qué hace aquí. Me miro las manos, preparándome para salir corriendo a la menor traza de luz pero, para mi sorpresa, se han apagado. ¿Ha sido por la urgencia de la situación, para permitirme que me acercara sin que los nervios se interpusieran? No lo sé.

Kevin se pone de pie y me mira. Está temblando, y todavía le cuesta trabajo respirar. Se sujeta al hombro del que tiene al lado para sostenerse.

—Ya te daré lo tuyo —me dice.

—Lo dudo.

Todavía tengo el gesto contraído, y sigo cubierto de comida. Ya me la limpiaré cuando sea.

Nos vamos los cuatro al despacho del director. El señor Harris está sentado detrás de su mesa, comiendo un almuerzo calentado en el microondas, con una servilleta metida en el cuello de la camisa.

—Disculpe la interrupción. Hemos tenido un pequeño altercado en el comedor. Estos muchachos estarán encantados de explicarse —dice el vigilante.

El señor Harris suspira, se quita la servilleta de la camisa y la tira a la basura. Aparta el almuerzo a un lado de la mesa con el dorso de la mano y dice:

—Gracias, señor Johnson.

El vigilante se va del despacho antes de cerrar la puerta tras él, y los cuatro nos sentamos.

—¿Quién quiere empezar? —pregunta el director en tono molesto.

Me quedo callado. Los músculos de la mandíbula del señor Harris están apretados. Me miro las manos: todavía apagadas. Apoyo las palmas en los vaqueros por si acaso. Después de diez segundos de silencio, Mark empieza a hablar.

—Alguien le ha tirado una albóndiga. Se ha creído que era yo, y le ha dado un rodillazo a Kevin en los huevos.

—Esa lengua —le riñe el señor Harris, y entonces se dirige a Kevin—. ¿Te encuentras bien?

Kevin, que todavía tiene la cara roja, asiente.

—Así pues, ¿quién ha tirado esa albóndiga? —me pregunta el señor Harris.

No digo nada, todavía enfurecido por esta situación tan irritante. Tomo una profunda bocanada de aire para intentar calmarme.

—No lo sé —respondo.

Mi ira ha alcanzado nuevos niveles. No quiero tener que tratar con Mark a través del señor Harris, y preferiría ocuparme del problema por mi cuenta, lejos del despacho del director. Sam me mira, sorprendido. El señor Harris levanta las manos al cielo, exasperado.

—Bueno, y entonces ¿se puede saber qué hacéis aquí?

—Buena pregunta —contesta Mark—. Nosotros sólo estábamos comiendo tranquilamente.

Sam toma entonces la palabra.

—La ha tirado Mark. Yo le he visto, y el señor Johnson también.

Miro a Sam. Sé que no lo ha visto porque la primera vez estaba de espaldas, y la segunda vez estaba distraído limpiándose. Pero me impresiona que lo haya dicho, que se ponga de mi parte a sabiendas de que eso le pone en el punto de mira del grupo de matones. Mark le mira desafiante.

—Escuche, señor Harris —insiste Mark—. Mañana tengo la entrevista con la Gazette, y el jueves, el partido. No tengo tiempo para estas chorradas. Me están acusando de una cosa que no he hecho. No puedo concentrarme en lo mío con toda esta mierda.

—¡Esa lengua! —grita el señor Harris.

—Pero es verdad.

—Te creo —dice el director, y deja escapar un profundo suspiro. Entonces mira a Kevin, que todavía tiene problemas para recuperar el aliento—. ¿Quieres ir a la enfermería?

—Me pondré bien —dice Kevin.

El señor Harris asiente con la cabeza.

—Vosotros dos, olvidaos de este incidente, y tú, Mark, vete preparando. Llevamos tiempo intentando que nos concedan esa entrevista. Hasta podríamos salir en la portada. Imaginaos, la portada de la Gazette —añade, sonriendo.

—Gracias —dice Mark—. Me hace mucha ilusión.

—Muy bien. Vosotros dos podéis iros.

Cuando ya se han ido, el señor Harris mira con dureza a Sam, que le mantiene la mirada.

—Dime, Sam, y quiero que me digas la verdad: ¿has visto a Mark tirar la albóndiga?

Sam entorna los ojos. No desvía la mirada.

—Sí.

—No te creo, Sam —afirma el director, meneando la cabeza de lado a lado—. Y, por eso, te diré lo que vamos a hacer. —Me mira y empieza a decirme—: Aunque alguien haya lanzado una albóndiga…

—Dos —le interrumpe Sam.

—¿Qué? —pregunta el señor Harris—, clavando la mirada en Sam de nuevo.

—Han lanzado dos albóndigas, no una.

El señor Harris da un puñetazo a la mesa.

—¡Y qué más da cuántas eran! John, has agredido a Kevin. Ojo por ojo. Lo dejaremos así. ¿Me has entendido? —Tiene la cara roja, y sé que discutir no me servirá de nada.

—Sí —contesto.

—No quiero volver a veros por aquí. Podéis iros —dice, y Sam y yo salimos del despacho.

—¿Por qué no le has dicho lo del móvil? —me pregunta él.

—Porque eso a él le da igual. Sólo quería seguir comiendo. Y ten cuidado —le advierto—. Ahora estarás en el punto de mira de Mark.

Después del almuerzo tengo clase de economía doméstica, no porque me interese especialmente la cocina, sino porque era eso o bien canto coral. Y aunque tengo muchos dones y poderes que se considerarían excepcionales en la Tierra, cantar no es uno de ellos. Así pues, entro en el aula y tomo asiento. Es una sala pequeña, y justo antes de que suene el timbre, Sarah entra y se sienta a mi lado.

—Hola —me saluda.

—Hola.

La sangre se agolpa en mi cabeza, y se me ponen rígidos los hombros. Cojo un lápiz y me pongo a darle vueltas en la mano derecha mientras la izquierda empieza a doblar las esquinas de mi libreta. Tengo el corazón desbocado. Por favor, que no me brillen las manos. Me miro de reojo la palma y suelto un suspiro de alivio al ver que sigue normal. «Mantén la calma —pienso—. No es más que una chica».

Sarah me está mirando. Tengo la sensación de estar derritiéndome por dentro. Puede que sea la chica más guapa que haya visto jamás.

—Siento que Mark se esté comportando como un idiota contigo —me dice.

—No es culpa tuya —contesto, encogiéndome de hombros.

—No vais a pelearos, ¿verdad?

—Yo preferiría que no.

Ella asiente con la cabeza y me dice:

—A veces puede llegar a ser un capullo integral. Siempre quiere demostrar que es él quien manda.

—Eso es señal de inseguridad.

—No es inseguro. Sólo es un capullo.

Sí que lo es. Pero no quiero discutir con ella. Además, lo dice con tanta seguridad que casi dudo de mí mismo.

Sarah mira las manchas de salsa de espagueti que se han secado en mi camiseta, y entonces acerca el brazo y me quita un trozo seco del pelo.

—Gracias.

Ella deja escapar un suspiro.

—Siento que haya pasado esto —dice, y mirándome a los ojos, añade—: No estamos juntos, ¿sabes?

—¿No?

Ella niega con la cabeza. Me intriga el hecho de que haya sentido la necesidad de aclarármelo. Al cabo de diez minutos de instrucciones sobre cómo hacer tortitas (a las que no he prestado atención), la profesora, la señora Benshoff, nos pone a Sarah y a mí juntos. Pasando por una puerta que hay en el fondo del aula, entramos en la cocina. Es como tres veces más grande que el aula en sí, y contiene unas diez unidades de cocina, además de diversos armarios, fregaderos, hornos y neveras. Sarah elige una unidad, coge un delantal de un cajón y se lo pone.

—¿Me atas esto? —me pregunta.

Tiro demasiado del lazo y tengo que volver a hacerlo. Noto el contorno de su cintura debajo de mis dedos. Cuando acabo, me pongo mi delantal y empiezo a atármelo.

—Ven, tonto —dice, y entonces coge las tiras y me las ata.

—Gracias.

Intento romper el primer huevo pero lo hago con demasiada fuerza, y todo el contenido cae fuera del bol. Sarah se ríe. Coloca otro huevo en mi mano y, cogiéndola dentro de la suya, me enseña a romperlo en el borde del bol. Al terminar, deja su mano sobre la mía un segundo más de lo necesario. Me mira y sonríe.

—Se hace así.

Después, mezcla la harina, y unos mechones de pelo le caen sobre la cara mientras trabaja. Tengo unas ganas locas de estirar la mano y recogerle los mechones sueltos detrás de la oreja, pero no lo hago. La señora Benshoff se acerca a nuestra unidad para ver cómo lo llevamos. Por ahora, todo bien, pero sólo gracias a Sarah, porque yo no tengo ni idea de lo que estoy haciendo.

—¿Qué te parece Ohio hasta ahora? —me pregunta Sarah.

—No está mal. Aunque habría preferido tener un primer día de clase mejor —digo, y ella sonríe.

—¿Qué te pasó, por cierto? Me tenías preocupada.

—¿Te lo creerías si te dijera que soy un extraterrestre?

—Anda ya —dice en tono juguetón—. ¿Qué pasó de verdad?

Yo me río, y le contesto:

—Sufro de asma. Por algún motivo, ayer tuve un ataque.

Me incomoda tener que mentirle. No quiero que vea debilidades en mí, y menos si son falsas.

—Bueno, pues me alegro de que estés mejor.

Hacemos cuatro tortitas en total. Sarah las apila en un plato, vierte una cantidad exagerada de jarabe de arce encima y me pasa un tenedor. Miro a los demás alumnos. La mayoría están comiendo cada uno en su plato. Acerco el tenedor y corto una porción.

—No está mal —digo mientras mastico.

No tengo nada de hambre, pero le ayudo a comerlas todas. Damos bocados por turnos hasta que vaciamos el plato. Al terminar, tengo dolor de barriga. Después, ella friega los platos y yo los seco. Cuando suena el timbre, salimos juntos de la cocina.

—¿Sabes? No estás mal para ser de segundo —dice, dándome un suave codazo—. Me da igual lo que digan los demás.

—Gracias, y tú tampoco estás mal para ser de… del curso que seas.

—De primero.

Caminamos en silencio algunos pasos.

—Al final no vas a pelearte con Mark cuando terminen las clases, ¿no?

—Tengo que recuperar mi móvil. Además, mira cómo me ha dejado —le digo, señalándome la camiseta.

Sarah se encoge de hombros. Me paro delante de mi taquilla, y ella se fija en el número.

—No deberías hacerlo, la verdad —insiste.

—Preferiría no hacerlo.

—Los chicos y sus peleas —dice ella, haciendo una mueca—. Bueno, nos vemos mañana.

—Que lo pases bien lo que queda del día —me despido.

Después de la novena y última clase, historia de los Estados Unidos, me acerco a mi taquilla dando pasos lentos. Me planteo irme del instituto tranquilamente, sin buscar a Mark. Pero me doy cuenta de que quedaría para siempre como un cobarde.

Abro la taquilla y saco de mi mochila los libros que no voy a necesitar. Después, me quedo allí plantado y siento que el nerviosismo empieza a recorrerme el cuerpo. Mis manos siguen estando normales. Se me ocurre ponerme los guantes como medida de precaución, pero no lo hago. Tomo una profunda bocanada de aire y cierro la puerta de la taquilla.

—Hola —dice una voz que me sobresalta. Es Sarah. Después de echar una ojeada tras ella, se vuelve de nuevo hacia mí—. Tengo algo para ti.

—No serán más tortitas, ¿verdad? Todavía estoy a punto de reventar.

Ella suelta una risita nerviosa.

—No son tortitas. Pero, si te lo doy, tienes que prometerme que no te pelearás.

—Vale —le digo.

Mira otra vez detrás de ella y mete la mano rápidamente en el bolsillo delantero de su mochila. Saca mi teléfono y me lo da.

—¿De dónde lo has sacado?

Ella se encoge de hombros.

—¿Lo sabe Mark?

—No —contesta—. Así pues, ¿qué? ¿Todavía quieres ir a hacerte el duro?

—Supongo que no.

—Mejor.

—Gracias —le digo. No me puedo creer que se haya arriesgado tanto para ayudarme: apenas me conoce. Pero tampoco me quejo.

—De nada —me contesta, y entonces se da la vuelta y echa a correr por el pasillo. La observo hasta que desaparece, sin poder dejar de sonreír.

Cuando me dirijo hacia la salida, Mark James y ocho de sus amigos se interponen en el vestíbulo.

—Vaya, vaya, vaya —dice Mark—. Conque has resistido un día entero, ¿eh?

—Pues claro. Y mira qué he encontrado —le digo, levantando el móvil para que lo vea.

Dejándole boquiabierto, paso por su lado, atravieso el vestíbulo y salgo del edificio.