CAPÍTULO CINCO

ME ARRASTRO HASTA LA PUERTA Y QUITO el pestillo. La puerta se abre, y veo a Henri cubierto de tierra y con ropa de jardinería, como si hubiese estado trabajando en el exterior de la casa. Estoy tan contento de verle que siento el impulso de levantarme de un salto y estrecharle entre mis brazos. Lo intento, pero estoy demasiado mareado y vuelvo a caerme al suelo.

—¿Va todo bien ahí? —pregunta el señor Harris, que está detrás de Henri.

—Sí, todo va bien. Déjenos un momento solos, por favor —responde él.

—¿Quiere que llame a una ambulancia?

—¡No!

La puerta se cierra. Henri me mira las manos. La luz de la derecha es muy intensa, pero la de la izquierda parpadea levemente, como si intentara ganar confianza en sí misma. Henri tiene una amplia sonrisa en la boca, y su cara brilla como un faro.

—Ahh, gracias a Lorien —suspira, y luego se saca del bolsillo trasero un par de guantes de jardinería de cuero—. Qué suerte hemos tenido de que estuviera trabajando en el jardín. Póntelos.

Hago lo que me dice, y veo que los guantes tapan completamente la luz. El señor Harris abre la puerta y asoma la cabeza dentro.

—¿Señor Smith? ¿Va todo bien?

—Sí, no se preocupe. Denos sólo treinta segundos —dice Henri, y después se dirige de nuevo hacia mí—. Un poco entrometido, tu director.

Tomo una profunda bocanada de aire y lo exhalo.

—Comprendo lo que está ocurriendo, pero ¿por qué esto?

—Es tu primer legado.

—Ya, pero ¿a qué vienen las luces?

—Ya lo hablaremos en la camioneta. ¿Puedes andar?

—Creo que sí.

Me ayuda a levantarme. Sigo temblando, y no mantengo el equilibrio. Me apoyo en su antebrazo para no caer.

—Tengo que recuperar mi mochila antes de irme —digo.

—¿Dónde está?

—La he dejado en el aula.

—¿Qué número?

—Diecisiete.

—Te llevaré primero a la camioneta y luego iré por la mochila.

Paso el brazo derecho por encima de sus hombros, y él soporta mi peso rodeándome la cintura con su brazo izquierdo. Aunque ya ha sonado el segundo aviso, todavía oigo gente en el pasillo.

—Tienes que caminar lo más derecho y normal que puedas.

Inspiro profundamente. Intento reunir todas las reservas de fuerza que me quedan para acometer el largo camino que queda hasta salir del edificio.

—Vámonos —decido.

Me seco el sudor de la frente y salgo del cuarto oscuro con Henri. El señor Harris todavía está al otro lado de la puerta.

—Es sólo un ataque fuerte de asma —le dice Henri mientras pasa por su lado.

En el pasillo sigue habiendo un grupo de veinte personas o así, y la mayoría llevan cámaras colgadas del cuello, esperando poder entrar en el cuarto oscuro para la clase de fotografía. Menos mal que Sarah no está en el grupo. Camino tan derecho como puedo, poniendo un pie delante del otro. La salida del instituto está a treinta metros de distancia. Eso son muchos pasos. La gente cuchichea.

—Menudo colgado.

—¿Va a venir a este instituto o qué?

—Espero que sí, es guapo.

—¿Qué estaría haciendo en el cuarto oscuro para que se le haya puesto la cara tan roja? —oigo, y todos se ríen.

Del mismo modo que nosotros podemos concentrar nuestra capacidad de audición, podemos desconectarla, cosa que ayuda cuando estás intentando orientarte entre el ruido y la confusión. Así pues, apago el ruido y sigo andando pegado a Henri. Cada paso me parecen diez, pero al final llegamos hasta la puerta. Henri la sostiene para mí y yo intento andar solo hasta la camioneta, que está aparcada enfrente. Para dar los últimos veinte pasos apoyo otra vez el brazo en sus hombros. Abre la puerta de la camioneta y yo me meto dentro.

—¿Diecisiete, has dicho?

—Sí.

—Deberías habértela llevado. Los pequeños errores provocan grandes errores. No podemos permitirnos ninguno.

—Lo sé. Lo siento.

Henri cierra la puerta y vuelve a entrar en el edificio, mientras yo me refugio en la camioneta e intento calmar la respiración. Todavía noto el sudor en la frente. Me incorporo en el asiento y bajo el parasol para poder mirarme al espejo. Tengo la cara más roja de lo que creía, y los ojos un poco húmedos. Pero a pesar del dolor y el agotamiento, sonrío. «Por fin», pienso. Tras años de espera, tras años de tener el intelecto y el sigilo como única defensa contra los mogadorianos, mi primer legado se ha manifestado. Henri sale del instituto con mi mochila. Da la vuelta alrededor de la camioneta, abre la puerta y deja la mochila sobre el asiento.

—Gracias —le digo.

—No hay de qué.

Cuando salimos del aparcamiento, me quito los guantes y me examino las manos con más calma. La luz de la derecha está empezando a concentrarse en un haz, como una linterna pero más brillante. La quemazón está empezando a mitigarse. La mano izquierda sigue parpadeando levemente.

—Deberías dejártelos puestos hasta que lleguemos a casa —dice Henri.

Vuelvo a ponerme los guantes y le miro con atención. Luce una gran sonrisa de orgullo.

—Ha sido una espera larga de la mierda —dice.

—¿Qué? —pregunto.

Él me mira y vuelve a decir:

—Una espera larga de la mierda. Para que aparecieran tus legados.

Me echo a reír. A pesar de que Henri ha aprendido a la perfección un montón de cosas desde que está en la Tierra, decir palabrotas no es una de ellas.

—Una espera larga de la hostia —le corrijo.

—Sí, eso es lo que he dicho.

Henri entra en la carretera que conduce a nuestra nueva casa.

—Bueno, y ahora, ¿qué? ¿Significa eso que podré disparar rayos láser por las manos, o qué?

—No estaría mal, pero no —contesta él con una gran sonrisa.

—Entonces, ¿qué voy a hacer con las luces? ¿Cuando me persigan me daré la vuelta y los deslumbraré con ellas? Como si eso fuera a amedrentarles o algo.

—Paciencia —me dice—. No tienes por qué comprenderlo todavía. Espera a que lleguemos a casa.

Y entonces recuerdo algo que casi me hace dar un bote en el mismo asiento.

—¿Significa esto que por fin abriremos el Cofre?

Él asiente y sonríe.

—Muy pronto.

—¡Ya era hora! —digo.

El cofre lórico con su intrincado dibujo me ha obsesionado toda la vida. Es una caja de madera de aspecto frágil, con el símbolo lórico tallado en un lado, que Henri ha mantenido en el más absoluto misterio. Nunca me ha dicho qué hay dentro, y es imposible de abrir. Lo sé porque lo he intentado más veces de las que puedo contar, y siempre sin éxito. Está cerrado con un candado que no tiene ranura visible para la llave.

Cuando llegamos a casa, me doy cuenta de que Henri ha estado trabajando en ella. Las tres sillas del porche de la entrada han sido retiradas, y todas las ventanas están abiertas. Dentro, las sábanas que cubrían los muebles ya no están, y algunas de las superficies están limpias. Dejo mi mochila encima de la mesa del salón y la abro. Siento una oleada de indignación.

—La madre que lo… —digo.

—¿Qué?

—Falta mi móvil.

—¿Dónde está?

—He tenido una pequeña riña esta mañana con un chico llamado Mark James. Seguro que lo ha cogido él.

—John, has pasado una hora y media allí. ¿Cómo has podido tener ya una riña? Te creía más sensato.

—Es un instituto. Soy el nuevo. Es fácil.

Henri saca su teléfono del bolsillo y marca mi número. Acto seguido, lo cierra.

—Está apagado —dice.

—Claro que está apagado.

Henri me mira fijamente.

—¿Qué ha pasado? —me pregunta en un tono de voz que reconozco. Es el que usa cuando está pensando en otro traslado.

—Nada. Sólo una discusión de nada. Seguro que se me ha caído al suelo cuando lo metía en la mochila —digo, aunque sé que no ha sido así—. No estaba muy fino en ese momento. Lo más seguro es que esté esperándome en objetos perdidos.

Él escudriña la casa con la mirada y deja escapar un suspiro.

—¿Te ha visto alguien las manos?

Le miro a los ojos. Los tiene inyectados en sangre, más rojos que cuando me llevó al instituto. Su pelo está revuelto, y tiene un aire abatido que da la impresión de que vaya a desplomarse de cansancio en cualquier momento. La última vez que durmió fue en Florida, hace dos días. No sé ni cómo se mantiene en pie todavía.

—Nadie.

—Has estado en el instituto una hora y media. Se ha manifestado tu primer legado, casi te has metido en una pelea y te has dejado la mochila en clase. Eso no es lo que yo llamo integrarse en el entorno.

—No ha sido nada. Desde luego, nada que merezca mudarnos a Idaho, o a Kansas, o a donde sea que esté nuestro siguiente hogar.

Henri entorna los ojos, reflexionando sobre todo lo que ha visto y oído para decidir si eso basta para justificar una nueva huida.

—Ahora es el peor momento para ser descuidado —dice.

—Hay discusiones en todos los institutos todos los días de la semana. Te aseguro que no van a encontrar nuestra pista sólo porque un matón se haya metido con el chico nuevo.

—No se encienden las manos del chico nuevo en todos los institutos.

Dejo escapar un suspiro.

—Henri, pareces al borde de la muerte. Échate una siesta. Cuando hayas dormido un poco podremos decidirlo.

—Tenemos mucho de que hablar.

—Nunca te he visto tan cansado. Duerme unas horillas y luego hablamos.

Él asiente al fin.

—Sí, seguramente una siesta me sentará bien.

Después de que Henri se vaya a su habitación y cierre la puerta, yo salgo afuera y paseo un rato por el jardín. El sol está detrás de los árboles y sopla un viento fresco. Todavía llevo los guantes en las manos. Me los quito y los guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Mis manos están igual que antes. En honor a la verdad, sólo una parte de mí se siente ilusionada de que haya aparecido mi primer legado después de tantos años de impaciente espera. La otra parte se siente derrotada. Nuestros constantes traslados me tienen agotado, y a partir de ahora me será imposible integrarme o quedarme en un solo sitio durante un periodo prolongado. No podré hacer amigos ni sentirme uno más. Estoy cansado de los nombres falsos y las mentiras, harto de tener que vigilar mis espaldas para ver si me siguen.

Bajo el brazo y me toco las tres cicatrices del tobillo derecho. Tres círculos que representan a los tres muertos. Estamos unidos los unos a los otros por algo más que nuestra raza. Mientras me toco las cicatrices, intento imaginarme quiénes eran, si eran chicos o chicas, dónde vivían, o qué edad tenían cuando murieron. Intento recordar a los demás niños que estaban conmigo en la nave y asignarles un número a cada uno. Pienso en cómo sería conocerlos, charlar con ellos. En cómo serían las cosas si todavía estuviéramos en Lorien. En cómo serían las cosas si el destino de toda nuestra raza no dependiera de la supervivencia de un escaso puñado de nosotros. En cómo serían las cosas si no estuviéramos todos en peligro de morir a manos de nuestros enemigos.

Saber que soy el siguiente es un pensamiento aterrador. Pero hemos mantenido nuestra ventaja sobre ellos moviéndonos, huyendo sin parar. Aunque estoy harto de tanta huida, sé que es el único motivo de que sigamos vivos. Si paramos, nos encontrarán. Y ahora que soy el siguiente de la lista, sin duda han acelerado la búsqueda. Por fuerza tienen que saber que estamos haciéndonos más fuertes, obteniendo nuestros legados.

Y además está el otro tobillo y la cicatriz que hay en él, formada cuando se realizó el encantamiento en aquellos preciosos instantes antes de abandonar Lorien. Es la marca que nos une a todos.