CAPÍTULO CUATRO
OTRO CAMBIO DE IDENTIDAD, OTRO CAMBIO de escuela. Ya he perdido la cuenta de cuántos he hecho durante estos años. ¿Quince? ¿Veinte? Siempre una localidad pequeña, un centro pequeño, siempre el mismo proceso. Los alumnos nuevos atraen la atención. A veces pongo en duda nuestra estrategia de elegir pueblos pequeños porque es muy difícil, casi imposible, pasar desapercibido. Pero también conozco el razonamiento de Henri: para ellos es igual de imposible pasar desapercibidos.
Mi nuevo instituto está a cinco kilómetros de nuestra casa. Henri me lleva allí por la mañana. Es más pequeño que la mayoría de los centros donde he estudiado y no es nada espectacular: una sola planta, largo y aplastado. Un mural de un pirata con un cuchillo entre los dientes cubre la fachada exterior, al lado de la puerta principal.
—¿Así que ahora serás un pirata? —dice Henri a mi lado.
—Eso parece —respondo.
—Recuerda las instrucciones.
—No es mi primera batalla.
—No demuestres tu inteligencia. Provocarías el resentimiento de los demás.
—Ni se me ocurriría.
—No destaques ni atraigas demasiada atención.
—Seré invisible.
—Y no hagas daño a nadie. Tú eres mucho más fuerte que los demás.
—Lo sé.
—Y lo más importante, mantente siempre preparado —me recuerda—. Preparado para irte al primer aviso. ¿Qué llevas en la mochila?
—Frutos secos y fruta deshidratada para cinco días. Calcetines de repuesto y ropa interior térmica. Impermeable. Un GPS de bolsillo. Un cuchillo en forma de bolígrafo.
—Llévalo siempre contigo. —Inspira profundamente y prosigue—: Y mantente alerta a cualquier señal. Tus legados se manifestarán cualquier día de estos. Escóndelos a toda costa y llámame enseguida.
—Ya lo sé, Henri.
—Cualquier día de estos, John —me repite—. Si tus dedos desaparecen, o si empiezas a flotar, o a sacudirte con violencia, si pierdes control muscular u oyes voces aunque no haya nadie hablando, llámame a la primera señal.
—Tengo el teléfono aquí mismo —contesto, dando unas palmaditas a mi mochila.
—Te esperaré aquí después de clase. Que tengas buena suerte hoy, hijo.
Le sonrío. Tiene cincuenta años, lo que significa que tenía cuarenta cuando llegamos. Para él, la transición fue más difícil debido a su edad. Todavía habla con un fuerte acento lórico, que a menudo confunden con el francés. Al principio eso fue una coartada perfecta, y por eso se hizo llamar Henri. Desde entonces se ha quedado con ese nombre, y sólo va cambiando de apellido para que coincida siempre con el mío.
—Hala, voy a adueñarme del instituto —digo.
—Pórtate bien.
Camino hacia el edificio. Como ocurre en la mayoría de los institutos, hay una multitud de chicos y chicas charlando en la entrada. Se dividen en los típicos grupillos: los deportistas y las animadoras, los músicos de la banda con sus instrumentos, los empollones con sus gafas, sus libros de texto y sus BlackBerries, y los fumetas en un rincón, ajenos a todo lo demás. Un chico, desgarbado y con gafas de culo de vaso, está solo. Lleva una camiseta negra de la NASA y unos vaqueros, y no debe de pesar más de 45 kilos. Tiene un telescopio portátil y está observando el cielo, en su mayor parte tapado por las nubes. También me fijo en una chica que está tomando fotos y que se mueve con facilidad de un grupo a otro. Es guapísima, con una melena rubia lisa que le llega por debajo de los hombros, piel de marfil, pómulos altos y ojos azul claro. Todos parecen conocerla y saludarla, y a nadie le molesta que le saque fotos.
Ella parece verme, y entonces me sonríe y me saluda agitando la mano. Me pregunto por qué, y me giro para ver si hay alguien detrás de mí. Hay dos estudiantes hablando de los deberes de mates, pero nadie más. Vuelvo la cabeza otra vez hacia la chica, que está caminando hacia mí con una sonrisa en la boca. Nunca he visto a una chica tan atractiva, y mucho menos hablado con una, y lo que nunca habría imaginado es que me saludara y sonriera como si fuéramos amigos. Me pongo nervioso de inmediato, y empiezo a sonrojarme. Pero también desconfío, como me han enseñado. Al acercarse a mí, alza la cámara y empieza a sacar fotos. Yo levanto las manos para taparme la cara. Ella baja la cámara y sonríe.
—No seas tan tímido.
—No lo soy. Sólo intentaba proteger la lente. Con mi cara, podría romperla.
—Estando tan serio, no me extrañaría —dice, riendo—. ¿Y si sonríes?
Esbozo una leve sonrisa. Estoy tan nervioso que tengo miedo de explotar. Me noto el cuello ardiendo, las manos calentándose.
—Y esa no es una sonrisa de verdad —me dice, picándome—. En una sonrisa se ven los dientes.
Esta vez le dirijo una amplia sonrisa y ella me fotografía. Por lo general, no permito que nadie lo haga. Si una foto mía acabara en Internet, o en un periódico, sería mucho más fácil encontrarme. Las dos veces que me sacaron fotos, Henri se puso como una fiera, se hizo con ellas y las destruyó. Si supiera que estoy haciendo esto ahora, me daría una buena reprimenda. Pero no puedo evitarlo, esta chica es demasiado guapa y encantadora. Está haciéndome otra foto cuando se me acerca un perro corriendo. Es un beagle de orejas color canela, patas y pecho blancos, y tronco fino y negro. Se le ve flaco y sucio, como si estuviera viviendo en la calle. Se frota contra mi pierna, gime y trata de llamar mi atención. A la chica le parece muy mono y me pide que me agache para que pueda hacerme una foto con él. En cuanto empieza a disparar la cámara, el animal retrocede. Y cada vez que vuelve a intentarlo, se aleja más. Al final se da por vencida y me saca unas fotos más. El perro se queda sentado a unos diez metros, observándonos.
—¿Conoces a ese perro? —me pregunta.
—Nunca le había visto.
—Pues le has caído bien. Eres John, ¿no? —dice, extendiendo la mano hacia mí.
—Sí. ¿cómo lo sabes?
—Soy Sarah Hart. Mi madre es tu agente inmobiliaria. Me ha dicho que seguramente empezarías hoy las clases, y que te buscara. Y eres el único chico nuevo.
—Sí, he conocido a tu madre —río—. Es simpática.
—¿Me vas a dar la mano o no?
Todavía tiene la mano extendida. Sonrío y se la estrecho, y es una de las mejores sensaciones que he tenido nunca. De verdad.
—Hala —exclama.
—¿Qué?
—Tienes la mano caliente. Muy caliente, como si tuvieras fiebre o algo.
—No creo —contesto, y ella me suelta la mano.
—Será que tienes la sangre caliente.
—Sí, será eso.
Se oye el timbre a lo lejos, y Sarah me dice que es el primer aviso. Tenemos cinco minutos para entrar en clase. Nos despedimos y la miro mientras se va. Un instante después, algo me golpea el hombro por detrás. Me doy la vuelta y un grupo de deportistas, todos ellos con chaquetas del equipo de fútbol americano del instituto, pasan a mi lado rozándome. Uno de ellos me clava la mirada, y me doy cuenta de que ha sido él el que me ha golpeado con la mochila al pasar. Dudo que haya sido por accidente, y me voy tras ellos. Sé que no voy a hacer nada, aunque podría si quisiera. No me gustan los matones, la verdad. El chico de la camiseta de la NASA se me acerca para caminar a mi lado.
—Sé que eres nuevo, así que te pondré al día —me dice.
—¿Sobre qué?
—Ese es Mark James. Es un pez gordo en el instituto. Su padre es el sheriff del pueblo, y él es la estrella del equipo de fútbol. Antes salía con Sarah, cuando era animadora, pero ella dejó el equipo de animadoras y cortó con él. Mark no lo ha superado. Yo que tú no me metería.
—Gracias.
El chico se aleja corriendo, y yo me dirijo al despacho del director para matricularme y poder empezar con las clases. Antes, miro atrás para ver si el perro sigue cerca. Allí está, sentado en el mismo sitio, observándome.
El director es un tal señor Harris. Es gordo y más bien calvo, a excepción de algunos pelos largos detrás y a los lados de la cabeza. La barriga le sale por encima del cinturón. Tiene unos ojos pequeños y redondos, demasiado juntos. Me sonríe desde el otro lado de su mesa, y su sonrisa parece tragarse sus ojos.
—Entonces, ¿eres un estudiante de segundo y vienes de Santa Fe? —me pregunta.
Asiento, y digo que sí aunque nunca he estado en Santa Fe, ni en todo el estado de Nuevo México, de hecho. Es una mentira simple que ayuda a impedir que me sigan la pista.
—Eso explica el bronceado. ¿Qué te trae por Ohio?
—El trabajo de mi padre.
Henri no es mi padre, pero siempre digo que lo es para desviar sospechas. En realidad es mi protector, o lo que en la Tierra se entendería como tutor. En Lorien había dos tipos de ciudadanos. Por un lado, los que obtienen legados, o poderes, que pueden ser muy variados: desde la invisibilidad hasta la capacidad para leer mentes, desde el vuelo al control de las fuerzas naturales como el fuego, el viento o el rayo. Los que tienen legados se llaman guardianes, y los que no tienen se llaman cêpan, o protectores. Yo soy un miembro de la Guardia. Henri es un cêpan. A cada guardián se le asigna un cêpan desde una edad temprana. Los cêpan nos ayudan a entender la historia de nuestro planeta y a desarrollar nuestros poderes. Los cêpan y los guardianes: un grupo para administrar el planeta, y otro grupo para defenderlo.
—¿Y a qué se dedica? —pregunta el señor Harris.
—Es escritor. Quería vivir en un pueblo pequeño y tranquilo para terminar el proyecto en el que está trabajando —digo, repitiendo nuestra tapadera de rigor.
El director asiente y entorna los ojos.
—Pareces un chico fuerte. ¿Has pensado en practicar algún deporte en el instituto?
—Ojalá pudiera, pero tengo asma, señor director —digo. Es mi excusa habitual para evitar cualquier situación que pueda delatar mi fuerza y velocidad.
—Siento oír eso. Siempre estamos abiertos a incorporar buenos deportistas a nuestro equipo de fútbol —dice, posando los ojos en una estantería de la pared, que sostiene un trofeo deportivo con la fecha de la última temporada grabada—. Ganamos la liga de pioneros —añade, sonriendo con orgullo.
Entonces estira el brazo y coge dos hojas de un archivador que hay al lado de su mesa y me las entrega. La primera es mi horario de clases, con algunas horas sin rellenar. La segunda es una lista de asignaturas optativas. Elijo mis clases, relleno los huecos y le devuelvo las hojas. A continuación me da una especie de charla de orientación, hablando durante lo que me parecen horas mientras repasa cada página de la guía del estudiante con una exasperante meticulosidad. Suena un timbre, y luego otro. Cuando termina al fin, me pregunta si tengo dudas. Le contesto que no.
—Estupendo. Queda media hora de la segunda clase, y has elegido astronomía con la señora Burton. Es una magnífica profesora, una de las mejores que tenemos. Ganó un premio estatal, firmado por el gobernador de Ohio en persona.
—Qué bien —digo.
El señor Harris se levanta de la silla con gran esfuerzo, y después salimos de su despacho y caminamos por el pasillo. Sus zapatos taconean sobre el suelo recién encerado. El aire huele a pintura fresca y detergente. A lo largo de ambas paredes se alinean las taquillas de los alumnos. Muchas de ellas están cubiertas de banderines de apoyo al equipo del instituto. No debe de haber más de veinte aulas en todo el edificio. Las cuento mientras pasamos delante de cada una.
—Ya hemos llegado —dice el señor Harris, y le estrecho la mano que me extiende—. Nos alegra tenerte aquí. Me gusta pensar que somos una familia bien avenida. Me complace acogerte en ella.
—Gracias.
El señor Harris abre la puerta del aula y asoma la cabeza dentro. Sólo entonces me doy cuenta de que estoy un poco nervioso, de que me está invadiendo poco a poco una sensación como de mareo. Me tiembla la pierna derecha; siento un hormigueo en el fondo del estómago. No entiendo por qué. No puede ser la perspectiva de entrar en mi primera clase. Lo he hecho demasiadas veces para seguir sintiendo los efectos de los nervios. Inspiro profundamente e intento librarme de ellos.
—Siento interrumpirle, señora Burton. Ha llegado su nuevo alumno.
—¡Qué bien! Que entre —dice ella con una aguda voz de entusiasmo.
El señor Harris me sujeta la puerta y yo entro en el aula. Tiene una forma totalmente cuadrada, ocupada por veinticinco personas, más o menos, sentadas en pupitres rectangulares del tamaño de mesas de cocina, con tres alumnos en cada uno. Todos los ojos están pendientes de mí. Les devuelvo la mirada antes de girarme hacia la señora Burton. Ronda los sesenta años, y lleva un jersey de lana rosa y unas gafas rojas de pasta sujetas por una cadena que lleva alrededor del cuello. Muestra una amplia sonrisa, y su pelo es grisáceo y rizado. Me sudan las palmas de las manos y me arde la cara. Espero que no esté roja. El señor Harris cierra la puerta.
—Bueno, ¿cómo te llamas? —me pregunta la profesora.
En mi estado agitado estoy a punto de decir «Daniel Jones», pero me contengo a tiempo. Inspiro profundamente y respondo:
—John Smith.
—¡Qué bien! ¿Y de dónde eres?
—De Flo… —empiezo a decir, pero entonces me contengo otra vez antes de dar la respuesta correcta—. Santa Fe.
—Chicos, démosle una cálida bienvenida.
Todos aplauden. La señora Burton me indica con una seña que me siente en la silla vacía que hay en mitad del aula, entre otros dos estudiantes. Me alivia que no me haga más preguntas. Entonces se da la vuelta para regresar a su mesa y yo me pongo a andar por el pasillo central, directo hacia Mark James, que está sentado en el mismo pupitre que Sarah Hart. Al pasar por su lado, saca el pie y me hace la zancadilla. Aunque pierdo el equilibrio, me mantengo de pie. Una oleada de risitas se filtra por la clase. La señora Burton se gira de golpe.
—¿Qué ha pasado?
En lugar de contestarle, miro fijamente a Mark. Todas las escuelas tienen uno, un chico duro, un matón, como quieras llamarle, pero nunca había tardado tan poco en materializarse como esta vez. Tiene el pelo moreno, lleno de gel fijador, peinado a propósito para que vaya en todas direcciones. Lleva las patillas meticulosamente recortadas a un par de milímetros de la cara. Unas cejas pobladas flotan sobre sus ojos oscuros. Veo que es un estudiante de último curso por su chaqueta del equipo de fútbol americano, que lleva su nombre bordado con letras doradas encima del año. Nuestras miradas no se separan, y la clase emite un gemido burlón.
Dirijo la vista hacia mi asiento, tres pupitres más allá, y luego miro otra vez a Mark. Si yo quisiera, podría partirle literalmente por la mitad, o lanzarle al condado vecino. Si él intentara huir en coche, yo alcanzaría su vehículo de todos modos y lo lanzaría a la copa de un árbol. Sería una reacción muy excesiva, desde luego, y las palabras de Henri resuenan en mi mente: «No destaques ni atraigas demasiada atención». Sé que debería seguir su consejo y pasar por alto lo que acaba de ocurrir, como he hecho siempre hasta ahora. Esa es nuestra especialidad, integrarnos con el entorno y vivir entre sus sombras. Pero me siento algo descolocado, intranquilo, y antes de poder pensármelo dos veces, ya he formulado la pregunta.
—¿Querías algo?
Mark aparta la mirada y barre con ella el resto del aula. Luego se incorpora en el asiento y me mira otra vez.
—¿A qué viene eso? —me pregunta.
—Has sacado el pie cuando pasaba. Y has chocado conmigo fuera. He pensado que a lo mejor querías algo de mí.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta la señora Burton detrás de mí. Vuelvo la cabeza para mirarla.
—Nada —contesto, y miro otra vez hacia Mark—. ¿Y bien?
Sus manos aprietan el borde del pupitre, pero no dice nada. Nuestras miradas siguen sin separarse hasta que él suspira y la desvía.
—Ya decía yo —le digo, y sigo caminando.
Los demás alumnos no saben cómo reaccionar, y la mayoría todavía me está mirando cuando ocupo mi sitio entre una chica pelirroja y pecosa, y un chico con sobrepeso que me mira con la boca abierta de par en par.
La señora Burton se queda de pie al frente de la clase. Parece un poco sofocada, pero entonces se encoge de hombros y empieza a explicar a qué se debe que haya anillos alrededor de Saturno, y que están compuestos mayormente de partículas de hielo y polvo. Al cabo de un rato dejo de escucharla y miro a los demás alumnos. Todo un nuevo grupo de gente con el que, una vez más, intentaré mantener las distancias. Siempre ha sido una medida muy delicada, tener la interacción justa con ellos para mantener cierto misterio pero sin convertirme en un bicho raro que destaque entre los demás. Hoy lo he hecho fatal.
Tomo una profunda bocanada de aire y lo suelto lentamente. Sigo teniendo un hormigueo en el estómago, un temblor persistente en la pierna, un calor en las manos cada vez mayor. Mark James, que está sentado tres mesas por delante de mí, se gira una vez y me mira, y después susurra algo al oído de Sarah. Ella se da la vuelta. Parece buena gente, pero el hecho de que haya salido con él y que ahora se siente a su lado me hace dudar. Me dirige una cálida sonrisa. Intento devolverle la sonrisa, pero estoy como petrificado. Mark hace ademán otra vez de susurrarle al oído, pero ella niega con la cabeza y le aparta de sí. Mi audición es muy superior a la humana si me concentro, pero su sonrisa me ha alterado tanto que no puedo hacerlo. Me gustaría haber oído lo que se han dicho.
Abro y cierro las manos. Tengo las palmas sudadas, y están empezando a quemarme. Otra bocanada de aire. Mi visión se emborrona. Pasan cinco minutos, luego diez. La señora Burton todavía está hablando, pero no oigo lo que dice. Cierro los puños con fuerza y vuelvo a abrirlos. Al hacerlo, se me corta la respiración en la garganta. Un leve fulgor surge de mi palma derecha. La miro extrañado, atónito. Al cabo de unos segundos más, el fulgor empieza a intensificarse.
Cierro los puños. Mi primer temor es que algo le haya sucedido a uno de los demás. Pero ¿qué puede haberles ocurrido? Sólo nos pueden matar por orden. Es así como funciona el encantamiento. Pero ¿eso impide también que les sobrevenga cualquier otro mal? ¿Y si alguien ha perdido la mano derecha? No tengo ninguna forma de averiguarlo. Pero si hubiera sucedido algo, lo habría notado en las cicatrices de los tobillos. Y sólo entonces caigo en la cuenta. Mi primer legado debe de estar manifestándose.
Saco mi teléfono de la mochila y envío a Henri un mensaje de texto que dice «VNE», aunque quería escribir «VEN». Me siento demasiado mareado para enviar nada más. Cierro los puños y los apoyo en mi regazo. Están ardiendo y temblando. Abro las manos. La palma izquierda está muy roja, y la izquierda sigue refulgiendo. Echo una mirada al reloj de la pared y veo que la clase casi ha terminado. Cuando salga de aquí, buscaré una habitación vacía para llamar a Henri y preguntarle qué está pasando. Empiezo a contar los segundos: sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho. Tengo la sensación de que algo me va a explotar en las manos. Me concentro en seguir contando. Cuarenta, treinta y nueve. Ahora siento un cosquilleo en las palmas, como si me estuvieran pinchando con agujas. Veintiocho, veintisiete. Abro los ojos y miro fijamente a lo lejos, centrando la mirada en Sarah con la esperanza de que eso me distraiga. Quince, catorce. Verla sólo empeora las cosas. Las agujas parecen clavos ahora. Clavos que han estado calentándose en un horno hasta ponerse al rojo vivo. Ocho, siete.
Suena el timbre y, en un abrir y cerrar de ojos, me levanto y salgo del aula, pasando a toda prisa por delante de los demás alumnos. Me siento mareado, como si a mis pies les costara sostenerme. Sigo por el pasillo sin saber adónde ir. Me doy cuenta de que alguien me sigue. Saco el horario del bolsillo trasero y miro el número de mi taquilla. La suerte ha querido que sea la que está justo a mi derecha. Me paro delante y apoyo la cabeza en la puerta metálica. Entonces meneo la cabeza contrariado, al darme cuenta de que con las prisas por salir del aula me he dejado la mochila allí, con el teléfono dentro. Y entonces alguien me empuja.
—¿Qué pasa, chico duro?
Doy unos pasos vacilantes hacia atrás y me doy la vuelta. Mark está allí, sonriéndome.
—¿Algo va mal? —pregunta.
—No.
La cabeza me da vueltas. Tengo la sensación de estar a punto de desmayarme. Y me queman las manos. Lo que sea que está sucediendo, no podía haber sido en un momento peor. Mark me empuja otra vez.
—No eres tan duro cuando no hay profes delante, ¿eh?
Incapaz de tenerme en pie del mareo, tropiezo conmigo mismo y caigo al suelo. Sarah se planta delante de Mark.
—Déjale en paz.
—Esto no tiene nada que ver contigo —dice él.
—Ya. Ves a un chico nuevo hablando conmigo y lo primero que haces es buscar pelea con él. ¿Lo ves? Esto es sólo un ejemplo más de por qué ya no estamos juntos.
Empiezo a ponerme de pie. Sarah estira el brazo para ayudarme y, en cuanto me toca, el dolor de mi mano me sube a la cabeza como si un rayo la hubiera alcanzado. Me doy la vuelta y echo a correr en dirección opuesta al aula de astronomía. Sé que todos pensarán que soy un cobarde por irme corriendo, pero temo desmayarme en cualquier momento. Ya daré las gracias a Sarah y me ocuparé de Mark más tarde. Ahora mismo sólo necesito encontrar una habitación que se pueda cerrar desde dentro.
Llego al final del pasillo, que se comunica con la entrada principal del edificio. Intento recordar la charla orientativa del señor Harris, que incluía el lugar donde estaba cada aula del instituto. Si no recuerdo mal, el salón de actos, las salas de música y las salas de arte están al final de este pasillo. Corro hacia allí lo más rápido que puedo teniendo en cuenta mi estado actual. Detrás oigo a Mark gritándome, y a Sarah gritándole a él. Abro la primera puerta que encuentro y la cierro después de entrar. Por suerte tiene pestillo, y lo echo enseguida.
Estoy en una sala oscura. Hay unas cuerdas de secado de las que cuelgan ristras de negativos. Me desplomo sobre el suelo. La cabeza me da vueltas y las manos me arden. Desde el momento en que he visto la luz de mis manos, he mantenido los puños muy apretados. Bajo la vista para mirármelas y veo que la derecha todavía refulge, de forma intermitente. Empiezo a sentir pánico.
Me siento en el suelo. Los ojos me pican por el sudor, y las dos manos me duelen muchísimo. Sabía que un día obtendría mis legados, pero no tenía ni idea de que el proceso sería así. Abro las manos. La derecha emite un intenso brillo, a medida que la luz empieza a concentrarse. La izquierda parpadea de forma tenue, pero la quemazón es casi insoportable. Ojalá Henri estuviera aquí. Espero que esté en camino.
Cierro los ojos y me rodeo el cuerpo con los brazos. Me balanceo adelante y atrás en el suelo, paralizado por el dolor. No sé cuánto tiempo pasa. ¿Un minuto? ¿Diez? Suena el timbre que señala el comienzo de otra clase. Oigo a gente hablando al otro lado de la puerta. Esta se sacude un par de veces, pero está cerrada con pestillo y nadie puede entrar. Sigo balanceándome, con los ojos cerrados con fuerza. Empiezan a oírse más golpes en la puerta. Y unas voces amortiguadas que no llego a entender. Abro los ojos y veo que el fulgor de mis manos ha iluminado el cuarto entero. Aprieto los puños para que la luz cese, pero se filtra entre mis dedos. Entonces, la puerta empieza a sacudirse con más fuerza. ¿Qué pensarán de la luz de mis manos? No hay forma de disimularlo. ¿Cómo voy a explicarlo?
—John, abre la puerta. Soy yo —dice una voz.
Me invade una oleada de alivio. Es la voz de Henri, la única del mundo que quiero oír.