CAPÍTULO TRES
CUANDO LLEGA LA HORA DE COMER, PONER gasolina y comprar teléfonos nuevos, nos paramos en un área de servicio para camioneros, donde comemos pastel de carne y macarrones con queso (que es una de las pocas cosas superiores, según Henri, a cualquier cosa que tuviéramos en Lorien). Durante la comida, nos crea documentación nueva con su portátil, utilizando los nombres que hemos elegido. Los imprimirá cuando lleguemos y, para el resto del mundo, seremos quienes digamos que somos.
—¿Seguro que quieres ser John Smith? —me pregunta.
—Sí.
—Naciste en Tuscaloosa, Alabama.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —digo, riendo.
Él sonríe y me señala a dos mujeres sentadas a unas pocas mesas de distancia. Las dos están buenísimas. Una de ellas lleva una camiseta donde dice: «LAS DE TUSCALOOSA LO HACEMOS MEJOR».
—Y allí es adonde iremos a continuación —dice.
—Aunque suene raro, ojalá nos quedemos mucho tiempo en Ohio.
—No me digas. ¿Te gusta la idea de vivir en Ohio?
—Me gusta la idea de hacer amigos, de no tener que cambiar de instituto durante muchos meses, de tener una vida normal, si puede ser. Es lo que estaba empezando a tener en Florida. Era una vida bastante chula, y por primera vez desde que estamos en la Tierra, me sentía casi normal. Quiero encontrar un sitio en el que quedarme.
Henri se queda pensativo.
—¿Te has mirado hoy las cicatrices?
—No, ¿por qué?
—Porque no es en ti en quien tienes que pensar. Tienes que pensar en la supervivencia de nuestra especie, que fue exterminada casi por completo, y en la forma de mantenerte con vida. Cada vez que muere uno de nosotros… cada vez que muere uno de vosotros, los de la Guardia, nuestras posibilidades disminuyen. Eres el Número Cuatro, el siguiente de la lista. Tienes una raza entera de crueles asesinos persiguiéndote. Nos iremos a la primera señal de peligro, y no pienso debatirlo contigo.
Henri conduce todo el tiempo. Entre los descansos y la creación de los nuevos documentos, tardamos unas treinta horas. Me he pasado casi todo el rato durmiendo o echando partidas de videojuegos. Gracias a mis reflejos, puedo dominar la mayoría de los juegos rápidamente. Lo máximo que he tardado en completar un juego entero es un día. Los que más me gustan son los de naves espaciales y batallas con alienígenas. Me imagino que estoy en Lorien, combatiendo a los mogadorianos, haciéndoles pedazos, reduciéndolos a cenizas. A Henri eso le parece un poco raro, e intenta convencerme de que deje de hacerlo. Dice que tenemos que vivir en el mundo de verdad, donde la guerra y la muerte son reales, no imaginarios. Al terminar una partida más, levanto la vista. Estoy cansado de estar sentado en la camioneta. El reloj del salpicadero señala las 7.58. Bostezo y me froto los ojos.
—¿Cuánto falta?
—Ya casi hemos llegado —contesta Henri.
Fuera está oscuro, pero hay un tenue resplandor al oeste. Vemos granjas con caballos y rebaños, y luego campos yermos, y después seguimos hasta que los árboles ocupan todo el campo visual. Eso es justo lo que Henri quería, un lugar tranquilo en el que pasar desapercibidos. Una vez por semana, se pasa seis, siete, ocho horas seguidas haciendo búsquedas por Internet para poner al día su lista de viviendas alquilables en cualquier parte del país que cumplan sus requisitos: aisladas, rurales, disponibilidad inmediata. Me ha dicho que ha sondeado tres sitios más (una llamada a Dakota del Sur, otra a Nuevo México, otra a Arkansas) antes de encontrar la casa donde viviremos ahora.
Unos pocos minutos más tarde vemos luces diseminadas que anuncian la presencia del pueblo. Pasamos junto a un cartel que dice:
BIENVENIDOS A PARADISE, OHIO
5.243 HABITANTES
—¡Menudo paraíso! —digo—. Este sitio es más pequeño todavía que donde estuvimos en Montana.
—¿Para quién dirías que es un paraíso? —dice Henri, sonriendo.
—¿Para las vacas? ¿Los espantapájaros, tal vez?
Dejamos atrás una vieja gasolinera, un lavadero de coches, un cementerio, y poco después empezamos a ver viviendas. Son casas hechas de tablones, con unos diez metros de separación entre sí. La mayoría de ellas tienen adornos de Halloween colgados en las ventanas. Un camino enlosado atraviesa el jardín que separa las casas de la carretera. En el centro del pueblo hay una rotonda, y en mitad de ella se erige la estatua de un hombre a caballo empuñando una espada. Henri se detiene. Los dos miramos el monumento y nos reímos, más que nada porque esperamos que no se presente nadie más con espadas por aquí. Después, tomamos la rotonda y, cuando la hemos rodeado, el aparato GPS nos dice que giremos, y entonces empezamos a alejarnos del pueblo en dirección oeste.
Conducimos seis kilómetros más antes de coger una carretera de gravilla a la izquierda, para pasar luego por campos sin cultivar que deben de estar repletos de maíz en verano, y atravesar después un frondoso bosque a lo largo de cerca de un kilómetro. Y es entonces cuando nos sale al paso, escondido entre la vegetación sin cortar: un oxidado buzón con unas letras negras pintadas a un lado que dicen: «17 OLD MILL RD».
—La casa más cercana está a tres kilómetros de distancia —dice Henri, girando el volante. La maleza se abre paso a lo largo del camino de entrada de gravilla, que está lleno de charcos de agua turbia. Finalmente, se detiene y apaga el motor.
—¿De quién es ese coche? —pregunto, señalando el todoterreno negro tras el cual ha aparcado Henri.
—Supongo que será la agente inmobiliaria.
La casa está rodeada por siluetas de árboles. Tiene un aire inquietante en la oscuridad, como si quien viviera aquí antes se hubiese ido asustado, o expulsado, o ahuyentado. Salgo de la camioneta. El motor todavía crepita, y noto el calor que sale de él. Cojo mi mochila de la plataforma de carga de la camioneta y me quedo allí plantado, sin soltarla.
—¿Qué te parece? —pregunta Henri.
La casa tiene una sola planta. Tablones de madera. Gran parte de la pintura blanca se ha desconchado. Una de las ventanas delanteras está rota. Los tablones negros que cubren el tejado parecen combados y frágiles. Tres escalones de madera llevan a un pequeño porche con sillas desvencijadas. El jardín en sí es largo y descuidado. Hace mucho tiempo de la última vez que se cortó el césped.
—Pues sí, es como un paraíso —comento.
Nos acercamos juntos a la casa. En ese momento, una mujer rubia y bien vestida, de la edad de Henri más o menos, sale de la puerta principal. Va con traje de oficina y lleva un sujetapapeles y una carpeta; en la cintura de la falda tiene un BlackBerry enganchado. Nos sonríe.
—¿El señor Smith?
—Sí —dice Henri.
—Soy Annie Hart, la agente de Paradise Realty. Hemos hablado por teléfono. He intentado llamarle hace un rato, pero parecía tener el móvil apagado.
—Sí, lo siento. La batería se ha agotado mientras veníamos.
—Ah, a mí me da mucha rabia cuando me pasa eso —dice ella.
Se acerca a nosotros y le da la mano a Henri. Me pregunta cómo me llamo y se lo digo, aunque por un momento estoy a punto, como me pasa siempre, de decirle «Cuatro». Mientras Henri firma el contrato, ella me pregunta cuántos años tengo y me dice que su hija va al instituto del pueblo y que tiene más o menos mi edad. Es muy simpática y cordial, y se ve que le gusta charlar. Henri le devuelve el contrato y los tres entramos en la casa.
Casi todos los muebles del interior están cubiertos con sábanas blancas. Los que no están tapados, tienen encima una gruesa capa de polvo e insectos muertos. Las mosquiteras de las ventanas parecen que vayan a romperse al tacto, y las paredes están recubiertas de láminas baratas de madera contrachapada. Hay dos dormitorios, una cocina de tamaño modesto con suelo de linóleo verde lima, y un baño. El salón es espacioso y rectangular, y está situado en la parte frontal de la casa. Hay una chimenea en el rincón más alejado. Cruzo el salón y dejo caer mi mochila en la cama de la habitación más pequeña. En ella hay un enorme póster descolorido de un jugador de fútbol americano con un uniforme naranja chillón. Está lanzando un pase, y parece estar a punto de ser aplastado por un jugador enorme con un uniforme de color negro y oro. Al pie dice: «BERNIE KOSAR, QUARTERBACK, CLEVELAND BROWNS».
—¡Ven a despedirte de la señora Hart! —grita Henri desde el salón.
La señora Hart está en la entrada con él. Al despedirse, me dice que busque a su hija en el instituto, que a lo mejor podríamos ser amigos. Le sonrío y le digo que sí, que eso estaría bien. Cuando se va, nos ponemos enseguida a sacar el equipaje de la camioneta. Según lo rápido que nos vayamos de los sitios, viajamos muy ligeros (con la ropa que llevamos puesta, el portátil de Henri y el cofre lórico de talla intrincada que nos acompaña a todas partes) o nos llevamos unas pocas cosas (normalmente, material informático extra de Henri, que utiliza para montar un perímetro de seguridad y buscar en Internet las noticias y los acontecimientos que puedan tener relación con nosotros). Esta vez tenemos el Cofre, dos ordenadores potentes, cuatro monitores y cuatro cámaras. También tenemos algo de ropa, aunque la mayoría de lo que llevábamos en Florida es poco adecuado para la vida en Ohio. Henri guarda el Cofre en su habitación, y llevamos todo el material electrónico al sótano, donde podrá instalarlo de forma que no lo vea ninguna visita. Cuando ya está todo dentro, empieza a situar las cámaras y a encender las pantallas.
—No tendremos Internet hasta mañana por la mañana. Pero si quieres ir a clase, puedo imprimirte la documentación nueva.
—Si me quedo aquí, ¿tendré que ayudarte a limpiar la casa y a terminar de instalarlo todo?
—Sí.
—Iré a clase.
—Entonces, será mejor que te acuestes temprano.