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La llegada a Asturias en esta ocasión fue diferente. Que Scarlett no fuera a buscarla al aeropuerto la entristeció. Se había acostumbrado a ver a su loca hermana allí y no tenerla la hizo añorarla el doble.

Vestida de militar, alquiló un coche y fue directa a la casa de su abuela. Al llegar, la puerta de la casona se abrió. Covadonga, al ver que se trataba de su nieta, con los brazos en alto corrió a recibirla.

—¡Aiss, mi neña…, aiss, mi neña que ya está en casa!

Mel sonrió. Abrazó a aquella mujer que tanto quería y susurró:

—Hola, abuela. Ya estoy aquí de nuevo.

La preocupación de Covadonga en ese momento desapareció y mirando a suneña con ojos vidriosos, preguntó:

—¿Estás bien, mi vida?

—Sí.

—Estaba muy, muy, muy preocupada por ti.

—Estoy perfecta, ¿no me ves? —rió encantada.

Covadonga la besuqueó y gritó a todas sus vecinas que la hija del Ceci y su hija Luján habían regresado. Al verla vestida de militar, todos la trataban como a una heroína. En esta ocasión, Mel no rectificó a su abuela. Si ella había decidido llamar a su padre Ceci, no pensaba corregirla nunca más.

Aquella tarde, sobre las siete, cuando Mel cayó en la cama, durmió durante muchísimas horas. Estaba agotada. Covadonga la dejó dormir, sólo había que ver la cara de cansancio de su pequeña para saber que lo que necesitaba era descanso.

Cuando se despertó al día siguiente eran las tres de la tarde. Había dormido casi del tirón veinte horas, a pesar del par de veces que se despertó angustiada por las pesadillas. No podía olvidar lo ocurrido y eso no la dejaba descansar con tranquilidad.

Al levantarse, miró por la ventana y vio que el día estaba grisáceo y con algo de niebla.

En marzo los días en Asturias solían ser grises y aquél era uno de tantos. Cuando su abuela la vio aparecer, sonrió y, abrazándola, preguntó:

—¿Ha descansado bien mi neña?

—Sí, abuela —mintió—. He dormido, como se suele decir ¡a pierna suelta!

Covadonga, feliz por tenerla allí, le puso un plato de sopa y la apremió:

—Vamos, come algo.

Arrugando la nariz, ella gruñó:

—Me acabo de levantar, abuela. No me apetece comer.

Pero la mujer, dispuesta a engordar a su neña, insistió:

—¡Come! Pareces un saco de huesines.

Sin muchas ganas, al final le hizo caso y dos segundos después, mientras aquel caldito asturiano le entraba en el cuerpo, reconoció que le estaba sentando a las mil maravillas. Miró el reloj: las cuatro.

—¿A qué hora dijo mamá que llegaba su avión?

Cogiendo un papel de encima de la chimenea, Covadonga se lo entregó.

—Dijo que llegaban a las siete. Ah… y el Ceci viene también.

—¿Viene papá?

—Sí, neña…, tu padre viene también. Seguro que a dar por culo, como siempre.

—¡Abuela!

La anciana soltó una risotada y Mel tuvo que reír también. A la mujer le gustaba su padre más de lo que quería admitir y ambas rieron. Cuando se terminó el caldito, Mel miró por la ventana y dijo:

—Abuela, voy a dar un paseo por la playa. Tiene que estar hoy preciosa.

—¿Con esta humedad? —se extrañó la anciana, pero conociendo a su nieta, añadió—: Ve… ve…, neña, ve, siempre te gustó pasear por la playa. Pero antes cámbiate de ropa. No vayas a ir en pijama.

Como no tenía mucha ropa en Asturias, volvió a ponerse lo mismo que el día anterior. Pantalón de camuflaje y chupa del ejército. Cuando llegó a la preciosa playa de La Isla sonrió. A pesar de la neblina, aquel lugar era el más bonito y mágico que había visto nunca.

Caminó hacia un lateral y se sentó sobre una roca. Durante un buen rato, miró a unas mujeres que paseaban y disfrutó del sonido y la visión del mar. Observarlo siempre la relajaba.

Pensó en su pequeña, estaba deseando verla e, inconscientemente pensó en Björn. A él también estaba deseando verlo, pero sabía que no debía hacerlo. Verlo y continuar con su morboso juego sólo le ocasionaría dolor y sufrimiento. Debía cortar por lo sano y una excepcional manera de hacerlo era como lo iba a hacer. Marchándose a Fort Worth. Eso evitaría tentaciones.

Cuando el culo comenzó a dolerle de estar sentada sobre aquella fría piedra, se levantó y caminó hacia la orilla, aunque antes de que el agua le rozara, se paró. Mojarse era una temeridad. El agua del Cantábrico en marzo era un témpano de hielo, pero se agachó y la tocó con la mano.

Comenzó a caminar hacia el otro extremo de la playa mientras en su cabeza bullían cientos de pensamientos. Robert. Savannah. Björn. Sami. Afganistán. ¿Cómo podía ser que allí hubiera tanta paz, pudiera pasear tranquilamente y en otros lugares la gente se matara sin sentimientos de forma incontrolada?

Estaba sumida en sus pensamientos, cuando el sonido de un coche atrajo su atención, y al mirar vio que aparcaba junto a uno de los pintorescos hórreos. De él se bajaron dos personas. Desde lejos vio que se trataba de un hombre y un niño. Los observaba cuando un movimiento del pequeño que corría llamó su atención.

Curiosa, lo observó. Aquel saltimbanqui corría con la misma gracia que su hija. Eso la hizo sonreír. Eran tales las ganas que tenía de ver a su Sami, que ya creía verla donde no estaba. Pero a medida que se acercaba a ellos, el corazón le comenzó a latir con fuerza al oír el sonido de su risa.

Mel se paró en la playa y explotó de felicidad cuando vio que no eran otros que Sami y Björn.

¿Björn? ¿Qué hacía él con su hija?

—¡Mami… mami…! —gritaba la pequeña.

Emocionada, Mel echó a correr por la playa. Aquélla era su pequeña. Quien la llamaba era Sami y, según se acercaba a ella, la pudo ver con claridad. Su niña, con su famosa coronita en la cabeza, corría con los brazos abiertos en busca de su mamá. Cuando Mel llegó hasta ella, se agachó y, cerrando los ojos, la agarró y la abrazó, mientras sonreía emocionada por el encuentro.

Sami olía a vida, a niñez, a inocencia y futuro, y sentir sus manitas alrededor de su cuello casi le hizo llorar de felicidad. ¡Cuánto la había echado de menos…!

Durante varios minutos permaneció abrazada a su niña y cuando abrió los ojos, vio a Björn acercándose con las manos en los bolsillos de los vaqueros. Su corazón se descontroló al verlo allí, con una chaqueta negra de punto. Su sonrisa la descolocó y más aún cuando la saludó:

—Hola, teniente Parker.

Sin entender bien qué hacía él allí con su hija, iba a hablar cuando la pequeña, llamando su atención, dijo:

—Mami, Peggy Sue se escapó en el coche y el pínsipe lo tuvo que descatá.

Sorprendida, miró a Björn y éste, divertido, afirmó:

—Asqueroso. Casi me da algo cuanto tuve que parar el coche y coger a ese animal, pero por mi princesa Sami rescato lo que sea. Eso sí, a tu madre casi le da un infarto al ver al bicho suelto por el vehículo.

De pronto, unos gritos llamaron su atención. En un lateral de la playa, sus padres y su hermana Scarlett llamaban a la pequeña. Ésta, al verlos, salió corriendo dejando a solas a Björn y a su madre. Desconcertada por la presencia de éste, Mel preguntó:

—¿Cuándo han llegado mis padres con Sami?

—Hace una hora. He ido a buscarlos al aeropuerto. Luego hemos ido a casa de la abuela y ella nos ha dicho que estabas aquí.

Alucinada, parpadeó, lo miró y preguntó:

—¿Y tú qué haces aquí?

Con voz segura a pesar de los nervios que tenía por tenerla delante, él respondió:

—Tenía que verte, Mel.

Sorprendida, no supo qué decir y Björn añadió:

—Siento mucho lo que le ocurrió a tu amigo Robert y a sus hombres. Lo siento de todo corazón, cariño.

«¡¿Cariño?!»

Cuánto había deseado oír esa palabra, pero recordar la muerte de su amigo la hizo cerrar los ojos. Pensar en que nunca más volvería a ver a Robert aún le dolía demasiado.

Cuando recuperó el control, abrió los ojos y lo miró. Miró al hombre que quería, que deseaba, que necesitaba. Sin hablar, se dijeron lo que sentían. Sin hablar se comunicaron. Y, finalmente, Björn, deseoso de su contacto, al ver sus ojeras y su cara de cansancio, se disculpó:

—Perdóname, cariño. Yo tampoco te lo puse fácil.

Confusa por todos los sentimientos que de pronto afloraban en ella por lo ocurrido, vio a su hija llegar junto a sus padres y susurró con un hilo de voz:

—Estás perdonado.

Björn sonrió, sacó las manos de los bolsillos y, tendiéndolas hacia ella, pidió:

—Ven aquí, preciosa.

Sin dudarlo, se echó a sus brazos y él la aceptó.

La acunó mientras repartía cientos de besos por su rostro. Aquel rostro que no había podido quitarse de la cabeza y que tanto sufrimiento le había ocasionado. Tenerla en sus brazos fue la medicina que Björn necesitaba para volver a sonreír y finalmente se besaron. Al sentirlo reclamando su beso, Mel sonrió. Se sintió especial de nuevo. Se sintió protegida y mimada y cuando sus bocas se separaron, murmuró:

—No he parado de pensar en ti.

Encantado de oír eso, Björn, sin separar su rostro del de ella, dijo:

—Ni yo en ti, cielo. Ni yo en ti.

Después de varios minutos en los que ninguno habló pero no dejaron de abrazarse, él añadió:

—Estaba tremendamente preocupado por ti. Y antes de que digas nada, déjame decirte que me he comportado como un idiota y que estoy dispuesto a hacer lo que sea para que me vuelvas a querer como yo te quiero a ti.

—Björn…

—¿Sabes? —insistió nervioso, sin dejarla hablar—. Mi padre me aconsejó que para enamorarte te hiciera reír, pero quiero que sepas que cada vez que te ríes, yo me enamoro como un idiota más de ti. Te quiero. Te quiero con toda mi alma y nunca he estado más seguro de nada en mi vida. Y si no me quieres, vas a tener que comprar un gran cargamento de tiritas de princesas para quitarme el dolor tan terrible que…

—Björn…

—Antes de que digas nada —la volvió a cortar—. Quiero que sepas que estoy dispuesto a luchar por ti. No me importa que seas militar, ni americana, ni rusa, ni polaca. No voy a permitir que te vayas a Texas. Y si lo haces, prepárate, porque voy a seguirte y no pienso dejarte en paz hasta que claudiques y decidas regresar conmigo, porque te quiero y necesito que me quieras.

Esas últimas palabras que recordaba que ella le había dicho la hicieron sonreír. Eso era lo que Mel necesitaba. Necesitaba a Björn y su amor. Sobrecogida por todas las cosas maravillosas que él le estaba diciendo, posó una mano en su boca para hacerlo callar y confesó:

—Te quiero.

Emocionado, enternecido y totalmente enamorado porque ella le diera la oportunidad que él no le dio, la miró embobado y ella, acercándose, exigió, deseosa de su contacto.

—Te quiero y me quieres, por lo tanto, ¡bésame ya! Lo estoy esperando.

Sin demora, lo hizo. La izó en sus brazos y la besó como llevaba semanas deseando hacerlo. De pronto, en su vida volvía a tener a la persona que necesitaba. Ella estaba bien, sana, salva y receptiva y con eso de momento le valía.

Esa tarde, después de varias horas con Björn en la playa hablando de sus sentimientos, al llegar a la casa de su abuela, sus padres y su hermana los esperaban con su niña. Al verla aparecer, todos la besaron y Mel pudo ver lo bien que su padre y Björn parecían llevarse. Luján, al ver cómo los miraba, se acercó a ella y, emocionada, la informó:

—Que sepas que ese muchacho ha peleado como una fiera con tu padre por ti.

—¿En serio?

Scarlett, acercándose a su hermana, puntualizó:

—Telita, la mala leche que tiene el alemán. Ha callado hasta a papá. ¡Flipante!

Alucinada, Mel miró a su madre y ésta afirmó:

—Sí, cariño. Totalmente en serio. Y ya sabes cómo es tu padre, pero Björn no se ha amilanado y cuanto más le gritaba papá, más le gritaba él, hasta que papá se tranquilizó. Increíble pero cierto. Con decirte que ha paralizado tu traslado a Fort Worth por petición de Björn hasta que él hable contigo y tú decidas realmente lo que quieres hacer.

—Mi Blasito no es militar, pero nada tiene que envidiarle al Ceci —comentó Covadonga—. Me alegra que no se amilane ante él y le ponga los puntos sobre las íes a ese americano.

—Mamáááá, no empieces —protestó Luján.

Boquiabierta, Mel miró a Björn. Que se hubiera enfrentado a su padre, como poco era inaudito. Nadie se enfrentaba al mayor Parker. Pero él lo había hecho y eso la hacía feliz. Luján, al ver el gesto de su hija, insistió:

—¿Qué vas a hacer, cariño?

Mel sonrió. Si Björn había conseguido que su padre claudicara, estaba claro que había luchado como decía su madre como un león por ella y, dispuesta a darle una oportunidad al amor, murmuró:

—De momento, esta noche irme con él a pasar la noche fuera. —Y mirando a su hermana, le pidió—: Scarlett, necesito una suite en el hotel.

Su hermana, que andaba con el móvil, dijo mirándola:

—Ya la tienes reservada, pero el chocolate no te lo he podido conseguir.

—¡¿Chocolate?! —preguntó la anciana—. ¿Para qué quieres chocolate, neña?

Las hermanas soltaron una carcajada y Luján, al ver las caras de sus hijas, cayó en la cuenta.

—Vale… no quiero saber más, ¡sinvergüenzas!