Esa noche, cuando Eric supo los planes de su mujer, de entrada se molestó. No le gustaba que fuera a aquel antro cubano.
—He dicho que no Jud, no vas a ir —insistió, sentado a la mesa de su despacho—. Estás embarazada, por el amor de Dios. ¿Qué pretendes, beber mojitos y gritar «¡Azúcar!» con mi hermana como haces siempre?
—La verdad es que lo de los mojitos me tienta y gritar «¡Azúcar!» ni te cuento —se mofó.
Eric, ofuscado, miró a la loca de su mujer y cuando fue a protestar, ella, en tono dulzón, le soltó:
—¡Ya tú sabes, mi amol!
Incrédulo por su poca vergüenza fue de nuevo a protestar cuando Judith, sentándose sobre él, dijo:
—Cariño, simplemente quiero salir a divertirme con mis amigas. No pretendo ser la reina de la pista, ni beber un solo mojito. Sólo quiero pasar un rato agradable y diferente antes de que nazca Conguito.
—He dicho que no, Jud. Y no es no.
Pero ella lo tenía claro, iría le gustara a él o no y, llevándolo por donde sabía que tenía que llevarlo para conseguir lo que deseaba, le dijo, acercándose:
—Vamos a ver, cariño…
—No. No vamos a ver nada. Y no te pongas zalamera que te conozco, morenita. Sabes que no me gusta que vayas allí y…
Pero no pudo continuar. Jud, acercando su boca a la de él, murmuró:
—Escúchame, cariño.
—No. No piens…
Besándolo con pasión, lo hizo callar y cuando se separó de su boca, añadió:
—Vayamos juntos.
—¿A ese antro? Ni loco.
Jud soltó una carcajada y, paseando su lengua por la boca de él, cuchicheó mientras se apretaba contra su cuerpo:
—Ese lugar te excita, piensa en cómo a nuestro regreso haremos el amor. Echaremos el pestillo de la habitación y tú y yo jugaremos y lo pasaremos bien y…
—Jud…
Escuchar aquello lo tentaba. Siempre que regresaban del Guantanamera lo pasaban bien reconciliándose. Era un clásico.
—Vamos, Iceman, dame ese capricho. Prometiste que cada cierto tiempo me acompañarías a mi local preferido. Venga…, dime que sí. Estoy embarazada y no me puedes decir que no. Mira que si el niño por un antojo sale con acento cubano, ¡será culpa tuya!
Esas palabras lo hicieron sonreír y Jud, que lo conocía mejor que nadie, insistió:
—Venga, cariño. Sabes que me gusta bailar. Es más, si quieres invita a Björn para que venga también, así estarás más acompañado. Seguro que lo pasamos genial.
Incapaz de negárselo, se dio por vencido y, sonriendo, preguntó:
—¿Irá Mel? —Judith asintió y Eric, divertido, la acusó—: Pequeña, eres una lianta ¿Qué pretendes que ocurra?
—De entrada, que se encuentren. Si nosotros no hacemos algo, esos dos nunca se reconciliarán.
—Jud… no.
—Cariño, piensa. Björn nos ayudó mucho a nosotros, ¿por qué no ayudarle ahora a él?
—Porque no sé si Mel es la chica que necesita. ¿Te parece buena contestación?
Jud soltó una carcajada y, besando a su marido, preguntó:
—¿Y por qué sabía él que yo era la persona que tú necesitabas? —Eric no contestó y ella insistió—: ¿Quizá porque te vio descolocado? ¿Quizá porque se percató de que yo era especial para ti? Vamos a ver, cariño, desde que conoces a Björn ¿alguna vez te ha hablado de alguna mujer como te habló de Mel? ¿Alguna vez lo has visto tan afectado por alguna como lo está ahora? ¿De verdad no ves que Mel le gusta y mucho?
Eric no respondió. Simplemente se acercó a la boca de su mujer, le chupó el labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito, murmuró:
—Morenita…, eres una bruja.
Divertida, ella asintió.
—Y a ti te gusta que lo sea, ¿verdad?
—Me encanta…
Eric la besó con el morbo que siempre había entre ellos y cuando sus labios se separaron, preguntó:
—¿Y si Björn no reacciona bien al verla?
Jud, deseosa de seguir saboreando sus labios, lo reprendió:
—Iceman, ahora olvídate de todo y céntrate en mí.