26

Dos días después, cuando Björn entró en los juzgados, su semblante era serio. No había podido pegar ojo. Desde su última tarde con Mel, no había vuelto a saber de ella. La había llamado, pero no le había cogido el teléfono. ¿Por qué se comportaba así?

¿Acaso no sentía lo mismo que él?

De pronto una mujer, la última de la que se lo podía esperar, lo había sorprendido como ninguna y no podía dejar de pensar en ella. En su boca, en sus besos, en su cuerpo, en su mirada y en su pasión cuando le hacía el amor.

Nunca se había enamorado.

Nunca había perdido la razón por nadie.

Nunca había dependido de una mujer.

Pero lo que sentía por Mel era irrefrenable. La sentía suya. Se sentía torpe al no estar con ella y la continua sensación de estar perdido no lo abandonó desde que se marchó de su lado.

Tras ganar un juicio y perder otro, decidió ir al restaurante de su padre a comer. Klaus, al verlo entrar, supo que algo le pasaba. Por norma, su hijo siempre entraba con una sonrisa y aquel día no había sido así.

Una vez se sentaron a comer juntos, le preguntó:

—¿Qué te preocupa, hijo?

—¿Por?

—No bromeas y estás más callado de lo normal, y eso es raro en ti.

Björn sonrió.

—No pasa nada, papá.

—¿Qué ocurre, hijo? —insistió su padre.

Sorprendido por su insistencia, lo miró.

—¿A qué te refieres?

—Soy viejo, pero no tonto.

Björn, negando con la cabeza, respondió:

—No pasa nada, papá. Hoy en los juzgados uno de los casos se me ha complicado más de lo que pensaba y…

—No mientas.

—¿Cómo?

—Estás mintiendo. —Y bajando la voz, le dijo—: Mira, hijo, en todos estos años sólo has perdido la sonrisa dos veces. El día que murió tu madre y cuando el juicio por lo de Grete.

Recordar lo de Grete, como siempre, lo enfureció. Le preguntó a su padre:

—¿Todavía te acuerdas de eso, papá?

Éste asintió y, acercándose a él, contestó:

—Sí, hijo. Por increíble que te parezca, los padres no olvidamos esos detalles. El sufrimiento de los hijos es nuestro propio sufrimiento.

—Papááááááá.

—Y ahora pondría la mano en el fuego y no me quemaría al pensar que tu gesto serio es por una mujer, ¿verdad?

Björn se dio por vencido y, tras asentir con resignación, murmuró:

—Sí, papá.

—Para llegarles al corazón, a las mujeres hay que hacerlas reír. Si consigues eso, muchacho, ¡es tuya! ¿Quién es? ¿La conozco?

—No, papá.

—¿Ha venido por aquí?

—No.

—¿Seguro? Mira que yo tengo buen ojo para las mujeres bonitas.

Björn cerrando los ojos ante su insistencia, claudicó.

—Se llama Melanie.

Al mencionar su nombre, vio que había caído en el juego de su padre y, riendo, escuchó que éste decía:

—Más sabe el zorro por viejo que por zorro. Ya sabía yo que una mujer tenía algo que ver en todo esto. Y, llamándose Melanie, ¿puede ser la española amiga de Judith?

Björn, sorprendido por su agudeza, fue a decir algo, cuando el hombre añadió:

—Ya te he dicho que tengo buen ojo para las mujeres y Melanie, con ese nombre tan maravilloso, no puede ser una mala chica.

—Su padre es americano.

Klaus, al comprender, respondió:

—¿Y qué? Eso no la hace mala persona, hijo, ni a su padre tampoco.

—Pero nunca me han gustado los americanos.

El hombre cabeceó e insistió:

—Generalizas por lo que nos pasó con Grete y ese militar. Pero no debes pensar así. En el mundo hay gente buena y gente mala, sean americanos, chinos o alemanes. No generalices, Björn. Te lo he dicho muchas veces. Las personas son como son, nada tiene que ver su nacionalidad.

—Mel me está volviendo loco, papá.

Klaus soltó una risotada.

—Normal, hijo. Las mujeres son así. ¡Vuelven loco a cualquiera!

Ambos sonrieron y Björn, con cariño, explicó:

—Tiene una hija. Una maravillosa niña que estoy convencido de que te encantaría. Sami es preciosa, papá. Es divertida, ocurrente. Habla a su manera, alemán, español e inglés y es…

—¿Una niña? ¿Está casada?

—No, Mel es madre soltera. Tenías que ver cómo se desvive por Sami. Cómo la cuida, cómo la mima. Nunca he conocido a nadie como ella.

El anciano sonrió. Sin duda alguna, aquella mujer había calado hondo en su hijo.

—Por lo que cuentas, entonces es una luchadora. Y sé de lo que hablo. Prácticamente os he criado solo a ti y a Josh y sé lo mucho que cuesta criar un hijo. Y si me dices que ella sola lo está haciendo, menuda luchadora tiene que ser.

—Pero no sé qué es lo que quiere, papá. Tan pronto todo va de maravilla, como cambia de opinión y… y yo no sé qué hacer.

Klaus, poniéndole una mano en el hombro, preguntó:

—¿Te gusta mucho?

—Sí…

El hombre cabeceó.

—Las mujeres son así, ¡indescriptibles! Y si esa Melanie te gusta tanto como estoy viendo, creo que debes luchar por ella. No permitas que otro hombre vea lo que tú has visto y te la arrebate. Sé listo, hijo, ¡enamórala! Haz que no pueda vivir sin ti.

Björn sonrió. Su padre era un romántico…

—De acuerdo, papá. Lo intentaré —dijo levantando su jarra de cerveza para brindar con él.

Klaus sonrió y, divertido, exclamó:

—¡Así me gusta, Björn, positividad!

El domingo por la mañana, Björn salió a por el periódico y se sentó en una cafetería a leerlo. Ese ritual siempre le había encantado. Domingo, tranquilidad, periódico y café.

Pero en esa ocasión no estaba todo lo concentrado que debía, había cambiado de cafetería y, siguiendo el consejo de su padre, había decidido luchar por Mel.

Había pasado una semana y ella no lo había llamado. Dispuesto a recuperarla, se sentó frente al edificio donde vivía. Si no le cogía el teléfono, al menos no se negaría a hablar con él cuando lo tuviera delante.

Mientras miraba el portal a la espera de que la puerta se abriera, marcó su número. Como siempre, Mel no lo cogió y Björn blasfemó. Cuando la viera, se iba a enterar de quién era él.

Al cerrar el móvil, éste sonó. Era Rania, una de sus amigas. Cuando iba a contestar, el portal se abrió y vio salir a Mel con su pequeña en brazos. Sin importarle Rania, cortó la llamada, salió de la cafetería y fue a su encuentro.

Mel, sin darse cuenta de que Björn se acercaba, abrió el cochecito de la niña y la sentó en él. Tras sujetarla bien para que no se cayera, se incorporó y se sobresaltó al verlo a su lado.

—Joder, ¡qué susto me has dado!

—¿Tan feo soy? —se mofó él.

Pínsipe tonto —soltó Sami, señalándolo.

Björn, agachándose, le dio un beso a la pequeña en el moflete y murmuró con cariño:

—Hola, princesa.

Mel, enternecida por el gesto, añadió:

—Además de tonto, un poco feo sí que eres, la verdad.

Él, sin moverse, tocó la naricilla de la niña.

—Si me dices guapo, te doy una cosa que te va a gustar mucho.

La cría sonrió y rápidamente dijo:

—Guapo.

Björn se sacó del bolsillo un paquete, se lo entregó y, cuando ella lo abrió, gritó emocionada:

—Una codona dosaaaaaaaaaaaaaaa de pinsesaaaaaaaaaaa.

El duro abogado volvió a sonreír como un tonto al ver su reacción. La madre de la criatura murmuró:

—Lo tuyo es ser un gran embaucador. ¿Le has comprado a mi hija una corona de princesa?

Pero él no estaba para muchas bromas y enderezándose para estar a su altura, preguntó:

—¿Qué ocurre, Mel? —Y sin dejarla responder, añadió—: ¿Por qué no me has llamado?

—He estado muy liada.

—¿Por qué no me coges el teléfono?

Su presencia la había sorprendido. No lo esperaba allí e, intentando encontrar las fuerzas que la abandonaban cuando lo veía, respondió:

—Porque tengo otras cosas más importantes que hacer.

Björn blasfemó; así no iban por buen camino. Mirándola, afirmó:

—Tenemos que hablar.

—No.

—Sí.

Con una expresión que a él no le gustó, Mel dijo:

—Vale, ya te llamaré para ir al Sensations.

—Mel…

Su paciencia comenzaba a agotarse y, agarrándola por la cintura, le confesó:

—Te echo de menos.

Zafándose de él, interpuso el cochecito de su hija entre los dos y respondió con el cejo fruncido:

—Björn, no te aceleres.

—¿Cómo que no me acelere?

—No me grites.

Asintió con la cabeza. Ella tenía razón. No debía perder las formas y, desesperado, musitó:

—Escucha, cielo…

—No me llames «cielo» —lo cortó ella y, sacándose del bolsillo del pantalón una cajetilla de tabaco, se encendió un cigarrillo ante el gesto incómodo de él.

A cada segundo más sorprendido y molesto, insistió:

—Mel, me estás volviendo loco. No sé qué te pasa. Creía que me considerabas algo tuyo. Creía que te gustaba y…

—Y me gustas —afirmó—. Pero hay cosas que tú no sabes y…

—¿Qué cosas? Habla conmigo, ¡dímelas! Joder, Mel, creo que me conoces al menos un poco y sabes que soy un tipo con el que se puede hablar. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa para que estés tan negativa con relación a lo nuestro?

Ella lo miró. Deseaba contarle que era militar, pero no se atrevió y, finalmente, obviando lo que su corazón le pedía a gritos, anunció:

—Tengo que irme.

—¿Adónde vas?

—He quedado.

—¿Con quién?

No obtuvo respuesta.

Se estaba arrastrando por ella, pero Mel lo valía y, como un tonto, la miró y sin querer agobiarla más, preguntó finalmente:

—¿Me llamarás cuando regreses?

—No —contestó ella, apagando el cigarrillo en el suelo.

Alucinado por su rotundidad, la miró ofuscado.

—Pero ¿por qué?

—Porque no sé a qué hora voy a regresar. Además, mañana me voy de viaje otra vez y…

—¿Que te vas otra vez?

—Sí.

—¿Adónde?

Sin saber qué decir, Mel respondió:

—Serán varios días. Es un vuelo transoceánico y desde allí luego…

—¿Y Sami?

—Estará con mi madre —lo informó con un hilo de voz.

Durante varios segundos se miraron y, dispuesta a acabar con aquel calvario, clavó sus azulados ojos en los de él y afirmó:

—Me he dado cuenta de que no quiero profundizar en nuestra relación.

—¿Cómo?

—Ambos éramos felices con nuestras vidas. Esto se nos está yendo de las manos y uno de los dos tiene que saber pararlo. Y si ésa debo ser yo, ¡vale! Asumo el papel de poli malo.

La miró incrédulo. Deseó gritarle. Deseó discutir con ella, decirle cuánto necesitaba su compañía, pero la pequeña Sami estaba allí y no debía hacerlo. La Melanie fría e impersonal que conoció al principio lo miraba, y se sintió ridículo con aquella conversación. Estaba desnudando sus sentimientos y ella parecía un témpano de hielo. De pronto, un coche pitó a su lado y oyó:

—¡Eh, preciosa!

Mel sonrió al ver a Neill y a Fraser aparecer en el Hummer, mientras Björn los miraba con gesto ceñudo. Reconoció al primero como el tipo de la noche del hospital y, sin poder contener su furia, preguntó:

—¿Te acuestas con ellos?

A cada segundo más ofuscada, Mel respondió, dispuesta a alejarlo de ella:

—Sí. Con los dos y con otros que no ves. Tú no eres el centro de mi vida sexual. —Y al ver la dura mirada de él, añadió—: Márchate. Tengo que irme.

Molesto. Celoso. Enfadado. Engañado. Así se sintió.

Mel le había dicho que debía confiar en ella, que él era el centro de su vida y, de pronto, nada de eso era verdad. Había vivido una increíble mentira y se la había creído. Esa sensación de vacío le dolió. Ninguna mujer le había hablado ni tratado así nunca y cuando vio que aquellos hombres se bajaban del coche, recurrió al poco orgullo que le quedaba, se dio la vuelta y se marchó sin volver la vista atrás.

Cuando Fraser y Neill llegaron al lado de Mel, vieron que el hombre se alejaba a grandes zancadas. Fraser preguntó, mirando a Sami.

—¿Cómo está mi princesa?

La pequeña aplaudió y le tendió los brazos. Él la sacó del cochecito y la sentó en la silla trasera del automóvil. Neill, al ver que Mel observaba al hombre marcharse con expresión indescifrable, preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Nada.

—¿Ése no es Björn?

—Sí.

Conocía a la teniente e intuía que lo que tenía con él era especial. Pero también conocía aquella expresión y, mirándola, insistió:

—¿Qué has hecho, Mel?

—No sabe que soy militar, Neill. Odia a los militares americanos. Y he hecho lo que tenía que haber hecho hace tiempo, quitármelo de encima. No necesito a nadie. Sami y yo estamos bien y…

—Pero, Mel…

Ella, reactivándose en segundos, lo cortó:

—No quiero hablar del tema.

Una vez los cuatro entraron en el coche, se dirigieron a la casa de Neill, donde Mel intentó disfrutar junto a la familia de éste de una estupenda comida de despedida, pero ya nada era igual. Ahora Björn ocupaba su mente. Miró su móvil mil veces. Ni un mensaje. Ni una llamada.

Cuando por la noche llegó a su casa, encendió el ordenador y miró su correo. Nada de Björn y, dolida y sin poder contener el llanto, incluyó en su iPod las canciones de Aaron Neville y Bruno Mars que había bailado y disfrutado con Björn. Le recordaban a él. Necesitaba escucharlas para sentirlo más cerca.

¿Por qué era tan obtusa a veces? ¿Por qué le había tenido que hablar así? ¿Por qué no había sido sincera con él desde el principio?

Cerró los ojos y vio su sonrisa, sintió cómo la besaba y cómo las cuidaba a ella y a Sami. Como decía la canción de Bruno Mars, había encontrado a una persona que la agasajaba, que la divertía, que le regalaba flores… Se sintió fatal. En ese instante necesitó hablar con él. Debía contarle la verdad. Debía dejarle decidir si la quería como era o no. Se había portado como una idiota. Como una cría y Björn no se lo merecía.

Lo llamó al móvil, pero en esta ocasión fue él quien no se lo cogió. Lo intentó varias veces, pero, al entender su negativa, con el corazón ensangrentado finalmente desistió.

A Björn, que estaba cenando con una de sus amigas, al ver su número en el teléfono, se le aceleró el corazón. ¿Debía cogerlo? Optó por no hacerlo. Si él no era el centro de su vida, ella no iba a ser el de la suya y, mirando a la pelirroja que estaba frente a él, sonrió. Tenía una estupenda noche por delante con el abejorro Maya.