Los meses pasaron y llegó octubre. Nadie, a excepción de ellos y Eric, conocía su particular relación. Los dos amigos habían hablado en varias ocasiones sobre el tema y Björn le había pedido discreción. Mel no quería que nadie supiera nada y aunque le molestaba su negativa a aparecer como una pareja ante sus respectivos amigos, decidió respetarla. Nunca haría nada que la pudiera molestar.
Una madrugada, tras pasar una morbosa noche junto a Björn y otra pareja en uno de los reservados del Sensations, donde la fantasía y el placer habían sido el centro de sus deseos, al ponerse el pantalón, Mel sacó su móvil y vio que tenía varias llamadas perdidas desde el teléfono de su vecina Dora y también de su compañero Neill. Preocupada, llamó y Björn pudo ver que se llevaba las manos a la cabeza. Rápidamente se acercó a ella.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que irme. Sami… está en el hospital.
—¿Qué ha ocurrido?
Pero Mel, fuera de sí, se cubrió la cara con las manos y gimió:
—Oh, Dios… Oh, Dios… Soy una madre nefasta… Yo aquí… aquí… haciendo… haciendo ¡esto!, y mi hija. ¡Oh, Diosssssssss mío!
Obnubilada por la preocupación, no sabía qué hacer y Björn, sujetándola por el brazo, la detuvo y dijo:
—Cielo, céntrate, ¿qué pasa?
—Mi vecina Dora y Neill han llevado a Sami al hospital. Por lo visto, comenzó a tener fiebre alta y Dora se asustó. Me ha estado llamando, y al no cogerle yo el teléfono, ha llamado a Neill. Tengo que ir al Klinik, mi hija está allí.
Björn no sabía quién era Neill, pero en ese instante eso era lo que menos importaba. Sólo importaba Sami. Sin tiempo que perder, llevó a Mel hasta su coche y luego condujo lo más rápido que pudo para llegar cuanto antes el Klinik.
Una vez dejaron el coche mal aparcado en la puerta, entraron corriendo por urgencias y cuando Mel vio a Dora, a Neill y su mujer Romina fue hacia ellos y preguntó con el corazón a mil por hora:
—¿Dónde está Sami?
—Está bien, Mel. Tranquila —dijo Neill, mirándola.
—Pero ¿dónde está? —gritó descompuesta.
Dora, al ver que la joven perdía los papeles, intentó agarrarla del brazo y explicó:
—Le están poniendo una inyección y no nos han dejado pasar.
—¿Una inyección? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Romina, al ver su pánico, le aclaró rápidamente:
—Sami tiene placas de pus en la garganta y eso le ha provocado la fiebre alta. No te preocupes, Mel, está bien. Son cosas que les pasan a los niños.
Apoyándose en la pared, ella se llevó las manos a la cara y ante un alucinado Björn, se escurrió hasta quedar sentada en el suelo, donde lloró desconsoladamente.
Al saber que Sami estaba bien, la angustia de Björn se mitigó un poco, pero el corazón le latía desbocado. Nunca había visto a Mel así. No podía verla llorar. Ella era una mujer dura, fuerte y, sin dudarlo, fue hacia ella, la levantó y la abrazó. Mel aceptó su abrazo y, mientras, temblorosa, sollozaba, él sólo pudo decir:
—Tranquila… tranquila…, cielo, Sami está bien. No llores, cariño…, no llores.
Dora, Neill y Romina se miraron, pero nadie dijo nada. ¿Quién era aquél? La mujer lo reconoció: era el mismo hombre que había visto en la bolera. En ese momento, una enfermera se paró frente a ellos y dijo:
—Si la madre de la niña ha llegado, puede pasar.
Mel asintió rápidamente y, mirando a Dora, murmuró:
—Siento no haber oído el teléfono. Lo siento, Dora.
La mujer abrazó a la joven que se soltaba de aquel morenazo y la tranquilizó:
—Cuando te has ido la niña estaba bien. Los niños son así de imprevisibles. Por eso he llamado a casa de Neill y Romina. Tú siempre me dices que si tú no estás, él es el primero a quien debo llamar. Anda, ve con Sami y dale un besito de mi parte.
Cuando ella desapareció tras la puerta sin volver la vista atrás, los tres desconocidos miraron a Björn y éste, a modo de saludo, les tendió la mano y se presentó:
—Björn Hoffmann.
Las dos mujeres se la estrecharon y cuando los ojos de los dos hombres se encontraron, el americano dijo:
—Neill Jackson.
Aquel acento tan americano a Björn le chirrió, pero agradecido, musitó:
—Gracias por ocuparte de Sami. Muchas gracias.
Neill, sorprendido, asintió. ¿Quién era aquel hombre? Y sin apartar sus ojos de él, respondió:
—Gracias a ti por no dejar sola a Mel y traerla aquí.
Ambos asintieron. Los dos parecían hombres responsables y Romina preguntó:
—Björn, ¿llevarás a casa a Mel y a la niña?
—Por supuesto —afirmó él con seguridad.
Neill, tras pensarlo un momento, asintió y, cogiendo la mano de su mujer, dijo mirando Dora:
—Vamos, Romina y yo te acompañaremos a casa.
Una vez se hubieron marchado, Björn se quedó solo en el pasillo. Se sentó en uno de los asientos vacíos y decidió esperar. Diez minutos después, las puertas se abrieron y él se levantó al ver aparecer a Mel con su pequeña en brazos.
Con una candorosa sonrisa, se acercó a ellas. La niña, agotada, se había quedado dormida en los brazos de su madre y Björn preguntó:
—¿Estáis las dos bien?
Mel asintió. Abrazar a su hija la reconfortaba.
—Vamos —dijo Björn, quitándole a Sami de los brazos—. Os llevaré a casa.
Caminaron en silencio hacia el exterior del hospital y cuando llegaron al coche, Mel se paró y, mirándolo a él, comentó:
—No podemos ir en tu coche.
—¿Por qué?
Ella suspiró y con dulzura explicó:
—Es un biplaza. Y yo no quiero llevar a Sami delante. Además, está prohibido.
Björn, que no había caído en ese detalle, fue a decir algo cuando ella añadió:
—Vete a tu casa a dormir, es tarde. Yo cogeré un taxi.
Moviéndose con celeridad, él le entregó a la pequeña y le indicó:
—No os mováis de aquí. Voy a aparcarlo y cogemos un taxi.
—Pero Björn, no hace falta.
Convencido, la miró y habló:
—He prometido que te llevaría a tu casa y voy a cumplir esa promesa, ¿entendido?
Mel sonrió. Si alguien había tan cabezón como ella, ¡ése era Björn! Vio cómo aparcaba el coche y paraba un taxi.
Tras dar la dirección, Mel se acomodó en los brazos de Björn sin soltar a Sami y él, besándole la frente, preguntó:
—¿Estás más tranquila?
Apretando a su hija sobre su pecho, ella le dio un beso en la frente y murmuró:
—Me siento tan culpable…
Comprendiéndola, Björn hizo que lo mirara y afirmó con rotundidad:
—Eres una excelente madre, la mejor que Sami puede tener, ¿de acuerdo?
Con una débil sonrisa, Mel asintió y lo besó en los labios. Björn preguntó:
—¿Me dejarás hoy subir a tu casa?
Ella sonrió.
—No. El hogar de mi hija es infranqueable.
La rotundidad de sus palabras hizo que no insistiera y, cuando llegaron, Björn le pidió al taxista que esperara y, tras acompañarlas hasta el portal y besar a Mel en la boca, se marchó, prometiendo llamarla al día siguiente.