Sus encuentros furtivos se convirtieron en algo habitual para ellos, y el día que un mensajero llevó un precioso ramo de rosas rojas a la casa de Mel, ésta no paró de sonreír durante horas tras leer:
Si cuando te vea no fumas prometo regalarte muchas más.
James Bond
Lo cierto era que cuando estaba con él el ansia de nicotina desaparecía. Björn la llenaba de tal manera que no sufría por la ausencia de tabaco. Ya no sólo se veían los martes y jueves y terminaban después en casa de él. Ahora incluso se enviaban mensajes al móvil y siempre que el trabajo de ambos se lo permitía, se encontraban. Lo que no sabía Björn era el verdadero trabajo de ella y Mel, celosa de su intimidad, decidió callar.
Lo que nunca hacía era invitarlo a su casa. Allí estaba su hija y tenía claro que donde estuviera la niña no entraba un hombre. Además, en el momento en que viera su pequeña vivienda la descubriría. Sabría que era militar. Demasiados recuerdos a su alrededor que no estaba dispuesta a quitar.
Mel estaba en una nube; desde que había comenzado aquella rara historia con Björn apenas pensaba en Mike y sonreía más.
Una lluviosa mañana, tras hablar con Neill y confirmarle éste que no habían recibido órdenes para movilizarse, colgó el teléfono, que en seguida volvió a sonar.
—¿Qué se te ha olvidado, pesadito? ¿No te basta con haber hablado conmigo ya más de media hora?
Björn, al oírla, rápidamente preguntó:
—¿Quién es pesadito y con quién has hablado más de media hora?
Mel soltó una carcajada y respondió:
—Con un compañero de trabajo.
—¿Un azafato?
—Sí —respondió ella, divertida al imaginarse a Neill de azafato.
—¿Y qué quería?
—¿Y a ti qué te importa?
Björn soltó una carcajada. Le encantaba su descaro al responderle, aunque cada vez se quedaba con más ganas de saber sobre ella. Algo que Mel no le permitía. Pero no queriendo estropear el momento, inquirió:
—¿Tienes que volar?
—No. De momento no.
—¿Y qué tal si paso por tu casa, tú te pones el traje de azafata y yo te lo arranco a mordiscos?
Ella soltó una carcajada y respondió:
—Con el traje del trabajo no se juega. Por lo tanto, ¡no! Ni lo sueñes.
Björn sonrió y preguntó:
—¿Has comido?
—No.
—Perfecto. En diez minutos paso a recogerte.
—Vale.
Cuando Björn llegó, ella ya lo esperaba en la calle, bajo su paraguas. Llovía a mares. Desde su coche, la vio cruzar la calzada y sonrió al ver su apariencia natural. Nada de tacones. Nada de kilos de pintura. Simplemente vestida con unos vaqueros negros, su bómber verde y unas botas de caña alta sin tacón, estaba espectacular.
Tras recogerla, la llevó a un restaurante cercano. Entre risas y achuchones, pidieron la comida. Todo entre ellos había cambiado de una manera increíble y disfrutaban lo máximo posible del tiempo que pasaban juntos.
—Tengo una cosa para ti.
—¿Para mí? —preguntó Mel.
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque es jueves y los jueves me gustan —rió él.
Descolocada, preguntó:
—¿Me has comprado algo?
—Sí. Lo vi y me acordé de ti.
Ella, abriendo mucho los ojos, se llevó las manos a la cara y con comicidad exclamó:
—No me digas que me has comprado un Aston Martin como el tuyo. Dios, ¡qué pasote! Te aseguro que era lo que yo quería. ¡Vivan los jueves!
Björn soltó una carcajada. Mel era increíble. Su humor se había suavizado muchísimo y ya nunca discutían. Habían pasado de llevarse como el perro y el gato a tener una relación estupenda, pero que nadie conocía. Ella era cariñosa, dulce, atenta y eso a él le gustaba. Le encantaba. Sin responder, dejó ante ella una cajita roja de seda. Mel la miró curiosa y Björn, al ver que no se movía, dijo:
—El Aston Martin lo he dejado para otro jueves, pero creo que lo que hay dentro de esta cajita te puede gustar.
Ella sonrió y él insistió:
—Vamos, ¡ábrela! Te aseguro que no muerde.
Sobrecogida, lo miró. Nunca un hombre, ni siquiera Mike, le había regalado nada que cupiera en una pequeña cajita forrada de seda roja. Encantada, la cogió y cuando la abrió y vio lo que había en su interior, murmuró:
—Joderrrrrrr… ¡Qué fuerte!
Björn sonrió. Desde luego, las mujeres que conocía y a las que alguna vez había regalado algo nunca habían tenido esa reacción. Pero Mel era Mel y una de las cosas que más le gustaba de ella era su naturalidad.
El día anterior había acompañado a su amigo Eric a buscar una joya para su mujer y cuando vio aquel colgante representando una fresa bañada en chocolate, no lo pudo resistir y lo compró.
Boquiabierta por aquel regalo que tanto significaba para ellos, Mel levantó la vista y murmuró:
—Es precioso…
—¿Te gusta tu colgante?
—Me encanta… de verdad. Muchas… muchas gracias. Es… es una pasada, pero yo no tengo nada para ti.
Björn se levantó de su asiento, cogió el colgante que ella tenía en las manos y, tras ponérselo alrededor del cuello, dijo:
—Yo ya te tengo a ti. Es más, lo compré para que siempre que sientas la fresa en tu cuello, te acuerdes de mí.
Sin palabras, Mel se tocó la bonita y delicada joya que Björn le había puesto, mientras él tomaba asiento. Durante unos segundos y en silencio se miraron a los ojos. Ella pensaba cómo agradecerle el detalle, y cuando se le ocurrió, sonrió.
Cuando llegaron a los postres, entró en el restaurante un muchacho con una cesta llena de rosas.
—¿Una rosa para la dama?
Mel se adelantó a Björn e indicó:
—Dele una al caballero, por favor.
Atónito, Björn cogió la flor que el muchacho le entregaba mientras ella la pagaba.
—Es para ti —musitó divertida cuando se quedaron solos.
Confuso, la miró. ¿Una rosa para él?
Mel, al ver su expresión, preguntó:
—¿No te gusta?
—Claro que me gusta. Pero hasta el momento era yo el…
—Pues eso se acabó —lo cortó—. Hoy la rosa te la regalo yo a ti, como tú me regalas flores a mí. Igualdad de los sexos, ¿no crees?
Björn se acercó la rosa a la nariz y la olió. Su aroma era maravilloso, aunque no tan espectacular como el de la mujer que tenía delante, y entonces ella dijo, conmoviéndolo:
—Eres encantador, Björn. Espero que algún día conozcas a esa persona especial que te sepa hacer feliz como te mereces.
Atónito por sus palabras, no supo qué contestar. Mel se dio cuenta de ello y, dispuesta a cambiar de tema, dijo:
—¿Sabes?
—¿Qué…? —susurró él, dejando la rosa sobre la servilleta.
—Me ha llamado Judith esta mañana. Me ha invitado el sábado a su casa para comer su famoso cocido madrileño, pero le he dicho que no iré.
Björn protestó al oírla.
—Ah, no. Yo iré y quiero que tú vayas.
—Pues lo siento, pero no.
—Venga, Mel, no me jorobes. ¿Por qué no vas a ir?
Clavando su mirada en él, pensó qué decir. Aquel día era el aniversario de Mike y ella, intentando no mentir, musitó:
—Tengo cosas que hacer.
—¿Qué cosas?
Sin dar su brazo a torcer, respondió:
—Cosas y punto.
Su tozudez en ocasiones descolocaba a Björn y ésa era una de esas veces. Al final, cogiéndole de la barbilla, murmuró:
—Me encantaría que fueras. Por favor…
—Björn te he dicho que tengo cosas que hacer. Además, creo que vas a disimular muy mal y Judith descubrirá lo nuestro.
No se cansaba de mirarla. Adoraba aquellos ojos azules y descarados. Aquel corte de pelo. Aquella preciosa boca y la independencia que ella demostraba. Mel era una mujer poco común y eso a Björn le encantaba y lo valoraba como nunca pensó que lo valoraría. Incluso había dejado de lado sus visitas a solas al Sensations. Le gustaba ir con ella y no con sus antiguas acompañantes.
Tras pasear con deleite sus dedos por el óvalo de la cara de ella, afirmó:
—Tranquila. Sabré disimular. Volveré a ser contigo el tío borde de siempre.
—¿Seguro?
—Te lo prometo. ¡Seré malo malísimo!
Ambos rieron y ella añadió, tocando la fresa que le colgaba del cuello.
—No quiero que nadie sepa nada. Lo nuestro es lo que es y cuanta menos gente lo sepa mejor, porque…
Un estruendo sonó y los cristales del local temblaron. Sobresaltados, miraron hacia afuera y, con el corazón en un puño, vieron un coche empotrado en el semáforo y un cuatro por cuatro volcado al lado.
¡Un accidente!
Sin pensarlo, Mel salió a la calle seguida por Björn y, con la ayuda de otros comensales, sacaron a la familia que estaba en el primer coche.
De pronto, el cuatro por cuatro soltó un fogonazo. Fuego en el motor y todo el mundo huyó despavorido. Aquello iba a explotar.
Llovía a mares, pero el fuego ardía con fuerza. Björn miró a su alrededor en busca de Mel y se quedó sin habla cuando la vio subida en lo alto del cuatro por cuatro, intentando abrir la puerta. Soltó al hombre que sostenía y corrió hacia ella gritando:
—¡¿Estás loca?!
—Aquí hay una mujer.
Aquel vehículo podía saltar por los aires y Björn voceó:
—¡Baja ahora mismo! ¿No ves el fuego?
Empapada por la lluvia, Mel lo miró y, sin hacerle caso, dijo:
—La jodida puerta se ha bloqueado. Rápido. Dame algo para romper el cristal.
—Mel…, baja inmediatamente. El coche puede explotar.
Sin un ápice de miedo, ella lo miró y ordenó molesta:
—He dicho que me des algo para poder romper el puto cristal.
—¿Te has vuelto loca?
—En este coche hay una mujer y de aquí no me voy sin sacarla. —Y al ver que un hombre se acercaba corriendo, añadió—: Björn, dame ese extintor que lleva.
Él le quitó el extintor al hombre y, tras subirse con ella en el coche, dijo:
—Como nos pase algo, te mato.
—Vale —respondió Mel—. Ahora rompe el cristal. Yo entraré en el vehículo y te daré a la mujer.
Con fuerza, Björn rompió la ventanilla del vehículo y ella, sin dudarlo, se metió en su interior. Instantes después, él cogía a la mujer que, histérica, gritaba:
—¡Mi hijo… mi hijo!
Ambos miraron, pero no vieron nada. Pero indudablemente tenía que haber un niño. La mujer no paraba de gritar.
—Llévatela —gritó Mel—. Yo buscaré al niño.
—Mel…
—Vete, joder… sácala de aquí.
Desesperado y empapado por la lluvia él gritó, con la mujer en brazos:
—Mel, por el amor de Dios, ¡el coche va a explotar!
—David… mi hijo está en el coche ¡Oh, Dios, mi hijo! Saquen a mi hijo —chilló la mujer, histérica.
—Yo lo encontraré. Tranquila.
—Mel… —gritó Björn.
—¡Fuera de aquí! —ordenó ella.
Con la mujer en brazos, él bajó del cuatro por cuatro y corrió al restaurante para dejarla y regresar a por aquella loca. Pero nada más dejar a la accidentada en el suelo, se oyó un estallido y todo el mundo gritó a su alrededor. Con el rostro desencajado, salió en busca de Mel y vio el coche envuelto en llamas.
La mujer fue tras él y, fuera de sí, al ver su vehículo en llamas comenzó a gritar el nombre de su hijo. Björn empezó a temblar. El espectáculo era horrible. Dantesco. ¿Dónde estaba Mel?
La angustia se apoderó de él. Gritó su nombre con la misma fuerza con que la mujer gritaba el nombre de su hijo y de pronto la vio aparecer tras unos coches con el niño en brazos.
Corrió hacia ella y la abrazó. Mel temblaba, pero sin mirarlo fue hasta donde la madre lloraba histérica y, dejándole al niño, le comunicó:
—David está bien… Había salido despedido por el cristal, pero está bien.
La mujer abrazó a su hijo e, instintivamente, la abrazó también a ella mientras le daba las gracias y no paraba de llorar. Björn, sobrecogido y emocionado por la escena, las observaba sin saber qué hacer ni qué decir.
El caos en la calle era tremendo. Ambulancias. Bomberos. La gente estaba excitada y varios médicos atendían a los heridos. Björn se empeñó en que uno de ellos examinara también a Mel. Ella estaba bien, a excepción de unos cortes superficiales en la frente y en los brazos. Él quiso llevarla al hospital, pero ella se negó. No era para tanto.
Lo miraba con una sonrisa en los labios, pero Björn no sonreía. Se limitaba a observarla. Cuando el médico acabó con ella, se marchó y Mel, mirándole a él, dijo:
—Cambia esa cara, hombre. Hemos salvado a una madre y a su niño. Quédate con lo positivo.
Björn lo intentó, pero no podía olvidar la angustia que se había instalado en su pecho con lo ocurrido. Todo había acabado bien, pero ¿y si no hubiera sido así?
—Podría haberte ocurrido algo.
—Pero no ha pasado nada —replicó ella, mirándolo.
—Mel, ¿no has tenido miedo?
Aquello para ella no había sido nada excepcional y, sin dejar de mirarlo, murmuró:
—No.
Asombrado por su fortaleza, la abrazó y añadió:
—Dios, ¡qué susto me has dado! Creía que te había ocurrido algo.
—Soy la novia de Thor, ¿no lo recuerdas? Aunque si me pones una tirita de las princesas y me dices eso de… ¡Tachán… chán… chán! el dolor desaparecerá, me vendrá muy bien.
Björn sonrió. Definitivamente, Mel era increíble. La besó con ansia y, con desesperación, murmuró:
—Estás más loca de lo que yo creía… mucho más.
—Te diría «¡Te lo dije!», pero en realidad no te lo he dicho.
Abriendo el bolso, sacó el paquete de tabaco, pero rápidamente Björn se lo quitó diciendo:
—Creo que ya has tenido suficiente humo por hoy, ¿no crees?
Ambos sonrieron y, agarrándolo del brazo, Mel dijo, arrebatándole el paquete y metiéndolo en su bolso:
—Tengo que ir a por Sami, pero con esta pinta…
—Yo iré.
—¿Tú?
Björn la miró y con expresión indescifrable, añadió:
—Llama a la guardería y da mis datos. Yo la recogeré mientras tú esperas en el coche. Después iremos a mi casa, donde vas a descansar y te vas a dejar cuidar. ¡Loca! Que estás loca de remate.
Mel soltó una carcajada. Realmente, que la cuidaran le vendría bien. Le apetecía regresar a su casa, pero accedió:
—Vale. Pasaremos antes por la mía para coger lo que necesito, aunque…
—Lo sé… yo no puedo subir —finalizó Björn.
Tres cuartos de hora más tarde, mientras Mel se duchaba en el impresionante cuarto de baño de Björn, tocó su colgante. Aquel regalo tan íntimo entre ellos para ella significaba una barbaridad. Nadie nunca le había regalado un detalle tan significativo. Todos la veían como una chica dura. La teniente Parker. No una chica a la que se le regalaban cosas bonitas, ni flores. Y recibir de pronto aquello le llegó al corazón.
En el salón, Björn miraba a Samantha e intentaba darle un yogur que la niña le había pedido. Y se sorprendió al ver su vitalidad y lo difícil que era contener a aquella pequeña.
Una vez acabó de dárselo, dejó el envase sobre la impoluta mesa de cristal y dijo, cogiendo una servilleta:
—Estate quieta, que te limpio la cara.
—Noooooooooo.
La niña se removió y Björn la soltó. No quería hacerle daño. Corrió hacia una librería y en un tiempo récord varios libros volaron por el suelo. Björn se acercó a ella y la reprendió:
—No, Sami…, esto no se toca.
La pequeña asintió y, sin dudarlo, se dirigió hacia el bonito y enorme televisor de plasma del salón, pasó las manos por toda la pantalla y después, cogió el mando que colgaba a un lado y comenzó a tocarlo. La tele se encendió y Björn fue de nuevo hacia ella y, quitándole el mando, volvió a reprenderla:
—No, Sami…, esto no se toca.
Sin importarle la cara de él, la pequeña fue hacia la mesa donde Björn había dejado el envase del yogur. Metió la mano en él, se la ensució con lo que quedaba y después la pasó por la mesa de cristal.
En ese instante, Mel llegó al comedor y comentó:
—Joder…, ¿a qué huele aquí? —Y al ver a su hija, se dirigió a ella—: Sami, ¿qué haces?
La niña la miró, levantó las cejas y preguntó:
—¿No se toca?
Björn sonrió al oírla. Aquella pequeña era graciosísima, e intentando localizar el foco del mal olor murmuró:
—Sí, Sami… toca, mancha y dibuja con el yogur todo lo que quieras en la mesa.
La pequeña, mirando a su madre, asintió encantada.
—Sí se toca.
Björn rió y Mel, arrugando la nariz, exclamó:
—Vaya peste. —Y acercándose a su hija, añadió—. Sami, ¿te has hecho cacota?
La niña asintió y ella, mirando a Björn, inquirió:
—¿Por qué no le has cambiado el pañal?
—¿Yoooooooooooooo? —Y, alucinado, miró a la pequeña y preguntó—: ¿Es ella la que huele mal?
Mel, divertida por su expresión, replicó:
—Ella no huele mal. Lo que huele así es más bien lo que ha salido por su trasero. Todavía es pequeña y estoy en la fase de quitarle el pañal. Por cierto, ¿sabes cambiar pañales?
—No.
—¿Quieres aprender?
Björn dio un paso atrás y sentenció:
—Definitivamente, no. No necesito saber eso.
—Como diría mi madre, el saber no ocupa lugar, capullín —se mofó Mel.
Divertida, cogió a la pequeña, la tumbó en el sillón e hizo lo que toda madre sabe hacer en un abrir y cerrar de ojos. Sacó las toallitas húmedas, un pañal y, sin ascos ni remilgos, dejó a su hija limpia como una patena, ante la cara de horror de Björn.
Éste se sorprendió al ver que en esa ocasión Mel hablaba con su hija en inglés, un inglés muy especial.
—¿No se vuelve loca Sami con tanto idioma?
Mel soltó una carcajada y respondió:
—No. Es pequeña y aprende. Así, cuando va a Asturias sabe hablar español. Aquí utiliza el alemán y el inglés lo aprende, porque… porque es bueno que lo aprenda, ¿no crees?
Björn asintió. Ella tenía razón: aprender las cosas desde pequeño era mejor que aprenderlas de mayor. Acto seguido observó:
—Ese inglés que hablas es muy americano, ¿verdad?
Mel sonrió y respondió rápidamente:
—Trabajé para la American Airline varios años, será por eso. —Y para desviar el tema, le entregó el pañal y le ordenó—: Tíralo a la basura.
—Por favor… ¡Qué asco! ¿Cómo ha podido salir eso de ese pequeño culito?
Mel soltó una carcajada.
—Esto no es nada, pínsipe… te aseguro que otras veces es peor.
Horrorizado, cogió con dos dedos el pañal sucio que ella le tendía y corrió a tirarlo a la basura. En su vida se había encontrado en una situación igual.
Cuando entró en el comedor, Mel dejaba a Sami en el suelo. Ésta corrió de nuevo hacia la mesa y cogió el envase del yogur, pero de pronto comenzó a llorar. Se había cortado con el borde. Sus alaridos horrorizaron a Björn. ¿Cómo podía tener ese chorro de voz?
Mel, tras comprobar lo ocurrido, limpió el dedo de su hija y, mirando al enorme tío que las observaba sin saber qué hacer, cuchicheó:
—Tranquilo, en seguida se calmará.
Sacó de su cartera un paquete de tiritas de princesas y le colocó una en el dedo.
—Escucha, Sami, la Bella Durmiente te curará mágicamente y el dolor se irá, ¡tachán… chán… chán!, para no volver más. ¿A que ya no te duele? —dijo ante la cara de alucine de Björn.
La niña, aún con los ojos llenos de lágrimas, calló, se miró el dedo, asintió y, con una sonrisa, soltó:
—Pinsesasssssssssss.
Dos minutos después, corría de nuevo alrededor de ellos. Björn, al que todo aquello le resultaba nuevo, susurró:
—Increíble.
—Por lo que veo, tú de niños, cero patatero, ¿verdad? —observó divertida, y se echó a reír.
Él asintió. Los niños que más cerca había tenido habían sido Flyn, el pequeño Eric y el pequeño Glen, hijo de sus amigos Frida y Andrés, pero nunca se había ocupado de ellos. Sin parar de reír, Mel se acercó a una bolsa que tenía y dijo, para intentar apaciguar un poco a su enloquecida hija:
—Cariño…, ¿quieres darle de comer a Peggy Sue?
—¡Síííííííííí!
Björn, al ver que Mel sacaba de la bolsa una pequeña jaula de colores, se acercó para mirar y, dando un paso atrás, voceó horrorizado:
—¡Dios santo!
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿Has metido una rata en mi casa?
—¿Una rata?
—Joder, Mel. Aborrezco los roedores.
—Pero si Peggy Sue es preciosa. Mira cómo te mira —insistió ella.
Él se alejó más de la jaula.
—Ni me la enseñes. Saca ahora mismo a ese bicho del salón —siseó.
Atónita por su reacción, Mel dijo:
—Tranquilo, Björn, es Peggy Sue, el hámster de Sami.
Con la cara contraída, él miró la jaula y al ver al hámster blanco, exclamó:
—¡Qué asco de bicho!
—Peggy Sue es guapa…, no asco, tonto —le recriminó Sami.
Mel, divertida, abrió la portezuela de la jaula y, sacando al animal, preguntó:
—¿Quieres cogerla?
—Es suaveeeeeeeeee —afirmó Sami.
A Björn nunca le habían gustado los roedores.
—Aleja esa rata de mí si no quieres que la tire por el desagüe —la amenazó muy serio.
—Pero si Peggy Sue es muy buena —insistió Mel, divertida.
Pero diversión no era lo que Björn sentía en ese instante y con una cara que a ella le dejó claro lo que pensaba, le rogó:
—Haz el favor de meter a ese bicho en su jaula y quitarlo de mi vista.
Mel así lo hizo. Metió a Peggy Sue en el interior de su bonita jaula de colores y cerró la puerta. Después dejó la jaula sobre la mesa para que Sami le diera de comer.
Sin acercarse a ellas, Björn observó a madre e hija, sin entender cómo aquella rata blanquecina les podía gustar tanto. Cinco minutos después, Sami ya se había cansado de su mascota y comenzó a vaciar en medio del bonito salón el bolso de su madre.
—Ponissssssssssssssssssss. ¡Adeee caballitoooooo! —gritó, encantada al sacar unos pequeños caballitos a los que comenzó a hacer trotar.
Mel se levantó a dejar la jaula en un lateral del salón. Cuando regresó Björn la miró y preguntó, sin dejar de observar a la pequeña, que corría y gritaba como una loca:
—¿Esto es siempre así?
Ella sonrió y, encogiéndose de hombros, respondió:
—Es una niña llena de vitalidad y magia. Los niños son así. ¿Qué esperabas?
Horas después, tras el baño y la cena, Mel consiguió dormir a Sami. Una vez la pequeña cayó rendida, Björn le dijo que la acostara en la cama de la habitación colindante a la de él. Mel, que nunca había visto aquella estancia, silbó. Era tan grande como la de Björn. Sólo una de las habitaciones ya era más grande que toda su casa.
Una vez dejó a la pequeña sobre la cama y la tapó, Mel le puso cientos de cojines alrededor y en el suelo, y al ver cómo Björn la miraba, aclaró:
—Es pequeña, se mueve mucho y tú no tienes barrera anticaídas. Por lo tanto hay que evitar que se caiga de la cama. Y si se cae, caerá sobre blandito.
Björn asintió y sonrió y cuando entraron en la habitación de él, la cogió entre sus brazos y murmuró, mientras entornaba la puerta:
—¿Has metido a la rata en el armario de la entrada?
—Sí, pesadito…, pero que sepas que si Peggy Sue se traumatiza por estar allí metida, sólo será culpa tuya.
—Asumiré las consecuencias —murmuró él, besándole el cuello.
Durante un rato se besaron en silencio, hasta que Björn musitó:
—Tu hija me ha dejado agotado.
—¿Muy… muy agotado?
Él soltó una carcajada y, acercándose más, susurró:
—Tranquila. Todavía te puedo agotar yo a ti.
Mel se rió y, encantada, se dejó desnudar. Al pasar las manos por el brazo donde ella se había quemado en el accidente, Björn besó el vendaje y murmuró:
—Loca…
—Mucho…, pero ahora continúa y agótame.
—Oh, sí…, no lo dudes. Tú y yo vamos a jugar, ¿entendido?
—Sí.
—¿Has traído los juguetitos que tienes?
Mel señaló un pequeño neceser que había sobre la cama y Björn lo abrió y sonrió. Allí había cosas muy divertidas y, cogiendo unas esposas recubiertas de cuero negro, dijo:
—Mmmm, nena… esto me pone mucho.
Tras colocárselas sin demora, le quitó el pantalón del pijama que le había prestado y cuando la tuvo totalmente desnuda de cintura para abajo y con la camisa abierta, apagó la luz para quedar a oscuras y, dispuesto a agotarla, dijo, subiéndose a la cama con ella:
—Ponte de rodillas en la cama y separa los muslos… Más… más.
Una vez los tuvo como él deseaba, le pasó una mano por la cintura y acercando su boca a la suya, murmuró:
—No quiero que te muevas, ¿entendido?
Mel asintió, pero cuando notó los dedos de él entre sus piernas, se movió y Björn, dándole un azote con su mano libre, insistió:
—He dicho que no te muevas.
—No puedo —se quejó ella, adaptando sus ojos a la oscuridad.
Esa protesta hizo sonreír a Björn, que, metiendo un dedo en su interior, le anunció:
—Quiero masturbarte. ¿Qué te parece?
Con su boca contra la de él, Mel abrió los labios para decir algo, pero sus palabras no llegaron a salir, excepto un jadeo. Björn musitó:
—Bien… veo que te parece bien. Pasa tus manos alrededor de mi cuello. Te será más cómodo.
—Quítame las esposas.
—No… ¡Ni lo sueñes! —E introduciendo dos dedos en ella, musitó, dándole otro azotito en el trasero—: Vamos… haz lo que te pido.
Deseosa de aquel juego, con las manos unidas por las esposas hizo lo que él le pedía, mientras sentía cómo el ritmo de la posesión de Björn se incrementaba. Sus dedos entraban y salían de su cuerpo mientras con el dedo gordo frotaba su húmedo y ya hinchado clítoris, al tiempo que susurraba sobre su boca.
—No te corras.
—Björn…, no sé si voy a…
—Te ordeno que no te corras, ¿entendido, Mel?
Sus palabras, su mirada, el tono sibilante de su voz y los enérgicos movimientos en el centro de su deseo la hicieron jadear y empapar la mano de él con sus jugos. Y cuando oyó la leve vibración del masajeador para el clítoris, creyó morir.
—Ahora voy a jugar con tu clítoris y no te vas a mover.
—Björn…
—No vas a cerrar las piernas y vas a permitir que yo juegue y te masturbe, porque yo soy el que guía el juego y el que manda en este instante, ¿entendido?
Mel asintió, pero en cuanto el masajeador rozó su húmedo clítoris, se movió. Björn retiró el aparato y, dándole un azote, le advirtió:
—Si vuelves a moverte, te inmovilizaré con las esposas en la cama.
—Björn…, no puedo… no puedo no moverme.
—Tienes que hacerlo. —Y sonriendo, añadió—: Como mucho, te permito jadear en mi oído. Nada más.
De nuevo el aparato se acercó a su humedecido clítoris y esta vez ella contrarrestó lo que sintió con un jadeo y un mordisco en el hombro de él.
—Eso es… muérdeme, pero no te muevas. Juguemos con la fantasía. Cierra los ojos e imagina que dos hombres más y yo estamos contigo sobre la cama. Queremos masturbarte primero y después follarte, pero hasta que no cumplas lo que deseamos, no vamos a hacer lo que tú deseas.
La fantasía, lo que le decía y el placer inmenso y ardiente que le proporcionaba aquel masajeador la hacían temblar y cuando creía que se iba a correr, Björn, lo notaba y lo retiraba.
—Todavía no… aún no.
A pesar de la oscuridad de la habitación, él pudo ver en su rostro el disfrute que aquello le ocasionaba. Sonreía al escuchar sus jadeos frustrados cada vez que disminuía la intensidad y no la dejaba correrse.
—Aguanta, Mel…, aún no quiero que te corras. Quiero que nos regales a esos dos hombres y a mí tus jadeos, tus grititos, tus movimientos al sentir que el orgasmo te llega, pero no quiero que te corras… todavía no.
Esposada, excitada, enloquecida, acalorada y con las manos alrededor del cuello de él, clavó los dedos en su piel y rogó:
—No puedo… Déjame hacerlo…
Björn paró de nuevo. La besó. Devoró sus labios, su lengua, su aliento y cuando sintió que su cuerpo dejaba de temblar, musitó, colocando de nuevo el masajeador en el centro de su placer:
—No…, aún no, preciosa…
La tensión en el cuerpo de Mel volvió a contraerla. Intentaba no moverse, pero era imposible. Su cuerpo reaccionaba a aquel ataque y se apretaba contra el masajeador en busca de delirantes sensaciones.
—Así me gusta… Sí… apriétate contra mí.
Ella lo volvió a hacer, cuando Björn murmuró:
—Otro día haré que otro te masturbe para poder disfrutar al cien por cien de tus expresiones. ¿Qué te parece?
—Sí… sí…
Se oyó un nuevo jadeo de ella y él, excitado, habló de nuevo:
—Me he dado cuenta de que te vuelve loca que juegue con tu clítoris, ¿verdad?
—Sí… oh, sí…
—Eso me hace recordar que tengo una amiga, Diana, a la que le encantan los clítoris. Las mujeres que han estado con ella se han corrido mil veces del placer que les ocasiona con su lengua y sus estupendos movimientos. ¿Te parece buena idea que otro día te desnude para ella, te abra de piernas y le pida que te coma? Si tú me lo permites, te ofreceré.
El masajeador, junto a las palabras de Björn, volvieron loca a Mel. Imaginar lo que proponía era algo morboso. Desde la muerte de Mike, ningún hombre había tenido el poder de ofrecerla. Cuando jugaba, ella sola se ofrecía a quien quería. Y que un hombre como aquél le estuviera proponiendo ese juego la hizo sisear:
—Me las vas a pagar…, lo juro, Björn.
—Claro que sí… claro que te las voy a pagar… no lo dudes.
Con una sonrisa que en aquel momento a ella se le antojó cruel, él paró el ritmo de nuevo y su cuerpo entero tembló. No la dejaba llegar al clímax y, mirándolo en la oscuridad de la habitación, masculló:
—Te voy a matar… Te voy a matar.
Björn soltó una carcajada y de nuevo subió la potencia del masajeador.
—No me has respondido, ¿te puedo ofrecer a otros?
—Sí…
—Abriré tus piernas y les daré acceso a tu interior. ¿Quieres eso?
—Sí… sí… no pares.
—¿Me dejas ser el dueño de tu cuerpo?
—Sí… sí…
Enloquecido por la entrega de ella, apretaba los dedos en su espalda y ralentizaba el masajeador mientras Mel suplicaba. Sus mejillas arreboladas, su respiración y su mirada se lo pedían a gritos cuando, tremendamente excitado, murmuró:
—Estás muy húmeda, esposada, excitada por todo lo que te he dicho, y abierta para mí. Tanto que creo que me voy correr yo antes que tú. Pero tranquila, te voy a proporcionar un maravilloso orgasmo. Quiero que te apoyes en mí y mitigues tu grito mordiéndome el hombro, ¿de acuerdo?
Mel asintió y apoyando su barbilla en el hombro de él, notó cómo subía la potencia del masajeador y lo ponía donde más lo deseaba. Sintió cómo una asoladora lengua de fuego subía por su cuerpo, calcinándola hasta llegar a su cabeza, y en ese instante Björn exigió:
—Ahora, Mel. Córrete ahora para mí.
Al oírlo, ella se estremeció en un increíble espasmo de placer. La lengua de fuego explotó en su interior y, como él le había pedido, apoyó la boca en su hombro y lo mordió para amortiguar su grito de placer mientras se retorcía y disfrutaba de un maravilloso y estupendo orgasmo.
Duro como una piedra por el espectáculo sensual que Mel le había ofrecido, Björn la besó en el cuello, le quitó las esposas mientras ella jadeaba y dijo, poniéndose un preservativo:
—Date la vuelta y ofrécete a mí.
Sin hablar, Mel lo hizo. Se puso a cuatro patas y Björn, sin resistencia alguna, la penetró. Estaba lubricada y muy excitada por el orgasmo que había tenido segundos antes. La agarró por las caderas con gesto posesivo y se apretó contra ella mientras ambos jadeaban enloquecidos. Con el control de nuevo en su poder, entró una y otra vez en su interior. El placer era inmenso, ambos estaban entregados a él.
—Sí… sí… no pares.
—No, preciosa… esta vez no pararé.
Todo fue en aumento. El ritmo de los gemidos, el gozo, la intensidad. Todo era perfecto entre los dos hasta que de pronto, Björn observó con el rabillo del ojo que la puerta de la habitación se abría y una figura pequeña entraba.
¡Sami!
Descolocado, de pronto, sin saber por qué, le dio a Mel un azote en el trasero que resonó en la habitación y, dando unos tumbos que sacaron su pene de su interior, gritó:
—Arre… caballito… arre. ¡Yejaaa!
—Björn, ¿qué haces? —protestó ella.
—Yejaaaaaaaaaaa… Vamos, corre, caballito.
Mel, al recibir otro fuerte azote que le escoció, miró para atrás y gritó:
—Pero ¡tú estás tonto!
Él, sin saber cómo decirle que su hija estaba mirándolos, gritó:
—¡Yejaaaaaaaaa! Vamos, caballito… sigue… Arreeeeeee.
—Björn —gritó Mel, sin entenderle, hasta que de pronto una vocecita en la oscuridad la llamó:
—Mami…
La sangre se le congeló a Mel en las venas.
¿Su hija los había pillado?
Bloqueada, no supo qué contestar, mientras notaba que Björn ponía las sábanas entre sus cuerpos. Sin demora, se puso a continuación unos calzoncillos, encendió la luz y, atrayendo toda la atención de la pequeña para que su madre se vistiera, dijo, levantándose:
—Hola, princesa, estábamos jugando a caballitos.
Mel, acalorada por todo, se puso las bragas, se abotonó la camisa y cuando miró a su hija, ésta, eufórica, gritó, tirándose sobre la cama:
—Yo quiedo jugaaaaaaaaaaaaar.
Mel y Björn se miraron. ¡Menuda pillada! Pero él rápidamente aupó a la pequeña, la sentó sobre la espalda de su madre y dijo:
—Vamos, Sami…, dile al caballito que corra.
Media hora después, tras cabalgar con ella a su espalda, jugar a los caballitos y agotarla, consiguieron que la niña se durmiera entre ellos. Mel miró a Björn y susurró:
—Siento lo que ha pasado.
Él, divertido por lo ocurrido, suspiró, y Mel añadió:
—Como ya has comprobado, tener una niña pequeña limita muchas cosas.
Björn soltó una carcajada. Nunca en la vida había tenido una cita así con una mujer. Y echándose hacia un lado para dejarle espacio a Sami, habló mientras con una mano tocaba el pelo de Mel:
—No sientas nada, preciosa. Pero eso sí: me debes una cabalgada, ¡¡¡caballito!!!
Ambos sonrieron. Lo ocurrido era surrealista y Mel murmuró, tocando su colgante de la fresa:
—Te aseguro que lo que tengo pensado hacer contigo en cuanto pueda te gustará más que el caballito.
—Mmmm…, nena…, saber eso… me pone.
Contenta, Mel cerró los ojos. La cara de él el día que pudiera darle la sorpresa iba a ser la bomba, pensó.
—Creo que es mejor que durmamos —sugirió Björn.
Pero veinte minutos después, seguía despierto. Era la primera vez que dormía con una niña en su cama y temía aplastarla. Con curiosidad, miró en la penumbra a la pequeña Sami, que se había dormido acurrucada contra él, y después miró a Mel, que estaba boca arriba, con los ojos cerrados. En ese instante, ella los abrió, lo miró y preguntó:
—¿Qué ocurre?
—No puedo dormir.
Divertida, bromeó:
—Tranquilo, James Bond, prometo que no te voy a asfixiar con la almohada cuando duermas.
Él, al oír eso, se tapó la boca para no reír a carcajadas. Sin pensarlo dos veces, salió de la cama, la rodeó y fue a donde estaba Mel, que lo miraba sin entender qué hacía. Él retiró las sábanas, le pidió que no dijera nada, la cogió en brazos y la llevó al cuarto de baño. Una vez cerró la puerta, la soltó mientras ella, divertida, lo observaba, y dijo:
—Ironwoman…, ¡quítate las bragas ya!