Una semana después, Mel, con el pie recuperado, dejó a Sami con su vecina Dora. La niña lloró. Cada vez le costaba más separarse de su madre y ella se marchó con el corazón encogido.
Tenía que volar junto a sus compañeros a Kabul para llevar suministros. Sería un viaje corto, por lo que no llamó a su madre y le dijo a Dora que regresaría en un par de días. Pero al llegar a su destino todo se complicó y lo que iba a ser un viaje de cuarenta y ocho horas se convirtió en uno de setenta y dos. Había varios heridos que trasladar a Alemania por un accidente con uno de los coches, pero no habían llegado aún a la base de Kabul y había que esperarlos.
—Teniente Parker.
—Sí, señor —contestó Mel, saludando a un hombre de mediana edad.
—Dígale a alguno de sus hombres que le indique al doctor Jones dónde está el material que necesita.
Con profesionalidad, ella miró a dos de sus hombres y les indicó:
—Johnson, Hernández, busquen el material del doctor Jones y ayúdenlo a cargarlo en su vehículo.
El médico, un hombre serio y callado, llamó a varios de sus hombres y les ordenó cargar aquellas cajas junto a Johnson y Hernández en un jeep. Tenían que llevarlo hasta la tienda de campaña que utilizaban como hospital de primeros auxilios.
La vorágine se hizo a su alrededor mientras la teniente Parker, albarán en mano, indicaba con voz de mando la distribución de todo lo que habían llevado en el avión. De pronto un militar dijo:
—Teniente, busco las pilas para las gafas de visión nocturna y térmica. Dígame en qué contenedor están.
Mel miró el albarán y rápidamente respondió:
—En el diecisiete y dieciocho, señor.
El hombre, tras mirarla, asintió y preguntó:
—¿Es usted la hija del mayor Cedric Parker?
—Sí, señor.
—Dele recuerdos del comandante William Sullivan cuando hable con él… y ahora, váyanse usted y su equipo a descansar. En cuanto lleguen los heridos que esperamos, partirán hacia su destino.
Mel asintió. No le gustaba decir de quién era hija, porque rápidamente muchos se mofaban. Y así fue. En cuanto entraron en una de las tiendas, un teniente al que no conocía se burló:
—Vaya… vaya… si esta aquí la niñita del mayor Parker.
Al oírlo, Mel lo miró y siseó:
—¿Por qué no te vas a la mierda?
Varios de los presentes se carcajearon. Ser mujer y militar aún era difícil en el ejército y ser hija de un alto mando no lo facilitaba.
Mel miró al hombre que la increpaba y le hizo un gesto soez con el dedo. Todos volvieron a reír.
—¡Guau…, qué chica más dura!
—Teniente —intentó mediar Neill—, creo que…
—Tranquilo, Neill —cortó ella con chulería—. Sé defenderme sola de los capullos.
El militar sonrió, y mirando de nuevo a Mel, que intentaba pasar de él, dijo:
—Yo sólo veo dos buenas tetas y un culito precioso.
Neill y Fraser se tensaron. Conocían a Mel y sabían cómo solían acabar ese tipo de bromas con ella. La joven, tras mirar al hombre con indiferencia, se acostó en el catre. No quería problemas. Estaba muy cansada. Pero el militar con ganas de jaleo continuó:
—Necesitas que te dé mimos. Tu cara me dice que estás algo necesitada.
No le hizo falta oír más. Mel se levantó como con un resorte del camastro, cogió una bota del suelo y la lanzó con todas sus fuerzas, dándole directamente en la cara.
—¡Me has roto un diente! —gritó el hombre, estupefacto.
Neill y Fraser sonrieron y más cuando oyeron a Mel decir en un tono peligroso:
—Si vuelves a dirigirte a mí, gilipollas, te juro que tras ese diente te voy a romper la boca entera. Y ahora, si no te importa, capullo, quiero dormir.
Dieciocho horas de espera después, por fin llegaron los heridos que debían trasladar y Mel se quedó sin habla. Ante ella había varios compañeros de la compañía Bravo 4, la de Mike. Ramírez, Friedman y Clooney se alegraron al verla. Ella los abrazó y ellos le explicaron que habían herido al comandante de su unidad y que no tenía buena pinta. Eso la preocupó y fue en su busca.
Conrad Palmer, comandante del batallón y buen amigo de Mike y de ella, al verla exclamó:
—Teniente, ¡qué agradable verla!
Mel, dejándose de formalismos, se agachó junto a él. Tenía sangre en el costado y estaba muy pálido y caliente.
—Conrad, ¿cómo estás?
Él, con los ojos vidriosos por la fiebre, la miró.
—He estado mejor —respondió mientras un enfermero le inyectaba algo en el suero.
—Sami recibió el juguete que le enviaste por su cumpleaños. Gracias —dijo Mel con una forzada sonrisa.
El hombre se alegró.
—¿Le gustó?
Ella asintió, intentando contener las terribles ganas que tenía de llorar. Conrad era un hombre fornido y lleno de vida. Y verlo así y con aquel hilo de voz la hizo presuponer que nada iba bien y se asustó.
Durante unos segundos, ambos se miraron hasta que al final él dijo:
—Sabes que apreciaba mucho a Mike, pero también sabes que eras demasiado buena para él y que no te merecía, ¿verdad? —Mel no respondió. Pensó en la carta de Mike que Conrad le envió cuando aquél murió—. Si hubieras sido mi chica, nunca te habría decepcionado.
Mel asintió y, entendiéndole, repuso:
—Fui feliz con él, Conrad. Con eso me quedo.
—Siempre me constó, preciosa. —Sonrió dolorido—. Pero tú te mereces algo mejor. ¿Has rehecho tu vida?
—No tengo tiempo. Yo creo que…
Con un esfuerzo que le crispó el semblante, él le cogió la muñeca y exigió:
—Hazlo.
Una vez la soltó, ella asintió con cariño y murmuró:
—Lo haré, Conrad.
—Te exijo que lo hagas, teniente. Es una orden —susurró él con un hilo de voz—. Hazlo por mí. No me decepciones.
La joven teniente asintió y, tragándose las lágrimas, respondió:
—De momento, lo que voy a hacer es llevarte a Alemania para que te curen.
—No lo dudo. —Y antes de perder la conciencia, musitó—: Mel, disfruta de la vida.
Fraser y Neill, que sabían quién era aquel hombre, se miraron al oír aquello.
Mike y Conrad eran muy amigos y sabían lo mucho que la joven teniente apreciaba al comandante. Pero aquello no pintaba bien. Los médicos se lo habían dicho al interesarse por su estado. Y cuando Mel entró en la cabina del avión y se sentó en su asiento, Fraser dijo:
—Mel…
—Eh… eh… eh… —lo cortó ella—. No, Fraser. No digas nada. Tenemos que llegar a Alemania lo más pronto posible.
La angustia se apoderó de Mel. Necesitaban despegar cuanto antes de allí y llegar al hospital. Pero todo era lento, demasiados heridos. Cuando por fin pudo hacerlo, la adrenalina y la angustia le llenaban el cuerpo y no pudo hablar hasta que llegaron a Alemania. Pero cuando aterrizó, supo que el comandante Conrad Palmer había muerto.
Desesperada, no soltó una lágrima delante de nadie y cuando el avión quedó vacío, caminó con decisión hacia el despacho del comandante Lodwud. Éste, al verla entrar, vio su gesto y, enterado de las malas noticias, no dijo nada. Firmó los papeles que ella dejó sobre su mesa y cuando vio que la joven se metía el bolígrafo en el bolsillo superior de su mono caqui, mirándola preguntó:
—¿Hoy no cierras el pestillo de la puerta?
Sin ganas de sexo, sólo de escaparse y olvidarse de lo ocurrido, respondió:
—No.
Él se levantó, caminó hasta ella y, sin tocarla, murmuró:
—¿Pasas la noche conmigo?
—No. En cuanto pueda, salgo para Múnich.
El dolor y la rabia que vio en sus ojos lo hizo insistir:
—Atrásalo hasta mañana.
Mel lo miró. Realmente, el comandante James Lodwud era un hombre muy apetecible.
—Lo siento, pero no —repuso.
Sin más, abrió la puerta y él la agarró del brazo para detenerla.
—Si tú no vienes, sabes que llamaré a otra, ¿verdad?
Eso la hizo sonreír. Para ella James no era más que sexo, y soltándose con un seco movimiento, respondió antes de salir por la puerta:
—Pásalo bien, James.
Cuando llegó a su casa, abrazó a Sami. Necesitaba calor humano. Calor sincero. Calor con amor, y no dejó de abrazar y besar a su hija hasta que ésta se durmió.
Mike muerto…
Conrad muerto…
El teléfono sonó y rápidamente lo cogió. Era Robert. Su buen amigo Robert.
—Hola, preciosa, ¿cómo estás?
—Jodida… muy jodida —respondió, encendiéndose un cigarrillo.
Robert, que se había enterado de lo ocurrido, se lamentó:
—Siento mucho lo de Conrad, Mel.
—Lo sé, Robert. Lo sé. ¿Cómo te has enterado?
—El hermano de uno de mis hombres está en la Bravo 4.
Durante un segundo, ambos permanecieron callados, hasta que Robert dijo:
—Mel, esto no es vida para ti. Entiendo que te guste pilotar, pero creo que deberías replantearte lo de seguir en el ejército.
Oír eso la hizo sonreír.
—Si no supiera que es técnicamente imposible, pensaría que has hablado con mi madre.
Ambos sonrieron y él preguntó:
—¿Cómo llevas el curso de diseño gráfico?
—Abandonado. No tengo tiempo, Robert. Entre unas cosas y otras.
—Debes sacar tiempo, Mel, y acabarlo. Si te gusta la ilustración más que pilotar un C-17 ¡ve a por ello! O búscate un novio rico que te saque del ejército, ¡tú decides!
Eso siempre los había hecho reír y ella replicó.
—Vale…, prefiero acabar el curso de diseñadora gráfica.
—Hablando de novios, ¿cómo va el tema?
Sentándose en el sillón, se retiró el pelo de la cara y contestó.
—Sabes que no quiero ningún novio. Me gustan los amigos. Con eso me basta y sobra.
—Pero a mí no, Mel. Tienes que encontrar a alguien especial. Alguien que…
—No.
La rotundidad de su respuesta le hizo decir a Robert:
—Lo hemos hablado mil veces, cabezota. No todos los hombres son como el idiota de Mike. Que él te engañara no quiere decir que todos vayan a hacerlo. Pero claro, conociéndote, debes de ir en plan teniente Parker, la asustahombres, ¿verdad?
Él la conocía muy bien… Divertida, respondió:
—¿Sabes, Robert? Si de verdad le gustara a alguno de los tipos con los que salgo, la teniente Parker no los asustaría. Pero da la casualidad de que no busco gustar. Sólo busco divertirme y pasarlo bien. El romanticismo no es lo mío.
—Lo era… tú eras muy romántica hasta que el capullo de Mike te jorobó la vida. Desde luego, le tienes que agradecer el que tengas hoy a Sami, pero ese capullo te hizo tanto daño que…
—No quiero hablar más de él —lo cortó.
—Vale. No hablaremos más de él. Pero me parece que voy tener que buscarte un novio. Conozco a varios hombres que…
—¡Ni se te ocurra!
Animados, hablaron durante un buen rato. Robert sabía lo mucho que la muerte de Conrad le debía de haber dolido a su buena amiga y no colgó el teléfono hasta que la oyó reír a carcajadas.
Al día siguiente, tras una jornada agotadora con Sami, al llegar la noche le pidió a su vecina Dora que se quedara con la pequeña durante unas horas. Necesitaba salir y desfogarse.
Cuando llegó al Sensations, como siempre, rápidamente varios hombres la abordaron y se decidió por dos de ellos y una mujer. En esta ocasión, cuando entraron en un reservado, Mel les ordenó que bajaran la luz mientras ella ponía un CD de música y la voz de Bon Jovi y su rock duro comenzaban a sonar.
Cuando los hombres la miraron, ella pidió que la desnudaran. Encantados, así lo hicieron y cuando la tuvieron totalmente desnuda, ella misma se puso su pañuelo de seda en los ojos y ordenó:
—Hacedme vuestra. No preguntéis. Sólo hacedme vuestra.
La mujer la llevó hasta la cama y la tumbó. Mel se dejó hacer. Necesitaba olvidar. Necesitaba desconectar de su terrible realidad y sabía que aquello, al menos mientras durase, la haría olvidarse de todo y disfrutar.
Notó que la cama se hundía por varios puntos y pronto sintió que le besaban la planta de los pies, el estómago y los pechos. Varias manos paseaban por su cuerpo y el vello se le puso de punta.
Aquello era lo que hizo en un tiempo con Mike, otros hombres, otras mujeres. Sexo… juegos… morbo. Vivir la vida. Era excitante e intentó disfrutarlo. Por ella. Por ellos.
Pasados unos minutos, sintió cómo las manos de la mujer le separaban las piernas y con su boca se adueñaba de su sexo. La chupó. Lamió con deleite y ella disfrutó. Mientras, la lengua de la desconocida se enredaba en su clítoris y se apretaba contra ella ofreciéndoselo todo. Instantes después, sintió cómo un dedo intentaba entrar en su ano hasta que lo consiguió. Un gemido gustoso salió de su boca, mientras otro de los hombres le mordisqueaba los pechos y el segundo le introducía con premura su pene en la boca. Con sensualidad, ahora era ella la que chupaba y lamía, mientras permitía que aquellos tres se adueñaran de su cuerpo y la música heavy continuaba. Un juego caliente al que le gustaba jugar con Mike y que deseaba repetir de nuevo.
De pronto, la mujer que estaba entre sus piernas se apartó. Notó que alguien tomaba su lugar y la penetraba. Mel jadeó mientras el desconocido la empalaba una y otra vez, dándole placer.
—Háblame —exigió ella.
Si algo la excitaba, eran las voces cargadas de erotismo, las frases calientes mientras practicaba sexo. El lenguaje obsceno que en ocasiones se utilizaba, sumado a lo que se hacía, era para ella altamente provocador. Mike lo hacía y Mel lo necesitaba.
—¿Te gusta cómo te follo? —preguntó el hombre.
—Sí… sí… sigue.
Él la agarró por la cintura para encajarla más y ella murmuró:
—Sí, Mike…
—Eso es, preciosa… —respondió el desconocido sin importarle que ése no fuera su nombre—. Sigue… sigue así.
Aquellos movimientos la llevaron a tener un intenso orgasmo y cuando él bufó y alcanzó asimismo el clímax, sintió que otras manos la asían con fuerza, le daban la vuelta para ponerla a cuatro patas y la volvían a penetrar.
—Separa los muslos… más… más… —exigió el segundo hombre.
Mel hizo caso, mientras sentía cómo él se recostaba sobre su espalda, le daba un azote seco en las nalgas y murmuraba:
—Arquéate…
Ella hizo caso y el hombre, agarrándola por los hombros, la empaló en él y cuando ella gritó, susurró:
—Así… vamos… otra vez.
Mel lo volvió a hacer y volvió a gritar, totalmente entregada al disfrute.
Sin descanso, aquel hombre tiraba de ella y la penetraba. Su pene era más ancho que el del anterior y la llenaba más.
¡Mike! Así jugaba con él.
Disfrutó imaginando, fantaseando con un pasado que nunca regresaría, mientras sentía sobre sus nalgas golpear el pubis de aquel nuevo Mike.
El olor a sexo llenó la estancia. Nadie volvió a hablar. Sólo se limitaban a dar y a proporcionar placer. El placer que ella había ido a buscar y había exigido.
Liberada, Mel tembló sin control y, al sentir sus contracciones por lo que el tipo le hacía, mordió la sábana para no soltar un enorme grito de placer, mientras él hacía ruidos guturales cada vez que la penetraba.
Cuando el segundo hombre finalizó, Mel sintió cómo las manos de la mujer la hacían incorporarse y la volvían a colocar boca arriba en la cama. Se abrió de piernas para ella, que la lavó con agua. Una vez terminó, la secó, le abrió al máximo las piernas y con una exigencia que a Mel la excitó, comenzó a masajearle el clítoris en círculos para después apretárselo y soltarlo. Extasiada por el momento, sintió la lengua abrasadora de aquella mujer lamer sus fluidos, mientras los otros tipos le chupaban los pezones.
Morbo en estado puro. Eso era lo que necesitaba.
La mujer reptó por su cuerpo sin besarla, pues había quedado claro que no habría besos, acercó su boca a la suya y preguntó:
—¿Puedo ofrecerme a ti?
Mel asintió y respondió:
—Siempre y cuando yo también me ofrezca a ti.
Encantada, la mujer incorporó a Mel y ésta se tumbó. Al sentirla en la cama, ella cambió de posición y la otra, agarrándola de las caderas, colocó su vagina sobre su boca y Mel jadeó.
No veía nada por el pañuelo, pero el olor a sexo le hizo saber que la mujer esperaba ser aceptada. El ansia del momento hizo a Mel bajar la boca y encontrarse con aquella vagina abierta y húmeda. Al primer toque con su lengua, la otra jadeó. En un perfecto sesenta y nueve entre las dos, Mel se abría para que la otra entrara con sus dedos y su lengua y la mujer hacía lo mismo. Jugaron con sus clítoris, los chuparon, los mordisquearon y succionaron hasta que sus cuerpos llegaron al máximo placer.
El espectáculo que les ofrecieron a los hombres era increíble y cuando ambas llegaron al punto álgido de su juego, uno de ellos susurró:
—No os mováis ninguna de las dos. Os vamos a follar como estáis.
Mel asintió mientras escuchaba la canción de Bon Jovi que más le gustaba a Mike, Social disease.
En la puerta del Sensations, Björn bromeaba con dos de sus amigas. Alexia y Diana eran calientes y divertidas y siempre que quedaban para verse en aquel local lo pasaban muy bien. Una vez dejaron los abrigos, Alexia propuso ir directamente a un reservado. ¿Por qué perder tiempo? Él accedió.
Al pasar por el reservado seis, la dura música heavy llamó de nuevo su atención. Recordó a la mujer que vio aquel día y levantó la cortina para ver si estaba allí. Como siempre, el espectáculo le gustó y sonrió al ver que era ella y volvió a fijarse en su curioso tatuaje. Un tatuaje que parecía moverse solo cuando se movía.
—Vamos, Björn —lo apremió Alexia.
Él, mirándola, contestó:
—Dadme dos minutos. En seguida voy.
Cuando las mujeres desaparecieron en el reservado, Björn sonrió. La noche prometía ser, como poco, fogosa con Alexia y Diana. Pero aun así entró toda su atención en la mujer que se divertía entre aquellos tres, la observó mientras ella disfrutaba al compás de la cañera música heavy. De nuevo se le antojó deliciosa y sexy. Y sin haberle visto la cara, sólo por cómo movía la cintura mientras era penetrada, se excitó. Quería jugar con ella, por lo que tendría que descubrir quién era. Intentó ver su cara, pero entre la luz tenue y el pañuelo que ella llevaba tapándole los ojos, le fue imposible.
Los jadeos llegaron al máximo y Björn estaba terriblemente excitado. Quiso desnudarse y tumbarse en la cama junto a aquella mujer para poseerla. Quería tener su turno, pero no debía. Él no había sido invitado a aquella fiesta. Finalmente, se dio la vuelta y se marchó al reservado donde lo esperaban. Allí, cinco minutos después, dos mujeres calientes le entregaron todo lo que él pidió.
Cuando aquella noche Mel llegó a su casa, tras darle las gracias a Dora, se duchó y acostó como una autómata. El sexo para ella sólo era sexo. Nada de sentimientos. Sólo placer y, sin pensar más en ello, se durmió.