El martes de la semana siguiente, cuando Mel dejó a Sami en la guardería, regresó a su casa para llamar a su familia en Asturias. Tras dos timbrazos, oyó:
—Dígame.
Era su hermana y, divertida, adoptó un tono de voz sureño y dijo:
—Señorita Escarlaaata…, señorita Escarlaaata, al habla la señorita Melanie.
—Mira que eres payasa, Mel —rió su hermana y añadió—: Que sepas que hoy estoy muy cabreada.
—¿Por qué?
—Mamá ha hablado con papá.
—¿Y?
—Que cuando cuelga, siempre está histérica y al final hemos discutido. No entiende que yo quiera regresar a Fort Worth. Según ella, aquí vivo mejor que allí, pero…
—Dale tiempo, Scarlett. Aunque se haga la dura, no ha superado todavía el haber dejado a papá, y si tú también te vas…
—Vaya dos, Mel —la cortó su hermana—. Me van a volver loca. Y ni te cuento la abuela. Menuda ojeriza le ha cogido a papá con la pasión que le tenía. Se pasa todo el santo día llamándolo de todo. Y, oye, yo quiero mucho a la abuela, pero me harta está escuchándola todo el rato despotricar de papá.
Ambas reían cuando Scarlett dijo:
—Abuela…, un segundo. Estoy hablando yo. —Pero finalmente, dándose por vencida, le anunció—: Mel, te paso a la abuela, no sé qué narices te quiere decir. Luego seguimos hablando.
Divertida, Mel cabeceó hasta que oyó decir a gritos:
—¿Cuándo vienes, neña?
—Hola, abuela. Pronto, pero no sé la fecha todavía.
—Aisss, ¡descastá! Cualquier día la palmo y me ves ya amortajada.
—¡Abuela!
—Eso sí, en el testamento te he dejado unas pocas perras para ti y la rapaza. No te olvides de pedirlas, que tu madre y tu hermana son muy listas.
—¡Abuela, por Dios! —rió ella al escucharla.
Covadonga, que era una vivaracha mujer de ochenta y seis años, insistió:
—Neña… ven pronto que la güela te quiere ver. Además, si vienes te haré pastel de cabracho, que sé que te gusta mucho y compraré sidrina en casa de Ovidio para ti.
Pensar en aquel rico pastel hizo que a Mel le rugieran las tripas y respondió:
—Vale, abuela. Haré todo lo posible por ir.
—Por cierto, ¿algún mozu curiosu a la vista?
—No. Ningún mozo a la vista —rió divertida.
—Que sepas que el Ceci llama muy a menudo. A tu padre fáltale un fervor.
—Abuela, papá se llama Cedric… ¡Cedric! no Ceci y… no es tonto, por mucho que te empeñes. Es normal que llame. Querrá hablar con mamá y con Scarlett.
La carcajada de Covadonga finalmente hizo reír a Mel. Acto seguido oyó la voz de Scarlett:
—Desde luego, la abuela qué jodía. Mira que le gusta meter cizaña. Mira que decirte que mamá y yo nos quedaríamos con tu parte de su herencia. ¡Pa matarla!
—Y no olvides que ha aprovechado también para decirme que a papá, al Cecicomo dice ella, le falta un hervor.
Ambas se rieron por aquello. Su abuela era un caso. Nunca superaría que su hija Luján se hubiera casado con un hombre de nombre impronunciable para ella y menos aún su separación.
Tras despedirse de su hermana, Mel puso una lavadora y la tendió. Se sentó en el sillón para leer, pero cinco minutos después ya estaba en pie. No podía parar quieta. Se puso ropa cómoda y se marchó a correr. Un poco de ejercicio nunca venía mal.
Veinte minutos después, ataviada con ropa deportiva y una gorra, salió a la calle. Encendió su iPod y rápidamente la canción Pump it, de The Black Eyed Peas, comenzó a sonar. Le gustaba aquel grupo y subió el volumen a tope.
Sin descanso, corrió durante una hora hasta que al pasar junto a una salida de vehículos, uno la tocó y terminó en el suelo.
Atontada por el susto, resopló. No le había pasado nada grave, pero al mirarse la rodilla vio que se había roto el pantalón y tenía sangre. De pronto, alguien le quitó los auriculares de los oídos y con voz preocupada preguntó:
—¿Estás bien?
Cuando fue a responder, se quedó sin habla al ver que ante ella estaba el amigo de Judith. Aquel con el que le gustaba meterse. Parpadeó. No podía ser. ¿Qué hacía él allí?
Björn, tan sorprendido como ella al verla, murmuró:
—No me lo puedo creer.
—Joder, ni yo.
Soltándose de él, se levantó de un salto y apartándose unos pasos, gritó:
—¿Tú no miras cuando sales del puñetero garaje?
Ante aquel estallido, Björn respondió:
—Claro que miro cuando salgo de mi casa, pero…
—Pues quién lo diría —lo cortó ella, mientras se oía la música a todo volumen.
Mirándose la rodilla, Mel maldijo cuando él gruñó:
—El problema quizá lo tienes tú, bonita, al llevar la música tan alta y no oír lo que pasa a tu alrededor.
Ella cerró los ojos y masculló algo ininteligible. Él tenía razón.
Apagó el iPod y la música estridente dejó de sonar. Se fijó en el lujoso coche y, señalándolo, dijo:
—Para tu horror, te informo de que te acabo de rayar el coche.
Björn miró en la dirección que ella señalaba y replicó:
—El coche no me importa, lo que me importa es que tú estés bien.
Vaya… el muñequito era menos materialista de lo que imaginaba y ella se mofó:
—De ésta no me muero.
Pero cuando puso el pie en el suelo, blasfemó:
—¡Joder! ¡Joderrrrrrrrrrrrrrrr!
—¿Te duele?
Mel asintió y él se disculpó:
—Pues lo siento. No tengo tiritas de las princesas para que te quiten el dolor. ¿Tú tienes alguna?
Mel al oírlo, siseó:
—Vete a tomar por…
—Esa boca…, bonita.
—Eh… eh… eh…, capullo, ni se te ocurra mandarme callar.
Björn suspiró. Aquella mujer lo sacaba de sus casillas, pero deseoso de ayudarla, cerró con el mando el coche, la cogió en sus brazos y propuso:
—Vamos, te llevaré a mi casa y miraremos ese tobillo.
—¡Suéltame!
Él no hizo caso.
Continuó su camino y cuando un golpe en la cara lo echó para atrás y ella bajó de un salto de sus brazos, gritó:
—Pero ¿tú estás chalada o qué? ¿Por qué me golpeas?
—Te he dicho que me bajaras y no lo has hecho.
Tocándose la nariz, Björn quiso estrangularla. ¡Menudo porrazo le acababa de dar! Pero conteniendo sus impulsos, dijo:
—Mira, guapa, está claro que tú y yo, cuanto más lejos estemos, mejor.
—Me jode reconocerlo, nene…, pero por una vez tienes razón.
Björn resopló. Aquella mujer era cuando menos impertinente y, echando mano de su saber estar, dijo:
—Te acabo de atropellar y lo mínimo que puedo hacer como persona sensata y decente que soy es preocuparme por ti. Ahora bien, si tú, Superwoman, puedes regresar a tu casa con el pie como lo tienes, cojo mi coche y me voy. Por lo tanto, dime, ¿necesitas ayuda o no?
Mel lo pensó. El pie le dolía, pero como él había dicho, cuanto más lejos estuvieran el uno del otro, mejor, y mirándole, le ordenó:
—Vete. Puedo continuar yo sola.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Björn se dio la vuelta, caminó hacia su coche y una vez entró en él, arrancó y se marchó. A la mierda con aquella listilla.
Cuando Mel vio que se marchaba, se sentó en unos escalones que había al lado del garaje. Se miró el tobillo y suspiró aliviada al ver que estaba bien. Sólo era una simple torcedura. Como siempre, su autosuficiencia había hablado por ella. El pie le dolía y sabía que le iba a costar llegar a su casa, pero lo lograría. En peores situaciones se había encontrado.
Acostumbrada al dolor, se levantó y, despacito, comenzó a caminar. Llegaría a su casa, ¡claro que lo conseguiría! Pero el pie se resentía y más que andar iba dando saltitos. De pronto se dio cuenta de que un coche iba escoltándola. Al comprobar que se trataba de Björn, se puso las manos en la cintura y preguntó:
—¿Pretendes atropellarme de nuevo?
—No caerá esa breva —se mofó él—. Anda, sube.
—No.
—Sube de una vez Ironwoman.
—Que noooooooooooooo.
Mel continuó andando y Björn, con paciencia, la siguió mientras tarareaba Let’s stay together, de Al Green, que sonaba en su moderno deportivo.
Sin apartar los ojos de la cabezota que iba dando saltitos por la acera, esperó a que desistiera. Finalmente, cuando ella no pudo más, se paró, caminó hacia el coche, abrió la puerta y tras sentarse, molesta ante el gesto guasón de él, dijo:
—Vivo muy cerca de ti. Cinco calles más adelante.
—¡Qué ilusión, vecinitos! —murmuró él.
—Mira, guapo, ¡no me calientes!
—Yo a ti… ¡Dios me libre! —se mofó divertido.
El semáforo se puso rojo y ninguno de los dos habló. Björn tarareaba aquella canción y Mel, mirándolo, murmuró:
—Deberías escuchar buena música.
—Eso escucho.
Ella apoyó la cabeza en el respaldo del coche y contestó:
—The Black Eyed Peas, Bon Jovi, ZZ Top o AC/CD, eso sí que es música.
—Prefiero el soul.
—Musiquita romanticona, ¡qué horror!
Björn la miró y ella, al ver que la observaba, se burló:
—Ah, claro, muñeco, olvidaba que eres todo un conquistador y a vosotros os va ese ronroneo de musiquita.
Björn resopló. Si comenzaba de nuevo a meterse con él, directamente la echaba del coche. Por ello, bajándose las gafas de sol para que le viera los ojos, replicó:
—Si sigues por ese camino, al final irás andando a tu casita…, muñeca.
El semáforo cambió y Mel decidió callar. Con el dolor de tobillo que tenía, prefería ir en coche. Cuando pasó por delante de la guardería de su hija, inconscientemente comentó:
—Ésta es la guardería de Sami. —Y mirando su reloj murmuró—: Joder, tengo que recogerla en cuarenta y dos minutos.
Björn no respondió, condujo y cuando ella le ordenó parar ante un edificio alto, lo hizo. Se bajó para acompañarla, pero ella, mirándolo, dijo:
—Gracias y adiós.
Sin decir nada, la cogió de nuevo en brazos y sujetándole las manos para evitar cualquier imprevisto ataque, la advirtió alto y claro:
—Como me vuelvas a pegar, juro que te suelto de golpe.
—Atrévete.
Björn sonrió. Por primera vez vio que tenía el control de la situación y murmuró divertido:
—No me tientes… No me tientes.
Mel sacó una llave del bolsillo y abrió el portal. Una vez dentro, llamaron el ascensor y, tras subir a la cuarta planta, Mel le indicó una puerta con la letra D y anunció:
—Hemos llegado. Suéltame.
Él no hizo caso y ella, al ver que no se movía, siseó:
—Gracias. Te puedes ir. Bye… Bye… Ciao… Bon voyage.
Descolocado como nunca en su vida, Björn la miró. Nunca una mujer se lo había quitado de encima con tal descaro y, aunque quería marcharse, algo en él le pedía a gritos que se quedara. Pero finalmente se dio la vuelta y se fue. Era lo mejor.
Al entrar en su casa, Mel fue directa a la cocina. Allí sacó un paquete de guisantes del congelador y se lo puso en el tobillo. Por suerte seguía sin hincharse, pero le molestaba. Cerró los ojos. Necesitaba descansar un poco. Estaba sudada por las carreras que se había dado y dolorida por el golpe. Pensó en Björn y se percató de que el olor de su colonia se había quedado impregnado en su ropa. Con curiosidad, la olió y asintió. Aquel hombre olía muy bien.
Quince minutos después, se levantó cojeando y fue en busca de su vecina. Necesitaba que recogiera a su hija de la guardería, pero nadie le abrió la puerta. Eso la agobió y, activándose, se duchó con rapidez y se vistió. Ella misma iría a buscarla.
Cuando estaba poniéndose el abrigo, llamaron a la puerta. A la pata coja y con el pelo aún húmedo por la ducha, abrió y se quedó a cuadros cuando vio que eran Björn, una cuidadora de la guardería y su pequeña.
La niña, al verla, le abrió los brazos y Mel, boquiabierta, la abrazó. Antes de marcharse, la cuidadora de la guardería le dijo con una grata sonrisa que se mejorara del pie y luego, tras pasear con descaro su mirada por el hombre, se marchó. Cuando Mel se quedó ante un Björn que no había abierto la boca, preguntó, entornando la puerta de su casa:
—Pero ¿qué haces tú con mi hija?
—Has dicho que tenías que ir a buscarla y como he supuesto que tu marido no llegaría a tiempo, te he solucionado el problema.
Al oír eso, a Mel se le puso la carne de gallina. Su marido no existía, pero dejando de pensar en ello, frunció el cejo y preguntó:
—¿Y por qué te han creído? No te conocen.
—Escucha…
Enfadada con la situación, lo cortó:
—No. No te escucho. No tenían que haber sacado a la niña de la guardería. Lo tienen prohibido. Pero ¿qué clase de guardería es ésa, que le dan los niños a todo el mundo? Los voy a denunciar. Les voy a meter un puro que se van a enterar.
Björn asintió. Ella tenía razón, pero para tranquilizarla comentó:
—Conozco a dos de las cuidadoras y saben dónde vivo y dónde trabajo. Les he dicho que somos amigos y que tú no podías recoger a la pequeña. —Y al ver su gesto de enfado, añadió—: Venga, mujer, tómalo por el lado positivo. Así no tienes que salir a buscarla. Y, tranquila, la niña no se la dan a cualquiera, ya has visto que una de las cuidadoras me ha acompañado hasta tu casa.
En ese momento, la pequeña Samantha le echó los brazos a Björn y éste, sonriendo, la cogió y dijo:
—Princesa Sami…, dile a mamá: «¡No te enfades, mamá!»
—No te fades, mamááá.
Mel sonrió y quitándole a su pequeña de los brazos, fue a decir algo cuando él se le adelantó:
—Me voy. Siento mucho lo que ha ocurrido.
Al ver que se marchaba, Mel intentó ser amable por primera vez y musitó:
—Oye…, gracias.
Björn no la miró, asintió y continuó su camino hasta el ascensor. Sin querer pensar más en ello, salió del edificio, cogió su Aston Martin y se perdió en el tráfico. Tenía cosas que hacer.