En el concesionario, un enorme tráiler descargaba los coches mientras Josh Hoffmann, un alto directivo de Aston Martin, indicaba a los trabajadores el lugar donde colocar los caros y elegantes vehículos.
Aquel día habían llevado varios de alta gama y los clientes más adinerados, avisados por él, habían ido a echarles un vistazo. Mientras los hombres observaban embobados los coches, Josh se deshacía en atenciones con sus mujeres.
Al igual que su hermano Björn, se las llevaba de calle y raro era que una fémina no se fijara en él. Pero a diferencia de Björn, tenía los ojos y el cabello castaño y una cara inocente que nada tenía que ver con lo que era en realidad.
Gracias a su magnetismo, con apenas veintisiete años era un alto ejecutivo de la marca Aston Martin y un hombre que viajaba por el mundo. Cuando la puerta del concesionario se abrió y entró Björn, para Josh ya no existió nadie más. Adoraba a su hermano y éste lo adoraba a él.
Con una divertida sonrisa, Josh caminó hacia él y lo abrazó, ante la atenta mirada de varias mujeres, que suspiraron al verlos. Eran dos jóvenes guapos y triunfadores y su fama de gentlemen los acompañaba. Tras darse un caluroso abrazo, el menor de los hermanos Hoffmann, dijo:
—Ven, vamos a ver tu coche.
Sin demora, caminaron hasta un lateral del concesionario y cuando llegaron ante el impresionante coche, Björn silbó y Josh dijo:
—Aquí lo tienes, hermanito. Aston Martin Vanquish Coupé. Máxima velocidad 295. Aceleración de 0 a 100 en 4,1 segundos. Motor doce cilindros en V. Culata de aluminio. Inyección. Tracción trasera. Automático. Seis velocidades.
—Mío —afirmó Björn, tocándolo con deleite.
Desde que vio aquel coche en una revista, hacía más de un año, supo que debía ser suyo y por fin estaba ante él.
Josh sonrió. Le encantaba el gesto de placer de su hermano y, abriendo una de las dos puertas del vehículo, lo animó:
—Venga, vamos a dar una vuelta.
Björn asintió. Se montó junto a su hermano y sacó el coche del concesionario. Con sumo cuidado, condujo por las calles de Múnich. Aquella máquina era impresionante y cuando salieron a la autopista, simplemente voló.
Una hora después, cuando regresaron al concesionario, Björn lo tenía aún más claro. Aquel impresionante coche debía ser suyo, y ante las risas de su hermano, afirmó:
—Lo quiero mañana.
—¡¿Mañana?!
—Sí. Mañana.
—Björn, tengo que arreglar papeles y…
Él miró a Josh con exigencia y, cortándolo, dijo:
—Mañana te dejo mi viejo Aston para llevarme éste. Y ahora mismo vamos a comenzar a mover los papeles para que yo lo pueda disfrutar. Por el seguro no te preocupes, llamo a Corina y ella me pasa el del otro Aston a éste. ¿Con quién más hay que hablar?
Josh sonrió y, mirándolo, respondió:
—Acompáñame. Tendremos que hacer varias llamadas, pero lo solucionaremos.
Si algo tenían claro los hermanos Hoffmann era que siempre se salían con la suya.
Esa tarde, Mel paseaba con su hija por una concurrida calle de Múnich. Hacía frío. En enero siempre hacía un frío siberiano en aquella ciudad.
En compañía de su pequeña, se paró ante cientos de puestos para comprarle mil regalos y la cría aplaudió emocionada. Eso hizo reír a Mel. Su hija era su felicidad. Su mejor regalo. Cuando entró en una cafetería para tomar algo, le sonó el móvil. Al ver que era un número especial, contestó:
—Teniente Parker al habla.
—Buenas, teniente.
Mel sonrió. Era su buen amigo Fraser y, sentándose en una silla, preguntó:
—¿Por qué me llamas desde ese número?
—Porque sabía que lo cogerías.
Torciendo el gesto, ella protestó y murmuró:
—Sabes que fuera de la base soy Melanie, nada de teniente Parker.
—Lo sé…, lo sé…
Ambos rieron y, finalmente, Mel preguntó:
—¿Qué tal todo con la azafata de Air Europa?
—Bien… muy bien. ¿Ya se ha ido tu madre?
—Sí. Anoche la llevé al aeropuerto y ya está en Asturias con la familia.
—Perfecto.
Un extraño silencio se hizo entre ellos y Mel inquirió:
—¿Qué ocurre, Fraser?
Tras maldecir en un americano muy de Kansas, él dijo:
—¿En serio tu hermana va a regresar a Fort Worth?
Mel resopló y contestó:
—Eso parece. Sabes que se fue a España por una temporada tras la separación de mis padres, pero tarde o temprano Scarlett tiene que rehacer su vida.
—Tienes razón. —E intentando pensar en otra cosa, le espetó—: ¿Dónde estás?
—Comprando regalos para Sami. Me encanta malcriarla. ¿Y tú?
—Con Monica en su casa.
—¡Guau, eso suena bien!
Fraser sonrió e, intentando olvidarse de la hermana de ella, añadió:
—Sólo te diré que desde ayer no hemos salido de la cama.
—¿Lo pasaste bien entonces?
—Y lo voy a seguir pasando. Sólo te he llamado por si necesitas algo, pero en cuanto cuelgue, regreso a la cama con Monica. Estoy muy necesitado.
Ambos rieron y Mel murmuró:
—Regrese a la cama, sargento, olvídese de otras mujeres y disfrute de su necesidad.
Una vez colgó, miró a su pequeña de ojos azules y dijo:
—El tío Fraser te manda besos, Sami. ¿Quieres merendar?
La cría aplaudió y unos señores que había a su lado sonrieron.
Samantha era una preciosidad de niña, además de simpática, y allá donde fuera siempre llamaba la atención con su coronita de princesa. Le gustaba la gente y lo demostraba sonriendo y acercándose a todo el mundo. A diferencia de su madre, era rubia, pero las dos tenían un rasgo común: sus ojos azul claro.
Mel disfrutó de las gracias de su hija y los comentarios de quienes la rodeaban mientras dibujaba en una servilleta.
Aquella tranquilidad, en aquel lugar, le encantaba. Nada tenía que ver con la intranquilidad que vivía cuando estaba de misión.
Mientras observaba cómo una señora bromeaba con su pequeña, sonrió. Pero su sonrisa desapareció cuando recordó las palabras de su madre al referirse a que Samantha la añoraría cuando creciera. Sabía que tenía razón. Pero aquél era su trabajo.
Tras pedir un café y unos sándwiches, madre e hija merendaron.
Horas más tarde, cuando regresó a su casa, Dora, la mujer que se quedaba con Sami cuando ella estaba fuera, pasó para ver cómo estaba la niña. Tras charlar con ella durante un rato, Mel preguntó:
—Dora, ¿podrías quedarte con Sami unas tres o cuatro horas esta noche?
La mujer dijo:
—¿Tienes una cita?
Ella asintió. Tras la conversación con Fraser, supo que necesitaba salir esa noche y, mirándola, respondió:
—Sí. Tengo una cita.