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El cielo estaba precioso.

Era uno de aquellos días en que disfrutaba pilotando, mientras cantaba I gotta feeling de The Black Eyed Peas.

I gotta feeling that tonight’s gonna be a good night

That tonight’s gonna be a good night

That tonight’s gonna be a good, good night

Tonight’s the night Let’s live it up

I got my money

Let’s spend it up

Melanie miró su reloj. Las 15.18. En treinta y cinco minutos tomarían tierra en la base estadounidense de Ramstein, al oeste de Alemania.

Allí los esperaban varias ambulancias militares que se encargarían de llevar a los norteamericanos que ella transportaba en su avión heridos de bala o por explosivos.

Se tocó los ojos. Estaba cansada, pero el subidón de adrenalina que le proporcionaba la música la mantenía despierta. Pilotar desde Afganistán agotaba a cualquiera, y en esa última fase del viaje, las ganas de aterrizar se acrecentaban. Bajó el volumen de la música para dirigirse a Neill:

—Pásame el agua.

Éste giró su sillón y Fraser, que estaba detrás de él, le entregó una botellita. Melanie, Mel para los amigos, bebió y les dio las gracias.

Mel, Neill y Fraser eran piloto, copiloto y jefe de carga del Air Force C-17 Globemaster, respectivamente y regresaban de Afganistán. Habían llevado provisiones a algunas bases estadounidenses operativas y regresaban con algunos militares heridos que serían atendidos en el hospital militar norteamericano de Landstuhl.

—¿A qué hora saldremos para Múnich? —preguntó Neill.

Melanie sonrió. Estaba deseando ver a su hija, pero hasta el día siguiente no podría ser. Tanto ella como Neill tenían lo que más querían esperándolas en Múnich. Ambos estaban deseando llegar a lo que llamaban «hogar».

—A primerísima hora —respondió.

—No despegues sin mí. Estoy deseando ver a mi familia.

Mel asintió, volvió a subir el volumen de la música y los tres comenzaron a cantar a voz en grito.

Cuando acabó la canción y el silencio tomó la cabina, Fraser apuntó:

—Teniente, recuerda que esta vez voy con vosotros a Múnich.

—¿Alguien especial esperándote? —preguntó la joven, divertida.

Fraser, al oírla, murmuró:

—Una preciosa azafata de largas piernas y boca escandalosa.

Neill soltó una carcajada y Mel se mofó.

—Capullo.

Fraser la miró y, divertido, respondió:

—Teniente, no sólo de pan vive el hombre y yo no soy de piedra.

Mel rió. Ella no era de piedra, aunque sus compañeros así lo pensaran y, mirando a Fraser, añadió:

—Esta vez no te puedo ofrecer el sofá de mi casa. Mi madre está allí.

—No te preocupes. Mónica me ofrece su cama.

—Guau… aquí hay tema —se mofó Neill.

Fraser sonrió y le chocó la mano a éste:

—Dulce y tentadora, así es Monica —bromeó, lo que provocó la risa de sus compañeros.

—¿Ése es el pájaro de Robert? —preguntó Fraser señalando un avión.

Los tres observaron el avión que se alejaba y la teniente respondió:

—No. He quedado con él para jugar un billar y tomar unas cervezas esta tarde. Me habría avisado por radio si hubiera partido.

Un silencio tomó la cabina del avión hasta que Mel preguntó:

—¿Qué pasa con la música?

Divertidos, ellos dos sonrieron y, sin necesidad de hablar, Neill cambió el CD. Dio al play y la voz de Bon Jovi llenó el cubículo. Los primeros acordes de It’s my lifeempezaron a sonar y los tres comenzaron a mover la cabeza y a cantar a viva voz mientras se ponían sus gafas de sol. Aquello era un ritual. Su ritual. Siempre la misma canción. Eso significaba que llegaban a casa. A su hogar.

It’s my life

It’s now or never

I ain’t gonna live forever

I just want to live while I’m alive

Esa canción y su significado era especial para ellos. La escuchaban siempre cuando partían o llegaban de un viaje. Era el principio y el fin de todo. Y como decía Bon Jovi: «No voy a vivir para siempre, sólo quiero vivir mientras esté vivo».

Vida… esas cuatro letras para ellos lo representaban todo.

Por su trabajo, veían demasiadas cosas desagradables.

Por su trabajo, habían aprendido a ser unos supervivientes.

Por su trabajo, Mel perdió al hombre que quería.

Mientras la joven tarareaba, se concentraba en aterrizar. Restó potencia y levantó el morro del avión. Cuando el tren central tocó la pista, Mel extendió los frenos aéreos al máximo y activó los del tren de aterrizaje mientras la aeronave reducía poco a poco su velocidad. Una vez bajó a 40 o 50 nudos, redujo la potencia de los motores y el avión se fue deteniendo hasta que ella, tomando de nuevo los mandos, lo guió hasta el hangar que le indicaban sus compañeros de tierra.

Una vez paró los motores, abrió el portón trasero del avión y comenzó el desembarco. Neill, Fraser y ella se quedaron a rellenar unos informes. Cuando acabaron y bajó de la cabina, oyó:

—Teniente Parker.

Ella miró y, tras un formal saludo militar, respondió:

—Teniente Smith.

Una vez bajaron las manos, ambos sonrieron. Ante ella estaba Robert Smith, un buen amigo y piloto de otro C-17.

—¿Cómo ha ido el vuelo, Mel?

—Normal… como siempre.

Ambos rieron y él añadió:

—Esta vez no podremos tomarnos unas cervezas. Salgo para el Líbano en cuanto carguen mi pájaro.

—¿Despegas hoy?

Robert asintió y dijo:

—Sí. En teoría no iba a ser hasta mañana, pero necesitan urgentemente suministros y nos han adelantado un día el viaje.

Ambos asintieron. Sus vidas eran así y Mel, guiñándole un ojo, preguntó:

—¿Cómo está Savannah?

El hombre al pensar en su mujer sonrió y respondió:

—Contenta por el traslado. Ahora está en Fort Worth acondicionando la casa. Yo espero estar con ella en el plazo de unos meses. Por cierto, le tengo que dar las gracias a tu padre. Me ha dicho Savannah que la está ayudando con el papeleo.

Mel asintió.

—Papá te conoce, eres mi amigo, y sabe que a mis amigos hay que cuidarlos.

Ambos rieron y él dijo:

—Dale un beso grande a la princesa.

—Mi madre está aquí en Alemania con ella.

Al oírla, Robert maldijo y luego añadió:

—Joder, me hubiera gustado ver a Luján. Dale un saludo de mi parte y sobre todo muchos besos a esa muñequita llamada Sami que es mi debilidad.

—Lo sé —rió Mel y al ver que se acercaba García, la copiloto de Robert murmuró—. Quedan pendientes esas cervezas para otra ocasión, ¿te parece?

El hombre asintió y, tras una sonrisa, la volvió a saludar con la mano y se alejó.

Mel lo miró alejarse recordando los buenos momentos que habían pasado juntos. Volviendo a la realidad, se centró de nuevo en revisar su pájaro. Una vez acabaron Mel y sus hombres, cogió unos papeles que le entregaba Neill y dijo:

—Iré a entregárselos al comandante Lodwud.

Fraser y Neill asintieron y ella echó a andar hacia la oficina del hangar 12. En su camino, varios hombres la saludaron con disciplina militar y ella les devolvió el saludo. Una vez llegó ante el despacho del comandante, llamó a la puerta con determinación. Pronto oyó la voz grave del comandante y sin dudarlo entró.

El hombre, un militar de unos cuarenta años, alto y fornido, se levantó de la mesa al verla y ella dijo:

—Señor, se presenta ante usted la teniente Parker.

El comandante asintió.

—Teniente Parker.

Mel esbozó una sonrisa. Tiró los papeles sobre la mesa y dijo mientras echaba el pestillo de la puerta y se bajaba la cremallera del mono militar:

—Tenemos veinte minutos. Aprovechémoslos.

Sin demora, el comandante se le acercó y, mientras paseaba su boca por el cuello de ella, se entregaba al disfrute del sexo.

Nada de besos…

Nada de cariños…

Nada de amor…

Sexo en estado puro demandaban los dos, y cuando las manos de él ascendieron hasta los pechos de ella y los miró, Mel murmuró:

—El tiempo es oro, comandante.

El hombre, enloquecido por la entrega que siempre le mostraba en sus escarceos sexuales aquella joven, no lo dudó. Con rudeza, se metió los pechos en la boca para succionárselos, mientras la cogía entre sus brazos y la ponía sobre la mesa. Los papeles que había encima cayeron al suelo cuando Mel quedó tendida en ella y su ropa, junto a la del comandante, comenzó a volar por la estancia.

—Teniente… —susurró él, duro como una piedra, cuando ella se ofreció abriéndose de piernas.

Mel sonrió. Quería lo que había ido a buscar y, mirándolo, exigió:

—Hagámoslo. El tiempo pasa y mis hombres me esperan.

Deseosos de continuar con aquello, el comandante la cogió en brazos y se introdujo con ella en el baño del despacho. Sus jadeos allí no se oirían. Cuando él cerró la puerta, la miró y, dejándola en el suelo, murmuró:

—Dese la vuelta.

Mel, provocándolo, susurró:

—Démela usted…, señor.

El comandante sonrió y, con brusquedad, le dio la vuelta. Acercó su erección a su trasero y, restregándose contra ella, dijo mientras cogía del armarito del baño un preservativo y lo abría:

—Separe las piernas y agáchese. —Mel obedeció—. Sujétese al borde de la bañera.

Una vez se puso el preservativo y ella estuvo como él quería, acercó la boca a su oído y murmuró:

—Recuerde, teniente, nada de jadeos o todo el mundo se enterará.

—Recuérdelo usted también, comandante —replicó ella.

La joven deseaba sexo. Le urgía y, dejándose manejar como una muñeca, permitió que él le abriese más las piernas, le separase los húmedos labios vaginales y la penetrase. El ataque fue tan asolador que tuvo que morderse el labio inferior para no gritar. Una vez estuvo dentro, el hombre le masajeó las nalgas y preguntó:

—¿Le gusta así, teniente?

—Sí…, señor…

Él volvió a penetrarla una y otra… y otra vez. Aquello era una maravilla. Lo deseaba, lo gozaba y cuando recuperó el control de su cuerpo, con un rápido movimiento se apartó del hombre, se dio la vuelta y exigió:

—Siéntese, señor.

Sorprendido por el cambio de juego, él fue a protestar cuando ella, cogiéndole el pene con la mano, insistió mientras le mordía la barbilla.

—Siéntese… he dicho.

El hombre, excitado, hizo lo que ella pedía y se sentó sobre el retrete. Sin demora Mel se colocó sobre él para introducirse el duro pene en su totalidad en su interior. Sin dejarle hablar, guió uno de sus pechos hasta la boca de él, que rápidamente se lo mordisqueó.

—Así…, chúpemelos.

Sus movimientos se hicieron más intensos.

El morbo entre ambos estaba servido y el calor en el baño era inmenso. Las caderas de Mel bailaban de adelante hacia atrás, introduciéndose el pene una y otra vez, a un ritmo asolador, mientras el comandante la sujetaba de las caderas y la ayudaba en su loco movimiento. Los jadeos de él subían de tono y ella, enloquecida, se agarraba a sus hombros y le metía sus pechos en la boca para mitigar el sonido.

Un placer demoledor llenó el cuerpo de Mel y por fin explotó.

Cuando todo acabó, durante unos segundos se quedaron el uno en brazos del otro. No hablaron. No se besaron. No se acariciaron. Hasta que ella se levantó y, tras limpiarse, sin mirarlo, salió al despacho, donde cogió su ropa y comenzó a vestirse. Segundos después, él se reunió con ella en su despacho y cuando estuvieron vestidos Mel esbozó una sonrisa y murmuró:

—Como siempre, ha sido un placer, comandante Lodwud.

El hombre sonrió y, dejándose de formalismos, se acercó a ella y preguntó:

—Creía que llegarías antes. ¿Qué ha ocurrido?

—Problemas en la recogida.

Él asintió. Paseó sus ojos castaños por ella y preguntó:

—¿Haces noche aquí?

—Sí.

—Tengo una reserva para hoy en un hotel. Buena cena, buena compañía… sexo. ¿Qué me dices, Mel?

La joven tendió la mano con descaro. El comandante sonrió. Abrió el cajón de su mesita y, tirándole una llave, dijo:

—Hotel Bristol. Habitación 168 a las veinte treinta.

—Allí estaré.

Lodwud sonrió. El sexo con Mel y sus juegos siempre eran morbosos, y cuando vio que ella se cerraba el mono caqui, añadió:

—Hasta luego, teniente.

—Adiós, señor.

Caminó hacia la puerta, abrió el pestillo y, saliendo del despacho, regresó junto a sus hombres y su avión, de donde no se movió hasta que estuvo completamente vacío.

A las seis de la tarde, tras despedirse de sus hombres y quedar con Fraser y Neill en el aeropuerto a las siete de la mañana del día siguiente, cogió un taxi y llegó al hotel. Con la llave que el comandante le había dado, abrió la puerta y sin demora se desnudó. Necesitaba con urgencia una ducha.

Cuando salió del baño, puso música en su móvil. Le gustaba mucho un grupo español llamado La Musicalité. En especial la canción Cuatro elementos y cantó.

Dolor que no quiero ver,

dolor que nunca se va,

no puedo decir adiós,

ni quiero decir jamás,

tumbado al amanecer,

llorando porque tú vuelvas otra vez.

Eso era lo que ella sentía. Dolor. Un dolor que no quería ver y al que no podía decir adiós. Mike no la dejaba. ¿O quizá no se dejaba ella misma?

Bailó. Se subió a la cama como una chiquilla y bailó descontrolada hasta que, cansada, abrió su petate, sacó ropa interior limpia y se la puso. Después miró la bolsita de maría que un amigo le había facilitado y, sin dudarlo, se lió un cigarrillo.

Con los ojos velados por los recuerdos, se lo fumó. Sabía que no estaba bien que fumara aquello, pero en ese momento le daba igual. Estaba sola. En ese instante era dueña de su vida y hacía lo que quería. Tras ese cigarrillo llegó otro y después otro y cuando miró el reloj no se sorprendió al ver que eran las 20.21. El comandante no tardaría en llegar y así fue. Escasos minutos después, la puerta se abrió y al verla sentada en ropa interior en la cama, fumando, él sonrió.

Sin hablar, se quitó la gorra y la chaqueta, se sentó junto a ella y preguntó, cogiéndole el cigarrillo de la mano para dar una calada:

—¿Estás bien?

Sin querer dejarle ver sus emociones, Mel respondió:

—Sí.

—¿Y qué haces fumando esta mierda?

Ella sonrió.

—Evadiéndome un poco.

Lodwud la entendió, pero dispuesto a que no continuara por aquel camino, dijo:

—Esta mierda no es buena, Mel.

—Lo sé y es la última vez que me permito fumarla. —Ambos rieron y ella prosiguió—: Tampoco es bueno lo que hacemos aquí o en el despacho del hangar y seguimos haciéndolo. Ah, y por cierto, esta mierda no es buena, pero bien que estás fumándotela ahora.

Ambos sonrieron y finalmente él dijo, dando otra calada:

—El día que tú o yo encontremos a alguien que nos importe, dejaremos de hacerlo, ¿no crees?

Mel se encogió de hombros. No tenía la más mínima intención de encontrar a nadie.

—Eso está por ver. Pero hasta que eso suceda, quiero seguir divirtiéndome contigo. Tú y yo nos conocemos. Sabemos que esto es sexo sin compromiso y respetamos unas normas —respondió.

Ambos sonrieron. No se besaban y no se pedían explicaciones. Ésas eran sus condiciones y Mel, abrazándolo, añadió:

—Vaya dos que estamos hechos tú y yo. El amor nos ha destrozado la vida y sólo nos quedan estos momentos tontos que en cierto modo fabricamos. Ni Daiana ni Mike se lo merecen, pero aquí estamos tú y yo… como siempre.

Lodwud asintió. Daiana era la cruel mujer que lo abandonó por un alemán. Pasados unos minutos, el comandante tomó las riendas del juego y, sacándose un pañuelo oscuro del bolsillo, fue a vendarle los ojos a ella, pero Mel se negó. Eso lo sorprendió.

—¿No quieres pensar en Mike?

—Sí. Como siempre, tú serás Mike y yo seré Daiana. Pero no quiero pañuelo. Estoy tan fumada que hoy no lo necesito.

—De acuerdo.

Cogió la mano de ella y se la llevó a la entrepierna para que lo tocara.

—Quiero una Daiana caliente, receptiva y segura de lo que desea y, cuando esté saciado de ella, quiero que Daiana finalice el juego como ya sabes —murmuró en su oído.

Tocándolo como sabía que le gustaba, Mel bajó el tono de voz y respondió:

—Mike…, vamos a jugar.

Aquél era un juego peligroso entre los dos. Dos almas resentidas. Dos personas carentes de cariño que de vez en cuando se reunían en la habitación de un hotel e imaginaban que eran otros quienes los poseían.

—Ponte de rodillas, Daiana.

Mel aceptó y sin necesidad de que dijera más, hizo lo que a Mike le gustaría. Le quitó los pantalones, el calzoncillo y se metió su pene en la boca. Durante varios minutos lo chupó, lo degustó, lo provocó hasta tenerlo duro como una piedra.

El comandante se dejó hacer mientras pensaba que quien lo succionaba era Daiana y, cuando no pudo más, sacó el pene de su boca e indicó:

—Desnúdate y siéntate en la cama.

Cuando estuvo totalmente desnuda ante él, Mel se sentó. Lodwud sonrió y, poniéndose de rodillas ante ella, murmuró:

—Me encantan tus pezones, cariño.

Ella sonrió y musitó con voz sensual:

—Y a mí me encanta que me los chupes, Mike.

La invitación fue formalmente aceptada y el comandante devoró lo que ella le ofrecía. Con sensualidad, Mel puso su mano en la cabeza de él y lo apretó contra sus pechos. Lodwud se volvió loco. Chupó, mordisqueó y cuando ella tuvo los pezones como a él le gustaban, dijo:

—Abre las piernas… así… así… muy bien, Daiana. —La lujuria tomó sus ojos al ver brillar los jugos de ella y pidió—: Ábrete con los dedos. Quiero ver cómo me invitas a chuparte.

Excitada al escuchar a Mike pidiéndole eso, con el índice y el anular hizo lo que le pedía y murmuró mientras lo sentía entre sus piernas:

—Así… así te gusta.

Lodwud, sentado en el suelo, le agarró las piernas y, tirando de ella, acercó la boca directamente al centro de su deseo. El grito de Mel ante aquel ataque fue devastador, mientras él mordisqueaba los labios de su vagina enloquecido.

—Mike, cariño, estoy a punto de caerme de la cama.

El comandante la cogió de la cintura y, tumbándose en el suelo, colocó su boca debajo de ella y continuó. Su lengua parecía estar en todas partes y Mel jadeó al sentir cómo tiraba de su clítoris arrancándole oleadas de placer.

La cama les sobró. El suelo fue su colchón y en él se revolcaron de todas las maneras habidas y por haber, mientras imaginaban a dos personas que nunca más regresarían a ellos.

—Vamos…, entrégate a mí. Pon las piernas alrededor de mi cintura y búscame —exigió él, dándole un azote en el trasero—. ¡Búscame, Daiana!

Cuando Mel lo hizo, el comandante jadeó y ella se arqueó.

—Mike…

—¿Te gusta lo que te hago?

—Me encanta, Mike…, me encanta. Sigue…

Durante varias horas, el sexo frío e impersonal reinó en la habitación. Ése era el sexo que en los últimos años habían practicado y que a ambos les satisfacía. Tras varios asaltos en los que los dos se corrieron, fumaban desnudos tirados en la cama, cuando ella preguntó:

—¿Qué hora es?

Lodwud miró el reloj que tenía en la mesilla.

—Las doce y veinte de la noche.

El silencio tomó de nuevo la habitación y de pronto él preguntó:

—¿Por qué seguimos pensando en Daiana y Mike?

—Porque somos idiotas —rió con amargura Mel e, intentando no pensar más en ello, añadió—: Y ahora voy a continuar con ello y voy a buscar a un tercero que quiera jugar.

Lodwud sonrió.

—Aún recuerdo la mujer que encontré para nuestra última cita. Se volvió loca entre tú y yo.

Mel soltó una carcajada y cuchicheó:

—Tú sí que te volviste loco entre ella y yo.

Levantándose de la cama, se puso las bragas, una camiseta y los pantalones de camuflaje. No contaba con más ropa para cautivar. Una vez se hubo vestido, miró a Lodwud y éste dijo:

—Es la una en punto. Si a las dos no has vuelto, seré yo quien elija.

—Ni hablar. Hoy decido yo.

Una vez salió de la habitación del hotel, caminó con decisión hacia el bar. Por norma, elegían hoteles cercanos al aeropuerto para verse. Por norma, la gente que se alojaba en esos lugares estaba de paso y buscaba en la mayoría de las ocasiones una noche divertida sin ataduras.

Cuando Mel entró en el bar, escaneó el lugar con decisión. Varias parejas charlaban amigablemente y algunos hombres o mujeres bebían solos en la barra. Ella buscaba un hombre y los observó con cuidado. El primero que vio no le valió, demasiado mayor y barrigón. El segundo no estaba mal, pero se quedó con el tercero: un ejecutivo de su edad. Acercándose hasta la barra, dijo, mirando al camarero:

—Un whisky doble con hielo.

No fallaba. Era pedir esa bebida una mujer y el hombre que estuviera al lado miraba sí o sí. Sin tiempo que perder, Mel sonrió y, tras un par de parpadeos, él giró su silla. Ella miró el reloj, la una y diez. Iba bien de tiempo.

Con una sonrisa en los labios, habló con el hombre. Su nombre era Ludvig. Era sueco y estaba de paso por Alemania. Era perfecto. Le explicó que trabajaba para una empresa de automóviles y que estaba de viaje visitando varios países. A la una y veinte Ludvig ya le había mirado el pecho en varias ocasiones y a la una y media ella ya le había puesto una mano en la pierna. A las dos menos veinte el sueco ya se había insinuado y Mel le había hecho su caliente propuesta de un trío. A las dos menos diez, el sueco aceptó y a la una y cincuenta y dos, Mel abría la puerta de su habitación y, mirando a Lodwud, que sonrió al verla entrar, comentó:

—Vamos, chicos…, quiero jugar.

Tras dos calientes asaltos con aquellos dos hombres, todo terminó. Mel despidió al sueco, que se fue encantado de la habitación. Cuando cerró la puerta y se volvió hacia Lodwud, éste, mirándola, caminó hacia ella y observó:

—Daiana, eres una chica… muy… muy mala.

Mel sonrió y, tocando su erección, asintió.

—Sí, Mike…, reconozco que lo soy.

A la mañana siguiente, Mel se fue al aeropuerto militar. Al llegar, un muchacho se acercó a ella y, tras saludarla con un movimiento de la mano, dijo:

—Buenos días, teniente Parker.

—Buenos días, sargento.

Él, con gesto serio, añadió:

—Teniente, el mayor Parker está al teléfono y quiere hablar con usted.

Sorprendida por la hora, Mel cogió el teléfono que le tendía y separándose unos metros, saludó:

—Buenos días, mayor.

—Teniente, ¿cómo fue ayer el vuelo?

Mel sonrió. Su padre. Aquel hombre al que muchos temían por su mal carácter, con ella era un padrazo, y respondió:

—Bien. Todo fue perfecto, como siempre.

—Me han dicho que ahora sales para Múnich.

—Sí.

—¿Has descansado lo suficiente?

Pensó en la noche loca que había pasado con Lodwud y afirmó:

—Sí, papá. He descansado.

Todos se preocupaban por ella y su vida. Algo innecesario. Mel se había convencido de que podía con todo lo que se propusiera y dijo:

—Papá, llevo fuera de casa doce días y estoy deseando ver a Sami y…

—Vale —la cortó—. Lo entiendo… lo entiendo. Pero habla con tu madre. Me ha llamado dos veces y ya sabes lo pesadita que se pone.

Al oír eso, Mel sonrió. Sus padres se habían separado hacía poco más de un año.

—Tranquilo. Lo haré.

—Por cierto, ¿has vuelto a pensar en lo de Fort Worth?

—No, papá…

—Debes hacerlo, Melanie. Quiero teneros cerca a ti y a la niña. Tu hermana regresará el año que viene y…

—¿Y mamá?

—Tu madre ya es mayorcita para saber qué quiere hacer —respondió él en tono cortante.

Mel sonrió y prefirió no preguntar más del tema, por lo que dijo:

—Papá, dejemos el asunto del traslado para otro momento.

—De acuerdo, hija. Pero recuerda, tu familia está aquí. En Alemania no tienes nada.

Para Cedric Parker no era fácil vivir tan lejos de sus hijas y de su mujer. Especialmente de Melanie, su mayor orgullo. Después de varios minutos hablando con su padre, ella cerró el móvil y cogió un sobre que le ofrecía el mismo militar que le había llevado el teléfono.

—Teniente, aquí tiene lo que solicitó.

Mel cogió con fuerza el sobre. Dentro estaban las llaves del helicóptero que la llevaría junto a su hija y, abriéndolo, preguntó:

—¿Todo bien por aquí, sargento?

El joven asintió y una vez la volvió a saludar con la mano, se dio la vuelta y se marchó. En ese instante llegaron Neill y Fraser.

—Joder…, dormiría un mes —murmuró Fraser rascándose los ojos.

—Yo también, tío. Estoy agotado.

La teniente Parker al oír a sus amigos sonrió.

—Vamos, muñequitas, montad en el helicóptero, quiero ver a mi hija —se mofó.

Aquel mismo día, después una hora de vuelo, llegaron al aeropuerto de Múnich sobre las nueve de la mañana. Allí, tras dejar el helicóptero en un hangar particular, con sus petates a cuestas, cogieron un taxi. Primero dejaron a Neill y después continuaron hacia la casa de Mel. Cuando llegaron, la madre de ésta la abrazó al verla.

—¡Qué alegría tenerte aquí de nuevo, cariño!

Dejándose abrazar, Mel cerró los ojos y, feliz, murmuró:

—Hola, mamá.

Segundos después, Luján saludó a Fraser mientras Mel soltaba su petate y corría a ver a su hija. Abrió con cuidado la puerta de la habitación y entró. Con una sonrisa, observó a la pequeña Samantha dormida en su cuna. Era preciosa. La niña más bonita que había visto nunca y, sin poder remediarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Era igualita a su padre. Su pelo, su sonrisa…

—Cariño —susurró Luján entrando en la habitación—. Vamos, he preparado algo de comer para ti y para Fraser. Seguro que estaréis hambrientos.

—En seguida voy, mamá. Dame un segundo.

Luján asintió. Le partía el alma ver la triste mirada de su niña al contemplar a su hija dormida. Todos habían intentado con ahinco que Mel rehiciera su vida, pero no había dado resultado. Se negaba. No podía olvidarse de Mike.

Cuando se quedó sola de nuevo en la habitación con su hija, con cuidado se acercó a ella, le tocó los rizos rubios y sonrió.

—Hola… —cuchicheó Fraser tras ella.

La conocía. La conocía muy bien y sabía que tras aquella dura apariencia de teniente del ejército de Estados Unidos, sufría. Nunca olvidaría su reacción cuando supo lo que le había sucedido a Mike. Su desesperación, sus lloros y su impotencia al enterarse tras su muerte de cosas poco agradables.

Embarazada de siete meses, Mel se encerró en sí misma y no quiso hablar de ello con nadie. Sólo era feliz cuando estaba con la pequeña Sami o pilotando su C-17. Pero a pesar de la felicidad que la niña le proporcionaba, sus ojos nunca más volvieron a brillar como lo hacían antaño. Desconfiaba de todos los hombres y eso sólo se lo debía a Mike. Al hombre que quiso y que la defraudó.

—¿Qué te parece cómo está la princesa? —preguntó Mel, tragándose sus lágrimas.

Fraser sonrió.

—Preciosa. ¿Cuánto tiempo tiene ya?

—Casi veinticinco meses.

Los dos se miraron en silencio y Mel murmuró:

—Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?

Ambos asintieron y Fraser, intentando desviar el tema, bromeó:

—Esta niña va a romper muchos corazones. Y te lo digo yo, que de eso sé mucho.

Se rieron y Fraser, cogiéndola por la cintura, murmuró:

—He hablado con mi azafata. Llegará al aeropuerto esta tarde.

—Perfecto.

Con cuidado, salieron de la habitación. Entraron en la cocina, donde Luján les había preparado una tortilla de patatas y, mientras comían, la mujer le dijo a su hija que debía regresar a Asturias. Su abuela, Covadonga, tenía que ir al médico y se había negado a hacerlo con Scarlett, su hermana.

—La abuela y Scarlett —rió Mel—. No quiero ni imaginármelas a las dos solas.

—Tu hermana en ocasiones es peor que tu abuela —dijo Luján—. Te lo puedo asegurar. Cuando se enfada, amenaza con marcharse a Fort Worth y tengo que convencerla de que no lo haga ante los gruñidos de tu abuela.

—Mamá, Scarlett terminará marchándose. Sabes que se trasladó a Asturias sólo por un tiempo.

—Lo sé, hija, lo sé.

Fraser las escuchaba, pero no decía nada. Hacía unos años, Scarlett y él habían tenido algo que sólo Mel conocía y que se rompió cuando Scarlett vio a su hermana sufrir por la pérdida de Mike. De un día para otro decidió dejar a Fraser y a éste no le quedó más remedio que aceptar. En su momento lo pasó fatal, pero finalmente lo aceptó. Aquélla era su vida y entendía que ella no quisiera formar parte de la misma.

Una hora después, el cansancio acumulado por el largo viaje se hizo evidente. Luján los miró a los dos y dijo:

—Fraser, Mel, ¡a descansar!

—Mamááááá…

Fraser soltó una risotada y mirando a la madre de su amiga, contestó:

—Gracias por la comida, pero yo me voy. Tengo planes con una preciosa mujer.

Luján sonrió y Fraser, levantándose, dijo:

—Ahora a dormir en la camita, mi teniente. Tienes cara de no haber descansado bien anoche.

Mel asintió. Su noche de sexo loco le estaba pasando factura. Entró con cuidado en la habitación y sonrió al ver a la pequeña sentada en la cuna.

La niña abrió sus bracitos y se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja.

—Mamiiiiiiiii.

Sin demora, la teniente Parker corrió a abrazar a su hija. Aspiró su olor a inocencia y sonrió encantada al escucharla hablar con su media lengua. Feliz, la sacó de la cuna y la dejó en la cama mientras ella se desnudaba y se ponía el pijama.

Una vez terminó, se metió en la cama con la pequeña y comenzaron a jugar. La risa de Sami era lo mejor. Lo más bonito que había en el mundo, y eso, como siempre, la llenaba de felicidad.

¡Qué maravilla estar con su hija en casa!

Pasados unos minutos, la pequeña se acurrucó contra su cuerpo y, contenta por estar junto a su mamá, se relajó y durmió. Con cariño, Mel observó el rostro plácido de su hija. Era preciosa, maravillosa, divina, y le dio un beso de amor en la frente.

Con cuidado de no despertarla, cogió su cartera, de donde sacó una carta. Una carta dolorosa, pero que releía cientos de veces. Con la luz de una linterna, la iluminó y leyó:

Mi querida Mel.

Si tienes esta carta en tus manos es porque nuestro buen amigo Conrad te la ha hecho llegar y eso significará que yo he muerto. Quiero que sepas que eres lo mejor que he tenido en mi vida a pesar de que en ocasiones me he comportado como un idiota contigo. Siempre has sido demasiado buena para mí y tú lo sabes, ¿verdad?

El motivo de esta carta es para disculparme por todo lo que vas a descubrir ahora de mí. Me avergüenza pensarlo, pero así es mi vida y ante eso nada puedo hacer, salvo pedirte disculpas y esperar que no me odies eternamente.

Deseo que conozcas a un hombre especial. Un hombre que te cuide, te lleve de fiesta con él, baile contigo, quiera a nuestro hijo y te dé esa familia que yo sé que tú siempre has querido formar. Espero que ese hombre sepa valorarte como yo no he sabido y que seas lo primero para él. Te lo mereces, Mel. Te mereces encontrar a una persona así. No todos son como yo y, aunque sabes que te quise a mi manera, también sabes que eso nunca fue suficiente para ti.

A nuestro bebé dile que su padre lo hubiera querido mucho, pero deja que quiera como a un padre a ese hombre que espero que algún día llegue a tu vida. Eres fuerte, Mel, y sé que saldrás adelante. Tienes que rehacer tu vida. Prométemelo y rompe esta carta después.

Os quiere,

Mike

Como siempre que terminaba de leer la carta, lloró y no la rompió.