VI

Cuando llegó a su cuarto amanecía. Abrió la ventana. Por el este, el Kavanagh iba recortándose poco a poco sobre un cielo ceniciento.

¿Cómo había dicho Bruno una vez? La guerra podía ser absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía era algo absoluto.

Estaba D’Arcángelo, por ejemplo. Estaba la misma Hortensia.

Un perro, basta.

La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la quebrada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pendientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, expediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nuevamente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron.

Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:

Palomita blanca,

vidalita,

que cruzas el valle,

vé a decir a todos,

vidalita,

que ha muerto Lavalle.

Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.

El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.

El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntando. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empezado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.

Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver.

“Nunca Oribe tendrá la cabeza”, le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.

Lentamente iba naciendo un nuevo día en la ciudad de Buenos Aires, un día como otro cualquiera de los innumerables que han nacido desde que el hombre es hombre.

Desde la ventana, Martín vio a un chico que corría con los diarios de la mañana, tal vez para calentarse, tal vez porque en ese trabajo hay que moverse. Un perro vagabundo, no muy diferente del Bonito, revolvía un tacho de basura. Una muchacha como Hortensia iba a su trabajo.

Pensó también en Bucich, en su Mack con acoplado.

Así que puso sus cosas en la bolsa marinera y bajó las escaleras rotosas.