Del Castillo, le dijo. Alejandra, le dijo. ¿Qué, cómo? Eran palabras sueltas, incoherentes, pero por fin muerte, incendio, despertaron el asombro de aquel hombre. Y aunque sintió que hablar con él de Alejandra era como el intento de rescatar una piedra preciosa de una mezcla de barro y excrementos, se lo dijo. Bueno, está bien. Y cuando llegó Bordenave, lo miró con una mirada inquisitiva que demostraba desconcierto y temor: un Bordenave muy distinto al de la primera vez. No podía hablar. Tome —le aconsejó. Su garganta estaba reseca y se sentía tan débil. Quería hablarle sobre… Pero se quedó sin saber cómo continuar, mirando el vaso vacío. Tome. Pero de pronto pensó que aquello era inútil y torpe: ¿de qué podrían hablar? Con el alcohol su cabeza se volvía cada vez más confusa y el mundo más caótico. Alejandra —dijo otra persona—. Sí, todo se volvía un caos. También aquel individuo era distinto: le parecía verlo solícito, inclinado hacia él, casi cariñoso. Muchos años analizó aquel momento ambiguo y después, cuando volvió del sur, lo comentó con Bruno. Y Bruno pensó que al maltratarla a Alejandra, Bordenave se vengaba no sólo por él mismo sino también por Martín, como esos bandidos de Calabria que robaban a los ricos para dar a los pobres. Pero, un momento, todavía no era nada claro todo aquello. Porque, en primer lugar, ¿por qué él mismo se vengaba de Alejandra? ¿De qué agravios, de qué insultos o humillaciones? Alguna palabra de las que a través de aquella confusión Martín recordaba era bien significativa: habló de desprecio. Pero a Bruno más bien le pareció que era odio y resentimiento hacia ella; y nadie desprecia a quien odia, pues se desprecia a quien de alguna manera es inferior y se experimenta resentimiento hacia seres que son superiores. De modo que Bordenave la maltrató o maltrataba (era difícil determinar el tiempo exacto del verbo con tan pocos elementos de juicio) para satisfacer un oscuro rencor. Rencor o sentimiento muy típico de cierto argentino que ve a la mujer como a un enemigo y que jamás le perdona un desaire o una humillación; desaire o humillación muy fácil de imaginar, conociendo a las dos personas en juego, pues era casi seguro que Bordenave tenía la suficiente inteligencia o intuición para comprender la superioridad de Alejandra, y era lo suficientemente argentino para sentirse humillado por sentirse incapaz de lograr algo más que el dominio del cuerpo de ella, por sentirse supervisado, ironizado y menospreciado en el plano para él inaccesible del espíritu de Alejandra. Y por la idea, aun más exasperante, de que ella lo utilizaba como seguramente utilizaba a muchos otros, como un simple instrumento: instrumento al parecer de una retorcida venganza que nunca llegó a comprender. Motivos todos por los cuales se sentiría inclinado a considerar con simpatía a Martín, no sólo por no considerarlo rival, no sólo por fraternidad ante el enemigo común, sino porque al herir a un muchacho tan desvalido Alejandra se volvía un ser más vulnerable, hasta el punto de poder ser atacado por el propio Bordenave. Como si odiando a un rico por su fortuna, y comprendiendo que ese sentimiento es bajo y deshonroso, aprovechase alguna de sus fallas más groseras (por ejemplo, su mezquindad) para detestarlo sin ninguna clase de escrúpulos. Pero nada de esto pudo cavilar en ese momento, sino mucho tiempo después. Fue como si le extrajesen el corazón y se lo machacaran contra el suelo con una piedra; o como si se lo arrancaran con un cuchillo mellado y luego se lo desgarraran con las uñas. Los sentimientos confundidos, la sensación de total insignificancia, el mareo, la confirmación inmediata de que aquel hombre había sido amante de Alejandra, todo contribuía a impedirle hablar. Bordenave lo miraba perplejo. Pero ¿para qué, además? Ella está ahora muerta —comentó—. Martín mantenía su cabeza hacia abajo. Sí, ¿para qué ese querer saber, ese absurdo deseo de ir hasta el fin? Martín no lo sabía y, aunque lo hubiese intuido oscuramente, tampoco habría podido expresarlo en palabras. Pero algo lo empujaba insensatamente. Bordenave lo consideraba, parecía pesar algo, medir la dosis de una droga tremenda.
—Tome —le decía, dándole coñac—, usted se siente mal. Tome.
Y como si de pronto hubiese tenido una inspiración, se dijo: “sí, quiero emborracharme, quiero morirme”, mientras oía que Bordenave le decía algo como “sí, en el otro piso, arriba, sabe”, mirándolo con cuidado mientras Martín volvía a tomar. Todo empezó pronto a moverse, sentía náuseas, las piernas se le aflojaban. Su estómago, vacío desde la noche del incendio, parecía llenarse de algo hirviente y repugnante. Y mientras haciendo un gran esfuerzo subía a aquel lugar infame, como entre sueños, a través del ventanal, vio el río. Y con una sensación de lástima hacia sí mismo y de ridículo, pensó: “nuestro río”. Se veía pequeño como un chiquilín y sentía pena, como si se tuviera delante. Y en la oscuridad pesada de aquel lugar no veía nada. Un intenso perfume aumentó sus ganas de vomitar entre todos aquellos almohadones en el suelo mientras Bordenave abría aquel placard que de pronto era un combinado y decía “muy débil”, agregando algo sobre el secreto y comentando “bandoleros, imagínese luego, estos documentos”, algo así como una trampa, y le pareció oír algo de negocios, el otro individuo era un sujeto de enorme importancia, que a él, a Bordenave, le interesaba mucho por el asunto de la fábrica de aluminio (y de paso, pensaba Bruno, quién sabe qué clase de venganza así armaba contra Alejandra, venganza tortuosa y masoquista, pero venganza al fin), y, como tenía que saberlo, ya que tanto se empeñaba, era bueno que lo supiera, ella sentía un grandísimo placer en acostarse por dinero, mientras ponía en funcionamiento aquel aparato, y él, Martín, sin siquiera poder pedirle a Bordenave que detuviera la máquina abominable, de modo que tuvo que oír palabras y gritos, y también gemidos, en una aterradora, tenebrosa e inmunda mezcla. Pero entonces una fuerza sobrehumana le permitió reaccionar y bajar corriendo como un perseguido, tropezando, cayendo, volviendo a levantarse y llegando por fin a la calle, donde el aire helado y la llovizna lo despertaron por fin de aquel hediondo infierno a una frígida muerte. Y empezó a ambular lentamente, como un cuerpo sin alma y sin piel, caminando sobre pedazos de vidrio y empujado por una multitud implacable.
No son ni siquiera doscientos hombres, y ni siquiera son soldados ya: son seres derrotados y sucios, y muchos de ellos ya tampoco saben por qué combaten y para qué. El alférez Celedonio Olmos, como todos ellos, cabalga ceñudo y silencioso, recordando a su padre, el capitán Olmos, y a su hermano, muertos en Quebracho Herrado.
Ochocientas leguas de derrotas. Ya no comprende nada, y las malignas palabras de Iriarte le vuelven constantemente: el general loco, el hombre que no sabe lo que quiere. ¿Y no había abandonado la Solana Sotomayor a Brizuela por Lavalle? Lo está viendo ahora a Brizuela: desgreñado, borracho rodeado de perros. ¡Que ningún enviado de Lavalle se acerque! Y ahora mismo ¿no marcha a su lado esa muchacha salteña? Ya nada entiende. Y todo era tan nítido dos años antes: la Libertad o la Muerte. Pero ahora…
El mundo se ha convertido en un caos. Y piensa en su madre, en su infancia. Pero vuelve a presentársele la figura del brigadier Brizuela: un mañero vociferante de trapo sucio. Los mastines lo rodean, rabiosos. Y luego vuelve a tratar de recordar aquella infancia.
Caminaba sin ver a su alrededor, mientras restos de pensamientos eran nuevamente fragmentados por violentas emociones, como edificios destruidos por un terremoto que son sacudidos por nuevos temblores.
Tomó un ómnibus y la sensación de que el mundo no tenía sentido se le presentó con mayor fuerza: un ómnibus que corría con tanta decisión y potencia hacia alguna parte que a él no le interesaba, un mecanismo tan preciso, técnicamente tan eficaz, llevándolo a él, que no tenía ningún objetivo ni creía ya en nada ni esperaba nada ni necesitaba ir a alguna parte; un caos transportado con horarios exactos, tarifas, cuerpos de inspectores, ordenanzas de tránsito. Y estúpidamente había tirado las inyecciones para el corazón y buscarlo ahora a Pablo para eso era como ir a un baile para encontrar a Dios o al Diablo. Pero el tren, el paso a nivel de la calle Dorrego, tal vez allí, un instante y se acabó, recordaba aquella vez el gentío, qué pasa, qué pasa, no se podía llegar hasta el centro del gentío, se oía qué horror, lo agarró descuidado, qué esperanza, qué está diciendo, se tiró adrede, se quiso matar y otro que gritaba aquí hay un zapato con un pie. O tal vez el agua, el puente de la Boca, pero el agua aceitosa allá abajo y acaso la posibilidad de dudar o arrepentirse en aquellos segundos de la caída, fragmentos de tiempo que pueden ser quién lo sabe existencias enteras, monstruosas y vastas como los segundos de una pesadilla. O encerrarse y abrir la llave del gas y tomar muchas píldoras como Juan Pedro, pero Nené dejó una rendija de la ventana, pobre Nené pensó con ironía cariñosa. Y su sonrisa en medio de la tragedia era como un solcito que fugazmente apareciera en un día tormentoso y frígido de grandes inundaciones y maremotos, mientras el guarda gritaba ¡terminal! y los últimos pasajeros bajaban qué, qué, dónde estaba, a ver sí, la avenida General Paz, eso es, una gran torre, de un zaguán salió un chiquilín corriendo y desde dentro una mujer, la madre seguramente, le gritaba te voy a dar bandido, y el chiquilín con su terror corrió hasta la esquina y allí dobló; tenía un pantaloncito marrón y un pullover colorado contra el cielo lluvioso y gris como una pequeña y transitoria belleza, por la misma vereda vio una muchacha de barrio con un impermeable amarillo y pensó va a hacer compras al almacén o facturas para tomar con mate, la madre o el padre jubilado le habría dicho linda tarde para matear con facturas, andá y compra algo, o acaso uno de esos muchachos que ellas llaman simpatía, que estaría franco y habría ido a charlar con ella, o a lo mejor la mandaba el hermano que tenía un tallercito por ahí mismo porque ahora veía un pequeño garaje donde había un hombre joven que podía ser el hermano con overall azul manchado de grasa y una llave inglesa en la mano que le decía al aprendiz andá Perico y pedile el cargador, y el aprendiz salía a paso rápido, pero todo era como un sueño y para qué todo: cargadores, llaves inglesas y mecánicos, y sentía pena por el chiquilín aterrorizado porque, pensaba, todos estamos soñando y entonces para qué ese castigo del chico y para qué arreglar autos y tener simpatías y luego casarse y tener hijos que también sueñen que viven y tengan que sufrir, ir a la guerra o luchar o desesperanzarse por simples sueños. Caminaba a la deriva, como un bote sin tripulantes arrastrado por corrientes indecisas, y realizaba movimientos mecánicos como los enfermos que han perdido casi totalmente la voluntad y la conciencia y sin embargo se dejan mover por los enfermeros y obedecen las indicaciones con oscuros restos de aquella voluntad y de aquella conciencia aunque no saben para qué. El 493, pensó, voy hasta Chacarita y después tomo el subte hasta Florida, después camino hasta el hotel. Así que subió al 493 y mecánicamente pidió boleto y durante media hora siguió viendo fantasmas que soñaban cosas activísimas, en la estación Florida salió por la calle San Martín, caminó por Corrientes hasta Reconquista y desde allí se dirigió al hospedaje Warszwa, Comodidades para Caballeros, subió por las escaleras sucias y rotas hasta el cuarto piso, y se arrojó sobre el camastro como si durante siglos hubiese recorrido laberintos.
Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes… ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo…
La oscuridad del crepúsculo se posesionaba sigilosamente de los rincones e iba haciendo desaparecer en la nada los colores y las cosas. El espejo del roperito, trivial y barato, fue asumiendo la misteriosa importancia que todos los espejos (baratos o no) asumen en la noche, como ante la muerte todos los hombres asumen la misma misteriosa profundidad, sean mendigos o monarcas.
Y sin embargo quería verla, todavía.
Encendió la luz del veladorcito y se sentó en el borde de su cama. Sacó la gastada foto de uno de los bolsillos interiores y, acercándose un poco más al velador, la contempló con cuidado, como si examinase un documento poco legible, de cuya correcta interpretación dependen acontecimientos de gran importancia. De los muchos rostros que (como todos los seres humanos) Alejandra tenía, aquél era el que más le pertenecía a Martín; o, por lo menos, el que más le había pertenecido: era la expresión profunda y un poco triste del que anhela algo que sabe, por anticipado, que es imposible; un rostro ansioso pero ya de antemano desesperanzado, como si la ansiedad (es decir, la esperanza) y la desesperanza pudieran manifestarse a la vez. Y, además, con aquella casi imperceptible pero sin embargo violenta expresión de desdén contra algo, quizá contra Dios o la humanidad entera o, más probablemente, contra ella misma. O contra todo junto. No sólo de desdén, sino de desprecio y hasta de asco. Y no obstante él había besado y acariciado aquella temible máscara en una época que ahora le parecía remotísima, aunque se hubiese prolongado hasta poco tiempo atrás; del mismo modo que apenas despertamos ya parecen estar a inconmensurable distancia las imprecisas imágenes que nos conmovieron en el sueño o que nos aterrorizaron en las pesadillas. Y ahora, muy pronto, aquel rostro desaparecería para siempre con la pieza, con Buenos Aires, con el universo entero, con su propia memoria. Como si todo no hubiese sido más que una gigantesca fantasmagoría levantada por un hechicero irónico, y malvado. Y mientras profundizaba en aquella imagen estática, en aquella especie de símbolo de la imposibilidad, en el caos de su cabeza parecía vislumbrar, aunque muy confusamente, la idea de que no se mataba por ella, por Alejandra, sino por algo más hondo y permanente que no alcanzaba a definir: como si Alejandra hubiese sido nada más que uno de esos falsos oasis que prolongan la desesperada travesía en un desierto y cuyo desvanecimiento puede impulsar a la muerte, siendo que la causa última de la desesperación (y por lo tanto de la muerte) no es el falso oasis sino el desierto, implacable e infinito.
Su cabeza era un torbellino, pero un torbellino lento y pesado, no de aguas transparentes (aunque furiosas) sino de una pegajosa mezcla de residuos, de grasa y de cadáveres descompuestos junto a bellas fotografías desamparadas y restos de queridos objetos, como en las grandes inundaciones. Se veía en una siesta solitaria, caminando por la ribera del Riachuelo, “como un guachito” (le había oído decir una vez a un vecino), triste y solitario, cuando, después de la muerte de su abuela había puesto todo su cariño en el Bonito, que corría delante de él, que saltaba y perseguía algún gorrión, que ladraba alegremente. “Qué feliz es ser perro”, había pensado entonces y se lo había dicho a don Bachicha, que lo había escuchado pensativo, fumando su pipa. Y de pronto, en medio de aquella confusión de ideas y sentimientos, también recordó un verso: no de Dante ni de Homero sino de un poeta tan callejero y tan humilde como el Bonito. “Dónde estaba Dios cuando te fuiste”, se había preguntado aquel desdichado. Sí, dónde estaba Dios cuando su madre saltaba a la cuerda para matarlo. Y dónde estaba cuando al Bonito lo aplastó el camión de la Anglo: a Bonito, a un pobre e insignificante ser en el mundo, echando sangre por la boca, con toda la parte posterior de su cuerpito convertido en una inmunda pasta y con sus ojos mirándolo tristemente a él, en su espantosa agonía como haciéndole una pregunta muda y humilde; un ser que ninguna culpa tenía que pagar, ni suya ni de los demás, tan pequeño y tan pobre cosa como para merecer al menos la justicia de una muerte apacible, adormecido en su vejez, rememorando algún charco en verano, alguna larga caminata por el borde del Riachuelo en tiempos remotos y felices. Y dónde estaba Dios cuando Alejandra estaba con aquella inmundicia. Y también vio de pronto aquella escena del noticioso que nunca había podido olvidar, del noticioso que Alvarez guardaba en su casa y que lo pasaba siempre, con una especie de masoquismo; y volvía a ver, siempre, siempre, aquel chico de siete u ocho años, en el éxodo a través de los Pirineos, en medio de la nieve, entre docenas de miles de hombres y mujeres huyendo hacia Francia, solo y desvalido, corriendo a torpes saltitos con su única pierna y su muletita improvisada, en medio de la aterradora y huyente multitud anónima, como si la pesadilla de los bombardeos en Barcelona no terminase nunca y como si no hubiese dejado únicamente su pierna allá, en alguna noche infernal y anónima, sino que desde días que parecían siglos hubiera ido dejando trozos de su alma, arrastrados por la soledad y el miedo.
Y súbitamente fue sacudido por la idea.
Surgió de su alma exaltada como una descarga entre negros nubarrones de tormenta. Si el universo tenía alguna razón de ser, si la vida humana tenía algún sentido, si Dios existía, en fin, que se presentase allí, en su propio cuarto, en aquel sucio cuarto de hospedaje. ¿Por qué no? ¿Por qué hasta había de negarse a ese desafío? Si existía, Él era el fuerte, el poderoso. Y los fuertes, los poderosos pueden permitirse el lujo de alguna condescendencia. ¿Por qué no? ¿A quién haría bien, no presentándose? ¿Qué clase de orgullo podría así satisfacer? Hasta la madrugada, se dijo con una especie de placer rencoroso: el plazo definido y fijo lo hacía sentir de pronto dotado de un terrible poder y aumentaba su resentida satisfacción, como si se dijera ahora vamos a ver. Y si no se presentaba, se mataría.
Se levantó agitado, como renovado por una vitalidad repentina y monstruosa.
Empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro, mordiéndose las uñas y pensando, pensando como en un avión que cayese a tierra dando vueltas vertiginosas y al que, merced a un esfuerzo sobrehumano, lograse enderezar precariamente. Y de pronto se quedó paralizado y en tensión por un indefinido pavor.
Además, si Dios se aparecía, ¿cómo lo haría? ¿Y qué sería? ¿Una presencia infinita y aterradora, una figura, un gran silencio, una voz, una especie de suave y tranquilizadora caricia? ¿Y si se aparecía y él era incapaz de advertirlo? Entonces se mataría inútil y equivocadamente.
El silencio en el cuarto era grande: apenas se oían los murmullos de la ciudad, allá abajo.
Pensó que cualquiera de esos murmullos podía ser significativo. Se sintió como si, perdido en medio de una agitada muchedumbre de millones de seres humanos, debiera reconocer el rostro de un desconocido que le trae un mensaje salvador y del que no sabe más que eso: que es el portador del mensaje que puede salvarlo.
Se sentó en el borde de la cama: tiritaba, su cara ardía. Pensó: No sé, no sé, que se presente de cualquier modo. De cualquier modo. Si existía y quería salvarlo, ya sabría cómo debería hacerlo para no pasar inadvertido. Este último pensamiento lo tranquilizó por un instante y se recostó. Pero en seguida la agitación recomenzó y pronto se hizo insoportable. Nuevamente empezó a recorrer su cuarto, cuando de pronto se encontró en la calle, caminando al azar, como un náufrago que perdidas todas sus fuerzas, echado en el fondo de su bote, deja que su bote sea arrastrado por la tempestad y los vientos huracanados.
Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.
¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.
Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.
Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. “Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo”, recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.
Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.
Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: “Cid de los ojos azules”.
Piensa Acevedo: “Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente”.
Piensa Pedernera: “Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar”.
Piensa Lacasa: “En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho”.
Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa “General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda”.
Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: “Dolores, murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.
Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.
Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.
Vagó sin rumbo, estuvo en cafetines del bajo que alguna vez había recorrido con Alejandra, y a medida que se emborrachaba el mundo fue perdiendo su forma y su solidez: sentía gritos y risas, luces penetrantes horadaban su cabeza, mujeres pintarrajeadas lo abrazaban, hasta que grandes masas de plomo rojo y algodonoso lo aplastaron hacia el suelo y ayudándose con su muletita improvisada avanzaba en medio de una inmensa llanura pantanosa, entre inmundicias y cadáveres, entre excrementos y cangrejales que podían tragarlo y devorarlo, tratando de pisar en firme, abriendo sus ojos desmesuradamente para poder moverse en aquella penumbra hacia aquel rostro enigmático, lejos, como a una legua de distancia, a ras del suelo, como una luna infernal que quisiera alumbrar aquel paisaje repugnante y agusanado, corriendo hacia allá con su muletita, hacia donde el rostro parecía esperarlo y de donde sin duda venía aquel llamado, corriendo y tropezando por la llanura, hasta que de pronto al levantarse lo vio ante sí, casi a su lado, repelente y trágico, como si de lejos hubiese sido engañado por alguna perversa magia y gritó y se incorporó violentamente en la cama. ¡Cálmese, niño! —le decía una mujer, sujetándolo de los brazos—, ¡cálmese ahora!
Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.
Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: “¡Han matado al general!”
Trataba de pensar, pero su cabeza estaba rellena de plomo líquido y basura. Ya pasa, niño, ya pasa —le decía—. Su cabeza le dolía como si gases a gran presión la forzasen como una caldera. Como a través de viejas y vastas enredaderas de telarañas espesas, advirtió que estaba en una pieza desconocida: frente a su cama entrevió a Carlitos Gardel, de frac, y otra foto, en colores también, de Evita y debajo un florero con flores. Sintió la mano de la mujer en su frente, como si le tomase la temperatura, como su abuela, infinitos años atrás. Empezó a oír el ruido de un calentador, la mujer se había separado de él y le daba presión, y el zumbido del calentador era cada vez más enérgico. También oyó un lloriqueo, de niño de pocos meses, ahí al costado, pero no tenía fuerzas para mirar. Nuevamente fue aplastado hacia el sueño. Por tercera vez se repitió. El mendigo avanzaba hacia él, murmurando palabras ininteligibles, ponía un hatillo en el suelo, lo desataba, lo abría y mostraba su contenido; un contenido que Martín se angustiaba por discernir. Sus palabras eran tan desesperadamente indescifrables como las de una carta que uno sabe que es decisiva para nuestro destino pero que el tiempo y la humedad han borroneado y la han vuelto ilegible.
En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.
Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde están los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?
“No saben a quién han matado en la noche “, dice Frías. “Han tirado en la oscuridad.” “Está claro”, piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órdenes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.
Dice el coronel Pedernera: “Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descansarán los restos de nuestro jefe”.
Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tiradores defender la retirada de la retaguardia, y luego emprenden la marcha final hacia el exilio.
Volvió a oír al nene que lloriqueaba. Bueno, bueno —dijo la mujer, sin dejar de darle el té—. Luego, cuando terminó, lo acomodó en la cama y entonces fue hacia el otro lado, hacia el lado de donde venía el lloriqueo. Canturreó. Martín hizo un esfuerzo y movió su cabeza hacia el costado: estaba inclinada sobre algo, que después vio que era un cajón. Vamos, vamos —decía—. Y canturreaba. Sobre el cajón que servía de cuna había un cromo: Cristo tenía, el pecho abierto como en una lámina Testut y mostraba su corazón con un dedo, en colores. Más abajo había unas estampitas de santos. Y cerca, en otro cajón, estaba el Primus, con una pava encima. Bueno, bueno —repitió con voz cada vez más apagada, y canturreaba un sonsonete, cada vez más imperceptiblemente. Después todo quedó en silencio, pero ella esperó aún un minuto más, siempre agachada sobre el chico, hasta cerciorarse de que dormía. Luego, tratando de no hacer ruido, se volvió hacia donde estaba Martín. Y se durmió —le dijo, sonriendo—. Y después, inclinándose un poco sobre él y poniéndole la mano sobre la frente, le preguntó: ¿Está mejor? Su mano era callosa. Martín hizo un signo afirmativo. Durmió tres horas. Martín empezaba a tener más lucidez. La miró: los sufrimientos y el trabajo, la pobreza y la desgracia no habían podido borrar del rostro de aquella mujer una expresión dulce y maternal. Se descompuso. Entonces les dije que lo trajeran acá. Martín enrojeció e intentó incorporarse. Pero ella lo retuvo. Espere un momento, quién lo corre. Sonriendo tristemente, agregó: Habló muchas cosas, niño. ¿Qué cosas? —preguntó Martín, avergonzado—. Muchas pero no se entendía bien —contestó la mujer, con timidez, mirando y tocando su pollera con cuidado, como si estuviera examinando una rotura casi invisible. El tono de su voz era el de la suave amonestación que suele tener en algunas madres. Al levantar sus ojos vio que Martín la observaba con una expresión de dolorosa ironía. Quizá ella lo comprendió, porque dijo: Yo también…, no vaya a creer. Vaciló un momento. Pero al menos ahora tengo trabajo acá y puedo tener al nene conmigo. Hay mucho trabajo, eso sí. Pero tengo esta piecita y puedo tener al nene. Volvió a examinar la rotura invisible y alisar la pollera. Y luego… —dijo, sin levantar la vista— hay tantas cosas lindas en la vida. Levantó su mirada y nuevamente encontró la expresión de ironía en la cara de Martín. Y ella volvió a emplear aquel tono de amonestación, mezclada a la compasión y al temor. Sin ir más lejos, míreme a mí, vea todo lo que tengo. Martín miró a la mujer, a su pobreza y su soledad en aquel cuchitril infecto. Tengo al nene —prosiguió ella tenazmente—, tengo esa vitrola vieja con unos discos de Gardel; ¿no le parece hermoso Madreselvas en flor? ¿Y Caminito? Con aire soñador, comentó: Nada hay tan hermoso como la música, eso sí. Dirigió una mirada al retrato en colores del cantor: desde la eternidad, Gardel, deslumbrante con su frac, también parecía sonreírle. Luego, volviendo hacia Martín, prosiguió con su censo: Después están las flores, los pájaros, los perros, qué sé yo… Lástima que el gato del café me comió el canario. Era una gran compañía. No nombra al marido pensó Martín, no tiene marido, o ha muerto o ha sido engañada por cualquiera. Casi con entusiasmo, dijo: ¡Es tan lindo vivir! Mire, niño: yo tengo veinticinco años y ya me da pena porque un día tendré que morirme. Martín la miró: había creído que tenía cuarenta años. Cerró los ojos y quedó pensativo. La mujer creyó que volvía a sentirse mal porque se acercó y nuevamente le puso la mano en la frente. Martín volvió a sentir aquella mano cubierta de callos. Y Martín comprendió que, tranquilizada, aquella mano permanecía un segundo más, torpe pero tiernamente, en una pequeña caricia tímida. Abrió los ojos y dijo: Me parece que el té me ha hecho bien. La mujer pareció sentir una extraordinaria alegría. Martín se sentó en la cama: Me voy —dijo—. Se sentía muy débil y muy mareado. ¿Se siente bien? —preguntó ella, preocupada—. Perfectamente. ¿Cómo se llama usted? Hortensia Paz paraservirausté. Yo me llamo Martín. Martín del Castillo.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique, regalo de su abuela. Le regalo este anillito. La muchacha se puso colorada y se negó. ¿No me dijo usted que en la vida hay alegrías? —preguntó Martín—. Si me acepta este recuerdo tendré una gran alegría. La única alegría que he tenido en el último tiempo. ¿No quiere que me ponga contento? Hortensia seguía vacilando. Entonces se lo puso en la mano y salió corriendo.