IV

Durante días rondó la casa, esperando que retiraran la vigilancia. Se limitaba a mirar desde lejos lo que quedaba de aquel cuarto en que había conocido el éxtasis y la desesperación: un esqueleto ennegrecido por las llamas al que intentaba acercarse la escalera de caracol como con un retorcido y patético gesto. Y cuando anochecía, sobre las paredes apenas iluminadas por el foco de la esquina se abrían los huecos de la puerta y de la ventana como cuencas de una calavera calcinada.

¿Qué buscaba, para qué quería entrar? No habría podido responder. Pero pacientemente esperó que aquella inútil vigilancia fuese retirada, y entonces, esa misma noche escaló la verja y entró. Con una linterna hizo el mismo recorrido que un milenio antes había hecho con ella por primera vez, en una noche de verano: bordeó el caserón y caminó hacia el Mirador. Todo aquel corredor, así como las dos piezas que estaban debajo del Mirador, y el depósito eran simples paredes negras y cenicientas.

La noche estaba fría y nublada, el silencio de la madrugada era profundo. Se oyó el eco lejano de una sirena de barco y luego nuevamente la nada. Durante un rato Martín permaneció inmóvil, pero agitado. Entonces (pero no podría ser sino el resultado de su imaginación tensa) oyó débil pero nítidamente la voz de Alejandra, que sólo dijo “Martín”. El muchacho, destruido, apoyó su cuerpo sobre la pared y así se mantuvo durante muchísimo tiempo.

Por fin pudo vencer aquel abatimiento y se encaminó hacia la casa. Sentía necesidad de entrar, de ver una vez más aquella estancia del abuelo donde de alguna manera parecía cristalizado el espíritu de los Olmos, donde desde viejos retratos ojos premonitorios de los de Alejandra miraban para siempre.

El zaguán estaba cerrado con llave. Volvió atrás y observó que una de las puertas estaba clausurada con cadena y candado. Buscó entre los restos del incendio una barra adecuada y con ella hizo saltar una de las argollas a la que estaba unida la cadena: no fue difícil, la vieja madera estaba podrida. Entró por el pasillo aquel, y a la luz de la linterna todo resultaba más disparatado, más semejante a una casa de remate.

En la pieza del viejo todo se mantenía igual, excepto la silla de ruedas, que faltaba: el viejo quinqué, los retratos al óleo de señoras con peinetones y caballeros pintados por Pueyrredón, la consola, el espejo veneciano.

Buscó la miniatura de Trinidad Arias y volvió a contemplar el rostro de aquella mujer hermosa cuyos rasgos aindiados parecían el murmullo secreto de los rasgos de Alejandra, un murmullo apagado entre conversaciones de ingleses y conquistadores españoles.

Le pareció estar ingresando en un sueño, como en aquella noche en que con Alejandra entraron en la misma habitación; sueño ahora ahondado por el fuego y por la muerte. Desde las paredes parecían observarlo aquel caballero y aquella dama de peinetón. El alma de guerreros, de locos, de cabildantes y sacerdotes fue entrando invisiblemente en la estancia y pareció que contaban historias de conquistas y batallas.

Y sobre todo, el espíritu de Celedonio Olmos, abuelo del abuelo de Alejandra. Allí mismo, quizá en ese sillón, ha recordado durante los años de su vejez aquella última retirada, aquella final, que ningún sentido tiene para los hombres sensatos, después del desastre de Famaillá, deshechas las fuerzas de la Legión por el ejército de Oribe, divididas por la derrota y la traición, enturbiadas por la desesperanza.

Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, senderos que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su sombrero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es ya celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imaginando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperanza y la muerte.

El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su caballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensurables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo herido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescencia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes mayúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto turbio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora ensuciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates parecidos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: “Nos abandonarán, estoy seguro”, mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.

“Están listos a traicionarnos”, piensan los del escuadrón porteño.

Sí. Hornos y Ocampo, que cabalgan juntos. Y los otros los observan y malician la traición o el abandono. Y cuando Hornos se separa de su compañero y se acerca al general todos tienen un mismo pensamiento. Lavalle ordena hacer alto, entonces, y aquellos hombres hablan. ¿Qué hablan, qué discuten? Y luego, mientras la marcha se reanuda, se propagan las palabras contradictorias y terribles: lo han emplazado, lo han querido persuadir, le han anunciado su separación. Y también cuentan que Lavalle dijo: “Si no hubiera más esperanzas ya no trataría de proseguir la lucha, pero los gobiernos de Salta y Jujuy nos ayudarán, nos proporcionarán hombres y pertrechos, nos haremos fuertes en la sierra: Oribe tendrá que distraer buena parte de su fuerza con nosotros, Lamadrid resistirá en Cuyo”.

Y entonces, cuando alguien murmura “Lavalle está ahora completamente loco” el alférez Celedonio Olmos desenvaina el sable para defender aquella última parte de la torre y se lanza contra aquel hombre, pero es detenido por sus amigos, y el otro es acallado y vituperado, porque, sobre todo (dijeron), sobre todo, es necesario mantenerse unidos y evitar que el general vea u oiga nada. “Como (pensó Frías) si el general durmiera y hubiese que velar su sueño, ese sueño de quimeras. Como si el general fuera un niño loco pero puro y querido y ellos fuesen sus hermanos mayores, su padre y su madre, y velasen su sueño.”

Y Frías y Lacasa y Olmos miran a su jefe, temerosos de que haya despertado, pero felizmente sigue soñando, cuidado por su sargento Sosa, el sargento invariable y eterno, inmune a todos los poderes de la tierra y del hombre, estoico y siempre callado.

Hasta que aquel sueño de las ayudas, de la resistencia, de los pertrechos, de los caballos y hombres es roto brutalmente en Salta: la gente ha huido, el pánico reina en sus calles, Oribe está a nueve leguas de la ciudad, y nada es posible.

“¿Lo ve, ahora, mi general?”, le dice Hornos.

Y Ocampo le dice: “Nosotros, los restos de la división correntina, hemos decidido cruzar el Chaco y ofrecer nuestro brazo al general Paz”.

Anochece en la ciudad caótica.

Lavalle ha bajado la cabeza y nada responde.

¿Qué, sigue soñando? Los comandantes Hornos y Ocampo se miran. Pero por fin Lavalle contesta:

Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. Y si nuestros amigos se retiran hacia Bolivia, debemos ser los últimos en hacerlo; debemos cubrir sus espaldas. Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria.

Los comandantes Piornos y Ocampo vuelven a mirarse y un solo y mismo pensamiento tienen: “Está loco”. ¿Con qué fuerzas podría cubrir esa retirada, cómo? Lavalle, con los ojos fijos en el horizonte, repite sin oír nada:

Los últimos.

Los comandantes Hornos y Ocampo piensan: “Lo mueven el orgullo, su maldito orgullo y acaso el resentimiento hacia Paz”. Dicen:

Mi general, lo sentimos. Nuestros escuadrones se unirán a las fuerzas del general Paz.

Lavalle los mira, luego inclina su cabeza. Sus arrugas aumentan en cada instante, años de vida y de muerte se desploman sobre su alma. Cuando levanta su cabeza y vuelve a mirarlos, ya es un viejo:

—Está bien, comandante. Les deseo buena suerte. Ojalá el general Paz pueda proseguir esta lucha hasta el fin, esta lucha para la que, al parecer, ya no sirvo.

Los restos de la división de Hornos se alejan al galope, observados en silencio por los doscientos hombres que quedan al lado de su general. Sus corazones están encogidos y en sus mentes hay un único pensamiento: “Ahora todo está perdido”. Sólo les queda esperar la muerte al lado del jefe. Y cuando Lavalle les dice: “Resistiremos, verán, haremos guerra de guerrillas en la sierra”, ellos permanecen callados, mirando hacia el suelo. “Marcharemos hacia Jujuy, por el momento. “ Y aquellos hombres, que saben que ir hacia Jujuy es desatinado, que no ignoran que la única forma de salvar al menos sus vidas es tomar hacia Bolivia por senderos desconocidos, dispersarse, huir, responden: “Bien, mi general”. Porque ¿quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al general niño?

Ahí van, ahora. No son ni doscientos esos hombres. Marchan por el camino real hacia la ciudad de Jujuy. ¡Por el camino real!