En la noche del 24 de junio de 1955, Martín no podía dormirse. Volvía a ver a Alejandra como la primera vez en el parque, acercándose a él; luego, caóticamente, se le presentaban en la memoria momentos tiernos o terribles; y luego, una vez más, volvía a verla caminando hacia él en aquel primer encuentro, inédita y fabulosa. Hasta que poco a poco fue embargándolo un pesado sopor y su imaginación comenzó a desenvolverse en esa región ambigua. Entonces creyó oír lejanas y melancólicas campanas y un impreciso gemido, tal vez un indescifrable llamado. Paulatinamente se convirtió en una voz desconsolada y apenas perceptible que repetía su nombre, mientras las campanas tañían con más intensidad, hasta que por fin golpearon con verdadero furor. El cielo, aquel cielo del sueño, ahora parecía iluminado con el resplandor sangriento de un incendio. Y entonces vio a Alejandra que avanzaba hacia él en las tinieblas enrojecidas, con la cara desencajada y los brazos tendidos hacia delante, moviendo sus labios como si angustiada y mudamente repitiera aquel llamado. ¡Alejandra!, gritó Martín, despertándose. Al encender la luz, temblando, se encontró solo en su pieza.
Eran las tres de la mañana.
Durante un tiempo permaneció sin saber qué pensar ni qué hacer. Por fin, empezó a vestirse, y a medida que lo hacía su nerviosidad aumentaba, hasta que se encontró precipitándose a la calle y corriendo a la casa de los Olmos.
Y cuando desde lejos entrevió sobre el cielo nublado el resplandor de un incendio, ya no tuvo ninguna duda. Corriendo con desesperación alcanzó a llegar hasta la casa, desplomándose entre la gente agolpada. Cuando recobró el conocimiento, en la casa de unos vecinos, corrió nuevamente hasta la casa de los Olmos, pero ya la policía había llevado los cadáveres, mientras los bomberos hacían sus últimos esfuerzos por localizar el incendio en el Mirador. De aquella noche Martín recordó hechos aislados y sin conexión: la idea que un idiota puede tener de una catástrofe. Pero los hechos parecen haber sucedido de este modo:
Alrededor de las dos de la madrugada, un hombre que bajaba (según declaró después) por la calle Patricios hacia el Riachuelo vio humo. Luego resultó, como siempre, que habían sido varios los que vieron humo o fuego o sospecharon algo. Una vieja que vive en un conventillo lindero declaró: “Duermo poco, de modo que sentí el olor del humo y le avisé a mi hijo que trabaja en TAMET y que duerme en la misma pieza y que tiene el sueño pesado pero me dijo que lo dejara en paz”, agregando con ese orgullo —pensaba Bruno— que la mayor parte de los seres humanos, sobre todo los viejos, ponen en el vaticinio de graves enfermedades o de mortales calamidades “y ya ven que tenía razón”.
Mientras se intentaba apagar el fuego en el Mirador, después que fueron retirados los cuerpos de Alejandra y su padre, la policía sacó de la casa al viejo don Pancho, envuelto en una manta, sobre su misma silla de ruedas. ¿Y el loco? ¿Y Justina?, se preguntaba la gente. Pero entonces vieron cómo traían a un hombre de pelo canoso y cabeza alargada en forma de dirigible; llevaba un clarinete en la mano y parecía demostrar cierta alegría. En cuanto a la vieja sirvienta india, mantenía su impasible rostro habitual.
Se pedía a gritos que despejaran la calle. Algunos vecinos colaboraban con los bomberos y la policía, rescatando muebles y ropas. Se observaba mucho movimiento y esa euforia con que la gente sigue las catástrofes que momentáneamente los arranca de una existencia gris y vulgar.
Bruno no pudo averiguar ninguna otra cosa digna de mención de lo que sucedió aquella noche.