XXXVII

Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Sólo sé que, cuando lo recobré, tuve la impresión de haber atravesado eras zoológicas y haber descendido hasta los abismos de algún océano profundísimo, arcaico y desconocido.

Al comienzo no comprendí dónde me hallaba, ni tampoco recordaba el largo peregrinaje hacia la Deidad, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza pesaba como si estuviera rellena de hierro y mis ojos turbios apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir una rara fosforescencia que, poco a poco, fui comprendiendo era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Pero una invencible pesadez en todos mis músculos me impedía moverme y hasta mover mi cabeza hacia los costados para reconocer el lugar en que me hallaba. Paulatinamente mi memoria parecía reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi peripecia: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, el descenso hacia la Deidad. Recién entonces advertí que la fosforescencia que me parecía bañar aquella habitación en que ahora estaba era la misma de la gruta o vientre de la gran estatua y la misma que parecía haberse producido en el cuarto de la Ciega cuando su reaparición.

Entonces ese recuerdo, como lo que poco a poco mis ojos iban vislumbrando en aquel techo y en aquellas paredes, me hicieron sospechar que volvía a encontrarme en el mismo cuarto de la Ciega del que había o creía haber escapado. Mis sentidos parecieron volver a recobrar su intensidad y, aunque no me atrevía a volver mi cabeza hacia la puerta, ahora tenía la sensación de que en el vano de aquella puerta estaba nuevamente la Ciega. Sin atreverme a dar vuelta mi cabeza, intenté verificar de reojo aquella sensación y aunque sin poder verificar detalles, entreví la figura hierática de una mujer.

Estaba nuevamente en el cuarto de la Ciega. Y todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas, mi marcha por la gran caverna y mi ascenso final hacia la Deidad habían sido, entonces, una fantasmagoría producida por las artes mágicas de la Ciega o de la Secta entera. Y, sin embargo, yo me resistía a admitirlo, pues aunque la gran planicie devastada y aquellas torres milenarias y aquella formidable estatua parecían más bien una pesadilla, en cambio mi descenso a las cloacas de Buenos Aires y mi marcha por los fangosos subterráneos habitados por monstruos tenían la fuerza y la precisión carnal de algo que yo sin duda había vivido: razón que me hacía pensar que también lo otro, el viaje hacia la Deidad, no había sido un sueño sino un hecho realmente vivido. En aquel momento no estaba ni con la lucidez suficiente ni con la necesaria calma para analizar el hecho, pero ahora pienso que de verdad yo viví todo aquello y que aun en el caso de que nunca saliera del cuarto de la Ciega, sus poderes me lo hicieron realizar sin moverme, tal como es habitual en todas las magias de las culturas primitivas: el cuerpo duerme o parece dormir, mientras el alma viaja por territorios remotos. ¿No era concebida el alma como un pájaro que puede volar hacia tierras lejanas? Escapada de su cárcel hecha de carne y tiempo, puede entonces salir al cielo intemporal, donde no hay ni antes ni después y donde los hechos que luego sucederán, o parecerán suceder a su propio cuerpo, están ahí, eternizados como estatuas de la Calamidad o el Infortunio. De manera que si todo sueño es un vagar del alma por esos territorios de la eternidad, todo sueño, para quien sepa interpretarlo, es un vaticinio o un informe de lo que vendrá. Y así en aquel viaje supe, como Edipo lo supo de labios de Tiresias, cuál era el fatal fin que me estaba reservado.

Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que apenas se oían en aquel silencio, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exacerbados que me lo anunciaban. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, percibía no obstante su perversa aproximación. Y cerrando los ojos, como si quisiera así evitar el acto que había de producirse, me decía: “ya está a tres pasos de mi cania”, “ya está a dos”, “ya está a mi lado”. Sentí entonces la presencia de aquel ser a los pies de mi cama. No quería abrir mis ojos, pero sabía que estaba allí, observándome, en una espera que se hizo intolerable.

Hecho curioso: tenía la sensación de que aquella mujer había llegado hasta mí en virtud de un oscuro pero tenaz llamamiento de mi propio ser. Todavía ahora no sé cómo explicarlo: era cierto que yo parecía prisionero de la Secta y que aquella mujer que ahora estaba a mi lado y con la que yo tendría la más tenebrosa de las cópulas parecía ser parte y el comienzo del Castigo que la Secta me tenía destinado; pero también era cierto que era el final de una larga persecución que yo, por mi propia voluntad, había larga, paciente y deliberadamente llevado a cabo a lo largo de muchos años.

Se me antojaba como un doble y curioso acto de magnetismo, yo había sido llevado como un sonámbulo a aquellos dominios secretos de la Secta, pero también parecía como si durante años y años hubiese proyectado mis fuerzas más oscuras y profundas para convocar, finalmente, en aquel cuarto de Belgrano, a la mujer que en cierto modo más había deseado en mi vida.

Una compleja sensación, pues, me paralizaba y embriagaba a la vez: una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de sensualidad. Y cuando por fin pude abrir mis ojos vi que estaba desnuda ante mí, y de su cuerpo parecía irradiar un fluido eléctrico que llegaba hasta mi cuerpo y despertaba mi lujuria.

¿Y cómo y mediante qué medios aquella mujer podía ser el Castigo que, desde épocas inmemoriales, la Secta Sagrada había imaginado, sádicamente preparado, y ahora lanzaba contra mí? Con pavor, y a la vez con esperanza que debería llamar negra (la esperanza que ha de existir en el Infierno), vi cómo aquella serpiente se disponía a acostarse conmigo. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de la punta de los mástiles la espectral electricidad de los fuegos de San Telmo; así veía ahora cómo aquella fluorescencia magnética que irradiaba la habitación se desprendía de la punta de sus dedos, de sus cabellos, de sus pestañas, de las vibrantes puntas de sus pechos: anhelosos como brújulas de cálida carne ante la cercanía del poderoso imán que los había atraído a través de territorios oscuros y delirantes.

¡Serpiente Negra poseída por los demonios y sin embargo dotada de alguna sagrada sabiduría!

Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora, veía cómo se acercaba lenta y voluptuosamente. Y cuando por fin sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga eléctrica de la Gran Raya Negra que habita en los fondos submarinos.

Un poderoso relámpago me deslumbró y por un instante tuve la vertiginosa y ahora inequívoca revelación: ¡ERA ELLA! En aquel instante fugaz mi mente era un torbellino, pero ahora, mientras espero la muerte medito sobre el misterio de aquella encarnación, quizá semejante al que convocado por un deseo imperioso se apodera del cuerpo de una médium; con la diferencia de que no sólo el espíritu sino el propio cuerpo adquiría los caracteres invocados. Y también pienso si era mi oscura e indeliberada voluntad la que pacientemente había suscitado aquella encarnación que la Ciega perversamente me facilitaba o si la Ciega y todo aquel Universo de Ciegos, al que ella pertenecía era, al revés, una formidable organización a mi servicio, para mi voluptuosidad, mi pasión y finalmente mi castigo.

Pero aquel instante de lucidez fue apenas un relámpago que iluminó los abismos. Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo preciso de mi existencia real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad: porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel diabólico ayuntamiento, pues en aquel antro no había noche ni día y todo fue una única e infernal jornada.

No dudo ahora de que aquel ser tenía la facultad de manejar los poderes inferiores; que, si es que no crean la realidad, son en cualquier caso capaces de levantar terribles simulacros fuera del tiempo y del espacio, o, dentro de ellos, transformándolos, invirtiéndolos o deformándolos. Asistí a catástrofes y a torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), sentí que mi tiempo se detenía confiriéndome la visión de la eternidad, tuve edades geológicas y recorrí las especies: fui hombre y pez, fui batracio, fui un gran pájaro prehistórico. Pero ahora todo es confuso y me es imposible rememorar exactamente mis metamorfosis. Tampoco es necesario: siempre volvía, obsesiva, monstruosa, fascinadora y lúbrica, la misma y reiterada unión.

Creo recordar un turbulento y caliente paisaje de esos que imaginamos en períodos arcaicos de nuestro planeta, entre gigantescos heléchos: una luna turbia y radiactiva iluminaba un mar de sangre que lamía playas amarillentas. Y más allá de la playa, se extendían inmensos pantanos en los que flotaban aquellas mismas victorias regias que había visto en mi otro sueño. Como un centauro en celo corrí por aquellas arenas ardientes, hacia una mujer de piel negra y ojos violetas que me esperaba aullando hacia la luna. Sobre su cuerpo renegrido y sudoroso veo todavía su boca y su sexo, abiertos y sangrientamente rojos. Entré furiosamente en aquel ídolo y entonces tuve la sensación de que era un volcán de carne, cuyas fauces me devoraban y cuyas entrañas llameantes llegaban al centro de la tierra.

Todavía sus fauces chorreaban mi sangre cuando esperaba un nuevo ataque. Como un unicornio lúbrico corrí por los arenales ardientes hacia la mujer negra, que me esperaba aullando a la luna. Atravesé lagunas y pantanos fétidos, cuervos negros se levantaron chillando a mi paso y entré finalmente en la deidad. Nuevamente sentí que era un volcán de carne que me devoraba, y todavía estaban sus fauces chorreando sangre cuando esperaban, aullando, el nuevo ataque.

Entonces fui una serpiente que atravesaba las arenas sibilantes y eléctricas. De nuevo espanté a fieras y pájaros, y entré con salvaje furia en su cavidad. Una vez más sentí el volcán de carne, que se hundía hasta el centro de la tierra. Luego fui pez-espada.

Después, pulpo, con ocho tentáculos que entraron sucesivamente en lo deidad, y sucesivamente fueron devorados por el volcán carne.

La deidad volvía a aullar y volvía a esperar mis ataques.

Fui entonces vampiro. Ansioso de venganza y sangre, me lancé con furia sobre la mujer de piel negra y ojos violetas. Siento el volcán de carne que abre sus fauces para devorarme y siento que sus entrañas llegan al centro de la tierra. Y todavía sus fauces estaban chorreando sangre cuando ya me precipitaba nuevamente sobre ella.

Fui entonces sátiro gigante, luego una tarántula enloquecida, después una lujuriosa salamandra. Y siempre fui tragado por el furioso volcán de carne hirviente. Hasta que se desencadenó una espantosa tormenta. Entre relámpagos, en medio de una lluvia de sangre, la deidad de piel negra y ojos violetas fue prostituta sagrada, caverna y pozo, pitonisa y virgen propiciatoria. El aire electrizado y barrido por el huracán se llenó de alaridos. Sobre los arenales calientes, en medio de una tempestad de sangre, debí satisfacer su lujuria como mago, como perro hambriento, como minotauro. Y siempre para ser devorado. Luego fui también pájaro de fuego hombre-serpiente, rata fálica. Y aún más, debí convertirme en nave con mástiles de carne, en campanario lúbrico. Y siempre para ser devorado. La tempestad entonces se hizo inmensa y confusa: bestias y dioses cohabitaban con la deidad, junto conmigo. El volcán de carne fue entonces desgarrado a cornadas por minotauros, cavado ávidamente por ratas gigantescas, sangrientamente devorado por dragones.

Sacudido por los rayos, temblaba todo aquel territorio arcaico, encendido por los relámpagos, barrido por el huracán de sangre. Hasta que la funesta luna radiactiva estalló como un fuego de artificio: pedazos, como chispas cósmicas, se precipitaron a través del espacio negro, incendiando los bosques; un gran incendio se desató, y propagándose con furia inició la destrucción total y la muerte. Entre oscuros clamores, sangrantes jirones de carne crepitaban o eran arrojados a las alturas. Territorios enteros se abrieron o se convirtieron en cangrejales, en que se hundieron o eran devorados vivos hombres y bestias. Seres mutilados corrían entre las ruinas. Manos sueltas, ojos que rodaban y saltaban como pelotas, cabezas sin ojos que buscaban a tientas, piernas que corrían separadas de sus troncos, intestinos que se enredaban como lianas de carne e inmundicia, úteros gimientes, fetos abandonados y pisoteados por la muchedumbre de monstruos y bazofia. El Universo entero se derrumbó sobre mí.