A medida que fui avanzando aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en que creí haber estado era en verdad un formidable anfiteatro que se abría sobre una grandiosa planicie iluminada mortecinamente por una luz entre rojiza y violácea.
Cuando salí del anfiteatro lo suficiente como para abarcar con mi mirada aquel cielo desconocido, vi que la luminiscencia provenía de un astro acaso cien veces más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que era uno de esos astros ya cercanos a la muerte y que, con los últimos restos de su energía, bañan los frígidos y abandonados planetas de su universo con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran habitación silenciosa, produce una chimenea cuyos leños se han consumido y apenas perduran las brasas finales, rodeadas y casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor rojizo que, en el silencio de la noche, nos sume siempre en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y países remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar sobre un lago de imprecisas ensoñaciones, en una balsa que a la deriva nos lleva sobre un profundo y crepuscular océano de aguas apenas vivientes.
¡Comarca de melancolía!
Abrumado por la desolación y el silencio, quedé largo tiempo inmóvil, contemplando aquel vasto territorio.
Hacia la región que parecía ser el poniente sobre el violáceo crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una grandiosa tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes que parecían desgarrados y deshilachados algodones empapados en sangre, se recortaban extrañas torres de colosal altura; derruidas por los milenios y acaso, también por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre territorio. Esqueletos de altas hayas, cuyas espectrales siluetas cenicientas contrastaban sobre el rojo sangre de aquellas nubes, parecían indicar que un incendio planetario había sido el comienzo o el fin de aquella catástrofe.
Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su centro umbilical brillaba un faro fosforescente, que habría jurado yo que parpadeaba, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos.
Tuve la certeza de que allí tendría acabamiento mi largo peregrinaje y que, tal vez, en aquel reducto poderoso encontraría por fin el sentido de mi existencia.
Hacia el septentrión, el melancólico páramo terminaba en una cordillera lunar, que seguramente llegaba a elevarse hasta veinte o treinta mil metros de altura. La cordillera parecía la espina dorsal de un monstruoso dragón petrificado.
Hacia el borde meridional de la planicie, en cambio, sobresalían cráteres que también recordaban los circos lunares. Apagados y al parecer frígidos, se perdían sobre la pampa mineral hacia los ignotos territorios del sur. ¿Eran aquellos volcanes apagados los que en otro tiempo habían arrasado y calcinado la comarca en sus torrentes de lava?
Desde donde yo estaba, alucinado y estático, no era dable advertir si aquellas colosales torres se levantaban aisladas en la planicie (torres acaso sagradas de ritos desconocidos) o si, por el contrario, se erigían en medio de chatas ciudades muertas que, desde allí parecían inexistentes.
El Ojo Fosforescente parecía llamarme y pensé que me era fatal marchar hacia la gran estatua en cuyo vientre estaba.
Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía. Y yo sentía la penosa y sorda sensación de que se hubiese encogido y endurecido ante la vista de aquel aciago paisaje. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oía en aquel imperio fúnebre, y una indecible melancolía se levantaba como una bruma de aquel territorio de misterio y desolación.
¿Serían realmente solitarias aquellas altísimas torres? Por un instante imaginé que en tiempos pasados podían haber sido el reducto de gigantes feroces y misántropos.
Pero el Ojo Fosforescente seguía atrayéndome y poco a poco aquella atracción fue venciendo mi anonadamiento, hasta que comencé a marchar hacia la región de las torres.
Durante un tiempo que me es imposible calcular, porque el astro declinante permanecía fijo en el tormentoso firmamento, marché por la gran planicie plateada.
Y a medida que avanzaba, veía que nada era viviente, que todo había sido calcinado por la lava o petrificado por las ardientes cenizas que aquel cataclismo cósmico había lanzado en edades pretéritas.
Y cuanto más cerca estaba de las torres, mayor era su majestad y su misterio. Eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de Buenos Aires. La piedra de que estaban construidas era negra, quizá de basalto, y de ese modo se destacaban con solemnidad sobre aquella planicie cenicienta y contra aquel violáceo desgarrado por las deshilachadas nubes de color púrpura. Y aun derruidas por los milenios y la catástrofe, su altura era imponente.
En el centro distinguía ahora con nitidez la estatua de una deidad desnuda en cuyo vientre brillaba el Ojo Fosforescente.
Las veintiuna torres parecían formar guardia en torno de ella.
La deidad estaba hecha de piedra ocre. Su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en negro brillante basalto. Sus manos y sus pies terminaban en poderosas garras. La deidad no tenía rostro, pero en el lugar del ombligo refulgía el gigantesco ojo que me había guiado y atraído: ese ojo podía ser una enorme piedra preciosa, tal vez un rubí, pero más bien se me ocurría el reflejo cambiante de un fuego interior y perpetuo, porque su brillo parecía tener vida; lo que en medio de aquella lúgubre desolación producía un escalofrío de pavor y fascinación.
Era una deidad terrible y nocturna, un espectral demonio que debía de tener el poder supremo sobre la vida y la muerte.
La planicie mineral se iba poblando de mortales restos a medida que me acercaba al gran recinto de la diosa: un calcinado y estático museo del horror. Vi hidras que en un tiempo habían sido vivientes y que ahora estaban petrificadas, ídolos de ojos amarillos en silenciosas mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idolatría con indescifrables inscripciones.
Era una comarca donde parecía celebrarse una sola y petrificada Ceremonia de la Muerte. Me sentí de pronto tan horrendamente solo que grité. Y mi grito, en aquel silencio mineral y fuera de la historia, resonó y pareció atravesar centurias y generaciones desaparecidas.
Luego volvió a imperar el silencio.
Entonces comprendí que debía llegar hasta el final: el ojo de la deidad refulgía y me llamaba inequívocamente, con siniestra majestad.
Las veintiuna torres eran los vértices de una muralla poligonal, hacia la que me acerqué en jornadas crecientemente agotadoras. Y a medida que la distancia disminuía su altura era más pasmosa. Cuando estuve a sus pies y dirigí la mirada hacia lo alto, calculé que aquella muralla, al parecer impenetrable, tenía la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran probablemente cien veces más altas.
YO SABÍA que en el gigantesco perímetro debía existir una entrada para que yo pudiese entrar en el recinto. Y QUIZÁ SOLAMENTE PARA ESO. Ahora mi espíritu estaba como alucinado por la absoluta certeza de que todo aquello (las torres, la desolada comarca, el recinto de la deidad, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que sólo por esa espera no se había derrumbado hacia la nada. De modo que una vez que yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un simulacro milenario.
Esta convicción me daba fuerzas para consumar el largo peregrinaje en busca de la puerta.
Y así, después de marchar durante agotadoras jornadas por aquel perímetro colosal, di finalmente con ella.
En la puerta se iniciaba una escalinata de piedra que conducía hacia el Ojo Fosforescente. Miles de escalones debería subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme. Pero el fanatismo y la desesperación me poseían salvajemente y empecé el ascenso.
Durante un tiempo que tampoco pude precisar (porque el astro permanecía siempre en el mismo lugar, iluminando aquel territorio sin tiempo), subí la innumerable escalinata, y mis pies destrozados y mi corazón oprimido midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio de la planicie calcinada del paisaje de ídolos y árboles petrificados, teniendo a mis espaldas la gran Cordillera del Norte.
Nadie, pero nadie, me ayudaba con sus plegarias. Ni siquiera con su odio.
Era una lucha titánica que YO SOLO debía librar, en medio de la indiferencia pétrea de la nada.
El Ojo Fosforescente aumentaba su tamaño a medida que yo escalaba la inmortal escalera. Y cuando por fin llegué ante Él, el cansancio y el pavor me hicieron caer de rodillas.
Así permanecí un tiempo.
Entonces, una Voz que parecía salir de aquel Ojo, cavernoso e imperial, dijo:
—AHORA ENTRA. ÉSTE ES TU COMIENZO Y TU FIN.
Me incorporé y, ya enceguecido por el rojo resplandor, entré.
Un fulgor intenso pero equívoco, como es característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo túnel ascendente, en que me fue preciso trepar reptando sobre mi vientre. Y aquel fulgor provenía de la boca terminal como de una misteriosa gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, luminosidad fantasmal pero poderosa, semejante a la que en las noches de los trópicos, navegando sobre el mar de los Sargazos, había entrevisto yo mirando con ahínco hacia las profundidades oceánicas. Combustión fluorescente de algas que en el silencio de las fosas submarinas alumbran regiones pobladas de monstruos; monstruos que no salen a la superficie sino a insólitas y temibles ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos que tienen la fatalidad de pasar en sus cercanías; sucediendo que esas tripulaciones enloquecen y se arrojan al agua, de modo que las naves, abandonadas a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegan luego durante años o décadas a la deriva, fantasmales y ambiguas, llevadas y traídas al azar por las corrientes marinas y por los vientos; hasta que las lluvias, los tifones de los mares orientales, el poderoso sol de los trópicos, los monzones del Mar índico y el tiempo (simplemente el Tiempo), pudre y desgarra sus cascos y sus mástiles, hasta que todo concluye carcomido por la sal y por el yodo, por los hongos y por los peces; y sus restos finales desaparecen en las profundidades oceánicas, muchas veces cerca del mismo monstruo que inició la catástrofe y que, atenta y perversamente, inexorable, vigiló durante años y años la desvaída y absurda peregrinación de aquella nave condenada.
¿Qué podía haber en aquella gruta que me recordaba los desgarrados años de búsqueda en aquel oscuro barco de carga, navegando bajo las estrellas del Caribe?
Algo me sucedió a medida que ascendía por aquel resbaladizo, crecientemente cálido y sofocante túnel: mi cuerpo se iba convirtiendo en el cuerpo de un pez. Mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas y sentí que mi piel se cubría de duras escamas.
El resplandor que había al cabo del pasadizo se hacía más intenso: me atraía y a la vez me aterraba. Y en el silencio sobrecogedor, me parecía percibir nuevamente aquel lejano quejido o llamado, algo que me recordaba, pero como en un sueño, hechos remotísimos que no podía precisar.
Mi cuerpo-pez apenas podía ya deslizarse por aquel agujero y ya no subía por mi propio esfuerzo, pues me era imposible siquiera mover mis aletas: poderosas contracciones de aquel angustioso túnel que ahora era como de caucho me apretaban pero también me llevaban, con incontenible fuerza de succión, hacia el extremo alucinante. Hasta que, de pronto, perdí el conocimiento-pez. Vastas regiones planetarias e inmensas cantidades de tiempo fueron con furia absorbidas. Pero en los pocos segundos que duró el ascenso hacia aquel Centro, pasaron ante mi conciencia una vertiginosa muchedumbre de rostros, catástrofes y países. Vi seres que parecían contemplarse aterrorizados, nítidamente vi escenas de mi infancia montañas de Asia y África de mi errabunda existencia, pájaros y animales vengativos e irónicos, atardeceres en el trópico, ratas en un granero de Capitán Olmos, sombríos prostíbulos, locos que gritaban palabras decisivas pero desdichadamente incomprensibles, mujeres que mostraban lúbricamente su sexo abierto, caranchos merodeando sobre hinchados cadáveres en la pampa, molinos de viento en la estancia de mis padres, borrachos que hurgaban en un tacho de basura y grandes pájaros negros que se lanzaban con sus picos filosos sobre mis ojos aterrados.
Todo aquello, supongo yo, pasó en segundos. Luego perdí el conocimiento y sentí que me asfixiaba. Pero entonces mi conciencia pareció ser reemplazada por una poderosa aunque oscura sensación: la sensación de haber entrado por fin en la gran caverna y de haberme hundido en sus aguas cálidas, gelatinosas y fosforescentes.