Tropezando en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en otra habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación, mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió.
Recuerdo que en medio de mi caos pensé: “estoy perdido”. Y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en una laberíntica construcción de donde jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. “No debo perder mi lucidez”, pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fui hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable.
Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz de mi encendedor era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente.
Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en una escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterráneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.