No sé si como consecuencia del cansancio, la tensión de la espera durante tantas horas o el aire impuro, lo cierto es que empezó a dominarme una modorra creciente y por fin caí, o ahora me parece haber caído, en un entresueño turbio y agitado: pesadillas que no terminan nunca de configurarse, mezcladas o alimentadas de recuerdos semejantes a la historia del ascensor, o la de Louise.
Recuerdo que en cierto momento creí que me asfixiaba y, desesperado, me levanté, corrí hacia las puertas y me puse a golpearlas con furia. Luego me quité el saco y más tarde la camisa, porque todo me pesaba y me ahogaba.
Hasta ahí recuerdo todo con nitidez.
No sé, en cambio, si fue a raíz de mis golpes y de mis gritos que abrieron la puerta y apareció la Ciega.
La veo aún, recortada sobre el vano de la puerta, en medio de una luminosidad que me pareció algo fosforescente: hierática. Había en ella majestad, y emanaba de su actitud y sobre todo de su rostro una invencible fascinación. Como si en el vano de la puerta hubiera, enhiesta y silenciosa, una serpiente con sus ojos clavados en mí.
Hice un esfuerzo para romper el hechizo que me paralizaba: tenía el propósito (seguramente desatinado, pero casi lógico si se tiene en cuenta mi falta de esperanza en cualquier otra cosa) de lanzarme contra ella, derribarla si era preciso y correr buscando una salida hacia la calle. Pero la verdad es que apenas podía mantenerme en pie: un sopor, un gran cansancio se fue apoderando de mis músculos, un cansancio enfermizo como el que se siente en los grandes accesos de fiebre. Y, en efecto, mis sienes me latían con creciente intensidad, hasta que en un momento dado pareció que mi cabeza iba a estallar como un gasómetro.
Un resto de conciencia me decía, no obstante, que si no aprovechaba esa oportunidad para salvarme, nunca más podría hacerlo.
Junté con tensa voluntad todas las fuerzas de que disponía y me precipité sobre la Ciega. La aparté con violencia y me lancé a la otra habitación.