XXV

Estas imaginaciones ocuparon, junto a otros recuerdos referentes a mis pesquisas sobre los ciegos, aquella jornada. Cada cierto tiempo volvía a pensar en la Ciega, en su desaparición y en el encierro consiguiente. Cavilando en el drama del ascensor, en algún momento llegué a pensar que mi castigo podría consistir en la muerte por hambre en aquel cuarto desconocido; pero en seguida comprendí que ese castigo sería llamativamente benévolo al lado del castigo impuesto a aquellos dos infelices. ¿Morirse de hambre en la oscuridad? ¡Vamos! Casi me reí de mi esperanza.

En un momento de meditación, en medio del silencio, me pareció oír voces apagadas a través de una de las puertas. Me levanté con sigilo y, caminando sin zapatos, me acerqué a la puerta aquella, puerta que presumiblemente daba a la habitación anterior. Con delicadeza puse mi oído sobre la hendidura: nada. Luego, tanteando sobre las paredes, llegué hasta la otra puerta y repetí la operación: me pareció que, en efecto, los que estaban hablando se detenían en el momento mismo en que yo coloqué mi oído. Sin duda habían percibido mis movimientos a pesar de mi cuidado. No obstante, permanecí largo rato con el oído atento sobre la ranura. Pero me fue imposible sentir el más leve rumor de voces o movimientos. Supuse que del otro lado, el Consejo de Ciegos estaba reunido y paralizado, esperando que yo desistiera de mi necio propósito. Comprendiendo que nada ganaría con mi espionaje, fuera de irritar todavía más a aquella gente, volví sobre mis pasos, esta vez con menor cuidado, ya que de todos modos presumí que me habían reconocido. Me eché sobre la cama y decidí fumar. ¿Qué otra cosa podía hacer? De cualquier manera, estaba seguro de que aquel conciliábulo anunciaba alguna próxima decisión sobre mí.

Hasta ese momento había resistido mi deseo, para no consumir los recursos de oxígeno, que según mis cálculos, me proporcionaba la débil corriente de aire a través de las rendijas. Pero, pensé, ¿qué otra cosa mejor podía suceder-me, a esa altura de los acontecimientos que morir asfixiado con humo de cigarrillo? Desde ese instante, empecé a fumar como una chimenea, con el resultado de que el ambiente se fue enrareciendo más y más.

Pensaba, recordaba. Sobre todo venganzas de la Secta. Y volví entonces a analizar el caso Castel, caso que no sólo fue muy notorio por la gente implicada sino por la crónica que desde el manicomio hizo llegar el asesino a una editorial. Me interesó poderosamente por dos motivos: había conocido a María Iribarne y sabía que su marido era ciego. Es fácil imaginar el interés que tuve en conocer a Castel, pero también es fácil presumir el temor que me impidió hacerlo, pues equivalía a meterse en la boca del lobo. ¿Qué otro recurso me quedaba que el de leer, el de estudiar minuciosamente su crónica? “Siempre tuve prevención por los ciegos”, confiesa. Cuando por primera vez leí aquel documento, literalmente me asusté, pues hablaba de la piel fría, de las manos acuosas y de otras características de la raza que yo también había observado y que me obsesionaban, como la tendencia a vivir en cuevas o lugares oscuros. Hasta el título de la crónica me estremeció, por lo significativo: “El Túnel”.

Mi primer impulso fue el de correr al manicomio y ver al pintor para averiguar hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Pero en seguida comprendí que mi idea era tan peligrosa como la de investigar un polvorín a oscuras encendiendo un fósforo.

Sin ninguna clase de dudas, el crimen de Castel era el resultado inexorable de una venganza de la Secta. Pero ¿cuál fue exactamente el mecanismo empleado? Durante años intenté desmontarlo y analizarlo, pero nunca pude superar esa ambigüedad que típicamente domina en cualquier acto planeado por los ciegos. Expongo aquí mis conclusiones, conclusiones que de pronto se ramifican como los corredores de un laberinto:

Castel era un hombre muy conocido en el ambiente intelectual de Buenos Aires, y por lo tanto sus opiniones sobre cualquier cosa también debían de ser notorias. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a los ciegos no la hubiese manifestado. La Secta, mediante Allende, marido de María Iribarne, decide castigarlo.

Allende ordena a su propia mujer ir a la galería donde Castel expone sus últimos cuadros, demuestra gran interés por uno de ellos, permanece delante, en actitud estática, el tiempo suficiente para que Castel la advierta y la estudie, y luego desaparece. Desaparece… Es una manera de decir. Como siempre sucede con la Secta, el persecutor se hace en realidad perseguir, pero procediendo de tal manera que tarde o temprano la víctima cae en sus manos. Castel reencuentra por fin a María, se enamora perdidamente de ella, como loco (y como tonto) la “persigue” a sol y sombra y hasta va a su casa, donde el propio marido le entrega una carta amorosa de María. Este hecho es clave ¿cómo explicar semejante actitud en el marido sino por el fin siniestro que la Secta se proponía? Recuerden que Castel se atormenta con ese hecho inexplicable. Lo que sigue no vale la pena repetirlo aquí: baste recordar que Castel es enloquecido de celos, mata finalmente a María y es encerrado en un manicomio, el lugar más adecuado para que el plan de la Secta quede clausurado en forma impecable y para siempre fuera de todo peligro de adoración. ¿Quién va a creer en los argumentos de un loco?

Todo esto es clarísimo. La ambigüedad y el laberinto empiezan ahora, pues se abren las siguientes combinaciones posibles:

1.° La muerte de María estaba decidida, como forma de condenar al encierro a Castel, pero era un plan ignorado por Allende, que realmente quería y necesitaba a su mujer. De ahí la palabra “insensato” y la desesperación de ese hombre en la escena final.

2.° La muerte de María estaba decidida y Allende conocía esa decisión. Aquí se abren dos subposibilidades:

A. Era aceptada con resignación, porque quería a su mujer pero debía pagar alguna culpa anterior a su ceguera, culpa que ignoramos y que parcialmente ya había pagado al ser enceguecido por la Secta.

B. Era recibida con satisfacción por Allende, que no sólo no quería a su mujer sino que la odiaba y esperaba así vengarse de sus numerosos engaños. Cómo conciliar esta variante con la desesperación final de Allende? Muy sencillo: teatro para la galería, e incluso teatro impuesto por la Secta para borrar los rastros de la retorcida venganza.

Hay todavía algunas variantes de las variantes, que no vale la pena que yo describa pues cada uno de ustedes puede fácilmente ensayar como ejercicio; ejercicio por otra parte útil pues nunca se sabe cuándo y cómo puede caerse en alguno de los ambiguos mecanismos de la Secta.

En lo que a mí se refiere, aquel episodio, que sucedió al poco tiempo de mi aventura con el hombre de las ballenitas, terminó por asustarme. Quedé aterrado y decidí despistar poniendo no sólo tiempo sino espacio de por medio: me fui del país. Medida que para muchos de los que lean estas memorias podrá parecer exagerada. Siempre me ha hecho reír la falta de imaginación de esos señores que creen que para acertar con una verdad hay que darle a los hechos “las debidas proporciones”. Esos enanos imaginan (también ellos tienen imaginación, claro, pero una imaginación enana) que la realidad no sobrepasa su estatura, ni tiene más complejidad que su cerebro de mosca. Esos individuos que a sí mismo se califican de “realistas”, porque no son capaces de ver más allá de sus narices, confundiendo la Realidad con un Círculo-de-Dos-Metros-de-Diámetro con centro en su modesta cabeza. Provincianos que se ríen de lo que no pueden comprender y descreen de lo que está fuera de su famoso círculo. Con la típica astucia de los campesinos, rechazan invariablemente a los locos que les vienen con planes para descubrir América, pero compran un buzón en cuanto bajan a la ciudad. Y tienden a considerar lógico (¡otra palabrita que les gusta!) lo que simplemente es psicológico. Lo familiar se convierte así en lo razonable, mecanismo mediante el cual al lapón le parece razonable ofrecer su mujer al caminante, mientras que al europeo le parece más bien una locura. Esa clase de picaros sucesivamente rechazó la existencia de los antípodas, la ametralladora, los microbios, las ondas hertzianas. Realistas que se peculiarizan por rechazar (generalmente con risas, con energía, hasta con cárcel y manicomio) futuras realidades.

Para no decir nada del otro aforismo supremo: “las debidas proporciones”. Como si hubiera habido algo importante en la historia de la humanidad que no haya sido exagerado, desde el Imperio Romano hasta Dostoievsky.

En fin, dejémonos de zonceras y volvamos al único tema que debería interesar a la humanidad.

Decidí irme del país, y aunque primero pensé hacerlo por el Delta, en alguna de las lanchas de contrabandistas relacionadas con F., después reflexioné que de ese modo me sería imposible alejarme más allá del Uruguay. No había otro recurso, pues, que conseguir un pasaporte falso. Lo localicé al llamado Turquito Nassif y obtuve un pasaporte a nombre de Federico Ferrari Hardoy, pasaporte que, entre otros muchos robados por la banda del Turquito, esperaba destino definitivo. Elegí ése porque en un tiempo tuve un inconveniente con Ferrari Hardoy y se me presentaba la oportunidad de cometer algunas fechorías en su nombre.

No obstante tener el documento, creí preferible ir primero a Montevideo por el Delta, en alguna lancha de contrabandista. Fui hasta el Carmelo y de ahí, en ómnibus, hasta Colonia. En otro ómnibus, finalmente, llegué a Montevideo.

Hice visar mi pasaporte en el consulado argentino y conseguí un pasaje por la Air France para dos días después. ¿Qué hacer en esos dos días de espera? Estaba nervioso, inquieto. Caminé por 18 de Julio, entré en una librería, tomé varios cafés y varios coñacs para combatir el intenso frío. Pero el día transcurría con una lentitud desesperante: no veía el momento de poner un océano por medio con el hombre de las ballenitas.

No quería ver a ningún conocido, lógico. Pero, por desgracia (no por azar, sino por desgracia, por descuido, ya que debía haber pasado aquellos dos días en alguna parte de Montevideo en que no hubiera la menor posibilidad de ver gente conocida), en el café Tupi-Nambá advirtieron mi presencia Bayce y una muchacha rubia, pintora, que también había conocido en Montevideo en otro tiempo. Los acompañaba una tercera persona, con blue-jeans y unos zapatones muy extraños: era un hombre joven y flaco, de tipo muy intelectual, que yo creía conocer de alguna parte.

Era inevitable: Bayce se acercó y me llevó a su mesa, donde saludé a Lily y entablé conversación con el hombre de los zapatones. Le dije que creía conocerlo. ¿No había estado nunca en Valparaíso? ¿No era arquitecto? Sí, era arquitecto, pero no había estado jamás en Valparaíso.

Me quedé intrigado. Como se comprende, era un hecho sospechoso, parecía demasiada casualidad: no sólo me parecía conocido sino que le había acertado su profesión. ¿Negaría lo de Valparaíso para evitar conclusiones peligrosas de mi parte?

Era tanta mi preocupación e inquietud (piénsese que lo de las ballenitas había sucedido apenas unos días antes) que me fue imposible seguir con coherencia la conversación de aquella gente. Hablaron de Perón (cuándo no), de arquitectura, de no sé qué teoría y de arte moderno. El arquitecto llevaba consigo un ejemplar de Domus. Elogiaron una especie de gallo de cerámica que, en medio de mi zozobra, me vi obligado a ver: era de un italiano llamado Durelli o Fratelli (¿qué importancia tiene?), que a su vez seguramente lo había plagiado de un alemán llamado Standt, que a su vez lo había plagiado de Picasso, que a su vez lo había plagiado de algún negrito africano, que era el único que no había ganado dólares con el gallo.

Yo seguía atormentado con el arquitecto: lo miraba y más confirmaba mi idea de haberlo conocido. Se llamaba Capurro. Pero ¿sería su verdadero apellido? Bueno, sí, qué disparate: era de Montevideo, Bayce y Lily eran sus amigos; ¿cómo podía haberme dado un apellido falso? Bueno, eso no tenía importancia: su apellido podía, y seguramente debía, ser correcto, pero ¿era mentira que nunca hubiera estado en Valparaíso? ¿Qué ocultaba, en tal caso? Traté de recordar vertiginosamente si en aquel grupo de Valparaíso había alguien que de manera directa o indirecta hubiese mencionado algo referente a ciegos. Era significativo, por ejemplo, que ese hombre se fijase particularmente en gallos, ya que lo inevitable de los gallos de riña es la ceguera. No, no recordaba nada. Y de pronto se me ocurrió que quizá no era en Valparaíso donde yo había visto a aquel hombre sino en Tucumán.

—¿No estuvo usted nunca en Tucumán? —pregunté a boca de jarro.

—¿En Tucumán? No, tampoco. He estado muchas veces en Buenos Aires, claro, pero nunca en Tucumán. ¿Por qué?

—Nada, por nada. Es que me resulta conocido y estoy pensando de dónde lo conozco.

—¡Hombre, lo más probable es que lo hayas visto aquí en Montevideo, en otro momento! —dijo Bayce, riéndose por mi empeño.

Hice un gesto negativo y volví a sumirme en mis cavilaciones mientras ellos seguían hablando del gallo.

Me separé con un pretexto y me fui a otro café mientras seguía dando vueltas en mi cabeza al problema del arquitecto.

Traté de reconstruir mi contacto con la gente de Tucumán, gente que, como siempre, utilizaba para despistar mis verdaderas actividades. Es natural: no iba a frecuentar falsificadores autóctonos o hacerme ver en compañía de asaltantes de la provincia. Llamé por teléfono a una muchacha de arquitectura con la que en otro tiempo me había acostado.

Fui a verla. Había progresado, enseñando en la facultad y colaboraba con un grupo de arquitectos jóvenes que estaban haciendo en Tucumán algo que después me mostró: una fábrica o escuela, o sanatorio. No sé, todo es igual, ya se sabe: en esos edificios tanto se puede instalar mañana un torno como una maternidad. Es lo que ellos llaman funcionalismo.

Como digo, mi amiga había prosperado. Ya no vivía, como en Buenos Aires, en un cuartucho de estudiante. Ahora vivía en un departamento moderno y adecuado a su personalidad. En el momento en que la mucama me abrió la puerta casi me voy, pues pensaba que allí no vivía nadie. Recién al bajar la vista tropecé con el mobiliario: todo a ras del suelo, como para cocodrilos. De cincuenta centímetros para arriba el departamento estaba totalmente inhabitado. Sin embargo, cuando entré, vi que en una gigantesca pared había un cuadro, un solo cuadro de algún amigo de Gabriela: sobre un fondo liso y gris acero había, trazado con tiralíneas, una recta azul vertical, y a unos cincuenta centímetros hacia su derecha, un pequeño circulito ocre.

Nos tiramos en el suelo, incomodísimos; Gabriela se arrastró hasta una mesita de veinte centímetros de alto para servir un café en unas tacitas de cerámica sin asas. Mientras me quemaba los dedos pensé que sin media docena de whiskies me sería imposible alcanzar en aquella frigidaire la temperatura adecuada para volver a acostarme con Gabriela. Ya me había resignado a mi suerte cuando aparecieron sus amigos. Al acercarse advertí que uno de ellos era mujer, aunque también vestía blue-jeans. Los otros dos restantes eran arquitectos: uno, el marido de la mujer de pantalones y el otro, al parecer, amigo o amante de Gabriela. Todos vestidos con aquel equipo de blue-jeans y de unos raros zapatones tipo Patria, de esos que antes llevaban nuestros conscriptos pero que ahora deben de ser hechos seguramente a medida para abastecer a la Facultad de Arquitectura.

Conversaron un buen rato en su jerga, jerga que por momentos hibridaba con la psicoanalítica, de modo que parecían por igual extasiarse ante una espiral logarítmica de Max Bill como ante el sadismo anobucal de un amigo que en ese momento se analizaba. También se habló de un proyecto de Clorindo Testa para realizar comisarías modelos en el territorio de Misiones. ¿Con picanas electrónicas?

Y entonces, en aquella reconstrucción, se me hizo la luz. No, seguramente mi obsesión me había llevado a pensar que había visto a Capurro antes, en Valparaíso o Tucumán. Lo que pasaba es que toda aquella gente se parecía, y era muy difícil ver las diferencias, sobre todo si uno los ve de lejos, o en la penumbra o, como me pasaba a mí, en momentos de emoción violenta.

Tranquilizado en lo referente a Capurro, permanecí con más agrado durante el tiempo que me restaba: entré a un cine, luego a un bar de suburbio y finalmente me encerré en el hotel. Y al otro día, cuando el avión de la Air France despegó de Carrasco empecé a respirar en paz.

Llegué a Orly con un calor depresivo (estábamos en agosto). Sudaba, resoplaba. Uno de los funcionarios que revisaba mi pasaporte, uno de esos franceses que gesticulan con esa exuberancia que ellos atribuyen a los latinoamericanos, me dijo, con una mezcla de ironía y condescendencia:

—Pero ustedes allá deben de estar acostumbrados a cosas peores, ¿no?

Ya se sabe: los franceses son muy lógicos y el mecanismo mental de aquel Descartes del Servicio Aduanero era imbatible; Marsella está al sur y hace calor; Buenos Aires está mucho más al sur y por lo tanto, debe hacer un calor infernal. Lo que demuestra la clase de demencia que favorece la lógica: un buen razonamiento puede abolir el Polo Sur.

Lo tranquilicé (lo halagué) confirmándole su sabiduría. Le dije que en Buenos Aires andamos permanentemente con taparrabos y al vestirnos sufrimos cualquier exceso de temperatura. Con lo cual el sujeto me puso de buena gana el sello y me lo entregó con una sonrisa: Allez-y! ¡A civilizarse un poco!

No tenía planes precisos para París, pero me pareció prudente tomar dos determinaciones: primero, ponerme en contacto con los amigos de F, por si escaseaba mi dinero; segundo, despistar, como siempre, frecuentando a mis amigos (?) de Montparnasse y del Barrio: a ese conjunto de catalanes, italianos, judíos polacos y judíos rumanos que constituyen la Escuela de París.

Fui a vivir a una Maison Meublée de la calle Du Sommerard donde había estado antes de la guerra. Pero Madame Pinard no era más la dueña. Alguna otra gorda se encargaría en su lugar de vigilar, desde la Conciergerie, la entrada y salida de estudiantes, artistas fracasados y macrós que constituyen no sólo la población de aquella casa sino la materia inextinguible de la Murmuración y la Filosofía de la Existencia de la portera.

Alquilé una piecita en el tercer piso. Luego salí a buscar a mis conocidos.

Me dirigí al Dôme. No vi a nadie. Me dijeron que la gente había emigrado hacia otros cafés. Me dio datos sobre Domínguez. Lo fui a buscar a su taller, que ahora estaba en la Grande Chaumiére.

Pero está visto que yo no puedo hacer nada que a la larga no me lleve al Dominio Prohibido; más, todavía: parece que un olfato infalible me conduce ineluctablemente hacia él. “Esto”, me dijo Domínguez, mostrándome una tela, “es el retrato de una modelo ciega”. Se río. A él le gustaban ciertas perversidades.

Me tuve que sentar.

—¿Qué te pasa? —me dijo—. Te has puesto pálido.

Me trajo coñac.

—Ando mal del estómago —expliqué.

Salí dispuesto a no volver por el taller. Pero al otro día comprendí que era lo peor que podía hacer, tal como lo demuestra la siguiente cadena:

  1. Domínguez se sorprendería de mi desaparición.
  2. Buscaría en su memoria algún hecho que pudiera explicarla. El único: mi casi desmayo al mostrarme la tela de la ciega.
  3. Era tan llamativo que terminaría por comentarlo, incluso y sobre todo, con la ciega. Paso bien posible. Espantosamente posible, pues de él se derivarían los siguientes:
  4. Pregunta de la ciega sobre mi persona.
  5. Averiguación de mi nombre, apellido, origen, etcétera.
  6. Inmediata comunicación a la Secta.

Lo demás es obvio: mi vida volvería a peligrar y tendría que fugarme de París, quizá hacia el África o Groenlandia.

Mi decisión fue la que ustedes ya habrán imaginado, la que puede suponer cualquier persona inteligente: no existía otra forma de disimulo que volver al taller de Domínguez como si nada hubiese pasado y arriesgar la posibilidad de enfrentarme con la ciega.

Después de un largo y costoso viaje, volvía a encontrarme con mi Destino.