XXIV

No sé cuántas horas permanecí en aquella prisión, a oscuras, en medio de la incertidumbre. Para colmo empezó a parecerme que me faltaba aire, como por otra parte era natural, ya que aquella pieza maldita no tenía más ventilación que la que le podían proporcionar las rendijas: podía verificarse que alguna debilísima corriente de aire entraba, al menos en la puerta que daba a la primera habitación. ¿Bastaría para renovar el oxígeno de la pieza? No lo parecía, pues la sensación que yo tenía era de creciente ahogo. Aunque bien podía deberse, pensé, a causas psicológicas.

Pero ¿y si la idea de la secta era la de enterrarme vivo en aquella pieza encerrada?

Recordé de pronto una de las historias que había descubierto en mi larga investigación. En la casa de Echagüe en la calle Guido, cuando todavía vivía el viejo, una mucama era explotada por un ciego que en los días francos la hacía trabajar en el Parque Retiro. En el año 1935 entró de portero un español joven y violento, que se enamoró de la muchacha y logró, finalmente, que se alejara del macró. La muchacha vivió durante meses en medio del terror, hasta que poco a poco, y tal como el portero trataba de hacérselo entender, vio que los castigos que podía inferirle el explotador eran puramente teóricos. Pasaron dos años. El primero de enero de 1937, la familia Echagüe levantaba la casa para irse a la estancia donde pasarían los meses de verano. Ya todos habían salido de la casa menos el portero y la mucama, que vivían arriba; pero el viejo mucamo Juan, que hacía las veces de mayordomo, creyendo que ya habían salido, cortó la corriente eléctrica y luego salió, cerrando con llave la gran puerta de entrada. Ahora bien; en el momento en que Juan cortaba la corriente eléctrica, el portero y su mujer venían bajando en el ascensor. Cuando tres meses después volvió la familia Echagüe, encontraron en el ascensor los esqueletos del portero y la mucama que se había convenido permanecerían en Buenos Aires durante las vacaciones.

En el momento en que Echagüe me contó la historia, yo todavía estaba lejos de imaginar que un día iba a empezar esta investigación sobre ciegos. Años después, haciendo un examen retrospectivo de todas las informaciones que de una manera u otra tuvieran que ver con esta secta, recordé al macró ciego y tuve la convicción de que aquel episodio, aparentemente debido a un azar, era obra concienzuda y planeada de la secta. ¿Cómo podía jamás averiguarse, sin embargo? Hablé con Echagüe y lo hice partícipe de mis sospechas. Me miró con asombro y, creí advertirlo, con cierta ironía en sus ojitos mongólicos. No obstante, en apariencia admitió la posibilidad y me dijo:

—¿Y cómo te parece que podríamos averiguar algo?

—¿Sabes dónde vive Juan?

—Se puede saber por González. Creo que se mantiene en contacto con él.

—Bueno, y recordá lo que te he dicho: ese hombre tiene mucho que ver.

Él sabía que los otros dos estaban arriba. Y más: vigiló el momento en que ponían en marcha el ascensor, y cuando calculó que estaban entre dos pisos (todo había sido previsto, reloj en mano, en experiencias anteriores) cortó la corriente, o dio orden con un grito o un ademán al otro que seguramente estaba ya con la mano en la llave.

—¿Al otro? ¿Qué otro?

—¿Cómo querés que lo sepa? A otro, a cualquier otro miembro de la banda, no necesariamente a un mucamo de tu casa. Aunque pudiera ser ese González.

—¿Así que vos pensás que Juan formaba parte de una banda, de una banda vinculada o manejada por ciegos?

—No tengo la menor duda. Averigua algo sobre él y verás.

Volvió a mirarme con recóndita ironía, pero no dijo nada más; excepto que iba a hacer las indagaciones.

Un tiempo después lo llamé por teléfono y le pregunté si tenía alguna novedad. Me dijo que quería verme y nos encontramos en un bar. Cuando llegó, su expresión no era la de antes: me miraba con estupor.

—¿Y el famoso Juan? —pregunté.

González seguía en contacto con él. Le expliqué que quería encontrarlo a Juan. En forma que me pareció un poco sospechosa, dijo que hacía mucho tiempo que no lo veía, pero que trataría de encontrarlo en un domicilio que, no estaba seguro, le parecía que iba a dejar. Me preguntó si era algo importante o urgente. Tuve la impresión de que me lo preguntaba con alguna inquietud. Eso no lo advertí en ese momento, sino después, al repasar un poco la escena. Fui bastante desprevenido, porque dije que siempre había tenido ganas de dejar bien establecidas las condiciones en que había sucedido aquello del ascensor y pensaba que acaso Juan podría completar un poco la información. González me escuchó con cara impenetrable, cómo te diría… un poco cara de poker. Es decir, me pareció que su cara era excesivamente impasible. Eso también lo pensé después. Desgraciadamente. Porque si lo pienso en ese momento, me lo llevo a un lugar tranquilo, me lo agarro de las solapas y con dos o tres trompadas le saco todo. Bueno, es inútil que te cuente el final.

—¿Cuál es el final?

Echagüe revolvió el resto del café, y agregó:

—Nada, que jamás lo volví a ver a González. Desapareció de la confitería donde trabajaba. Claro que, si tenés interés, podemos iniciar una investigación con la policía, localizarlo y tratar de encontrar a los dos.

—Ni se te ocurra. Eso es todo lo que quería saber. El resto me lo imagino.

Ahora volvía a recordar aquello. Y, por esa tendencia que tengo a imaginar cosas horribles, pensaba en los detalles del episodio. Primero, una pequeña sorpresa del portero al ver que el ascensor se detenía. Aprieta el botón una y varias veces, abre y cierra la puerta de fuelle. Luego grita para abajo, para que Juan cierre la puerta inferior, si es que la ha abierto. Nadie le responde. Grita más fuerte (sabe que Juan está abajo, esperando que salgan todos) y nadie le responde. Grita varias veces más, con mayor energía y finalmente con miedo. Pasa un rato, se miran mientras tanto con la mujer, como preguntándole qué pasa. Luego vuelve a gritar, y también ella, y los dos juntos. Esperan un tiempo, después de consultarse: “Ha ido al baño, está afuera charlando con Dombrowski (el portero polaco de la casa de al lado), ha ido a revisar la casa, por si queda algo, etc.” Pasan quince minutos y vuelven a gritar: nada. Gritan durante cinco o diez minutos: nada. Esperan, ahora con mayor inquietud, durante otro lapso, mientras se miran con ansiedad y miedo crecientes. Ninguno de ellos quiere decir algo desesperante, pero ya comienzan a pensar que tal vez se hayan ido todos y hayan cortado la corriente. Entonces empiezan a gritar uno, otro y los dos juntos: primero con enorme fuerza, luego dando alaridos de terror, después emitiendo aullidos de animales enloquecidos y acorralados por las fieras. Esos aullidos se prolongan durante horas, hasta que poco a poco empiezan a debilitarse: están roncos, están agotados por el esfuerzo físico y por el horror: Ahora emiten gemidos cada vez más débiles, lloran y golpean con debilidad creciente el bloque macizo del entrepiso. Se pueden imaginar varias escenas posteriores: puede haber sucedido un lapso de estupor, en que ambos, en la oscuridad, hayan quedado callados y atontados. Luego pueden hablar ellos, cambiarse ideas y hasta pequeñas esperanzas: Juan volverá, ha ido a la esquina a tomar una copa; Juan se ha olvidado de algo en la casa y vuelve a entrar: al llamar el ascensor para subir se encuentra con ellos, que lo reciben llorando y le dicen: “Si supieras, Juan, qué susto pasamos”. Y luego los tres, comentando la pesadilla, salen y ríen por cualquier zoncera que sucede en la calle, tanta es su felicidad. Pero Juan no vuelve, ni ha ido al boliche de la esquina, ni se ha demorado con el portero polaco de al lado: lo cierto es que pasan las horas y nada sucede en aquella silenciosa mansión abandonada. Mientras tanto han recuperado cierta energía y empiezan los gritos, luego nuevamente los alaridos, seguidos por los aullidos, para terminar, como es de presumir, en gemidos cada vez más insignificantes. Es probable que para entonces estén caídos en el piso del ascensor y que mediten en la imposibilidad de que semejante horror pueda suceder: eso es muy típico de los seres humanos, cuando pasa algo espantoso. Se dicen: “¡Esto no puede ser, no puede ser!” Pero está siendo y el horror empieza de nuevo a devorarlos. Es probable que entonces comience una nueva tanda de gritos y aullidos. Pero ¿para qué pueden servir? Juan ahora está en viaje a la estancia, pues él va con los patrones, el tren sale a las diez de la noche. Para nada sirven los gritos, pero así y todo hay en los hombres cierta confianza desatinada en los gritos y aullidos, está probado en muchas catástrofes; así que, dentro de las escasas energías que restan, vuelven a gritar y gruñir, para terminar en gemidos, como siempre. Esto, claro, no puede seguir: llega un momento en que ya se abandona toda esperanza y entonces, y aunque esto parezca grotesco, se piensa en comer. ¿Comer para qué? ¿Para prolongar el suplicio? En aquel cuchitril, en las tinieblas, tirados en el suelo (se sienten, se tocan) ambos piensan en la misma y horrible cosa: ¿qué comerán cuando el hambre sea insufrible? El tiempo pasa y también piensan en la muerte, que en pocos días tendrá que llegarles. ¿Cómo será? ¿Cómo es la muerte por hambre? Piensan en cosas pasadas, vienen a la memoria recuerdos de tiempos felices. A ella ahora le parece hermoso aquel tiempo en que hacía el yiro en Parque Retiro: había sol, los muchachos marineros o conscriptos a veces eran buenos y tiernos; en fin, esas cosas de la vida, que siempre parecen tan maravillosas en el momento de morir, aunque hayan sido sórdidas. Él debe recordar cosas de su infancia, en alguna ría de Galicia, recordará canciones, bailes de su aldea. ¡Qué lejos está todo! Nuevamente él o ella o los dos juntos, vuelven a pensar: “(Pero si no es posible!” Esas cosas, en efecto, no suceden. ¿Cómo podría suceder? Es probable que así se inicie una nueva serie de gritos, pero que son menos enérgicos y duran menos que las series anteriores. Luego vuelven a sus pensamientos y recuerdos, a Galicia y a la feliz época de la prostitución. Bueno, en fin, ¿para qué seguir con la descripción minuciosa? Cualquiera puede reconstruirla, a poco que tenga alguna imaginación: hambre creciente, sospechas mutuas, peleas, recriminaciones por cosas pasadas. Acaso él quiere comerse a la mucama y para tener la conciencia tranquila empiece a recriminarle la época de la prostitución: ¿no le daba vergüenza? ¿No se le ocurría que todo eso era inmundo?, etcétera.

Mientras piensa (eso después de un día o dos de hambre) en que, por lo menos, podría comerse, aun sin matarla del todo, una parte de su cuerpo: podría arrancarle aunque sea un par de dedos, o comerle una oreja. No debe olvidar el que quiera reconstruir este episodio que, además, esos dos seres humanos deben hacer allí sus necesidades, de modo que la escena se hace cada vez más sucia, más sórdida y abominable. Pero, así y todo, hay sed y hambre crecientes. La sed puede apagarse con orines, que se recogerán en la mano para luego tomarlos, como también está comprobado. Pero ¿y el hambre? También está comprobado que nadie come sus propios miembros, si está cerca de otro ser humano. ¿Recuerdan el encierro del Conde Ugolino con sus propios hijos? En fin, es probable qué digo: es seguro, que al cabo de cuatro días, quizá menos, de encierro hediondo y salvaje, con rencores mutuos y crecientes, el más fuerte come al más débil. En este caso, el portero come a la mucama, quizá primero en forma parcial, empezando por sus dedos, después de darle algún golpe en la cabeza o de golpeársela contra las paredes del ascensor, hasta que la come íntegra.

Dos detalles confirman mi reconstrucción: la ropa de ella, arrancada a jirones, aparecía por el suelo, entre la inmundicia; muchos de sus huesos, también, como si hubieran sido arrojados uno después de otro por el mucamo caníbal. Mientras que el cuerpo podrido y parcialmente esquelético de él estaba a un costado, pero íntegro.

Ya en la pendiente de mi desesperación, fui más lejos e imaginé que tal vez mi suerte estaba decidida desde la aventura con el ciego de las ballenitas; y que durante más de tres años yo había creído estar siguiendo a los ciegos, cuando en realidad habían sido ellos los que me habían perseguido. Imaginé que la búsqueda que yo había llevado a término no había sido deliberada, producto de mi famosa libertad, sino fatal, y que yo estaba destinado a ir en pos de los hombres de la secta para de ese modo ir en pos de mi muerte, o de algo peor que mi muerte. ¿Qué sabía, en efecto, sobre lo que me esperaba? ¿No sería la pesadilla que acababa de sufrir una premonición? ¿No me arrancarían los ojos? ¿No serían los grandes pájaros símbolos de la feroz y efectiva operación que me aguardaba?

Y, finalmente, ¿no había recordado en la pesadilla aquellas extracciones de ojos que en mi infancia yo había perpetrado sobre gatos y pájaros? ¿No estaría yo condenado desde mi infancia?