Cuando volví a mi conciencia, un formidable cansancio dominaba a mi cuerpo, como si en sueños hubiese llevado a cabo trabajos colosales.
Yacía en el piso y no atinaba a comprender dónde me encontraba. Con la cabeza pesada, miraba el suelo a mi alrededor, tratando de hacer memoria: supuse que, como en alguna otra ocasión, habría llegado borracho a mi cuarto y había caído inconsciente. Una débil luminosidad de amanecer entraba en la pieza por alguna parte. Tenté de levantar mi cabeza, y recorrí entonces, lenta y pesadamente, el espacio que me rodeaba.
Casi salto a pesar de mi cansancio: ¡la Ciega! Vertiginosamente hice conciencia de los episodios: Iglesias, el individuo parecido a Pierre Fresnay, la placita de Belgrano, el pasadizo secreto. Semiincorporado, haciendo esfuerzos sobrehumanos para levantarme del todo, recorría a una fantástica velocidad mi situación y la forma de salir de ella. Logré ponerme de pie.
La Ciega permanecía en la misma actitud hierática en que la había visto por primera vez, al levantar la luz de mi linterna en la oscuridad. ¿Habría sufrido una pura e instantánea ilusión? ¿Mi pesadilla había empezado al derrumbarme desmayado?
En la luminosidad del amanecer traté de levantar un rápido croquis de lo que me rodeaba: era una habitación normal con una cama, una mesa (¿de trabajo?), alguna silla, un sofá, un combinado musical. Advertí que no había cuadros ni fotografías, lo que me confirmaba la ceguera de sus habitantes. La puerta por la que entraba la luz de la madrugada daba seguramente a una habitación de calle, que podía ser lo que en mis cavilaciones previas yo supuse un taller de costuras. Había otra puerta lateral, que acaso diera a un baño. Miré hacia atrás: sí, ahí estaba la puertita. Casi hubiera deseado que no existiese, hasta tal punto aquella entrada absurda y enana me producía pavor.
Todo este censo habrá durado unos segundos.
La Ciega permanecía en silencio, delante de mí.
Dos hechos contribuyeron a acentuar mi ansiedad: el hecho, que ahora recordaba con aterradora lucidez, de que ella me hubiese estado esperando frente a la puertita cerrada por donde yo entré; y este otro e inconcebible de su inmovilidad, enigmática y amenazante.
Me pregunté qué podía hacer y qué palabras podía pronunciar, las menos disparatadas, las más creíbles.
—Perdóneme —farfullé—, entré para robar, me desmayé al verla…
Mientras hablaba comprendía hasta qué punto eran absurdas aquellas palabras. Tal vez habrían podido convencer al habitante normal de una casa normal, pero ¿cómo con semejante disparate podía persuadir a la Ciega? ¿A una ciega que evidentemente había estado ESPERÁNDOME?
Me pareció advertir en su rostro una expresión de ironía.
Luego se fue, desapareciendo por la puerta que estaba abierta. La cerró tras de sí y oí el ruido de la llave.
Quedé a oscuras. A tientas; desesperado, corrí hasta la puerta e hice girar inútilmente el picaporte. Luego, tanteando las paredes, me llegué hasta la otra puerta, que estaba a la derecha, también inútilmente, pues, como era fácil presumir, también estaba cerrada con llave.
Quedé apoyado contra la pared, abatido y dominado por el miedo y la incertidumbre. Un caos de ideas agitaba mi mente:
Había caído en una trampa de la que no podría escapar.
La Ciega había ido en busca de los Otros: ahora decidirían mi destino.
La Ciega me había estado esperando; por lo tanto sabían de mi llegada, ¿desde cuándo?
Lo sabían desde el día anterior: un control eléctrico les permitía vigilar a distancia el movimiento de la puerta con candado.
Lo sabían desde el momento en que Iglesias adquirió los poderes sobrenaturales de la logia y, en consecuencia, desde el momento en que pudo penetrar en mis designios secretos.
Lo sabían desde antes: recién advertía una enorme grieta en mis construcciones anteriores, pues por un inexplicable olvido (¿olvido?) no tuve presente que, en el momento de ser dado de baja en el hospital, Iglesias fue llevado a una pensión que indicó un enfermero español, donde, según dijo, lo cuidarían muy bien.
Fue en ese momento de lucidez cuando tuve la certeza a la vez atroz y grotesca de que cuando más fatuamente celebraba yo mi astucia más de cerca estaba vigilado por la secta ¡y nada menos que por la cómica señora de Etchepareborda! ¡Qué burlesca se me apareció entonces la idea de que aquellos bibelots baratos, aquellos cartelitos provenzales y las fotografías trucadas del matrimonio Etchepareborda no habían sido más que una portentosa puesta en escena! Con vergüenza, pensé que ni siquiera habrían considerado engañarme con algo más sutil; o quizá, además de engañarme quisieron de paso herir mi orgullo, engañándome con algo que más tarde suscitara mi propia ironía.