XXI

Me encorvé lo suficiente para atravesar aquella portezuela y penetré en la pieza. Luego, incorporándome, levanté la linterna para ver dónde me encontraba.

Una helada corriente eléctrica sacudió mi cuerpo: el haz de luz iluminó ante mí una cara.

Una ciega me observaba. Era como una aparición infernal, pero proveniente de un infierno helado y negro.

Era evidente que no había acudido ante aquella pequeña puerta secreta alarmada por los pequeños ruidos que mi entrada podía haber producido. No: estaba vestida y era obvio que me había estado ESPERANDO.

Ignoro el tiempo que, antes de desmayarme, permanecí petrificado por la mirada pavorosa y gélida de aquella medusa.

Nunca antes había sufrido un desmayo, y más tarde me pregunté si aquél fue provocado por el pavor o por los poderes mágicos de la ciega, ya que, como ahora me parece evidente, aquella hierofántida tenía la facultad de desatar o convocar fuerzas demoníacas.

En rigor, no fue desmayo total, en que yo perdiera el conocimiento, sino que, al caer al suelo (aunque más apropiado sería decir “al derrumbarme”) comenzó a apoderarse de mí un sopor, un cansancio que dominó rápidamente mis músculos en la misma forma y con las mismas características que en el curso de un ataque violento de gripe.

Recuerdo el latido crecientemente intenso de mis sienes, hasta que en un momento tuve la sensación de que mi cabeza podía estallar como una caldera cargada a miles de atmósferas. Una especie de fiebre iba subiendo en mi cuerpo como un líquido hirviente en una vasija, al mismo tiempo que un resplandor fosforescente iba haciendo a la Ciega cada vez más visible en medio de las tinieblas.

Hasta que un estallido pareció romper mis tímpanos y caí o, como ya dije, me derrumbé sin sentido en el suelo de aquella habitación.