A las dos de la tarde estaba yo instalado en el café, por las dudas. Pero hasta las tres no apareció el hombrecito que se parecía a Pierre Fresnay. Caminaba ahora sin ninguna vacilación. Cuando llegó cerca de la casa levantó la mirada para verificar la numeración (porque venía caminando con la cabeza gacha, como si mascullara algo para sus adentros) y entró en el número 57.
Esperé su salida con los nervios tensos: se acercaba la parte más riesgosa de mi aventura, pues aunque por un momento pensé en la posibilidad más trivial de que lo llevaran a alguna de las sociedades mutuales o de beneficencia, mi intuición me dijo en seguida que no sería de ningún modo así: ya harían eso más adelante. El primer paso debía de consistir en algo mucho menos inocente, conduciéndolo ante alguno de los ciegos de cierta importancia, acaso uno de los vínculos con los jerarcas. ¿En qué me basaba para inclinarme por esta suposición? Pensaba que antes de largar un nuevo ciego a la circulación, por decirlo de este modo, los jerarcas querían conocer a fondo sus características, sus condiciones y sus tareas, su grado de perspicacia o su tontería: un buen jefe de espionaje no da una misión a uno de sus agentes sin un previo examen de sus virtudes y defectos. Y es obvio que no exige las mismas condiciones recorrer los subterráneos para recoger tributos que vigilar junto a un lugar tan importante como el Centro Naval (tal como ese ciego alto de sombrero Orión, de unos sesenta años, que permanece eternamente silencioso con sus lápices en la mano y que da toda la impresión de ser un caballero inglés venido a menos por un espantoso azar de la fortuna). Hay, como ya lo he dicho, ciegos y ciegos. Y si bien todos ellos tienen un esencial atributo común, que les confiere ese mínimo de peculiaridades raciales, no debemos simplificar el problema hasta el punto de creer que todos son igualmente sutiles y perspicaces. Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y hay los Kierkegaards y los Prousts. Por lo demás, no se puede saber cómo ha de resultar un humano que entre en la secta sagrada por enfermedad o accidente, pues como en la guerra, se producen increíbles sorpresas; y así como nadie hubiera podido prever que de aquel tímido empleaducho de un banco en Boston iba a salir un héroe de Guadalcanal, tampoco se puede predecir de qué sorprendente manera puede la ceguera elevar la jerarquía de un portero o de un tipógrafo: se dice que uno de los cuatro jerarcas que manejan mundialmente la secta (y que habitan en alguna parte de los Pirineos, en una de las grutas a enorme profundidad que, finalizando en un desastre mortal, un grupo de espeleólogos intentó explorar en 1950) no era ciego de nacimiento y que, y eso es lo más asombroso, en su vida anterior había sido un simple jockey que corría en el hipódromo de Milán, lugar donde perdió la vista en una rodada. Esta es una información de enésima mano, como es de suponer, y aunque creo muy poco probable que un hombre que no sea ciego de nacimiento pertenezca a la jerarquía, repito la historia sólo para mostrar hasta qué punto puede creerse que una persona es susceptible de agrandarse por la pérdida de la vista. El sistema de promoción es tan esotérico, que creo por demás dudoso que nadie pueda conocer jamás la identidad de los Tetrarcas. Lo que pasa es que en el mundo de los ciegos se murmura y se propalan informaciones que no siempre son verdaderas: en parte, acaso, porque conservan esa propensión a la maledicencia y al chismorreo que es propia de los seres humanos incrementada en su raza en proporciones patológicas; en parte, y ésta es una hipótesis mía, porque los jerarcas utilizan las falsas informaciones como uno de los medios para mantener el misterio y el equívoco, dos armas poderosas en cualquier organización de ese género. Pero, sea como fuere, para que una noticia sea verosímil tiene que ser al menos posible en principio, y esto basta para probar, como en el presunto caso del ex jockey, hasta qué punto la ceguera puede multiplicar la personalidad de un individuo corriente.
Volviendo a nuestro problema, imaginé que Iglesias no sería conducido en aquella primera salida a una de las sociedades exotéricas, esas instituciones donde los ciegos utilizan a pobres diablos videntes o a señoras de buen corazón y cerebro de mosca, echando mano de los peores y más baratos recursos de la demagogia sentimental. Intuí, por lo tanto, que aquella primera salida de Iglesias podía introducirme de un solo golpe en uno de los reductos secretos, con todos los peligros que eso implicaba, es cierto, pero, asimismo, con todas sus formidables posibilidades. De modo que esa tarde, cuando me senté en el café, había tomado ya todas las medidas que me parecieron inteligentes para el caso de un viaje de tal naturaleza. Se me podrá decir que es fácil tomar determinaciones razonables para un viaje a las sierras de Córdoba, pero no se ve cómo, a menos de estar loco, se pueden tomar medidas razonables para la exploración del universo de los ciegos. Bien: la verdad es que esas famosas medidas fueron dos o tres relativamente lógicas: una linterna eléctrica, algún alimento concentrado y dos o tres cosas similares. Decidí que, tal como lo hacen los nadadores de fondo, lo mejor era llevar, como alimento concentrado, chocolate.
Con mi linterna de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla), esperé, con los nervios en el último grado de tensión, la salida de Iglesias con el hombrecito. Quedaba, es cierto, la posibilidad de que el tipógrafo, en su calidad de español, se negara a acompañar al hombrecillo y decidiera permanecer orgullosamente solitario; en ese caso todo el edificio que había yo erigido se vendría abajo como un castillo de barajas; y mi equipo de chocolate, linterna y bastón blanco quedaría automáticamente convertido en un grotesco equipo para loco.
¡Pero Iglesias bajó!
El señor bajito venía conversándole con entusiasmo, y el tipógrafo lo escuchaba con su dignidad de hidalgo miserable que no se ha rebajado ni se rebajará jamás. Se movía con torpeza, y el bastón blanco que el otro le había traído era todavía manejado con timidez, manteniéndolo de pronto en el aire, durante varios pasos, como quien lleva un termo.
¡Cuánto le faltaba aún para completar su aprendizaje! Esta comprobación me renovó los ánimos y salí detrás de ellos con bastante aplomo.
En ningún momento el señor bajito dio indicios de sospechar mi persecución, y esto también aumentó mi seguridad hasta el punto de despertarme una especie de orgullo porque las cosas estuviesen saliendo tal como las había calculado en tantos años de espera y estudios preliminares. Porque, y no sé si lo dije antes, desde mi frustrada tentativa con el ciego del subterráneo a Palermo, dediqué casi todo el tiempo de mi vida a la observación sistemática y minuciosa de la actividad visible de cuanto ciego encontraba en las calles de Buenos Aires; en ese lapso de tres años compré centenares de revistas inútiles; compré y arrojé ballenitas por docenas de docenas; adquirí miles de lápices y libretitas de todo tamaño; asistí a conciertos de ciegos; aprendí el sistema Braille y permanecí días interminables en la biblioteca. Como se comprende, esta actividad ofrecía peligros inmensos, ya que si se sospechaba de mí, todos mis planes se venían abajo, aparte de que mi propia vida corría peligro; pero era inevitable y, hasta cierto punto, paradójicamente, la única oportunidad de salvación frente a esos mismos peligros: más o menos como el aprendizaje que, con peligro de muerte, hacen los soldados que son entrenados para buscaminas, que en el momento culminante de su entrenamiento deben enfrentarse con los mismos peligros que precisamente están destinados a evitar.
No tan disparatado, sin embargo, como para haber enfrentado esos riesgos sin recaudos elementales: cambiaba mi ropa, usaba bigotes o barbas postizas, me ponía anteojos oscuros, cambiaba mi voz.
Así investigué muchas cosas en estos tres años. Y gracias a esa árida labor preliminar me fue posible penetrar en el dominio secreto.
Y así terminé…
Porque en estos días que preceden a mi muerte no tengo ya dudas de que mi destino estaba decidido, acaso desde los comienzos mismos de mi investigación, desde aquel día aciago en que vigilé al ciego del subterráneo a lo largo de varios viajes entre Plaza Mayo y Palermo. Y a veces pienso que cuando más astuto me creí y cuando más fatuamente celebré lo que yo imaginaba mi suprema habilidad, más era vigilado y más iba en busca de mi propia perdición. Hasta el punto de que he llegado a sospechar de la propia viuda de Etchepareborda. ¡Qué tenebrosamente cómica se me aparece ahora la idea de que toda aquella mise-en-scéne con bibelots y bambis gigantescos, con fotos trucadas de matrimonio pequeñoburgués en vacaciones, con apacibles cartelitos provenzales; que todo aquello, en fin, que en mi arrogancia me permitía sonreírme para mis adentros, no haya sido más que eso: más que una burda, una tenebrosamente cómica mise-en-scéne!
Con todo, éstas no son más que suposiciones, aunque sean prácticamente suposiciones. Y me he propuesto hablar de HECHOS. Volvamos, pues, a los acontecimientos tal como pasaron.
En los días que precedieron a la salida de Iglesias yo había estudiado, como en una partida de ajedrez, todas las variantes que podía asumir esa salida, ya que debía estar preparado para cada una de ellas. Por ejemplo, podía suceder muy bien que esa gente viniese a buscarlo en un taxi o en un coche particular. Como yo no iba a perder la más brillante oportunidad de mi vida por olvido de una combinación tan groseramente previsible, mantuve estacionada en la cercanía una rural que me facilitó R., uno de mis socios en la falsificación de billetes. Pero cuando aquel día vi llegar de a pie al emisario parecido a Pierre Fresnay, comprendí que mi precaución era inútil. Quedaba, claro la variante de tomar luego un taxi con Iglesias, y aunque hoy en día en Buenos Aires es tan difícil conseguir un taxi como un mamut, estuve atento a esa posibilidad cuando lo vi bajar. Pero no permanecieron en la puerta, en la actitud de quien espera el paso de uno; por el contrario, y sin siquiera echar un vistazo a derecha e izquierda, el hombrecito llevó del brazo al tipógrafo hacia el lado de Bartolomé Mitre: era ya evidente que irían adonde fuese con los medios comunes de transportes.
Quedaba, es cierto, la variante de que el otro, el gordo de la CADE, los estuviese esperando en algún lugar con un coche, pero no me pareció lógico, pues 110 veía ningún motivo para que no esperase allí mismo en la calle Paso. Por otro lado se me ocurría bastante adecuado el transporte en un ómnibus o colectivo, pues, probablemente, no quieran dar al nuevo ciego la sensación inmediata de que son una secta todopoderosa: la humildad de procedimientos, hasta la pobreza de recursos, son un arma eficaz en medio de una sociedad atroz y egoísta pero propensa al sentimentalismo. Aunque el “pero” debería ser reemplazado por la simple conjunción “y”.
Los seguí a una distancia prudencial.
Al llegar a la esquina doblaron hacia la izquierda y siguieron hacia Pueyrredón. Allí se detuvieron frente a uno de los postes indicadores de transporte. Había una cola de unas cuantas personas, hombres y mujeres; pero, a iniciativa de un señor con portafolio y anteojos, de aspecto honorable, pero que intuí era un implacable sinvergüenza, todos dieron preferencia al “cieguito”.
Y así se rehízo la fila detrás de nuestros dos hombres.
En el poste había marcados tres números, y eran para mí la clave inicial de un gran enigma: ya no eran los números de ómnibus que iban a Retiro y a la Facultad de Derecho, al Hospital de Clínicas o a Belgrano sino a las puertas de lo Desconocido.
Subieron al ómnibus que va a Belgrano y yo detrás de ellos, después de hacer pasar ante mí a un par de personas que debían servirme de aisladores.
Cuando el ómnibus llegó a Cabildo, me empecé a preguntar en qué parte de Belgrano bajarían. El ómnibus siguió sin que el hombrecito diera señales de preocupación. Hasta que al llegar a Virrey del Pino empezó a pedir paso y se acomodaron al lado de la puerta de bajada. Descendieron en la calle Sucre. Por Sucre siguieron hasta Obligado y por esta calle, derecho hacia el norte, hasta Juramento, por ella hasta Cuba, por Cuba nuevamente hacia el norte, al llegar a Monroe volvieron a Obligado y, por esta calle, volvieron a la placita por la que habían pasado antes, esa placita que está en Echeverría y Obligado.
Era evidente: se trataba de despistar. Pero ¿a quién? ¿A mí? ¿,A cualquier presunto individuo que, como yo, anduviese en la pista? Esa hipótesis no era descartable, pues, como es natural, no he sido yo el primero que ha intentado penetrar en el mundo secreto. Es probable que a lo largo de la historia humana haya habido muchos y, en cualquier caso, sospecho de dos: uno, Strindberg, que pagó con la locura; y el otro, Rimbaud, a quien se empezó a perseguir ya antes del viaje al África, tal como se entrevé en una carta que el poeta mandó a su hermana y que Jacques Riviére interpreta erróneamente.
También cabía la suposición de que se tratara de despistar a Iglesias, teniendo presente el finísimo sentido de orientación que adquiere el hombre desde el momento en que pierde la vista. Pero ¿para qué?
Sea como fuere, después de aquel recorrido iterativo volvieron a la placita donde está la Iglesia de la Inmaculada Concepción. Por un instante creí que entrarían en ella, y vertiginosamente pensé en criptas y en algún secreto pacto entre las dos organizaciones. Pero no: se dirigieron hacia ese curioso rincón de Buenos Aires, formado por una fila de viejas casas de dos pisos, tangentes al círculo de la Iglesia.
Entraron por una de las puertas que da a los pisos altos y comenzaron a subir la sórdida y vieja escalera de madera.