XV

Hasta que un día vi que un ciego avanzaba lentamente por la calle Paso, desde Rivadavia hacia Bartolomé Mitre. Mi corazón comenzó a golpear.

Mi instinto me dijo que ese hombre alto y rubio tenía algo que ver con el problema Iglesias, pues no avanzaba con esa indiferenciada atención con que alguien camina por una calle cuando su objetivo está lejos.

No se detuvo frente al número 57, pero pasó muy lentamente frente a la entrada, y con su bastón blanco parecía como andar reconociendo un territorio en el que más tarde se han de hacer operaciones decisivas. Supuse que era algo así como una avanzada de reconocimiento y desde ese instante redoblé mi atención.

Ese día, sin embargo, no volvió a pasar nada que llamase mi atención. Unos minutos antes de las nueve de la noche subí al séptimo piso, pero tampoco allá había sucedido nada que yo estimase fuera de lo común: soderos, dependientes de almacén, la gente habitual, en fin.

Esa noche no pude dormir: me volvía y me revolvía en la cama. Me levanté antes del amanecer y corrí a la calle Paso, temiendo que alguien importante pudiera subir al departamento en el momento en que se abriese la puerta de abajo.

Pero nadie entró que me pareciese sospechoso y en todo aquel día no advertí ningún indicio interesante. ¿Habría sido una simple casualidad la aparición de aquel ciego alto y rubio?

Ya dije que creo poco en las casualidades y mucho menos en las que se refieren a los ciegos. De modo que esa misma noche al terminar lo que podría llamarse mi guardia diurna, decidí subir a la pensión y someter a un cerrado interrogatorio a la señora Etchepareborda.

En mi ansiedad había descendido hasta la más repelente demagogia. Detesto las mujeres gordas y la dueña de la pensión era inmensa; metida en un vestido que parecía hecho para una mujer normal, mostrando su papada y su pecho enorme y blanquísimo, semejaba un gigantesco y tembloroso flan: pero un flan con intestinos.

Alabé su cutis y le dije que era increíble que tuviera cuarenta y cinco años. También ponderé la salita en que vivía, donde cada mesa, mesita y en general toda superficie horizontal estaba cubierta con una carpeta de macramé. Una suerte de horror vacui le impedía dejar ningún espacio libre sin cubrir o llenar: pierrots de porcelana, elefantes de bronce, cisnes de vidrio, Don Quijotes cromados y un gran Bambi de tamaño casi natural. Sobre un piano que no tocaba, explicó, desde la muerte de su difunto marido, había dos largas carpetas de macramé: una sobre el teclado y otra en la parte superior. En ésta, entre unos gauchos y paisanitas de paño lenci, se veía un retrato del señor Etche-pareborda, de tres cuartos, con mirada seria y dirigida hacia un enorme elefante de bronce: parecía presidir la teratológica colección.

Alabé su detestable marco cromado y ella, contemplando con expresión triste y soñadora el retrato, me explicó que había muerto hacía dos años, cuando apenas tenía cuarenta y ocho, en la flor de la edad y cuando estaba a punto de ver cristalizados sus anhelos, me dijo, de una media jubilación.

—Era segundo jefe de envíos al interior en Los Gobelinos.

Yo, que ardía en mi interior de rabia y nerviosidad, pues hasta ese momento me había resultado imposible iniciar mi interrogatorio, comenté:

—Una casa importante, caramba.

—Así es —confirmó ella con satisfacción.

—Un puesto de confianza —agregué.

—Ya lo creo —me dijo—. No es para desmerecer a otros, pero a mi difunto esposo le tenían una confianza total.

—Hacía honra al apellido —comenté.

—Así es, señor Vidal.

Honradez de los Vascos, Flema Británica, Espíritu de Medida de los Franceses, mitos que, como todos los mitos, son invulnerables a los pobres hechos. ¿Qué puede significar, en efecto, coimeros como el ministro Etcheverry, energúmenos como el pirata Morgan o fenómenos como Rabelais? Me resigné a juzgar las fotos que la gorda empezaba a mostrarme en un álbum familiar. En una estaban los dos en Mar del Plata, para las vacaciones de 1948, metidos en el agua.

—Precisamente —comentó, señalando hacia un faro construido con conchillas que se divisaba sobre una carpetita—, ese faro me lo regaló en aquel verano.

Se levantó, lo trajo y me mostró la leyenda: “Recuerdo de Mar del Plata”, y más abajo, agregado con tinta, la fecha: 1948.

Luego volvió al álbum, mientras yo era devorado por la ansiedad.

En otra fotografía el señor Etchepareborda aparecía al lado de su señora en los jardines de Palermo. En otra creo que estaba rodeado por sus sobrinos y por su cuñado, un señor Rabufetti o algo por el estilo. En otra, celebrando con el personal de Los Gobelinos una fecha íntima, según las palabras de la señora Etchepareborda, en el restaurante El Pescadito, de la Boca. Etcétera.

Desfilaron chicos desnudos y acostados mirando la cámara, retratos de casamientos, otras vacaciones, cuñados, primos, amiguitas (así designaba la dueña de la pensión a edificios tan considerables como ella).

Vi, feliz, cómo cerraba por fin el álbum y se disponía a guardarlo en el cajón de una cómoda. Encima de este mueble, entre varias estatuillas, estaba colgado un cuadrito provenzal que decía:

DA TU CASA DE CORAZÓN

—¿Así que ninguna novedad con respecto al pobre Iglesias? —pregunté.

—No, señor Vidal. Ahí está, el pobrecito, encerrado en su cuarto, sin querer ver a nadie. Le seré sincera, señor Vidal: me parte el corazón.

—Sí, naturalmente. ¿Nadie ha venido a preguntar por él? ¿Nadie se ha interesado por su situación?

—Nadie, señor Vidal. Al menos hasta este momento.

—Curioso, muy curioso —comenté, como para mí.

Yo le había dicho que me había puesto en contacto con las sociedades respectivas. Con esa mentira lograba dos resultados, de inestimable valor: paraba cualquier iniciativa personal de ella (iniciativa que, como se comprende, ofrecía el peligro de ser incontrolada); y podía averiguar, mientras tanto, cualquier episodio que se produjera. No debe olvidarse que yo me proponía no sólo servirme de Iglesias para penetrar en el círculo secreto, sino previamente investigar y confirmar algunas de mis presunciones sobre la organización: si sin enterar a nadie sobre la situación del tipógrafo éste era localizado, mi teoría se confirmaba en sus peores extremos y yo debía multiplicar mis precauciones. Pero, por otro lado, esa espera me resultaba peligrosa y aumentaba mi ansiedad, por el temor de no llegar a tiempo.

En tanto mantenía la desdichada espera, verificaba la marcha de su transformación en el examen de sus rasgos y maneras. De noche, sobre todo, después que la puerta de abajo era cerrada y, en consecuencia, que no existía peligro de la llegada a la pensión del temido y ansiado mensajero (por nada del mundo la secta debía encontrarme con el tipógrafo), yo entraba en su cuarto y trataba de mantener conversación o, al menos, intentaba hacerle compañía escuchando radio con él. Iglesias, como dije, se fue volviendo cada día más silencioso y resultaba casi visible el aumento de su desconfianza y la aparición de ese rencor helado que caracteriza a los miembros de la casta. También vigilaba los síntomas puramente físicos, y al darle la mano verificaba si ya su piel había comenzado a segregar ese casi imperceptible sudor frío que es uno de los atributos que revelan su parentesco con los sapos y, en general, con los saurios y animales semejantes.

Entraba, pues, luego de golpear en su puerta y de oír su Entre, prendiendo la luz con la llave que estaba al lado de la jamba izquierda de la puerta. Iglesias, sentado en un rincón, al lado de la radio, cada día más serio y concentrado, me miraba, tal como hacen los ciegos, con expresión vacía y abstracta, rasgo que, según mi experiencia, es el primero que adquieren en su lenta metamorfosis. Los anteojos negros, que estaban únicamente destinados a ocultar sus cuencas quemadas, hacían más impresionante su expresión. Bien sabía yo que detrás de aquellos cristales negros no había nada, pero precisamente era esa NADA lo que en definitiva más me imponía. Y sentía que otros ojos, ojos colocados detrás de su frente, ojos invisibles pero crecientemente implacables y astutos, quedaban fijos sobre mi persona, escrutándome hasta el fondo.

Nunca pronunció una palabra desagradable: por el contrario, había acentuado esa cortesía que es frecuente en los naturales de ciertas regiones de España, esa cortesía distante que hace parecer señores a simples campesinos de las ásperas mesetas de Castilla. Pero a medida que fueron transcurriendo los días, en aquella repetida y silenciosa escena en que nos contemplábamos como dos estatuas egipcias, sedentes y frígidas, yo sentía cómo el resentimiento de Iglesias iba adueñándose de cada uno de los rincones de su espíritu.

Fumábamos en silencio. Y de pronto, para romper el intolerable silencio, yo decía cualquier cosa que en otro tiempo podía haber tenido interés para el tipógrafo.

—La FORA ha declarado una huelga de estibadores.

Iglesias murmuraba un monosílabo, chupaba severamente su cigarrillo negro y luego pensaba para sí: Te conozco, canalla.

Cuando la situación se hacía insostenible me retiraba. De todos modos, y con toda la incomodidad que esos encuentros tenían, yo lograba mi propósito de vigilar su transformación.

Y al salir a la calle realizaba una ronda nocturna: un poco como si estuviera tomando fresco, como si caminara sin ganas, silbando; pero, en realidad, observando cualquier indicio de la presencia del enemigo.

Pero durante los dos días que siguieron a la aparición del ciego rubio y alto no advertí nada que pudiera tener significado.