Esa noche, mientras hacía el balance y repaso que todas las noches hacía de los acontecimientos, me alarmé: ¿por qué Norma me había traído a la señorita González Iturrat? Tampoco podía ser una simple coincidencia la discusión que me obligaron a mantener sobre la existencia del mal. Pensándolo bien, encontré que la profesora tenía todas las características de una socia de la Biblioteca para Ciegos. Y la sospecha se extendió en seguida a la propia Norma Pugliese, en quien me había interesado, al fin de cuentas, por ser su padre un socialista que destinaba dos horas diarias a transcribir libros en el sistema Braille.
Frecuentemente doy una idea equivocada de mi forma de ser, y es probable que los lectores de este Informe se sorprendan por esta clase de ligerezas. La verdad es que, a pesar de mi afán sistemático, soy capaz de los actos más inesperados y, por lo tanto, peligrosos, dada la índole de la actividad en que me encuentro. Y los disparates más incalificables los he cometido a causa de mujeres. Trataré de explicar lo que me sucede, porque tampoco es tan alocado como podría aparecer a primera vista, ya que siempre consideré a la mujer como un suburbio del mundo de los ciegos; de modo que mi comercio con ellas no es tan desatinado ni tan gratuito como un observador superficial podría imaginar. No es eso lo que yo me estoy reprochando en este momento, sino la casi inconcebible falta de precauciones en que de pronto incurro, como en este caso de Norma Pugliese; hecho perfectamente lógico desde el punto de vista del destino, ya que el destino ciega a quien quiere perder; pero absurdo e imperdonable desde mi propio punto de vista. Pero es que a períodos de radiante lucidez se suceden en mí períodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona, y de pronto me encuentro con desbarajustes peligrosísimos, como podría pasarle a un navegante solitario que en medio de regiones riesgosas, dominado por el sueño, cabeceara y dormitara por momentos.
No es fácil. Yo quisiera verlo a cualquiera de mis críticos en una situación como la mía, rodeado por un enemigo infinito y astutísimo, en medio de una red invisible de es pías y observadores, debiendo vigilar día y noche cada una de las personas y acontecimientos que hay o suceden a su alrededor. Entonces se sentiría menos suficiente y comprendería que errores de esta naturaleza no sólo son posibles sino prácticamente inevitables.
Todo el tiempo que precedió al encuentro con Celestino Iglesias, por ejemplo, fue de una extremada confusión en mi espíritu; y en esos períodos es como si las tinieblas literalmente me succionaran mediante el alcohol y las mujeres: así se interna uno en los laberintos del Infierno, o sea, en el universo de los Ciegos. De modo que no es que en esos períodos tenebrosos olvidara mi gran objetivo, sino que a la persecución lúcida y científica sucedía una irrupción caótica, a tumbos, en que aparentemente domina eso que las personas desaprensivas denominan azar y que en rigor es la casualidad ciega. Y en medio del desbarajuste, mareado y atontado, borracho y miserable, sin embargo me encontraba balbuceando de pronto: “no importa, éste de todos modos es el universo que debo explorar”, y me abandonaba a la insensata voluptuosidad del vértigo, esa voluptuosidad que sienten los héroes en los peores y más peligrosos momentos del combate, cuando ya nada puede aconsejarnos la razón y cuando nuestra voluntad se mueve en el turbio dominio de la sangre y los instintos. Hasta que de pronto despertaba de esos largos períodos oscuros, y así como a la lujuria sucedía el ascetismo, mi manía organizativa seguía al caos; manía que me acomete no a pesar de mi tendencia al caos, sino precisamente por eso. Entonces mi cabeza empieza a trabajar a marchas forzadas y con una rapidez y claridad que asombra. Tomo decisiones precisas y limpias, todo es luminoso y resplandeciente como un teorema; nada hago respondiendo a mis instintos, que en ese momento vigilo y domino a la perfección. Pero, cosa extraña, resoluciones o personas que conozco en ese lapso de inteligencia me conducen pronto y una vez más a un lapso incontrolable. Conozco, por ejemplo, la mujer digamos, del presidente de la Comisión Cooperadora del Coro de No Videntes; comprendo las valiosas informaciones que puedo obtener por su intermedio, la trabajo y finalmente, con fines estrictamente científicos, me acuesto con ella; pero luego resulta que la mujer me marea, es una lujuriosa o una endemoniada, y todos mis planes se desmoronan o quedan postergados, cuando no en serio peligro.
No fue el caso de Norma Pugliese, por supuesto. Pero aun en este caso cometí errores que no debí haber cometido.
El señor Américo Pugliese es un antiguo miembro del partido Socialista, y educó a su hija en las normas que Juan B. Justo impuso desde el comienzo: la Verdad, la Ciencia, el Cooperativismo, la Lucha contra el Tabaco, el Antialcoholismo. Una persona muy decente que detestaba a Perón y era muy respetado en su oficina por sus adversarios políticos. Como se comprenderá, esa plataforma excitó sobremanera mis deseos de acostarme con su hija.
Estaba de novia con un teniente de navío. Hecho perfectamente compatible con la mentalidad antimilitarista del señor Pugliese, en virtud de ese mecanismo psicológico que a los antimilitaristas les hace admirar a los marinos: no son tan brutos, han viajado, se parecen muchísimo a los civiles.
Como si ese defecto pudiera ser motivo de elogio. Ya que, como le expliqué a Norma (que se enfurecía), elogiar a un militar porque no lo parece, o porque no lo es tanto, es como encontrar méritos en un submarino que tiene dificultades para sumergirse.
Con argumentos de este género miné las bases de la Marina de Guerra y al cabo pude irme a la cama con Norma, lo que demuestra que el camino de la cama puede pasar por las instituciones más imprevistas. Y que los únicos razonamientos que para la mujer tienen importancia son los que de alguna manera se vinculan con la posición horizontal. A la inversa de lo que pasa con el hombre. Motivo por el cual es difícil poner a un hombre y a una mujer en la misma posición geométrica en virtud de un razonamiento auténtico: hay que recurrir a paralogismos o al manoseo.
Logrado que hube la horizontalidad, me llevó tiempo educarla, acostumbrarla a una Nueva Concepción del Mundo: del profesor Juan B. Justo al Marqués de Sade. No era nada fácil. Era necesario empezar desde el mismo lenguaje, pues fanática de la ciencia y lectora de obras como El matrimonio perfecto, usaba palabras tan inadecuadas para la cama como “ley de refracción cromática” para la descripción de un crepúsculo. Sobre la base de esta genuina verdad (y la verdad era para ella sagrada), fui conduciéndola de escalón en escalón hasta las peores fechorías. Tantos años de labor paciente de diputados, concejales y conferenciantes socialistas aniquilada en pocas semanas; tantas bibliotecas de barrio, tantas cooperativas, tanta sana obra edilicia para que Norma concluyera practicando esa clase de operaciones Como para que después se tenga fe en el cooperativismo.
Sí, perfecto, riámonos de Norma Pugliese como yo lo hice en muchos momentos de superioridad. Lo cierto es que ahora me acometían una serie de dudas y de pronto tenía la impresión de que era uno de los sutiles espías del enemigo. Hecho, por otra parte, esperable, ya que sólo un enemigo burdo, o tonto recurriría al espionaje de personas sospechables. El ser Norma tan candorosa, tan directa y enemiga de la mentira y de la mistificación ¿no era el argumento más decisivo para tener cuidado con ella?
Empecé a angustiarme, al analizar detalles de nuestras relaciones.
A Norma Pugliese creía tenerla bien clasificada, y dada su formación socialista y sarmientina, no me pareció difícil llegar hasta su fondo. Grave error. Más de una vez me sorprendió con una reacción inesperada. Y su misma corrupción final era casi irreconciliable con aquella formación tan sana y aseada que le había dado el padre. Pero si el hombre tiene tan poco que ver con la lógica ¿qué puede esperarse de la mujer?
Aquella noche, pues, la pasé en vela recordando y analizando cada una de las reacciones que había tenido conmigo. Y tuve muchos motivos para alarmarme, pero al menos un motivo de satisfacción: el de haber advertido a tiempo los peligros de aquella cercanía.